Castillo de Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306
Un cuarto de legua más lejos, cuando los dos prisioneros, empujados por el hombre de armas, llegaron a divisar un castillo construido sobre una eminencia, rodeado de bosquecillos, Huguelin susurró con voz insegura:
—¿En qué mal asunto nos hemos metido?
—Todavía no lo sé. No obstante, me parece que ha sido un lebrato que no nos vamos a comer pero que nos va a costar caro.
* * *
Los cascos herrados de las monturas resonaban sobre las piedras de la amplia alameda que conducía al puente levadizo elevado. El castillo macizo, de aspecto poco sugerente, formaba un cuadrilátero flanqueado por cuatro torres redondas. Un camino de ronda con merlones[139] y almenas, matacanes[140] y troneras, lo rodeaba. Druon distinguió algunos almófares[141] y cotas de malla en los que se reflejaba la luz del sol: hombres armados, dotados de un serio equipamiento que no justificaba la paz que parecía reinar en la región, a menos que imaginaran una disputa entre señores vecinos. Su escolta puso los pies en el suelo y berreó en dirección al puente levadizo:
—Hao[142], soy Grinchu. ¡Bajadlo, panda de lentos!
Un chirrido ensordecedor y desagradable. Elevaron el contrapeso y el puente levadizo se posó en tierra firme, franqueando los fosos. Un siervo se precipitó para recoger las monturas. Druon vio irse a Brise con el corazón encogido. Sin embargo, se tranquilizó como pudo: no sería sensato maltratar a una yegua tan buena de cinco años, aunque ahorcaran a su dueño.
Atravesaron el patio de honor, apenas más amplio que una pequeña plaza, en mitad del cual había plantado un gigantesco crucifijo. Al pie, rodeándolo, había montones de flores campestres, algunas frescas del día, otras terminando de marchitarse. El guardia les empujó hacia una torre redonda cuya escalera ascendía hacia el alojamiento del señor frente a la atalaya[143] y descendía, Druon no sabía muy bien a dónde. Lo descubriría de inmediato.
* * *
Un golpe en el hombro le hizo bajar tres escalones dando traspiés y rodando el resto de la escalera hecho un ovillo. Se agarró de milagro a una anilla con antorcha empotrada en el muro de piedra. Furioso, se giró hacia el patán y gritó:
—¿De qué sirve tanta brutalidad? Informaré de esto a vuestra señora.
Sin una pizca de malicia, el hombre llamado Grinchu rectificó:
—Pobre muchacho. Si un empujón en la espalda te parece brutal, ¿qué te parecerá que ella acabe con vosotros dos?
Se quitó el casco grueso de cuero que le cubría hasta las cejas y señaló con un dedo una gruesa cicatriz rojiza que le cortaba la frente mientras continuaba:
—Esto es uno de sus arranques de cólera. Ella dio un traspié y cayó patas arriba. Yo me reí. Y lo lamenté. Fue tan rápida que ni siquiera vi cómo la hoja se me acercó a la frente. Solo me di cuenta de que sangraba con abundancia cuando la sangre me nubló la vista.
Druon no dijo nada y percibió la pesada deglución de Huguelin, enganchado al faldón de su mantel.
—Vamos, avanzad —retomó el hombre en un tono más hastiado que agresivo—. Tan solo tengo que ocuparme de vosotros y tengo un hambre voraz.
Druon y el chico obedecieron y se sumergieron peldaño tras peldaño en una oscuridad nada sugerente. Desembocaron en un pasillo subterráneo de suelo arenoso.
Huguelin murmuró con voz temblorosa:
—¡Pardiez, las mazmorras!
La ancha galería estaba iluminada por unas antorchas de resina y Druon observó que parecía menos siniestro de lo que había supuesto durante el descenso. Giraron hacia otro pasillo de igual longitud. Algunas toesas más adelante, a la altura de una ancha puerta reforzada con travesaños de metal, su cancerbero ordenó:
—Alto.
Él descolgó una llave enorme de un clavo introducido en la madera gris del batiente y abrió.
Empujaron a los dos dentro de una sala subterránea bastante amplia pero tan baja que la parte más alta de la cabeza de Druon rozaba en algunas zonas las piedras de la bóveda.
