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Alrededores de Tanville, julio de 1306

Druon de Brévaux estaba agotado por su larga caminata bajo el agobiante calor de la jornada. La perspectiva de dormir de nuevo al raso no le entusiasmaba mucho. Desde luego, así ahorraba su escaso peculio. Sin embargo, al estar alerta mientras dormía, se levantaba cansado por la mañana. En efecto, le convenía quedarse dormido listo para volver a levantarse de un salto a la más mínima alerta y sacar su corta espada para defenderse de los inevitables predadores de la noche, de los cuales le preocupaban mucho más los que caminaban a dos patas que los de cuatro.

En una posada tampoco quedaban excluidas las sorpresas desagradables, por eso Druon intentaba frecuentar aquellas que acogían a familias que estaban de viaje, aunque no eran muy habituales.

Cuando empujó la pequeña puerta de la posada del Chat-Huant, sobre la cual había clavado un letrero que decía «quien duerme, cena»[92] una extraña sensación le invadió. En verdad no era amenazante, pero sí desconcertante. La sala, muy alargada, iluminada solamente por algunas ventanas estrechas, era sombría y estaba desierta. Los muros enlucidos con cal, pero ennegrecidos por el hollín de las antorchas, la hacían un poco siniestra. Un olor desagradable, mezcla de fritanga, de leche agria y del hedor de la fosa de aguas negras[93] de al lado, flotaba a la altura de los orificios nasales.

Forzando los graves de su voz, tal como había ensayado, Druon gritó:

—¡Hola! ¿Posadero Huant? ¿Posadero Chat[94]?

Le respondió el silencio.

Él insistió, sin éxito. Vaciló. ¿Dar media vuelta y buscar otra posada para pasar la noche? Estaba agotado, la siguiente posada debía estar situada a más de una legua de camino y la noche no tardaría en caer. Tenía ganas de tomar una cena digna, de un buen colchón de paja, de quitarse la ancha tira de lino que se apretaba alrededor del pecho para comprimirse los senos, y de largas abluciones por la mañana[95]. Así que tomó asiento, esperando a que se dignaran a atenderle.

* * *

Con los codos plantados sobre la mesa de madera basta y el mentón apoyado sobre los puños cerrados, se dejó llevar por sus pensamientos. Era extraño. Antes, antes de aquella cosa horrible, cada día, cada hora, cada minuto tenía su sentido, su importancia. Había que llevar la casa, preparar las comidas, aprovisionarse en el mercado, reprender a veces a algún sirviente que holgazaneaba o confundía un tonel abierto de la bodega con el agua del pozo y que Héluise encontraba borracho, roncando ligeramente, tendido en el suelo, acurrucado entre las barricas, con una sonrisa ebria en los labios. Después, su padre volvía de sus visitas, o de sus consultas al aire libre los días que había mercado de bestias o de telas, exasperado o satisfecho, a veces triste. Por su mirada, por la sequedad de sus gestos, ella sabía si había triunfado la vida o si se había batido en retirada. Él refunfuñaba a menudo, dejándose llevar por la tacañería de sus pacientes, que no renunciaban a ningún ardid para pagarle menos. «Los ricos iban a buscarle con ropas de pobre y si iban con ropas de rico, daban falsos pretextos para disminuir su salario»[96] Entonces el universo se abría solo en beneficio de la niña Héluise, después de la muchacha y, por último, de la joven mujer. Él le enseñaba en su pequeña sala de estudio, situada al principio de un largo corredor, y cerraba tras ellos la puerta con cerrojo para disuadir a lo que él llamaba las «orejas largas». El conocimiento se revelaba. Héluise lo aprendía todo con el mismo deleite y todo le fascinaba, para gran alegría de su padre. Ella aprendió de él que la medicina astrológica que se practicaba entonces era una aberración, al igual que los remedios analógicos. Nacer bajo el signo de Géminis no implicaba necesariamente que se sufriera de debilidad respiratoria, ni que por nacer bajo el de Cáncer costara hacer la digestión[97]. No porque una flor fuese amarilla, sus decocciones tenían el poder de curar una icteria. En cuanto a las amapolas, no vivificaban la sangre perezosa solo por ser del mismo color. Él se entusiasmaba al predecir un futuro grandioso para la ciencia que, según él, curaría a las personas de su peor enemigo: la superstición, las creencias ineptas. A veces se desesperaba al evocar la enorme cantidad de progresos que quedaban por alcanzar. Dios, cuánto le había querido. Cuánto le querría siempre.

