IX

Castillo de Souprat, julio de 1306

Herbert, barón ordinario[83] de Antigny, cruzaba y descruzaba sus largas piernas. Alto, de hermoso porte, cabello castaño y ojos de color azul pálido, de treinta y cuatro años de edad, era lo que se suele llamar un buen ejemplar del género masculino.

Instalado en su sala de estudio, de tamaño modesto, y revestida del suelo al techo con paneles de roble oscuros para que las dos grandes chimeneas mantuvieran una buena temperatura ante el frío que hacía, se le hacía cada vez más difícil controlar su impaciencia. ¡Por Dios, qué necio era aquel enano adornado con cintas! Escucharle repetir por décima vez que había fracasado pero que había que tener en cuenta, además de la necedad de los hombres que dirigía, que se había dado un cúmulo de desafortunadas circunstancias encolerizaba al señor.

Sentado tras la gran mesa que le servía de escritorio, observaba con detenimiento a su baile. François Galfestan estaba de pie y no parecía sentirse en absoluto avergonzado, y mucho menos contrito, por hacer alarde de su incompetencia. Entrado en los cuarenta, gordo[84], de cabello rizado y rostro sobrecargado por unos mofletes poco favorecedores, el balido iba muy bien vestido, con atavíos poco adecuados para la cabalgada, la caza y mucho menos la guerra. Siguiendo la última moda cortesana, François de Galfestan llevaba una túnica corta sobre una camisa de seda de color azafrán. Las calzas cortas de piel de color azul luminoso[85] iban sujetas al calzón[86] por un lazo de color más pálido. Una nueva locura a la que los parisinos llamaban bombachos. Un jubón[87] con ricos bordados en oro y plata atado a su presuntuoso barrigón. Una jaqueta[88] de lujoso cendal de color burdeos completaba el conjunto.

Herbert cayó en la cuenta de que con aquel calzón de piel y aquellas botas patinadas por el desgaste parecía un hidalgo pelón comparado con su baile, cosa que no hizo mejorar su humor ya inestable. Intentó atender a razones. Político agudo, retorcido y buen estratega, no había nombrado a Galfestan más que por su debilidad mental y por ser muy servil. No tenía necesidad de tener un consejero que metiera las narices en todo. Su esposa, Hélène, mujer de poderosa inteligencia que sabía permanecer en segundo plano para cederle el éxito que ella misma orquestaba, cumplía ese papel de maravilla. Además Hélène era categórica. Si su tía política, Béatrice d’Antigny, cuyas tierras se infiltraban peligrosamente en las suyas formando una especie de lengua que dividía su provincia, se aliaba con un enemigo (el inglés, ¿por qué no?), Herbert no conseguiría mantener la paz en sus tierras. Hélène había añadido que, al no tener Béatrice descendientes, no se podía esperar un matrimonio que estabilizara la situación política. En otras palabras, de una forma u otra, Béatrice debía llegar a estarles agradecida, impidiendo así que ese pacto de honor les perjudicase, incluso sin intención de molestar. Las abominaciones a las cuales ella debía hacer frente: asesinatos espantosos causados por una bestia o una criatura particularmente feroz, el pánico que se había apoderado de su pueblo, la llamada de auxilio que había enviado a su buen sobrino Herbert; parecían ser el pretexto ideal para que ella tuviera que depositar su gratitud en ellos. Como era de esperar, aquel baile cretino, a pesar de sus diez hombres de armas, había vuelto con las manos vacías, sin ni siquiera haber visto la sombra de la famosa criatura que aterrorizaba al pequeño pueblo de Béatrice.

Con aire de suficiencia, François de Galfestan continuó:

—Es que, monseñor, estoy convencido de que nos hemos tenido que enfrentar a un lobo solitario o a un oso de un tamaño excepcional.

Con una sonrisa irónica, henchida de superioridad, añadió:

—Ah, qué esperáis… Son campesinos, muy toscos… simplones, ¡gente vulgar! Cuando no comprenden lo que ocurre, y Dios sabe que no comprenden ni jota, ven en ello la mano del diablo. ¿Y qué? Tres pastores, un joven campesino y una mujer se dejaron devorar, ¡menuda desgracia! Será por pastores.