Antes de cerrar de nuevo con llave, el animal les aconsejó:
—No sé muy bien qué os va a caer en suerte. Así que aprovechad el momento.
* * *
Los dos prisioneros permanecieron en silencio durante un instante, observando el lugar.
—Esto no tiene pinta… perdón, no tiene el aspecto de una celda, maestro —comentó Huguelin, en cuya voz se percibía un ligero alivio al descubrir la larga mesa y los sillones que amueblaban la estancia—. ¡Habemos… hay incluso almohadones[144]! Y además cuatro tederos con unas hermosas velas[145] para alumbrarnos, y fuego en el hogar. Eso muestra cierta consideración.
El mutismo del joven médico atemperó su nuevo optimismo. Druon indicó con voz ausente:
—¿No es realmente desconcertante?
—¿El qué?
—Se podría pensar que estaban esperando nuestra llegada. A menos que imaginemos que la baronesa se dedique a reprender a su pueblo…
Ante la mirada perpleja del niño, Druon precisó:
—Vamos, Huguelin, sírvete de tu inteligencia, ¡tal como te lo repito! Observa, analiza, compara y deduce.
El niño giró sobre sí mismo, inspeccionando su confortable prisión.
—De hecho… ¿Por qué iluminar tanto y calentar una habitación subterránea que apenas debe acoger invitados?
—Muy bien —le felicitó el médico.
—¿Qué pensáis, maestro?
—De momento estoy sumido en la incertidumbre. Bah, ya veremos. Levántate la camisa. He lavado la herida pero es tan profunda que me pregunto si no debería suturarla, tanto más cuando se encuentra en un sitio de flexión y tensión, donde las heridas tardan más en cicatrizar.
Un poco acobardado, Huguelin argumentó:
—Oh… creo que vuestras curas de antes serán suficientes. Después de todo, habéis limpiado la herida con cuidado. Además… me duele menos.
—Lo dudo. Déjame examinarte y después decidiré. El problema de las suturas es que a menudo se observa que favorecen los abscesos. En cambio, permiten una cicatrización más rápida y más limpia. El debate es controvertido en las facultades de medicina[146]. ¿Debemos suturar o no? Nadie se pone de acuerdo. ¡Tanto para esto como para lo demás!
La voz de Jehan resonó en la memoria de Druon. Tal como le repetía su padre con desasosiego a la vez que encolerizado, la medicina titubeaba. En su descargo obraba el hecho de la autoritaria tutela de la Iglesia, el desconocimiento del griego y del árabe, que limitaban la lectura de obras muy preciadas, y el peso de los dos maestros a los que nadie se hubiera atrevido a discutir a pesar de sus errores: Galeno e Hipócrates[147]. Jehan Fauvel se dejaba llevar. ¿Qué? ¿Había que creer que los capricornio eran muy propensos a la gota y a los reumatismos cuando tantos otros ancianos de todos los signos astrológicos los manifestaban? Los médicos vacilaban al acercarse a sus pacientes, contentándose, en el mejor de los casos, con tomarles el pulso, comentar su eco y su fluidez, sin pensar jamás en anotar la frecuencia[148]. Recoger orines en un recipiente de forma especial era el colmo de su ciencia. «Ah, cuántos comentarios, a cada cual más inútil, sobre esos famosos orines», se dejaba llevar Jehan. Aquella uroscopia les permitía permanecer alejados del enfermo e incluso recomendar un tratamiento sin haberle visto jamás. En cuanto a los remedios, un batiburrillo de cuentos y de tonterías: pulmón de ternero para detener el desarrollo de la sífilis, vinagre para curar las escrófulas, aceite de oliva contra la piedra[149] del riñón[150], rocas rojas aplicadas sobre el vientre con el fin de fortalecer la sangre y tantos otros que habían dado esplendorosas muestras de su total ineficacia. El polvo de víbora poseía tantas virtudes, desde la erradicación de verrugas hasta la esterilidad en las mujeres pasando por la impotencia del miembro viril, que se cazaba esta serpiente con afán. Aquellos doctos médicos que cotorreaban en latín, como si fuesen loros, en los anfiteatros de sus universidades se burlaban de los cirujanos barberos, a los que despreciaban. Sin embargo, solamente ellos progresaban. Ellos drenaban las supuraciones, extirpaban los tumores superficiales, detenían las hemorragias, curaban las fracturas, incluso trepanaban. Jehan confesaba su admiración por aquel gremio, por otro lado escarnecido. ¿Y qué? ¿Que no hablaban latín? ¿De qué le servía a un agonizante los venerables textos antiguos?
