XVIII

Chartres, calle Petits Poteries, agosto de 1306, en el mismo momento

Él se lavó la cara, las manos y los brazos en la jofaina de gres colocada sobre una pequeña mesa coja. Sonrió cuando se fijó en las bonitas volutas rojas que se mezclaban lentamente con el agua. Suspiró de alivio y se arregló, satisfecho y harto.

Se acercó a la cama deshecha, se inclinó para recuperar de la saya el dinero tornés que le había ofrecido antes, cuando las ganas y el deseo le sofocaban. Era una tontería perder un buen dinero, más aún cuando iba a quedárselo otro.

Miró la cosa extendida sobre la sábana empapada en sangre. Ella le había permitido pasar un momento embriagador, del cual él había saboreado cada segundo, a pesar del hecho de que él se había visto obligado a amordazarla para que sus gritos no alborotaran a su rufián de la mancebía. Le quitó de la boca el paño de cáñamo pegajoso por la saliva y lo metió en su fardel, así como las largas correas que había apretado alrededor de sus muñecas cuando la muchacha le creía dormido después del placer y cometió el grave error de vaciarle los bolsillos con discreción.

Observó los trozos de la cara que le colgaban sobre el cuello, el vientre abierto en canal, las vísceras muy bien extendidas sobre sus senos, hechos trizas y despedazados también. Magníficas heridas, profundas y sangrantes.

Se sentía tan bien, tan pleno por el poder que tenía sobre los seres, que con mucho gusto se habría quedado dormido contra aquel cuerpo todavía tibio, pero debía volver cuanto antes. Debería desconfiar, no exhibir su inmensa satisfacción.

Qué pena que nunca durase mucho tiempo. ¡Bah, había meretrices de sobra!