Herbert d’Antigny puso punto final a las sandeces de Galfestan, a quien en ningún momento le había pedido que tomase asiento:

—Esa no es la cuestión. ¿Qué? ¿Que no habéis sido capaz de acabar con un oso, aunque tuviese un tamaño excepcional, acompañado por diez hombres de los que la mayoría son antiguos soldados? ¿Será necesario que me encargue personalmente de esta caza?

—Esta bestia es particularmente ladina, monseñor —se justificó el otro en un tono docto.

«Por lo visto más que tú, aunque eso no es difícil», pensó Herbert.

—Deseaba que, al ayudarla, mi querida tía política, Béatrice, se convirtiera… digamos, en mi deudora. Eso no ha sido posible y es culpa vuestra. Estoy muy disgustado. Hasta más ver.

El baile apretó los gruesos labios en señal de despecho y soltó:

—Me asaltó una duda cuando interrogaba a los aldeanos aterrorizados. ¿Os acordáis, monseñor, de ese…?

—¡Pamplinas! —le interrumpió el barón Herbert de un modo bastante descortés—. Gracias, señor. Tengo que reflexionar.

El baile se despidió con un amplio saludo.

* * *

Tras su marcha, Herbert d’Antigny recuperó la misiva que le había llevado un mensajero por la mañana temprano. La primera vez que la leyó, la prosa ampulosa y la multitud de detalles anodinos le habían exasperado. No obstante, el fracaso total de Galfestan daba una importancia distinta a la carta. Decidió regresar a los aposentos de su esposa.

Hélène d’Antigny no era, sin duda, la más bella dama del reino. Morena, de baja estatura, un poco gruesa, de nariz demasiado pronunciada y boca demasiado grande, no poseía ninguna de las cualidades estéticas preciadas en aquella época, a excepción de una piel blanca como la leche y de una frente muy alta y abombada que no tenía necesidad de depilar[89] para prolongarla aún más. A pesar de que él se casara con ella por su fortuna y su ilustre cuna, no bastaron más que unas semanas para que la inteligencia de su mujer, su vivacidad y su humor le sedujeran. Pensó que, en el fondo, le había salido redondo el asunto: pronto nos cansamos de la belleza, pero raramente de la inteligencia. Y, además, apenas le faltaron buenas amantes. Sin embargo, cuando sus aventuras llegaron a oídos de ella, poco después de sus nupcias, Hélène le requirió que se presentara ante ella. Animada pero firme, declaró con un tono que no admitía discusión alguna:

—Esposo mío, me dan igual vuestros amoríos. Sin embargo, exijo… oídme bien, he dicho «exijo», no ser jamás el hazmerreír de nuestra casa o del populacho. Cornuda, ¿por qué no? A la vista está que mis hermanas, mi madre y mi abuela lo fueron sin que ello perturbase el encanto de sus vidas. ¡En cambio, humillada, de ninguna manera! No olvidéis nunca de dónde vengo. No habrá una segunda advertencia. Tan solo esta, amigo mío. Ante la eventualidad de que vos me pusierais en ridículo, yo me recluiría en un convento, acompañada de mi fortuna. Mientras yo estuviese viva, vos no podríais volveros a casar, a menos que anularais nuestro matrimonio y os aseguro que me defendería. Por lo tanto, os quedaríais sin descendencia.

Herbert se dio cuenta perfectamente de que no se trataba de ostentosas amenazas. Por alguna extraña razón, sintió por ella una admiración aún mayor. Entonces continuó cortejando damas (y no tan damas) de forma muy discreta, por no decir confidencial, evitando los efímeros arrebatos que hubieran podido destapar un escándalo que llegase a oídos de su esposa o de su entorno.

Él lo admitía muy gustosamente: a lo largo de los años, después de tres hijos apuestos y fuertes que ella le había dado (de los cuales dos eran varones necesarios, aunque su preferida era la hija, la menor, una pequeña adorable que le alegraba el corazón con sus expresiones graciosas y sus risas), Hélène se había convertido en su compañera más perfecta y más fiel. Él la amaba, desde luego no de forma carnal, pero más que a nadie. Verla, escucharla, hablar con ella le relajaba y le daba fuerzas.