* * *

Un fuerte sonido sacó a Héluise de sus recuerdos. Ella volvió a ponerse en la piel de Druon. Giró la cabeza hacia la escalera que conducía a las habitaciones y en el primer peldaño aparecieron dos tobillos gruesos que rozaban el dobladillo mugriento de un vestido. Parecía un elefante al que le costaba bajar los escalones. A fin de cuentas, aquella comparación poco caritativa quedó justificada cuando la mujer desembocó en la sala. La dueña. Una especie de odre gruesa y barrigona, enfundada en una saya demasiado ajustada y cuya camisa llevaba desatada, dejando entrever dos enormes mamas poco apetecibles. Unos mechones sucios de color grisáceo escapaban de su gorro de lino colocado de través en la cabeza. Tenía las mejillas enrojecidas y al principio Druon se preguntó si se trataba de una rosácea[98] o de una afluencia de sangre demasiado espesa. Hasta que divisó al chico flacucho que bajaba detrás de la mujer. Tenía un aspecto demacrado, como el de un gato errante, bajo de estatura, envuelto en harapos y descalzo. Las lágrimas le habían dejado surcos más claros sobre la mugre de las mejillas, de las cuales tenía una inflamada y en la que se apreciaba con nitidez la señal de una violenta bofetada. Con un gesto inconsciente, se secó la boca con el reverso de la mano, se sorbió los mocos y un aire de hastío se reflejó en su rostro.

La dueña se giró y le profirió en un mal tono:

—¿Y bien? ¿Acaso te alimento por no hacer nada? Vuelve a tu trabajo y haz algo útil. ¡Maldita cucaracha!

Druon suspiró. La mujer debía de tener cincuenta años, el chiquillo nueve o diez. El hijo supernumerario de una familia pobre, vendido, como se solía hacer, por unos cuantos dineros torneses a un posadero, un mercader, un señor o incluso ofrecido a un monasterio como sirviente. Muy pocos padres se preocupaban de lo que le pasaría después, encomendándolo a la infinita mansedumbre de Dios. Algunos niños aterrizaban en buenas familias. La mayoría iban a parar a las trascocinas o al campo, tratados como si fuesen esclavos, cabezas de turco y, a menudo, objetos de entretenimiento. Los que no morían a causa de enfermedades, de malos tratos o de hambre, se salvaban en cuanto tenían la oportunidad, engordando las filas de salteadores de caminos o de ribaldos y mercenarios.

La mujer se acercó a la mesa de Druon, analizándole con una mirada pícara e insistente. Levantó los brazos con el pretexto de colocarse bien el gorro, pero con el único propósito de descubrir un poco más sus pechos flácidos. Druon pensó que algunos hombres apenas debían tener escrúpulos, a menos que estuviesen muy borrachos. A decir verdad, él no había conocido a ningún hombre más que a su padre y a Pierre, que le había estrechado entre sus brazos llorando y bendiciéndole cuando Héluise se metamorfoseó en… él.

—Señor…

—Caballero —rectificó él en un tono seco y grave con el que esperaba que se atemperaran los ardores de la cocinera en celo.

No había usurpado ese título por fanfarronería, sino porque hacía referencia a un hombre de valentía, capaz de batirse en duelo con un oponente. Aunque sabía defenderse gracias a las enseñanzas de su padre, Druon esperaba así disuadir a los numerosos granujas que se le cruzasen en los caminos o en las posadas, donde localizaban a sus futuras «presas».

—Pardiez… ¡Qué honor para mi humilde establecimiento!

—Lo único que espero es que la comida de este lugar sea comestible, ya que no veo más clientes —señaló Druon.

—Es que… soy viuda. No es fácil para una débil mujer llevar adelante un negocio de este tipo.

Druon observó a la «débil mujer». Sin duda era tan alta como él. En cuanto a su tamaño, los brazos de un hombre adulto no alcanzarían a rodearla.

—¿Qué puedo hacer para contentaros, caballero?

—Una habitación sin miseria, una jarra de vino que sea bebible y una comida que no dé ardores de estómago ni retortijones.

Haciendo una mueca de disgusto, que ella debía creer traviesa y que le arrugaba la piel pálida y grasienta de los mofletes, desapareció camino de las cocinas.

Casi de inmediato volvió a aparecer el chico, que llevaba con cuidado una jarra y un gubilete de barro cocido que puso delante de Druon, farfullando:

—Vuestro vino, caballero.

Druon de Brévaux se dio cuenta de que se había lavado la parte más baja de la cara, no obstante sin llevar más allá el aseo, dejando una especie de máscara de mugre que le coloreaba el rostro desde lo alto de los pómulos hasta el nacimiento del cabello.

