XII

Bosque de Multonne, agosto de 1306

Tercia había pasado ya hacía tiempo. El hambre atenazaba a Huguelin desde la noche anterior. Su maestro procedía a sus abluciones tras un lienzo tendido en una rama de árbol. El pudor extremo de Druon le sorprendió al principio. Después pensó que se trataba quizás de un hábito de la gente de bien, al menos de más bien que él, incluso reforzado por el voto de castidad pronunciado por el joven hombre. Levantando la voz para que le escuchara, anunció:

—Buen maestro, voy… eh, voy… a ir a quitar las trampas que puse ayer al anochecer.

—¡Ten cuidado! —le gritó Druon a su vez—. Estamos en las tierras de un señor y conoces la suerte reservada a los que cazan colocando trampas.

—¡No preocuparos! —rio el chico—. Soy tan astuto como una garduña.

—No os preocupéis —rectificó Druon—. En cuanto a las garduñas, también se consigue atraparlas.

Huguelin se fue corriendo, animado. Su maestro sabía tantas cosas hermosas. En cambio, más valía no contar mucho con él para asegurar su subsistencia de vagabundos, ya que el dinero se hacía escaso, como en aquel momento. Druon no conocía ninguna de las tácticas que permiten llenar un estómago vacío sin desembolsar un solo cuarto. En su descargo obraba el hecho de que venía de una familia que nunca había tenido que recurrir a esos ardides. Por el contrario, desde el primer recuerdo que tenía, Huguelin siempre había encontrado o robado lo que comía, y no es que en sus horribles años pasados en la posada del Chat-Huant hubieran sido muy diferentes.

Alegre pero al acecho, salió del claro en el que habían pasado las dos últimas noches. Escuchó los sonidos tranquilizadores del bosque. Ningún eco de cascos, los pájaros cantaban a voz en grito, prueba de que los cazadores no estaban escondidos cerca. Los dos primeros lazos que había colocado la noche anterior le decepcionaron y le ensombrecieron un poco el humor. Avanzó, acercándose a la linde, intentando controlar los quejidos de su estómago. ¡Bah, de todas formas no iba a encontrar otra cosa más que raíces para hervir y alimentarse los dos!

Inmerso en sus preocupaciones, se curvó para avanzar por terreno descubierto hacia la tercera trampa. Una felicidad renovada remplazó su tristeza al distinguir la silueta de una presa cautiva, estirada en el suelo. Una vaga pregunta le atravesó la mente y cometió un error al no detenerse antes: el lazo se encontraba bastante lejos del lindero del bosque, más lejos de lo que él recordaba. No fue hasta aquel momento cuando distinguió la sangre que manchaba el pelaje gris rojizo del lebrato y comprendió que habían cazado al cazador. Alarmado, intentó huir, volver bajo la protección del monte bajo y del monte alto. Demasiado tarde.

Una cosa enorme se abatió contra él, que lanzó un grito de dolor cuando las garras se cerraron salvajemente sobre la carne de sus hombros. Intentó deshacerse del gigantesco pájaro, pero un poderoso picotazo le laceró la mejilla. Gritando de terror y de dolor, Huguelin se protegía la cara con las manos. El batimiento de las grandes alas le aturdía. Y, de repente, comprendió que iba a morir. El águila real[106] no cazaba sola, sino con su cetrero[107], sin el cual nunca habría atacado a un ser humano, aunque fuese un niño. Cazaba con perros de muestra[108]. El chico giró la cabeza, todavía forcejeando. Tres perros lebreros[109] corrían en su dirección, enseñando los dientes.

Estalló una orden. Los perros frenaron en seco, con la boca amenazante, a unos metros de él. El sonido de unos cascos sobre la tierra seca. En el mismo momento, una sombra le alcanzó. Era Druon, que dijo:

—¡No te muevas! Cuanto más intentes defenderte, más hundirá sus garras.

—¡Me duele, me duele! —sollozaba el niño.

Esquivando los picotazos mortíferos que le apuntaban a los ojos, Druon consiguió agarrar al águila por el cuello. Apretó con todas sus fuerzas. El pico se abrió y una lengua gruesa y delgada salió de él. El ave forcejeó, soltando a su presa, intentando herir a su atacante con las patas. Druon apretó aún más, el sudor le empapaba la frente. Debía matar al magnífico animal lo más rápido posible pues le abandonaban las fuerzas. Sintió cómo la resistencia del águila se debilitaba. Los golpes con las patas se hicieron menos feroces.

