XIV

Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306

En aquella morada, a pesar del calor del día y de que la hora aún era matinal, pues se anunciaba sexta, ardía un nutrido fuego en la gran chimenea. Unos incensarios despedían una bruma olorosa: canela, nuez moscada, enebro rojo[127] y enebro común mezclados. Siete hombres con gesto severo y firme habían tomado asiento alrededor de una larga mesa. Uno de ellos, ya mayor pero de bello rostro, estaba sentado en la cabecera. El líder del lugar, jefe del pueblo como su padre y su abuelo antes que él, un mercero[128] muy acaudalado conocido por su inteligencia, su erudición, su bondad y la pertinencia de sus juicios, sin olvidar la sinceridad de su fe: Jehan Lemercier, conocido como el Sabio.

—Ya no sé qué hacer —murmuró el señor Lemercier mirando uno a uno a sus vecinos y compañeros de infortunio.

Ellos esperaban, sin saber qué, luchando contra la desesperanza, dispuestos a todo por poco que se les asegurase que aún quedaba una oportunidad, por mínima que fuera.

—Es que las gentes del baile no han conseguido nada —comentó Nicol Paillet, un maestro herrero[129], muy cómodo.

Bajo la apariencia de palurdo, Paillet estaba lejos de ser tonto. Había soportado con dignidad los rumores que habían corrido tras la marcha de su mujer, que se había encaprichado por un vendedor ambulante de encajes y otras baratijas. Ni que decir tiene que, como es habitual en casos parecidos, los susodichos cotilleos tenían como blanco su virilidad, seguramente precaria, y la lasitud que por ello habría concebido su esposa. De hecho, no se le conocía ninguna amante a Paillet. Algo sorprendente para todos. En vez de ver en ello una gran templanza, producto de la piedad o del amor, sus congéneres del género masculino habían preferido apreciar en ello una probable impotencia, explicando así la fuga de la bella Jeanne Paillet, cuyas curvas bien trazadas y cuya risa gutural habían hecho babear de concupiscencia a muchos. Decepcionado, ridiculizado y evidentemente herido, Nicol Paillet ya no se dedicaba más que a su trabajo y a su único hijo, Géraud, de unos veinte años y de quien todos se preguntaban por qué siendo tan buen partido todavía no se le había visto con ninguna mujer. Quizás la vergonzosa partida de su madre le había escarmentado. Esa era al menos la teoría enunciada por unos y otros.

—¡Desde luego! El señor Herbert no ha tenido mucho que hacer con nuestra pequeña provincia —añadió Agnan Mortabeuf, un bordador[130] cuyo delicado punto era conocido hasta entre las damas más exigentes de París.

Al contrario que Paillet, Mortabeuf era un poco corto de miras. Pero, al ser más bien conciliador, nunca buscaba las cosquillas y se sentía bastante feliz por estar vivo, se entendía con todos y ayudaba gustosamente a unos y a otros si aquello, no obstante, no aligeraba su bien dotada bolsa.

—No tenemos por qué juzgar de ese modo —disintió Jean—. Monseñor Herbert tal vez no ha comprendido el terror contra el que luchamos desde hace meses.

—Según vos, ¿ella no le habría contado todo sobre nuestra pesadilla? —se inquietó Thierry Lafleur, un acaudalado arrendador de caballos y tiros.

De temperamento contrario al de Nicol Paillet, se diría que Lafleur gozaba con las habladurías. Él era de esos que siempre prestan su oído atentamente a los chismes, convencidos de que cuando el río suena, agua lleva. Veía segundas intenciones, ardides y faltas en todo el mundo menos en sí mismo, por supuesto. Sin embargo, algunos se sorprendían, con discreción, de su tan rápida fortuna. Lafleur, que algunos años atrás no poseía más que cuatro penosos rocines, ahora alquilaba robustas bestias desde su provincia hasta el mar.

—Oh, no pongo en duda que la baronesa Béatrice lo haya intentado todo —rectificó Jean—. Es una mujer de valor y de palabra, en cien ocasiones hemos tenido la oportunidad de verificarlo. Aún así, se dice que ella es… extraña a veces. Desde luego guardémonos de dar crédito a las habladurías. Sin embargo… ¿ella misma las cree? Quiero decir, ¿se ha tomado las cosas lo bastante en serio?

