Alençon, Montsort, julio de 1306
¿Por qué tenía que volver una y otra vez a aquella iglesia de Saint Pierre de Montsort como el criminal que vuelve al lugar del crimen? El sacerdote, un hombre mayor en el que la alegría de su fe parecía estar presente en cada momento, al principio se sorprendió, se preocupó, pero después se alegró por las frecuentes visitas del obispo a su modesto edificio.
—Aquí me siento totalmente en paz —le había explicado Foulques de Sevrin.
Mentira. Una odiosa e hiriente mentira. Al contrario, allí se sentía torturado por los remordimientos, carcomido por la culpabilidad, asfixiado por la ausencia. Se había mofado de todas las grandes leyes de Dios. Había mentido, traicionado, vendido y condenado a muerte. Había pecado con el alma y con la carne, mientras intentaba absolverse a golpe de argumentos mediocres.
Era extraño. Su fe, la de él, el obispo, no había tenido jamás el rigor implacable de la de Jehan de Fauvel. Se había movido entre arreglos y compromisos, más o menos satisfecho pues resultaban ser menos dolorosos que la lucidez. Había abandonado a Edwige y a sus hijos a cambio de la tan codiciada mitra. Unas lágrimas de orgullo y felicidad le llenaron los ojos cuando se la colocaron en la cabeza. Y sin embargo, aquella mitra exigía un precio a pagar: su alma.
Se dejó caer de rodillas ante el crucifijo de madera pintada que había velado durante su último encuentro con Jehan, el único ser al que él había querido con toda su alma, justo antes de que permitiera que la Inquisición le arrestase en el escondite que él mismo le había aconsejado. Para guarecerse.
No. Como de costumbre, él se apiadaba de su propio destino, envidiable no obstante. Se buscaba buenas justificaciones, excusas fáciles. Jehan habría protestado: la mitra no tenía nada que ver. Habría añadido en un tono inapelable que no se vende el alma más que cuando se está decidido. Como siempre, habría tenido razón.
Volvieron a pasar por su memoria decenios de recuerdos, de compartición, de alegrías y de temores. Desde el primer recuerdo que tenía, su vida había estado ligada a la de Jehan. Este se negó a llegar a ser doctor, y por tanto clérigo, porque se enamoró de una tal Catherine, una belleza que le dio una hija, Héluise. Se conformó con el oficio de médico laico, menos honorífico y menos apreciado. Entonces Foulques ya había esquivado dificultades, por comodidad o embriaguez por el estatus, tomando el hábito, a la vez que mantenía con discreción a una amante desde hacía tiempo. Entonces.
* * *
Un ligero movimiento a sus espaldas. No giró la cabeza hacia él. El cura jovial, que caminaba junto a Dios incluso cuando compraba la comida o se lavaba las manos, intentaba atraer su atención… y Foulques no tenía ninguna gana de cháchara.
¡Qué constatación más pasmosa! En el fondo, Dios habitaba en Jehan mucho mejor que en su obispo. En el fondo, la implacable firmeza de Jehan y su imperiosa necesidad de honestidad, que a Foulques le habían parecido tan arduas, tan desagradables, tan exigentes, resultaban ser mucho más sencillas que todos los compromisos que el obispo había aceptado, creyendo que eran más simples. Él creía que había escapado de las prisiones del espíritu cuando no hacía más que correr hacia otros barrotes, los que él mismo forjaba. Nadie habría osado sobornar, amenazar y seducir a Jehan para convencerle de actuar contra su alma pues su integridad era evidente. En otras palabras, a nadie se le habría ocurrido menospreciarle. Una violenta ola de tristeza invadió a Foulques de Sevrin. En cambio, a él le habían sobornado, amenazado y seducido. Le habían menospreciado.
A causa de la imperdonable traición de Foulques, Jehan Fauvel estaba muerto. Gracias a ella, él seguía con vida. ¿Qué vida? Tenía miedo, temía a cada sombra, a cada ruido desconocido. Huía del sueño, obligándose a errar durante las noches enteras de cuarto en cuarto, por miedo a que le asesinaran durante su descanso. Buscaba a Dios, suplicándole que fuera a visitarle, no sería más que un instante. Pero Dios le había abandonado. Hacía tantísimo tiempo que ya no conseguía recordar cuándo. Se execraba cada segundo del día y de la noche.
Luchó contra los sollozos que le obstruían la garganta.