—Vamos, la camisa —retomó Druon.
El niño obedeció de mala gana, pues la perspectiva de la aguja no le gustaba demasiado.
La poderosa águila había asolado el hombro del chico. Las garras se habían hundido aún más cuando Huguelin forcejeó, intentando arrancársela de la espalda. Cuando por fin soltó a su presa para defenderse de Druon, las garras arrancaron la tierna carne.
—¿Qué aspecto tiene?
—Muy poco agradable. Te quedará una cicatriz ancha que podrás mostrar a las niñas para impresionarlas —bromeó el joven médico.
Hurgó en su fardel en busca de un preciado frasco de alcohol de vino[151].
—Ah no, eso quema —protestó Huguelin.
—¿Prefieres que te ampute dentro de una semana?
—Claro que no… ¿Qué es ese líquido?
—Es un secreto que tal vez te confíe un día. Este licor es delicado y se tarda mucho tiempo en fabricarlo. Posee el extraño poder de prevenir numerosas supuraciones a través de un mecanismo desconocido para mí y que también lo era para mi padre, de quien obtuve la receta.
Huguelin chilló como un cochinillo cuando Druon le vertió, gota a gota, el líquido translúcido sobre la herida. Después el médico rasgó una larga tira de lino de un rollo que guardaba dentro de su gran bolsa y vendó el hombro.
—Deberemos examinarla cada día con el fin de verificar que no se desarrolla ningún absceso.
Huguelin se puso la camisa manchada de sangre seca y preguntó, asustado:
—¿Qué pensáis que nos reserva ella? Esa baronesa roja parece que es feroz.
—Lo ignoro. Por eso es inútil que nos obstruyamos la mente con eso de momento —intentó tranquilizarle Druon.
* * *
Un puñetazo asestado a la puerta les sobresaltó. Desde el otro lado del batiente, una voz poco agradable ordenó:
—¡Retroceded hasta el fondo de la habitación y no intentéis ninguna jugarreta, os costará caro!
Inquietos, Druon y Huguelin obedecieron. Se oyó el sonido de una llave que giraba dentro de la cerradura.
Una especie de gigante barbudo, de cabellos alborotados y muy oscuros que le caían casi hasta la cintura, como si fuese un bárbaro, se inclinó para entrar, daga en mano. Les miró fijamente con una mirada sombría y poco agradable. Una sirvienta le seguía, portando una pesada cesta. Ella se precipitó para depositarla sobre la mesa antes de correr hacia la puerta.
—Vuestros víveres. Aprovechadlos. Nunca se sabe cuánto dura la generosidad de nuestra señora —precisó el gigante.
—¿Podríamos tener algo con lo que refrescarnos? ¿Una jofaina…? Tenemos también que lavar la camisa de Huguelin.
—¿Es todo? —preguntó el hombre gigantesco en un tono de irritación.
La pesada puerta se cerró con brutalidad. Druon y el niño se miraron con ojos perplejos. Después el niño se abalanzó sobre la cesta, cuyo contenido vació lanzando exclamaciones de satisfacción:
—¡Carape! Vamos a saborear aquí nuestra cena más suntuosa desde hace mucho tiempo. ¡Recemos solo para que no sea la última! Vino, pan, un queso de cabra blando como el que más, tocino, un pollo entero asado, ciruelas secas[152]… Un festín, maestro.
—Bueno, tal como ha aconsejado ese enorme simio peludo, aprovechémonos.
Comieron con voracidad hasta que el hambre que les agujereaba el estómago desde hacía días se apaciguó. Hartos, suspiraron de bienestar al mismo tiempo, desatando Huguelin su entusiasmo hasta decir:
—Me parece que debe ser menos penoso que a uno le cuelguen en alto y en corto con la panza bien llena.
—No me pronunciaré, pues no lo he experimentado ni hambriento ni cebado.