—Sí… Además, es una mujer, a pesar de todo —recalcó Lubin Serret, el apoticario del pueblo, un hombre bajo, flaco y nervioso, cuya mirada parecía incapaz de mantenerse en el mismo punto durante más de un segundo.

Lubin Serret era conocido por su erudición y su valor como herborista. Había llegado a la aldea hacía quince años y allí encontró rápidamente un lugar respetable. Viudo desde hacía diecisiete años, según afirmaba, nadie habría podido acercarse a él para darle caricias o alivio de ningún tipo. No obstante, era un buen partido, y a algunas representantes del género femenino no les había faltado manifestar su interés por él. Mas fue en vano. Sin embargo, se rumoreaba que sus viajes de estudio a Chartres no los dedicaba únicamente a eso, pues se le veía volver distendido, casi sereno, un estado que apenas le duraba.

—Afirmar lo contrario sería imposible —admitió Jean, apodado el Sabio—. Sea lo que sea, y he de decir en su descargo que creo que pocos señores han tenido que enfrentarse a este tipo de…

—¡Maldición, no existe otra palabra! —tronó Thierry Lafleur—. En un principio no había dado mucho crédito a las divagaciones de Gastón el Simplón, que asegura haber visto a la… cosa bajo la luz de la luna llena. Él tiene la mente de un niño pequeño, como su hermano mayor, que nos libró de su presencia con las últimas fiebres, y el vino peleón no ayuda. Un oso de más de siete pies, con garras tan largas como una mano de hombre, unos ojos de color verde brillante… ¡son solo algunos ejemplos inverosímiles además! ¡Disparates de un memo! Aparte… está lo que pasó con nuestro pobre padre Henri. Es por eso por lo que supe que se trataba del diablo. ¿Quién más puede atacar a un sacerdote que porta en alto un crucifijo de plata sino un avatar del diablo?

Todos se santiguaron.

—¿Y si…? —vaciló Agnan Mortabeuf retomando el argumento de Lubin Serret—. Bueno, ¿si… precisamente… fuera porque es una mujer? Me refiero a esta maldición que se abate sobre nosotros.

Todas las miradas convergieron hacia él y su piel clara se ruborizó como si hubiese caído en la ignominia. Temía cometer una torpeza en mitad de aquella importante asamblea tan nutrida de notables, asamblea que él mismo había tardado años en reunir a fuerza de cálculos y halagos, y gracias a su mujer que había tenido a bien convertirse en la mejor amiga de la señora Lemercier. Por otro lado, la joven y encantadora Annette Lemercier, adorada segunda esposa de Jean, tenía buena fama por su gran vivacidad de ingenio, el cual había contribuido tanto a los negocios como a la reputación de su marido. El único defecto de la hermosa Annette era, sin duda, una ligera propensión al comadreo. Sin embargo, nadie habría tenido el mal gusto de señalarla, más aún cuando aquella locuacidad no había perjudicado a nadie y mucho menos a su esposo. Annette era lo bastante sutil como para saber cuándo callarse. Sopesando sus palabras, Agnan espetó en un tono que esperaba que fuese convincente:

—Salvo algunas excepciones… como en el caso de las santas y de algunas representantes de la bondad y la piedad, como la señora Annette, por ejemplo… Es evidente que las mujeres están más cerca del demonio que nosotros, son más sensibles a sus argumentos falaces. Por esa razón existen muchas más hechiceras que hechiceros. Además, por algo se excluye a las féminas de las sucesiones importantes.

Las miradas se apartaron y se posaron sobre Jean el Sabio a la espera de su veredicto. Este declaró en un tono lento:

—Indudablemente, nuestro buen amigo Agnan enuncia verdades manifiestas. Él es justo y moderado al insistir en el hecho de que de esas debilidades notorias del género femenino se salvan a algunas…

Todos asintieron con la cabeza. Él continuó:

—No obstante… Béatrice d’Antigny nunca nos ha dado motivos para dudar de su fe o de su valentía desde el fallecimiento del barón, su esposo, hace tres años.