La orden estalló:

—¡Suéltala ahora mismo, canalla, si no quieres que te espete[110]!

—¡Llamadle, de lo contrario me veré obligado a estrangularle! —gritó Druon a su vez, sin saber a quién se dirigía.

A continuación sonó un largo silbido. Druon dejó de apretar un poco y echó la mirada hacia atrás. Había dos jinetes parados. Uno de ellos, vestido por completo de cuero negro y cubierto con un gorro de caza, agitaba el señuelo[111] rojo. El otro le apuntaba con su arco turco[112]. Druon lanzó al pájaro al aire, tan lejos como pudo.

El águila se desplomó en el suelo. Las alas desplegadas le impedían incorporarse. Con el pico aún abierto, miró fijamente al joven hombre que se preguntaba si la bestia le atacaría de nuevo en cuanto recuperase el aliento.

Otro silbido prolongado. El águila giró la cabeza hacia el jinete y levantó el vuelo en su dirección con pesadez.

Druon vio como se tendía el puño izquierdo enguantado. El pájaro se posó sobre él. El jinete acarició la cabeza del águila y después le colocó la caperuza[113] destinada a cegarle temporalmente antes de depositarle sobre el pedestal equipado a la perilla de la silla.

Druon se arrodilló y trasladó su atención a Huguelin, que inspiraba con la boca abierta. Tenía el rostro lívido y la sangre le empapaba la parte de arriba de la camisa. Sacó con cuidado el hombro derecho del chico. Las garras del águila le habían arañado la piel. En cambio, la herida de la cara parecía poco profunda.

—He pasado tanto miedo, maese Druon. Vos me habéis salvado.

—De momento —rectificó el médico mientras oía que se acercaban los dos jinetes.

* * *

—Qué bien le ha atrapado —comentó una voz satisfecha, grave, casi ronca y, sin embargo, sorprendente.

Druon giró la cabeza y la sorpresa le dejó clavado. El jinete vestido de cuero negro era una mujer de buen porte, esbelta, de apenas treinta años. Su confusión estaba justificada. Nunca había escuchado hablar de una mujer que montase a horcajadas, como un hombre. Las damas debían contentarse con una silla con el pomo un poco más alto[114] y que poseyera un único estribo a la izquierda. Aquellas sillas que hacían que el galope fuera peligroso. Sin embargo suponían un gran progreso comparadas con las antiguas jamugas, una especie de cómodo asiento colocado sobre el lomo del caballo que no permitía a la jinete dirigir sola al animal. Ella llevaba puesto un pantalón ajustado, cuya parte de abajo de las piernas desaparecían bajo unas altas botas que le llegaban hasta las rodillas, así como un jubón[115]. De piel pálida, cejas cobrizas y ojos de color azul intenso. Druon pensó que era muy bella. Sin embargo, su mirada y la línea de sus mandíbulas reflejaban una gran crudeza.

El médico observó después al hombre que la escoltaba y que le seguía apuntando con el arco. Un hombre de armas de porte disuasorio y el cráneo cubierto con un casco de cuero grueso que le daba un aire aún más patibulario.

Dirigiéndose a Huguelin, que crispaba los labios para retener sus sollozos, la mujer ironizó:

—¿Qué prefieres? ¿Qué te corte la mano o el pie? Reconoce que soy magnánima. Podría decidir ahorcarte, pequeño bribón.

—Todavía es un niño, señora —argumentó Druon mientras se levantaba.

—¿Acaso debería importarme? —ironizó ella—. ¿Tu nombre, pillastre?

—Caballero Druon de Brévaux. Médico itinerante. Huguelin es mi sirviente y mi aprendiz.

Le pareció que una chispa de interés atravesó la mirada tan azul.

—Me pareces demasiado joven para ser médico. ¿Caballero? Si es así te defiendes muy mal contra una pobre ave. Practicáis la caza furtiva en mis tierras. Tengo derecho de alta, media y baja justicia[116]. Lo más sencillo sería indudablemente pronunciar vuestra condena de inmediato y pedir a mi hombre que acabase con vosotros sin vacilar —declaró ella con voz calmada—. No obstante, no me gusta dejar mis dominios cubiertos de apestosos cadáveres y nada apesta más que la carroña humana.