* * *

Ella se levantó cuando él entró y caminó en su dirección con las manos tendidas. Se giró hacia sus dos damas y las despidió con una sonrisa gentil.

—Ah, esposo mío, ¡vuestra visita es una magnífica sorpresa! Me aburría.

—¿Vos? ¿Aburrida?

Ella puso mala cara al referirse a un velador de madera de rosa sobre el cual había un libro.

—¡Bah! Ese Vitae fratum ordinis praedicatorum[90] que todo el mundo pone por las nubes es tan… largo. ¡Muy, muy largo! Sin duda contiene valiosas y preciadas enseñanzas, ¡pero en solo diez páginas os dan ganas de dormir!

Herbert soltó una risa franca. Él no tenía esa pasión por los libros, la caza era más entretenida a pesar de todo, pero apreciaba mucho que su mujer la tuviera.

A él le encantaba aquel lugar. Un lugar femenino, sin duda, con sus bonitos taburetes cubiertos con telas, sus tapices, sus ramos de flores olorosas, pero un lugar en el cual él se sentía bienvenido.

—Hélène…

—Carape[91]… ¡por lo visto la situación es grave! Cuando me llamáis por mi nombre y no «querida mía» o «esposa mía», es porque nos enfrentamos a una situación espinosa.

Su sagacidad no le sorprendió y él le tendió, sin pronunciar una palabra, la misiva que había recibido por la mañana temprano, firmada por un tal Lubin Serret, súbdito de su tía Béatrice, apoticario de Saint-Cyr-en-Pail, que se liaba entre sus fórmulas de respeto y de cortesía hasta tal punto que sus líneas se hacían difíciles de descifrar. Serret insistía reiteradamente en la confidencialidad de su diligencia, que ni siquiera había evocado ante el consejo del pueblo.

Hélène d’Antigny la leyó y la releyó, con su frente hermosa y alta fruncida a causa de la concentración. Ella levantó la mirada seria y comentó:

—Tras el fracaso de ese morcón de François de Galfestan, ¿qué esperabais? Querido mío, esa gente tiene miedo y no se les puede guardar rencor. Pienso, al igual que vuestro baile, que se trata de una bestia particularmente feroz. No obstante… las supersticiones son moneda corriente, vos lo sabéis como yo. En cuanto el hombre no puede dominar una situación, cree que es obra del diablo. Por tanto, hubiera sido importante que prestaseis una ayuda eficaz a vuestra tía, la cual os hubiera estado agradecida por ello. Una gratitud crucial teniendo en cuenta la situación geográfica de vuestras tierras, las de ambos. Pero con ese gordo de Galfestan… que no sabrá diferenciar una liebre de un tejón… y a quien le da miedo ensuciarse los calzones…

—Puedo ir yo mismo, con tres hombres. Mataremos a esa… cosa.

—Oh, no lo dudo.

Ella apretó los labios y alzó las cejas.

—Por otro lado… Ah, amigo mío, os va a parecer que no tengo corazón… Si la situación se emponzoñase demasiado en las tierras de la señora Béatrice, si ella no pudiese hacerle frente ni proteger a su pueblo tal como debe… Si por consiguiente vos fueseis en su auxilio después de otros horrores que ella no hubiese podido controlar…

—Demostraría que no es una señora digna de ese título.

—¡Eso es! Esa lengua de tierra que ella posee y que atraviesa las nuestras me preocupa mucho. ¿Os dais cuenta de lo que pasaría si ella se aliase con uno de nuestros enemigos? Estaríamos amenazados de norte a sur. Tenemos dos posibilidades: hacernos con su gratitud o destituirla.

—¿Vuestro consejo, amada mía?

—Que las cosas sigan su curso, de momento. Que el pánico crezca. Me cuesta aconsejaros eso ya que se corre el gran riesgo de que tengan lugar otras muertes. No obstante, no se hacen tortillas sin cascar huevos.