XIII

Saint-Ouen-en-Pail, agosto de 1306

El hombre de armas siguió con la mirada inquieta el recorrido de su señora. A continuación ató las riendas de Brise, la yegua de Druon, a su silla y les dijo:

—Avanzad y nada de jugarretas.

Avanzaron bajo un sol de justicia durante lo que les parecieron horas. Druon pidió una breve parada, para descansar sus extremidades y beber un poco de agua. La respuesta le disuadió de insistir:

—No tientes tanto a la suerte, médico. Ella necesita de ti y de tu arte, sin lo cual yacerías ya con el cuello rebanado.

—Eh… La dama tiene garbo —intentó engatusarle el joven.

—No es solo el garbo. Nunca he conocido a un hombre más valeroso que ella. Y ahora cierra el pico.

* * *

Siguieron caminando. El paisaje cambió poco a poco. A los campos y los bosques que se extendían hasta donde alcanzaba la vista les siguió un argamandijo de pequeñas granjas, de chozas, de graneros y de caminos de tierra. Huguelin, a quien el dolor hacía transpirar hasta tal punto que llevaba la camisa empapada hasta la cintura, le dio un codazo a su joven maestro, señalando con un movimiento de mentón un emplazamiento situado a la derecha. Druon desvió la mirada. Al borde del camino se habían erigido tres altos crucifijos de madera oscura. Dos pieles de zorro y una de lobo habían sido clavadas en el cruce de sus ramas, sobre las que se alineaban unos grajos[121], a quienes su acercamiento les interrumpió el festín de carroña.

—¿Habéis padecido una infestación de estas bestias salvajes? —inquirió Druon.

—Te he dicho que cierres la boca y que conserves el aliento.

* * *

Llegaron a las inmediaciones de una aldea. Una triste sensación de irrealidad invadió a Druon cuando recorrieron la calle principal. Parecía que estuviesen en época de epidemia. Los mostradores de los tenderetes estaban recogidos, los batientes atrancados. Todas las puertas de las casas estaban cerradas, decoradas con grandes crucifijos blancos trazados con cal y los postigos cerrados. La aldea estaba desierta, sumida en un silencio que solo perturbaba el eco de los cascos de las dos monturas. Al principio de la calle había una pequeña iglesia. Una inmensa hoguera acababa de consumirse a unas toesas de los peldaños que llevaban al pórtico principal, el caquetoire[122].

—¿Están todos muertos, maestro? —susurró Huguelin.

—Lo ignoro. No obstante, juraría que aquí ha ocurrido algo horrible.

—¡Aligerad el paso! —dijo irritado su cancerbero—. Casi hemos llegado y la polvareda me irrita la garganta.

Sin embargo, algo en el tono de aquel bruto le indicó a Druon que la preocupación también le había invadido a él.

* * *

De pronto, la puerta de una casa se abrió de golpe. Una mujer destocada[123], desaliñada, con el rostro convulso por la cólera, se lanzó hacia el rocín[124] del hombre de armas. Golpeó el cuello del animal con los dos puños gritando como una posesa:

—¿Qué está haciendo? ¿A qué espera, eh? ¿A que muramos todos? ¡Ella nos debe protección! Lo que oyes, soldado: ¡protección!

En plena crisis nerviosa, empezó a patalear y a proferir:

—Él está aquí, merodeando. ¡Es el diablo! Hasta el cura… ¡Él le ha desmembrado como si fuese un títere! ¡Te digo que es el diablo!

Saliendo de su estado inerte, Druon intentó acercarse a la mujer, pero el hombre de armas, pálido, se le adelantó. Sin miramientos, golpeó con el pie el pecho de la insensata que, al perder el equilibrio, cayó de costado.

Estupefactos, Druon y Huguelin observaban la escena. La mujer se encogió sobre sí misma, protegiéndose la cabeza con los brazos. Rompió en sollozos, entrecortados por gemidos. Druon miró de hito en hito al hombre de armas. No parecía que estuviese furioso. Más bien deshecho. Y, en la crispación de sus maxilares, en su mirada, el joven leyó el miedo. Sin embargo, aquel animal recobró el dominio de sí mismo y bramó, furioso, en dirección a los dos prisioneros:

—¡Moved el culo! ¡Avanzad! ¡Si no, me bajaré del caballo y os las tendréis que ver conmigo!

Los tres se alejaron, abandonando a la mujer que lloraba acurrucada en el suelo.

* * *

Dejaron atrás la última casa de la aldea, una morada. El edificio señorial, de dos plantas de altura, protegido por una muralla, resaltaba sobre las demás construcciones. Los muros estaban hechos con piedra de sillería, las ventanas eran amplias y estaban protegidas con cristales hechos de trozos de vidrio[125] unidos por una junta de plomo, el tejado era de pizarra. Todo denotaba la gran opulencia de quien vivía en aquel lugar, incluso los canales[126] que salían de cada planta para arrastrar las deyecciones hacia una fosa de aguas negras bastante alejada con el fin de no agraviar el olfato.