—Es que, si me lo permitís… —intervino Thierry Lafleur—, ella…

El resto se perdió en un rumor sibilante:

—Continuad, amigo —le animó Jean el Sabio—. Estamos entre nosotros y aprovecho para recordar a todos los aquí presentes que lo que se comparte en esta habitación es estrictamente secreto, bajo pena de expulsión definitiva de nuestra asamblea y de represalias. Es el precio a pagar con el fin de preservar nuestra sinceridad ante todos, sinceridad que, como ya ha quedado ampliamente demostrado, nos ha permitido resolver numerosos problemas y ayudar así a nuestra comunidad.

Volviendo al ataque, Lafleur terminó por decir:

—¿Qué sabemos exactamente de esa Igraine, sobre la que circulan inquietantes rumores? ¿Qué sabemos de cómo influye verdaderamente en la baronesa, que se rodea desde hace dos años de gente… insólita[131], extraños en nuestro pueblo e incluso en las aldeas vecinas? ¡Ignoramos de dónde salen y algunos hablan con unos acentos muy curiosos, si queréis mi opinión!

—Es cierto —admitió Jean a regañadientes—. ¿Pero qué hacer? ¿Qué hacer? —repitió.

—¡Yo digo que hay que acudir al barón Herbert! —espetó Agnan Mortabeuf—. Debemos explicarle la verdadera realidad de nuestra condición.

—Dudo que él nos escuche de buena gana, pues correría el riesgo de crear tensiones políticas con su tía Béatrice. A menos que pudiéramos apoyar nuestra petición, nuestra súplica, con argumentos muy sólidos —observó Jean el Sabio—. Ahora bien, vuelvo a repetir que, hasta ahora, salvo las tentativas infructuosas de la baronesa, al igual que las del baile del señor Herbert…

—Vuestra fidelidad hacia ella os honra, señor Jean —le interrumpió Thierry Lafleur—. Sin embargo, algún día deberéis rendiros ante la evidencia. En cuanto al resto, estoy de acuerdo con Mortabeuf: debemos convencer al barón ordinario Herbert para que nos salve, ¡y peor para ella si se ve obligada a recluirse en un convento! Después de todo, es la opción de muchas damas nobles al enviudar. Comprendedlo, no se trata de política ni de rivalidades entre señores, se trata de nuestra supervivencia, de la de nuestras familias.

Se instaló un breve silencio. Cada uno pensaba en las palabras de los otros.

—¿Vuestra criada, Clotilde, se ha unido al servicio de la baronesa? —intervino Michel Jacquard, conocido como el posadero Limace, que no había dicho ni pío hasta aquel momento.

Recién llegado a la comunidad, aquel antiguo coutiller[132] herido, que había recorrido el mundo entero, se había convertido en posadero al comprar el Fringant Limaçon[133]. Impresionaba por su porte de luchador de feria y su voz estentórea. Tampoco el apodo de «Limace», el cual debía a su letrero, le molestaba lo más mínimo. Nadie, a menos que estuviera muy ebrio o muy loco, habría pensado en reírse sarcásticamente, por lo menos en su presencia.

—Así es, y mi dulce amada Annette todavía lamenta que se haya marchado allí —reconoció Jean el Sabio—. Sin embargo, ella ya no se sentía tan joven y sus extremidades inferiores la estaban matando. Las tareas que le confían en el castillo no son tan duras como las que realizaba de maravilla en nuestra casa. La verdad… no puedo reprochárselo. Annette tampoco.

Limace volvió a tomar la palabra:

—Una muestra más de vuestra generosidad, señor Jean. Hablando de argumentos que puedan convencer al barón Herbert, me preguntaba… aunque quizás sea demasiado pérfido… me preguntaba si Clotilde habría visto… cosas… raras, no cristianas, en el castillo…

—¿Sugerís que ella espíe a la baronesa Béatrice por cuenta nuestra? —se inquietó Jean.