—¿Tu nombre?

—Huguelin, señor.

—¿Tu edad?

—Diez años dentro de poco.

—¿Desde cuándo sirves aquí?

—Tres años, creo. Hace tres veranos, digo yo.

—¿Y el tabernero?

—Murió el año pasado, en Pascuas. Tenía escrófula. Lo que pasa es que nuestro buen rey[99] no pasó por aquí.

—¿Y la buena mujer? —preguntó Druon señalando en dirección a las cocinas con un gesto del mentón.

—También la tiene, es asqueroso, lo que pasa es que las tiene más abajo del cuello, por eso se ve menos… Bueno, cuando se retoca.

—La clientela es escasa —comentó Druon echando un vistazo a la sala desierta.

—Bueno, es que aún no habéis probado vuestro plato. Y lo peor es que es una zorra. Peor que una gata en celo, lo que pasa es que a ella le dura todo el año. Por eso las mujeres de los alrededores no quieren que sus hombres[100]

Un grito proveniente de la cocina le interrumpió:

—¡Pillastre[101], trae tu culo de holgazán enseguida!

El rostro demasiado flaco, con la mejilla enrojecida por la huella de una mano, se crispó. Sin embargo no murmuró ninguna injuria. En lugar de eso, una sombra infinitamente triste pasó por su mirada. Le preguntó con la voz deshecha:

—Caballero… ¿Vos creéis que siempre nos merecemos lo que nos toca? Porque os juro por la cabeza de mi madre, de la que no me acuerdo bien pues murió hace ya tiempo… que yo no he hecho nada malo. Solo robé un poco de comida porque, cuando ella se atiborra, bien me dejaría morir de hambre.

Y se fue corriendo sin esperar la respuesta.

* * *

Druon no volvió a ver al chiquillo en toda la velada. Se preguntó si ella le golpeaba solo para obligarle a satisfacer sus necesidades o si se trataba de algo habitual.

La advertencia de Huguelin se quedó corta en comparación con la realidad: la comida estaba infecta. La media liebre que flotaba en una espesa salsa negruzca olía a que llevaba hecha una semana o incluso diez días. La guarnición, puré negro[102], se había quedado reseca por los continuos recalentamientos, a pesar de la grasa en la que estaba bañada. Druon se conformó con el queso agrio y el pan, sin olvidar la sobremesa[103], consistente en meladas[104], con la esperanza de que los huevos fueran más o menos frescos.

Una especie de embriaguez bastante agradable y muy poco habitual le hizo girar un poco la cabeza. Había caído la noche cuando golpeó la mesa con el mango del cuchillo para captar la atención de la dueña. La comida se pagaba en cuanto se servía para evitar que los clientes sin miramientos se largaran por la noche sin haber pagado. Tan pronto como la vio, pensó que habría tenido una buena razón para subir a dormir sin llamarla. Ella llevaba el pecho aún más descubierto que antes, la sangre ardiente le avivaba la piel del rostro y su mirada húmeda no le transmitía nada bueno. Ella se acercó a la mesa y se inclinó hacia Druon hasta tal punto que las mamas se desplomaron sobre su hombro. Él intentó empujar hacia atrás la silla pero la mujer le pasó la mano por el cuello, con la intención de bajar por la espalda. Ella, con la voz húmeda por la saliva, farfulló:

—Un buen muchacho no se rechaza. En cuanto a ti, una mujer con experiencia debería resultarte tentadora. Conozco todos los deseos de los hombres. Y esta boca se ha servido de algunos que nunca lo han lamentado.

Ella olía a vino barato, a sudor añejo y a hembra desatendida. En el espacio de un segundo, no supo si lo que le iba a provocar era pánico, asco o un ataque de risa. Se levantó de golpe y dijo con voz glacial, empujándola:

—Llama al chico.

Ella no lo comprendió e hizo un gesto con la cabeza frunciendo el ceño:

—Bah, ¡la tiene tan pequeña como una salchicha de carne! Para notarla hay que hacer mucho esfuerzo. A su edad, no se le pone demasiado dura, cuando se le tiene que poner. Estaremos mucho mejor los dos.

Girando la cabeza hacia la escalera, Druon gritó:

—¡Huguelin, baja!

—Vicioso, eso me gusta —dijo riendo, intentando tocarle el sexo con la mano—. Entonces, ¿prefieres que seamos tres? Eso no me molesta, al contrario. Cuantos más seamos… ¡Huguelin! —gritó la arpía—. Trae aquí tu trasero. Lo necesitamos.