Druon se percató de que ella estaba reflexionando y en él nació una pequeña esperanza.

—¿Aseguras ser médico? Ten cuidado, no añadas la mentira a tu crimen. La clemencia no es una de mis virtudes. De hecho poseo muy poca, para satisfacción mía.

—Médico, así es.

—Y excelente, señora —añadió Huguelin con una voz tan débil que Druon temió que el chico se desmayase.

—No te he pedido tu opinión de artero —le cortó ella.

—Tendría que curarle sin demora, señora, con vuestro permiso.

—¿Y por qué?

—La herida es profunda y seria.

Ella parecía verdaderamente sorprendida por la insistencia del médico:

—¿Qué interés tiene para él que le ejecuten con el hombro curado?

—No hemos atrapado ni una sola presa en los tres días que llevamos aquí —intentó argumentar Druon.

—¿Qué importa? Vuestra intención era, sin lugar a dudas, robarme. Si no fueseis unos cazadores tan mediocres, habríais devorado lo que me pertenece.

—Es por el hambre, señora —farfulló Huguelin.

—Qué excusa tan buena, ¿verdad? ¡Si todos los miserables con el estómago vacío siguieran vuestro ejemplo, mi familia debería conformarse con bayas y raíces! Nadie caza en mis tierras, nadie nace, nadie vive y nadie respira aquí sin mi buena voluntad.

Volviendo a pensar en la pregunta de la mujer, en la especie de interés que había percibido en ella, Druon probó suerte por última vez:

—Estoy convencido de que un médico con talento, que, humildemente, es lo que soy, os puede prestar servicio a vos y a vuestra familia.

Por su mirada, él se dio cuenta de que había dado en el clavo.

—¿Médico, de verdad? ¿Estás versado en la ciencia de los tóxicos[117]?

—Eh… así es, aquello que cura puede matar, todo depende de la dosis —vaciló Druon.

Una leve sonrisa estiró los labios de la jinete, que precisó:

—No temas. No busco hacer pasar de la vida a la muerte a un marido viejo. Eso ya ocurrió, salvo que Dios le llamó a su lado, según su voluntad.

Ella hizo una pausa y continuó:

—Bien… Admitamos por tanto que acabas de ganar una prórroga, para ti y para el truhan de tu siervo. ¡Pobres de vosotros si me das gato por liebre[118]!

Girándose hacia el hombre de armas, ordenó:

—Escóltalos hasta el castillo y que les encierren allí hasta mi regreso. Que les den de comer. Les necesito con buena salud. Avisa a Julienne de que requeriré su presencia esta noche. No les quites los ojos de encima, ni de la punta de tu flecha. Si intentan escapar, acaba con ellos o responderás ante mí.

—Señora… es poco prudente…

Comenzó a decir el hombre de armas antes de ser interrumpido por una orden perentoria:

—¡Obedece! Soy capaz de defenderme y Morgane no da cuartel —añadió acariciando las alas del águila[119]—. En cuanto a los perros, a mi señal ellos cortarán en pedazos a cualquier oso o lobo o… lo que sea.

—A pesar de todo, señora… unos hombres… —insistió el otro.

—¡Es suficiente! No necesito que mamá gallina cuide de mí.

Ella tiró de las riendas de su montura en volteo. Druon la detuvo:

—Señora, ¿a quién tenemos el honor de…?

—El honor o la mala suerte, soy yo quien decide, médico. Béatrice d’Antigny, a quien llaman la baronesa roja. No sé si ese apodo me lo pusieron por el color de mi cabello o de la sangre de los enemigos que con libertad me he cargado.

—Tengo que recuperar mis instrumentos abandonados en el campamento, así como nuestras escasas pertenencias, sin olvidar a mi yegua percherona.

—Ve. El niño se queda. Si no volvieras, él moriría de inmediato y tú serías el responsable de su fallecimiento a ojos de Dios. En cuanto al caballo, al menos conseguiría algo si tu ciencia no estuviese a la altura de las afirmaciones…

—Tendré que curar a Huguelin antes de que nos pongamos en marcha para que no haya supuración. Es cosa de un momento.

—Tu obstinación no tiene más igual que la irritación que provoca en mí —suspiró la mujer dando su consentimiento al guarda con un gesto de cabeza.

A golpe de espuelas, ella lanzó todo recto a su corcel[120], escoltada por el elegante galope de los perros lebreros.