—Eh… Esa palabra es demasiado grande, demasiado grande —se defendió Michel—. Más bien, digamos, algunas indiscreciones, insignificantes…

—Qué mal conocéis a la baronesa. Por mucho menos que eso es capaz de mandar azotar a un hombre —intervino Agnan.

Todos asintieron con un gesto de cabeza. Nicol Paillet, el maestro herrero, resumió el pensamiento de todos en uno solo:

—Ninguno de los aquí presentes sería tan inocente como para provocar la cólera de la baronesa Béatrice. Porque, en lo que concierne a la furia… ¡ella no tiene igual! Es una lástima que no haya tenido efecto sobre la… cosa. Si bien es cierto que no podemos quedarnos de brazos cruzados ante este horror que recorre el campo. ¡Hay que actuar! No dudo que la baronesa no se haya desvivido. Pero no ha servido de nada.

Séverin Fournier, el granjero más importante de la región, intervino por primera vez y todos le escucharon con gran atención. Séverin tenía fama de que hablaba poco pero con acierto. Con aquella voz tan lenta que daban ganas de sacarle las palabras de la boca, propuso:

—Comprendo… vuestras reticencias… y las comparto. A pesar de todo… era una oportunidad inesperada… para forjarse una idea precisa… de lo que se trama en el castillo… desde el fallecimiento de Hugues d’Antigny, nuestro anterior y muy estimado señor,…lejos de los rumores… y de las habladurías de cualquier mujer… Señor Jean… A todos nos dolería poneros en un aprieto… Sin embargo, muy lejos del espionaje… e incluso de las indiscreciones… ¿acaso no es comprensible que antigua sirvienta… y antigua señora, como Clotilde y la señora Annette, se vuelvan a reunir ante un gubilete de hipocrás[134]… para… hablar de la lluvia y del buen tiempo…, sin olvidar de cómo se hace la crema de mirabel con miel y especias fuertes[135]… sin necesidad de calentarse la lengua… para sacarle información?

Jean el Sabio reflexionó durante algunos instantes y dijo:

—Comprended, amigos míos, que de ningún modo voy a exponer a mi querida esposa a la ira de nuestra señora, cuyos arrebatos… son temibles. No obstante, es evidente que… la crema de mirabel…

Lubin Serret, el apoticario, soltó un comentario que debía conducir al acuerdo de todos y cerrar el debate. Demasiado desenvuelto para ser del todo claro, sugirió:

—Además Clotilde no es tonta, aunque mucho menos inteligente y aguda que la señora Annette. Tampoco es una suicida. Si, por lo tanto, ella cometiese… por inadvertencia o simple exceso de lengua, por supuesto, una indiscreción en beneficio de la señora Annette, no sería tan estúpida como para confesarlo ante la baronesa. Ningún secreto está mejor guardado más que por alguien que puede perderlo todo al divulgarlo.

—Salvo por los muertos —murmuró Séverin Fournier, el granjero, con una voz tan baja que nadie le oyó.

* * *

Tras la partida de sus compañeros de consejo, Jean Lemercier se quedó sentado a la mesa, reflexionando. Sofocaba, sin mucho éxito, una especie de desesperanza, él, el hombre fuerte y prudente al que todos consultaban desde hacía lustros, ya se tratase de bodas o de herencias, de inversiones o de conflictos entre vecinos. Luchaba contra la sensación de ser el prisionero de un implacable maleficio contra el cual era imposible defenderse. Si él no hubiese sido el hombre más rico de su aldea, si no hubiese sido Jean Lemercier, apodado el Sabio, cuya existencia hundía sus raíces desde hacía una decena de generaciones en aquel suelo, tal vez habría huido, al igual que algunos aldeanos a quienes el miedo les había arrojado a los caminos con el carro cargado con sus posesiones.

La idea de que solo la vitalidad de Annette sería capaz de animarle un poco consiguió convencerle para que se levantara. Se dirigió hacia la chimenea crepitante y tiró del cordón de pasamanería. Unos instantes más tarde, una sirvienta ya mayor penetró en la vasta sala.

—Muguette, ve a buscar a la señora y tráenos un poco de vino para compartir. Que el criado[136] suba leña y encienda las velas.

