XVII

Bosque de Multonne, agosto de 1306, en el mismo momento

Alphonse Portechape, tonelero en Saint-Ouen-en-Pail, estaba muy satisfecho de sí mismo. Un negocio resuelto en un santiamén y bien regado, lo que explicaba su paso inestable y la pesadez de su cabeza. Se guiaba con la luz de un candelero, pues había cortado a través de los campos, bordeando la linde del bosque en lugar de seguir el camino. Tenía prisa por volver a casa, rociarse con un cubo de agua fresca y desplomarse hasta el día siguiente sobre su lecho.

Así y todo, ¡qué tacaño el despensero[157] del monasterio de Saint Samson, a apenas una legua de distancia! Pero quince barricas[158] no se vendían todos los días. Aquel roñoso le había rascado hasta el último dinero de descuento como si fuesen a arrancarle el alma. Hasta que Alphonse comprendió que no era la escarcela de los religiosos, sus superiores, lo que le hacía echar los hígados tanto como el beneficio personal. Se llegó rápidamente a un acuerdo cuando Portechape propuso con prudencia un «homenaje» al despensero. Un cuarto de barrica por cinco toneles comprados. De golpe, las necesidades de los monjes se habían duplicado. ¡A saber cómo iba a arreglárselas el tipo para justificar aquel excedente de gastos ante el cillerero[159]! Bah, de todas formas, ¡los monjes eran tan ricos como Creso!

Un pesado eructo le llevó a la garganta una mezcla agria de vino y bilis. La cabeza le daba vueltas y se preguntó si no iba a vomitarse encima de las calzas. Se detuvo, apoyado sobre la azuela[160] que llevaba con él a todas partes desde que… desde el comienzo de aquellos horrores. «¡Pues que venga esa maldita bestia!». ¡Sobre todo porque Portechape no era, ni por asomo, un frágil púber! En lo que a la descripción apocalíptica de un monstruo llegado directamente desde el infierno se refería, se le debía sobre todo al simple Gastón, que mamaba bien de la botella en cuanto se daba la ocasión.

* * *

Intentando controlar los vómitos y la náusea, no oyó los pasos a la carrera tras él hasta que fue demasiado tarde. Cuando se dio la vuelta, levantando la azuela para acabar con ella con todas sus fuerzas, la bestia saltó.

En el feroz combate que prosiguió, Alphonse soltó su improvisada arma. Unas implacables mandíbulas se cerraron sobre la cadera, el muslo, la espalda. Un hocico empapado de babas buscó su garganta. Insensible al dolor, pues el pánico le invadía, Portechape le golpeó con la energía de la desesperación, asestándole puñetazos y patadas, gritando para pedir ayuda sin albergar grandes esperanzas. Estaba demasiado lejos del pueblo para que le escucharan. Un soplo ardiente le barrió el rostro y unos enormes colmillos se cerraron de golpe, desgarrándole la mejilla.

Entonces, consiguió atrapar a la bestia por el cuello y apretó casi hasta hacerse estallar las venas de los brazos. La furia que le había atacado intentó arañarle. Sin embargo, Portechape, sentía que se debilitaba. La energía recuperada desató sus fuerzas. Iba a estrangularla, a matarla. Se convertiría en un héroe. Se oyó un aullido a la muerte, no muy lejano, por la derecha. Divisó a la bestia. A la segunda. Apenas más pequeña que la que estaba a punto de dominar. Rugiendo con el hocico arrugado, los colmillos relucientes y la mirada desquiciada, avanzó hacia ellos.

Alphonse Portechape comprendió que estaba en desventaja. Y dejó de apretar. La bestia, sin aliento, se desplomó en el suelo, el pecho se le elevaba al ritmo de los jadeos desordenados. La otra se quedó inmóvil, giró la cabeza hacia atrás, como si dudara.

* * *

Alphonse Portechape se enderezó y corrió entonces como alma que lleva el diablo. De hecho, de eso estaba entonces seguro, sin duda eran demonios. Les escuchó tras él. Un gemido desesperado le salió de los labios. El corazón se le salía del pecho, a punto de estallar, aporreándole las venas del cuello. La sangre le chorreaba a lo largo de las piernas. ¡Por fin el pueblo! Una centena de toesas más y estaría salvado.

Sin aliento, con un dolor provocado por el esfuerzo que le aserró el vientre, el sudor que le corría por la frente y por el torso y que se mezclaba con la sangre de sus heridas, suplicó al cielo que le dejase vivir. Y de pronto, sin comprender ni cómo ni por qué, las piernas se le hundieron y se dejó caer sobre la tierra seca del campo. En una inútil tentativa, se protegió la cara con los brazos. Unos sollozos de terror le asfixiaron. Iban a hacerle pedazos. Como a los otros.

Nada. El temblor de la hierba provocado por la brisa. A lo lejos, un primer ululato de lechuza. Nada. Con todos los músculos temblándole, demasiado asustado para comprender, abrió los ojos.

Los dos monstruos habían desaparecido.