Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306
Un ligero pinchazo en la garganta sacó vagamente a Druon del agitado sueño en el que estaba sumido. Intentó deshacerse del insecto insistiendo con el reverso de la mano y se enderezó de un salto en el sillón, abriendo los ojos de par en par, cuando su piel se topó con el frescor del metal. El gigante peludo y muy moreno le amenazaba con la punta de su daga, mirándole fijamente con una indescriptible mirada oscura.
—La baronesa Béatrice te ha hecho llamar a su presencia. Inmediatamente.
Huguelin, que se había despertado de un sobresalto, se puso de pie de un brinco. El hombre dio un paso atrás y dijo al chico:
—Tú no.
Tan valiente como presa del pánico, Huguelin replicó con una voz que él esperaba que fuese firme:
—¡Yo no abandono a mi maestro!
—¿Hace falta que te demuestre lo contrario, mocoso?
—Quédate, Huguelin, no me ocurrirá nada —intervino Druon, esforzándose por calmarle.
—¿Qué sabéis vos? —lloriqueó el niño.
—Porque si hubiesen querido matarnos, ya lo habrían hecho. Además, no nos han registrado, lo que demuestra que no nos consideran unos malhechores. Y, aunque no dudo de la buena caridad cristiana de la baronesa, no me imagino que malgaste alimentos para satisfacer a dos condenados a muerte —ironizó.
—Me parece que no te vas a mofar tanto dentro de poco —dijo el gigante, demostrando así que tenía algo más dentro de aquel grueso cráneo de lo que suponía Druon.
Forzando los graves de la voz, el joven médico espetó:
—¿Acaso os he autorizado para hablarme de «tú» como si hubiésemos sido compañeros de borrachera en alguna tasca de mala fama? Si vuestro deseo es que obedezca deberíais, por tanto, volver a hablarme de «vos» de inmediato —ordenó Druon dejándose caer en el sillón.
La áspera tira de lino que le servía para aplastarse los senos le arañaba las axilas.
—¿Quieres que te arrastre de los pelos a lo largo de todas las escaleras?
—¡Hacedlo! También podéis agujerearme a golpes de daga, pero entonces le serviré de poco a vuestra señora, que deberá felicitaros por ello. ¡De «vos», hombre! Soy un erudito, no un vil granuja, y nadie me trata con tal descaro.
Huguelin palideció ante tal intercambio de palabras. Curiosamente, una leve sonrisa flotó en los labios del gigante, que se burló:
—Señor, con todos mis respetos, os suplico que me acompañéis de buena voluntad ante la baronesa, mi señora.
Druon fingió vacilar un instante y después se levantó tranquilamente.
* * *
Ambos subieron por la escalera de la torre, manteniéndose el hombre detrás del joven médico, que descubrió así que había anochecido.
Dejaron atrás un primer rellano y después llegaron al segundo. El gigante dijo:
—Hemos llegado. Un consejo, amigo… No te… No os dejéis llevar por vuestras pequeñas impertinencias con ella. La paciencia no es su virtud principal.
Entraron en una especie de antesala y avanzaron hacia una puerta alta. El escolta advirtió de su presencia con un golpe de puño contra el grueso batiente antes de empujarlo. Los tres perros lebreros se levantaron, esperando una orden para arrojarse sobre el intruso.
—¡Al suelo!
Las bestias se tumbaron inmediatamente. El gigante peludo precedió a Druon en la vasta sala brillantemente iluminada. Había tederos cargados de velas encendidas en cada rincón. Un violento fuego crepitaba en la chimenea, tan ancha que se podría asar a un buey en ella. La baronesa Béatrice se mantenía recta, sentada sobre un sitial[153] coronado por un dosel. Sus pies calzados se posaban sobre los leones esculpidos que decoraban el borde de la tarima que sobrealzaba el asiento. Vestida por completo de color carmín, parecía una llama escapada del hogar. Llevaba los cabellos cobrizos recogidos en unas trenzas que formaban una especie de corona alrededor de la cabeza. No llevaba ni velo ni tocado, una excentricidad que la hacía parecer a la vez más joven y más feroz que cuando se encontraron por primera vez. El águila real, Morgane, estaba a su derecha, sobre un alto pedestal desde donde vigilaba a los recién llegados. Druon se fijó en que las ataduras de cuero que pasaban por sus patas y que servían para impedir que se moviera no estaban anudadas a la barra del posadero. Él avanzó algunos pasos, se detuvo a media toesa del sitial y se inclinó en reverencia. El calor del día, aumentado además por el nutrido fuego de la chimenea, hacía que la piel pálida y fina del rostro de la mujer brillara. El gigante rodeó el sitial y se situó a la izquierda de ella, con los brazos cruzados sobre su enorme torso.
—Volvamos a donde nos habíamos quedado, médico. Tu muerte y la de tu pillastre gallofero[154] o tu arte, el cual conviene que sea eficaz.