—Señor… el sol todavía está muy alto —se permitió indicar la mujer que servía en la familia de Jean desde su infancia.

Jean replicó en un tono dulce:

—Lo sé, estimada Muguette. Sin embargo, que la luz lo ilumine todo resulta tranquilizador. Tenemos la impresión de que las malvadas sombras no pueden luchar contra ella. Lo cual es un error, por supuesto.

—Es cierto que en estos tiempos eso tranquiliza, igual que el fuego. Voy a avisar a la señora Annette.

A base de esfuerzo, hasta la llegada de su amada, Jean el Sabio consiguió vaciar su mente de las horribles visiones que le hostigaban.

Como en cada una de sus apariciones, él pensó que ella era perfecta. De buen porte, esbelta, de carita fina y graciosa aureolada por la masa ondulada de cabellos de color castaño claro, le encantaba. Ella avanzó hacia él con las manos tendidas, una sonrisa radiante que entreabría sus bellos labios tan rojos que parecía que acababa de comer cerezas. La misma vaga añoranza, muy vaga, se apoderó de Jean Lemercier. Le hubiera gustado tanto tener un hijo de ella. Una hija, tan bonita como su madre. En el fondo, ¿qué más daba? Él había tenido cuatro de un primer matrimonio, de los cuales, dos no habían superado la tierna infancia. Le quedaban dos hijos a los que se sentía tan poco cercano como lo había estado de su difunta madre. Uno de ellos, Jean, el mayor, sería mercero después de su padre. El otro, Fernand, había tomado el hábito y ahora aconsejaba al obispo de Chartres gracias a la protección del señor Herbert.

—Mi dulce marido, qué excelente idea compartir un gubilete de buen vino.

—¿Os he interrumpido en alguna tarea, querida?

—De ninguna manera y, aunque tal fuera el caso, la interrupción sería bienvenida ya que me permite reunirme con vos —afirmó ella estrechando las manos de su esposo.

La presión de aquella piel fina y tibia contra su carne calmó a Jean. Sin duda, los rumores habían circulado rápido desde el principio de sus nupcias. Annette era más joven que el más pequeño de sus hijos. Además, la envidia obliga a juzgar mal a menudo a las mujeres muy bellas, atribuyéndoles inconfesables intenciones, sin olvidar una inevitable debilidad de mente. Durante algunos meses, Annette había constado como una manipuladora taimada que se había casado por interés, maledicencias que aún más avivadas porque ella era natural de Blois, una ciudad lejana de la que se desconfiaba a priori. Sin embargo, el humor jovial, el encanto, la gran bondad e inteligencia de la doncella habían seducido a sus detractores más acérrimos. Ya no cabía ninguna duda en la mente de nadie: Annette amaba con sinceridad a Jean como marido, quien, después de todo, todavía poseía una figura seductora y una estupenda prestancia a pesar de su edad, además de las magníficas cualidades de su inteligencia.

Él la llevó del brazo hasta la mesa y le sirvió él mismo un gubilete de vino. Ella se sentó, esperó a que él hiciera lo mismo, y entonces dijo:

—Me parece que no habéis salido muy animado del consejo del pueblo, dulce esposo.

—No, querida, claro que no —dijo intentando desengañarla con una sonrisa forzada.

Ella se llevó el elegante gubilete de plata a los labios insistiendo:

—Siempre sé cuándo me escondéis algo para no apenarme. El motivo de vuestro conciliábulo ha sido… la bestia, ¿no es verdad?

Él no vaciló más que un instante y confesó:

—Así es. No sé qué pensar, amada mía. Todos nuestros ardides, nuestros cebos envenenados, nuestras trampas y nuestras batidas han fracasado. ¡Eso sí, hemos encontrado una cantidad exagerada de lobos, zorros e incluso osos muertos! Animales de este mundo y de tamaños considerables.

De repente, en un tono grave, Annette preguntó:

—¿Por tanto dais crédito al rumor que corre? ¿Esa… cosa sería demoníaca?

—Estoy llegando a esa conclusión poco a poco. Sobre todo desde que encontramos al padre Henri eviscerado como si fuese un miserable conejo.

