Brévaux, junio de 1306
No hubo ningún alegre guirigay horadado por carcajadas cuando el carro que venía de Alençon llegó rodando hasta la hoguera colocada en la plaza de la iglesia. Ninguna reprimenda exasperada de ninguna madre reteniendo a un niño revoltoso. Nada de comadres y compadres discutiendo mientras se daban con el codo. Nadie había sacado del fardel una buena botella y una hogaza de pan acompañada de tocino y queso para repartirlas como buenos hermanos durante el espectáculo. Un silencio irreal había paralizado a la multitud, como si fuese un poderoso sortilegio. Hasta tal punto que el relincho de uno de los tiros percherones del pesado carro sobresaltó a varios curiosos, entre los que se encontraba la vecina de Druon, una joven y rica mercader, a juzgar por su vestimenta y sus anillos de turquesa y de amatista. Ella se mantenía muy recta, con las manos juntas, como si rezara, sobre el vientre.
Druon observó a cinco guardias que recorrían sin prisa la multitud, mirando con detenimiento a las mujeres jóvenes, interrogando a aquellas a las que se les adivinaban cabellos muy oscuros bajo sus gorros almidonados o sus velos. Sin girar la cabeza hacia él, su vecina comentó en voz baja:
—Buscan a su hija. La de maese Fauvel.
Druon recibió la información con un ligero gesto de cabeza.
—Jesús bendito —murmuró entonces la mujer, santiguándose con discreción.
La mirada de Druon siguió a la de ella. Dos guardias sacaban del carro un cuerpo envuelto en una tela gruesa, sujeta con sogas que rodeaban los pies, las piernas, el torso y el cuello.
El silencio de la multitud se hizo mucho más espeso. Después se levantó un murmullo impreciso que Druon no hubiera sabido decir si era de sorpresa, de reproche o de consternación.
Los dos guardias llevaron el cadáver hasta el poste de la hoguera y lo colocaron con dificultad, intentando hacer que se mantuviera derecho para que pareciese que estaba vivo. Al no haberse dignado el señor inquisidor a acompañar al atormentado, fue el secretario del baile el encargado de anunciar la sentencia. Lo hizo con la voz temblorosa:
—Jehan Aimoin Arnaud Fauvel, médico de Brévaux, nacido en Chartres en el año de gracia de 1260, acusado y reconocido como hereje y hechicero, ha sido condenado a arder en la hoguera en el día de hoy. Dios, ofendido por la inmensidad y la perfidia de sus pecados, le sorprendió en su celda de la casa de la Inquisición de Alençon, por lo que no será posible quemarle vivo. Verdugo, cumple con tu tarea, quedas absuelto para siempre.
El fuego prendió con fuerza la paja y después las ramas de madera seca subiendo hacia el difunto. Cuando las altas llamas anaranjadas lamieron la tela, Druon bajó los ojos.
Su vecina se acercó hasta rozarle el hombro. Él observó las hermosas lágrimas que mojaban sus mejillas pálidas y tuvo ganas de estrecharla contra él. En cuanto a ella, mirando con detenimiento su pequeña tonsura[79], su larga túnica oscura y la mascarilla de cuero que colgaba de su cintura[80], preguntó susurrando:
—Maese, ¿fuisteis vos alumno de maese Jehan?
—Así es, señora.
—No deis ningún crédito a eso que nos quieren hacer creer. No son más que patrañas. Él me asistió en el parto de mis dos hijos. Yo sonreí en todo momento mientras él los sacaba dentro de mí. Fueron los momentos más bonitos de mi vida… y se los debo a él. Era un gran hombre, bueno y generoso. Un gran médico. ¡Qué pérdida! ¡Qué innoble injusticia!
Él le tomó las manos en señal de agradecimiento, sin decir ni una palabra. Un guardia avanzaba en su dirección y se separaron el uno del otro. El guardia pasó justo por el lado de ambos sin prestarles atención. Los cabellos de la mujer, que le sobresalían del velo fino sujeto bajo un bonetillo[81] de lana gris clara, eran del color del trigo maduro. Ella lanzó una última mirada de tristeza a Druon y se alejó a paso lento.
* * *
Poco a poco, la multitud silenciosa vació la plaza. Druon recordó la última ejecución a la que asistió: dos bandoleros que sembraban el terror violando a las niñas que habían tenido la mala suerte de cruzarse en su camino, golpeando hasta la muerte a los viajeros desafortunados a los que atracaban, fueron ahorcados aquella mañana. Recordó el alborozo público. Reían a mandíbula batiente, golpeándose el vientre y pasándose el vino peleón. Recordó los gritos de alegría feroz cuando la trampilla del patíbulo cayó bajo los pies de los condenados, las bromas obscenas que se intercambiaron, deseando todos verificar si cuando a uno le aprietan fuerte el cuello «se le pone tan rígida como la de un asno». Los dos malandrines habían entregado su alma ante la hilaridad general.
¿Acaso Druon habría podido soportar ese día la más mínima broma fuera de lugar? Lo dudaba. Sin embargo, lo había temido. La especie de profundo respeto por parte de la multitud le había apaciguado un poco.
Él salió de la ciudad, dirigiéndose sin prisa hacia el riachuelo que discurría por el norte. Se sentó en la orilla musgosa y abrió la gran bolsa que llevaba colgada al hombro, dentro de la cual llevaba apiñado sus escasos bártulos y lo que se había convertido en sus utensilios de médico y de cirujano[82]. Del fondo sacó una larga trenza muy morena y la aspiró. El olor a agua de madreselva, utilizada para aclarar los cabellos, hizo que se le saltaran las lágrimas. Su padre adoraba hundir la nariz en los rizos perfumados. Ofreció la espesa trenza a la corriente liviana. Los mechones de la difunta de Héluise. Los suyos.
Y Druon se fue de Brévaux para siempre.
Al menos eso creía.