El chico apareció en el marco de la puerta que daba a las cocinas con el rostro desfigurado por la miedo.

—¡Acércate, sucia cucaracha! —vociferó ella—. ¿Cómo te gusta, muchacho? —susurró con voz depravada al oído de Druon.

Él la empujó con todas sus fuerzas. Ella se tambaleó, sacudió los brazos y cayó sobre su enorme trasero.

Él se giró hacia el niño, pálido por el miedo, y le ordenó:

—¡Prepara tu fardo, rápido!

Después de un instante de incomprensión, el chiquillo saltó como un cervatillo.

* * *

Tirada en el suelo, con las piernas extendidas por delante de ella, el vestido remangado dejando ver los muslos que parecían enormes jamones velludos y poco apetitosos, la dueña masculló:

—¿Pero… pero qué…?

—¿Cuánto? Cuánto por el niño, porque por lo que es la cena tú deberías pagarme a mí por habérmela tragado.

De pronto, la gruesa mujer adiposa lo comprendió. Se lo tomó muy a mal y profirió una tremenda sarta de insultos y de obscenidades. Druon la contempló con la mirada perpleja, lo que no hizo más que aumentar su rabia. A lo que siguió una nueva serie de ordinarieces que no desmerecería a ningún truhan. Fue en aquel instante cuando Druon percibió una ligera presión en sus muslos. El chico se aferraba a su cintura, acurrucándose en su espalda.

—¿Cuánto? Date prisa, mi generosidad no durará mucho.

—¡Vete al infierno con todos los diablos! ¡Miserable, escrofuloso, granuja! —gritó ella—. Yo me encargo de él. Su rabo no vale gran cosa, pero su boca es mejor que nada.

—Entonces se trata de un regalo. Te lo agradezco.

A pesar de su gordura, ella se puso de pie con un movimiento de pelvis y se precipitó hacia él con las garras curvadas y la cara desencajada. Druon apartó al niño con un rápido movimiento y sacó su espada corta. La punta acerada arañó la garganta de la gruesa mujer, que frenó en seco.

—Atrás, porque no vacilaré. No hay testigos —bromeó él—. Te vaciaré de tu mala sangre como la cerda que eres.

Ella intentó insultarle una vez más, con menos convicción, sin embargo. Dio un paso prudente hacia atrás, él avanzó otro mirándola fijamente, manteniendo la presión de la hoja en el cuello flácido.

—Marchaos —lloriqueó ella—, y llévate a esa sabandija si te apetece. Será por granujas.

—Ah, por fin nos hemos convertido en buenos amigos. Mi corazón se llena de júbilo. Huguelin —soltó sin apartar la mirada de la mujer—, nuestra amable patrona, que nos quiere, nos ofrece víveres para dos días. Entra en la cocina, coge de lo que haya lo mejor y lo más fresco.

El chico salió corriendo.

Poniendo de nuevo su atención en la mujer, a quien la rabia por la impotencia le hacía temblar, continuó:

—En cuanto a ti, especie de panza abotargada, pronto vas a morir de la misma enfermedad que tu marido, quien debió suspirar de alivio cuando entregó el alma y a quien el destino liberó de ti. Créeme, es mi arte. Encomienda tu alma a Dios y, si eres capaz de ello, enmiéndate. ¡Pobre de ti si se te ocurre hacer que nos persigan los hombres del baile! Todas las mujeres de los alrededores sabrán que has embrujado a sus maridos. Sin lugar a dudas, una de ellas acabará contigo. A buen entendedor…

El miedo había reemplazado a la rabia. Ella preguntó azorada:

—¿Quién eres?

—Soy caballero médico.

—¿La misma enfermedad dices?

—Así es.

—¿Pero… cómo…?

—No son solo tus nalgas lo que te sube a la cabeza. Es el mal. Tienes sed permanentemente y, a pesar del hecho de que te atiborres como una cerda, estás adelgazando. Lo veo en tus mejillas flácidas y en la piel del cuello y de los brazos. Las escrófulas se te extienden por el torso. Pronto te llegarán hasta el cuello.

Él vio el pánico en sus ojos.

—Pero… ¡Dame un remedio, puedo pagarte!

Huguelin volvió cargado con un gran fardo echado sobre el hombro y se detuvo a un metro por detrás de su salvador.

—No existe ninguno, ni siquiera el rey de Francia. Vive con moderación, reza, come alimentos frescos, duerme, es el único consejo que puedo darte. Pon en orden tu alma para que esté preparada. Deja que me vaya con el niño, yo velaré por él. Acompáñanos con buenos deseos, no con tu odio. Dios te lo tendrá en cuenta.