Jehan era puro y la pureza es temible. Y además, ¿cómo definir la pureza? ¿No desviarse jamás de una convicción que se tiene por verdadera? Tantos seres habían muerto a causa de las convicciones de otros…
Foulques estaba seguro de una cosa: Jehan no había obrado todos aquellos años para acaparar magníficas baratijas de oro y plata con piedras preciosas incrustadas. Él había arriesgado su vida, había luchado, buscado un «tesoro» diferente del cual no conocía la naturaleza, pero que presentía que estaba hilado de conocimiento, un secreto que él quería desvelar. Su justificación era: los secretos envenenan el mundo. Estaba equivocado. Los secretos protegen. Revelarlos es aceptar la responsabilidad de que sean inaceptables, demasiado duros para soportarlos. Pero Jehan Fauvel no tenía cura. Intoxicado por su búsqueda, ya no veía el mundo, su construcción, los milenios de medias verdades más o menos soportables. Magníficamente puro. Peligrosamente puro.
* * *
Ayudándose de sus dos manos, el obispo se enderezó.
Ya no creía en el paraíso ni en el infierno. ¿Entonces habría tenido que contar su certeza a los demás, a los que ya no vivían más que con la esperanza del primero y no reconocían más límite que el segundo? A Jehan le habría hecho daño aquello, lo que habría calificado de intolerable espantada intelectual.
Decir la verdad, obligar a los demás a recibirla. Pero ¿quiénes somos nosotros para pretender poseerla?
Foulques alzó los hombros. Además, ¿qué sabía él mismo del infierno y del paraíso? Había tenido fe cuando tuvo la certeza de que las puertas del primero se abrían de par en par ante él y había dejado de creer cuando fue persuadido de lo contrario.
Salió de mala gana de la iglesia que, sin embargo, no le aportaba más que sufrimiento.
Bajó los escalones, sin siquiera fijarse en los fieles que se inclinaban ante él, pidiendo una bendición, una palabra, en su murmullo indistinto incapaz de abrirse camino hasta él.
* * *
A Jehan le habían matado a causa de la piedra roja que ahora él guardaba, que él había escondido en un lugar seguro, o al menos eso esperaba. Esa piedra cuya magnífica agua había empujado al crimen a personas que no sabían ni siquiera lo que significaba, de dónde venía o a dónde llevaba. No más que él. No más que Jehan. Esa piedra daba mala suerte. Jehan se hubiera burlado de él. «Supersticiones», habría tronado.
La irracionalidad humana. ¿Pero acaso sería el hombre grande a veces si no fuese irracional?
Foulques de Sevrin ya no tenía dudas de que aquella piedra del mismo color que la sangre que él había derramado fuese el origen de la muerte de Jehan y de la visita de aquel dominico extraño e inquietante, un tal Éloi Silage que había conminado al obispo a prestarle su ayuda para conducir a Jehan a una trampa, la casa de Saint Aubin d’Appenai, donde iba a ser arrestado. No había sido necesario que el dominico surtiera su orden de amenazas. Estas eran tan palpables que habría hecho falta ser muy necio para no entenderlas ni temerlas. Desesperado, Foulques había obedecido.
El obispo tan solo se concedió una reserva: haciendo uso de la astucia y de sutiles mentiras, lo había hecho todo para desviar la atención de Silage puesta en Héluise Fauvel, haciéndola pasar por una joven tierna y atolondrada, su mejor protección, aquella por la cual había optado su propio padre. De eso, al menos, no se sentiría culpable, aunque ignorase dónde se encontraba la joven en aquel momento.
¿Acaso los días de los dos estaban en peligro? Seguramente. Los de ella porque se temían que su padre le había confiado algunos indicios y los de él porque guardaba la piedra roja. Pero, en el fondo, ¿de qué le serviría morir? Qué extraña incoherencia. Él temía que le mataran hasta tal punto que ya no dormía, que desconfiaba de los platos que le preparaban. No obstante, había perdido todo gusto por la vida, esperando aquella noche perfecta en la que se uniría la nada sin ni siquiera darse cuenta.
Montó en la silla del caballo, ayudado por el hombre de armas que le escoltaba en todos sus desplazamientos, sin ver la silueta grácil, vestida de negro, que le observaba con el hombro apoyado contra uno de los pilares del pórtico principal. La de Alard Héritier, espía del señor de Nogaret.