—En ese caso, ¿estamos perdidos?

Jean el Sabio abatió su puño con violencia sobre la mesa, hasta tal punto que hizo que los gubiletes se tambalearan. Un poco de vino se derramó sobre la madera patinada, tan rojo que parecía un funesto presagio. Él casi gritó:

—¡No! ¡El diablo no sabrá vencer!

Suavizando el tono, continuó:

—Si bien no es derrotado más que por las valerosas criaturas de Dios, con el alma tan pura y dura como una hoja del acero mejor templado.

Annette comprendió de inmediato la alusión.

—¿Dudáis que… la baronesa posea un alma así? Vos erais uno de sus más ardientes defensores.

Con una voz en la cual se apreciaban la impotencia y el temor, él admitió:

—No lo ignoro… Querida mía, mi mente vaga intentando aferrarse a una cosa, después a otra. Yo… necesito contaros, de modo estrictamente confidencial, insisto, algunas propuestas que se han intercambiado durante el consejo. A pesar de nuestro juramento de secreto, al que estoy obligado. No obstante, no diré ningún nombre.

Tensa, pues comprendía muy bien la gravedad de una derogación como aquella, ella afirmó:

—Tenéis mi máxima discreción, por mi honor.

—Bueno… Oh, no se trata de acusaciones, más bien de insinuaciones y de interrogantes… Algunos piensan que el entorno de la baronesa ha pasado a ser… «insólito», es el término que se utilizó. Reconoced que sus recientes esfuerzos por acorralar a la… cosa, sea lo que sea, apenas han estado a la altura de nuestras esperanzas.

—Así es.

—¿Y si… Dios mismo hubiese… renegado de ella?

Annette abrió la boca de sobrecogimiento y murmuró:

—¡Carape, querido, qué imputación más terrible!

—Soy muy consciente y se me parte el corazón —dijo su marido resoplando—. Vos sabéis cuánto la he admirado y apoyado siempre. He intentado apaciguar las voces que se elevaban. No obstante, su condición de fémina no soluciona nada.

—Es evidente —se compadeció Annette.

—Algunos se preguntan si el barón Herbert es nuestro último recurso.

—A la baronesa Béatrice la invadiría una rabia incontenible si se enterase de que deseamos ponernos en manos de su señor feudal directo. Eso haría que perdiera el poder sobre su propia tierra.

—Así es. Aún así, ¿vamos a seguir tolerando estas espantosas masacres? Sea lo que sea y antes que rendirme a las opiniones de los demás, me… nos es necesario estar seguros, amor mío. Han sugerido que vos podríais sernos de gran ayuda.

—¿Yo?

—Así es. Nuestra estimada Clotilde, que no es tonta, y con quien vos habéis tenido una relación agradable, ha debido darse cuenta si ha tenido lugar en el castillo cualquier cosa… descarriada[137], cualquier problema. Esa extraña Igraine, por ejemplo. ¿Quién es? ¿Qué influencia tiene sobre la baronesa? Os suplicamos, por tanto, que interroguéis a nuestra antigua sirvienta con toda la… sutilidad propia de vos. Que Clotilde no sospeche en ningún momento que vos le estáis sacando información.

—Me ocuparé de ello, y con esmero, ya que si llega a oídos de la baronesa Béatrice, no me atrevo a imaginar hasta dónde llegaría su cólera. Clotilde pasa a menudo por el pueblo con el fin de abastecer al castillo de alimentos frescos.

Jean el Sabio vació su gubilete de vino de un trago para volver a servirse otro de inmediato. Un gesto que sorprendió a Annette tanto que la preocupó. Su esposo siempre había evitado los placeres terrenales. La templanza, según él, formaba parte de la dignidad que nunca nadie debería abandonar. Ella esperó. Él parecía buscar las palabras, y entonces dijo:

—Querida mía, ¿habéis ido a visitar a Séraphine desde… su ataque?