—Marchaos.

De pronto gritó, arrancándose el gorro y tirándolo al suelo:

—¡Marchaos, os digo, antes de que cambie de opinión!

* * *

No habían intercambiado ni una sola palabra desde que comenzaron a caminar, hacía media hora. De pronto, el niño se preguntó con la voz débil por el cansancio:

—¿En qué os serviré, caballero? Os habéis ganado mi gratitud y haré cualquier cosa para complaceros.

—Como sirviente. Como alumno si estás lo bastante dotado de inteligencia. Ya veremos. Ahora bien, si deseas marcharte, encontrar a tu familia… eres libre.

En un tono agrio, el niño replicó:

—¿Mi familia? Mi padre me vendió por unas monedas a esa arpía y de propina, como verraco que es, se la folló. Así que él sabía lo que me esperaba. Yo… yo no tengo familia… No tengo nada… salvo a vos, a quien no conozco. ¿Vos…?

—No. He hecho voto de castidad y, aunque no tuviese esa obligación, no me interesan mucho los chicos jóvenes. Debes saber, Huguelin, que mi vida no es… fácil. Un día rico, al otro pobre. Un día hospedado en un castillo, al día siguiente helado de frío en un sotobosque. Soy caballero médico itinerante. Podrás irte cuando lo desees. Mañana si te apetece. Solo te pido que me des tu palabra ante Dios.

—¿Cuál?

—No me mientas jamás porque entonces ya no podré apoyarte. Y cuando te vayas de mi lado, no robes mis instrumentos médicos. Los heredé de mi padre y no sacarás de ellos más que unos cuartos.

En plena incomprensión, el chico le agarró por la manga y le preguntó inquieto:

—¿Es todo?

—Es todo. No obstante, piénsatelo bien antes de prometer. No permitiré ninguna espantada ni ninguna mala excusa.

—Os doy mi palabra mil veces y ante Dios —soltó el niño—. Os serviré bien. Sé cocinar… no platos muy elaborados, pero sé aderezar la carne de caza, las verduras y las frutas. Lavo la ropa. Puedo encender hogueras con muy poco. Puedo distraeros con un juego de dados. Eh… no sé ni leer ni escribir, pero tengo buena memoria y aprendo rápido. Tengo el sueño ligero… por necesidad… así que también puedo preveniros en caso de peligro.

—Es más de lo que esperaba, Huguelin —sonrió Druon despeinándole el cabello—. Avancemos. En verdad estás extenuado. Sin embargo, y aunque dudo que ella nos haya hecho seguir al tiempo que digiere su miedo a morir, prefiero que nos alejemos tanto como podamos.

—¿Ella ha contraído la enfermedad del tabernero tal como vos le habéis dicho?[105]

—Las escrófulas de las que me has hablado están ahí para demostrarlo, supuran. A menos que a él se lo contagiara ella. ¿Quién sabe?

—¿Va a morir?

—Todos morimos. No obstante, ella es fuerte y tiene mucha sangre, la enfermedad no es tan mortal y existen remisiones. Sin embargo tenía que asustarla para que nos dejara marchar. ¡Ha sido un buen negocio, no he desembolsado nada por ti!

—Y yo… He podido pescarla cuando… bueno, veréis… ¡ah, qué asco! Ella me pegaba hasta que yo le…

—¡Chitón! Vas a cambiar ese vocabulario, a aprender a hablar mejor para recobrar tu alma auténtica. Y en esa alma no hay lugar para la vulgaridad, la maldad ni la crueldad. Así quiero que sea. No lo olvides nunca: nuestra alma pertenece a Dios, no es más que un préstamo que Él nos concede. Nosotros se la tenemos que devolver libre de manchas. Sin embargo, Él nos deja elegir si estropearla o mantenerla intacta. En cuanto al resto, tu infancia ya ha pasado. Ha sido repugnante, pero se ha terminado.

Con la voz temblorosa de admiración, el chico comentó:

—Dios del cielo, sois un verdadero caballero, ¿no es así?

—Así es. Mi padre era… el ser más admirable que he conocido nunca.

—¿Murió?

—Por una terrible coincidencia.

—¿Y vuestra… eh, vuestra madre? Si no meto las narices donde no debo.

—Era un ángel dulce y bueno. Falleció muy joven, un año después de que yo naciera. De unas fiebres. No me acuerdo de ella. En absoluto. Por lo visto me parezco a ella.

—En ese caso, debía ser muy bella.

—Es muy amable por tu parte. Sigamos avanzando un poco. Nos adentraremos en el sotobosque para dormir por turnos.