—¡A pesar de su baja condición Huguelin no es un gallofero! Sea como sea, estoy a vuestro servicio, señora. Soy todo oídos.
Ella pareció vacilar, después giró la cabeza y se dirigió a un gran tapiz que representaba a una fiera de mirada roja y fuego, devorando con ganas una especie de cierva:
—Igraine, preciso de tu ayuda.
Una onda deformó el tapiz y una sobrecogedora criatura apareció. Druon dedujo de ello que el tapiz ocultaba un pasaje u otra sala, como era habitual. La mujer que se acercaba parecía no tener edad, entre veinte y cuarenta años. Delgada, muy alta, de cabellos largos y negros ceñidos con una fina tiara de plata, se apoyaba sobre un bastón esculpido con el extremo ferrado a pesar de que su paso era ágil. Tenía los dos puños rodeados por anchas y gruesas pulseras de plata y la primera falange de su dedo corazón derecho desaparecía bajo un anillo del mismo metal que representaba a dos serpientes enlazadas. Sobre el hombro, llevaba posado un grajo tan inmóvil que Druon creyó al principio que se trataba de un animal disecado, hasta que el ave giró la cabeza con un movimiento ligero y seco hacia los perros. Igraine se detuvo a un paso del joven médico y le observó con detenimiento con su inquietante mirada, casi amarilla.
—Tiende tus manos con las palmas hacia el cielo —le pidió ella en un tono casi infantil, cuyo contraste con su inquietante aspecto pasmó al joven.
Tras echar una mirada prudente al grajo y a su poderoso pico negro, obedeció. Ella se inclinó y le examinó las manos sin rozarlas antes de declarar:
—Está…
Ella marcó una pausa corta, fijando su mirada en la de él, y concluyó:
—… bien, señora.
Cada vez más desconcertado, seguro de que aquella mujer había descubierto el secreto de su género, ignorando la razón por la que ella le ocultaba la verdad a su señora, Druon esperó, sin saber qué.
—¿Me traicionará en el peor momento?
—Lo ignoro, señora. Os lo repito, el porvenir es inestable, ya que existen numerosos futuros posibles, al contrario de lo que intentan hacernos creer los charlatanes de feria. Además… ¿vos le daréis razones para que os traicione?
—¿Acaso hacen falta razones? —preguntó la baronesa con un tono de voz cortante.
—Los traidores a veces son cobardes, a veces codiciosos, a veces también se sienten decepcionados.
—Puedes retirarte, Igraine, y volver a tu alcoba.
Igraine saludó y desapareció tras el tapiz.
Una especie de irritación remplazó poco a poco a la ansiedad que sentía Druon, que intervino:
—No soy ni vuestro siervo ni vuestro vasallo, señora baronesa. Soy médico, de una familia de médicos reputados y ofrezco mi arte a quien bien me parezca.
—¡Error! —gritó la baronesa señalándole con un agresivo dedo índice, gesto que el águila asoció de inmediato con un aleteo impresionante.
—Paz, querida Morgane —la calmó su ama con voz tierna.
—Me sorprende que haya atacado a un humano, incluso siendo niño —señaló el joven médico.
—Morgane volaría directa al fuego para complacerme.
—Un adiestramiento notable, señora.
—No se trata de adiestramiento, sino de compañerismo. Ella sabe que yo caminaría también directa al fuego para salvarla.
En un tono de voz amenazante, continuó:
—¡No intentes desviar la conversación con vanas adulaciones! Practicabas la caza furtiva en mis tierras. Por tanto, tu vida me pertenece. Además, no hagas que me hierva la sangre con tu descaro. Un gesto mío y Léon te romperá el cuello. El bellaco de tu engendro irá detrás de ti.
El gigante asintió con un ligero gesto de cabeza.
—En cuanto a tu arte, nos vas a hacer inmediatamente una deslumbrante demostración.
Volviéndose hacia Léon, preguntó en un tono en el que se apreciaba la exasperación:
—¿Y Julienne? Había mandado a pedirle que bajara.
—Sus dolencias, señora.
La mano de la baronesa se desplomó sobre uno de los pomos[155] de cristal tallado de los brazos del sitial.
—¡Sus dolencias! De nuevo sus dolencias. Morirá de melancolía[156] si se obstina en encerrarse de esa forma en sus aposentos o en la biblioteca. Ve a buscar a mi hermana política, enseguida. No toleraré ninguna espantada.
Léon desapareció a través de la alta puerta que les había dado paso poco antes. Volviéndose de nuevo hacia el joven médico, la baronesa roja exigió:
—Mientras esperamos, habladme pues de vuestros milagros.
—No se trata de milagros, señora, y lo lamento, sino de medicina. Esta tiene sus límites, mas unos logros muy superiores a los de la superstición.