Un poco sorprendida por la pregunta, Annette exclamó:

—¡Claro que sí! Le he llevado un buen trozo de lomo de cerdo asado con vino tinto que nos quedaba, sin olvidar un grueso trozo de tarta blanca[138] para endulzarle un poco el ánimo. ¿Cuando fue…? El día siguiente al que vos conversasteis con ella. Dios mío… ¡Qué lástima! A pesar de las notables pociones y ungüentos de Lubin Serret, nuestro buen apoticario, quedará desfigurada para toda la vida.

—¿Cómo la habéis visto, aparte de eso?

—Silenciosa, por no decir apagada. Me lancé a contarle cosas sin importancia para animarla, mas fue en vano. No respondía más que con monosílabos y gestos de cabeza. A decir verdad, y sin maledicencia, tuve la impresión de que mi presencia le molestaba un poco, y me fui muy pronto, insistiéndole en que me avisara si sentía que me necesitaba.

Su esposo la contemplaba con una extraña insistencia.

—Te entiendo bien… Amor mío, tengo una pregunta embarazosa que haceros…

—Por favor, hacedla. Nada que venga de vos me molesta.

—Es que… no me perdonaría… herir vuestra gran sensibilidad.

—Me asustáis, querido.

—Annette, ¿tenéis la impresión de que dice la verdad?

—¿Perdón?

—Cuando Séraphine afirma haber sido atacada por esa… monstruosidad… ¿os parece sincera?

Pasmada, la joven susurró, lanzando una mirada atemorizada a su alrededor:

—¿Pensáis que podría mentir… o que un delirio le hubiera trastornado la mente? Pero… Esos horribles arañazos que le han arrancado la mitad del rostro, que le estrían el cuello, los brazos de un modo horrible…

—Habría podido infringírselos en una crisis de demencia o, si no, una bestia, normal, habría podido atacarla. Con ayuda del miedo, ella podría haberse imaginado una fábula que habría terminado por creerse —se justificó su esposo.

En pleno desconcierto, Annette farfulló:

—En ese caso, ¿no estaría loca?

—No necesariamente. Algunos seres, de débil sensatez, terminan por hacerse creer a ellos mismos tantos cuentos chinos… Me refiero a que, lo que me sorprende, amor mío… es que una mujer sola, que ya no es tan joven, ataviada con su vestimenta femenina que no está concebida ni para la lucha ni para la huida, haya podido resistir del mismo modo en el que dos jóvenes pastores, fuertes y armados, quedaron hechos pedazos; por no mencionar a ese Basile, el campesino. Lo que me sorprende, es que la… cosa no la haya perseguido para rematarla.

—Cielo santo —murmuró Annette, poniendo su fina mano sobre el crucifijo de amatista que le colgaba del cuello—. Sin querer animaros a ser indiscreto… ¿es esa la impresión que os dio cuando la visteis la víspera de mi visita?

—Ella no deseaba hablar más que conmigo. Eso fue, al menos, lo que me confió el apoticario, que le había prodigado sus mejores curas, sin esperar retribución ya que sabíamos que está muy falta. Él intentó en varias ocasiones arrancarle algunas confidencias, pero fue en vano. Séraphine opuso el mismo silencio a la mujer de Agnan Mortabeuf cuando fue a llevarle una buena sopa espesa. Pensé que sus horribles heridas la disuadían de reunirse con otras personas.

—¿Pero, exactamente, a qué conclusión llegasteis?

—Su relato lo encontré… repleto de incoherencias, lo que explica mis dudas. Por lo que cuenta, su propia sangre la cegaba, sin embargo me hizo una descripción bastante detallada de la criatura, de sus horribles ojos verdes y brillantes, de sus enormes patas con garras. Según ella, la bestia se mantenía sobre cuatro patas, después sobre dos. Séraphine dijo que la oyó acercarse pero, inmediatamente después, afirmó que fue solo el relincho enloquecido de la mula lo que le había advertido. La… cosa la atacó por detrás. Ahora bien, curiosamente, casi la totalidad de las heridas le fueron infligidas de frente… Admito que no otorgo el más mínimo crédito a sus confidencias.

—Tal vez deberíais interrogarla de nuevo, cuando ya haya transcurrido algo de tiempo, permitiéndole recobrar la sensatez.

—Pensaré en ello, querida mía.