VII

Casa de la Inquisición de Alençon, junio de 1306, aquel mismo día

Eudes de Grimblant berreaba. Sus mejillas rollizas y sonrosadas temblaban de rabia. Llevaba alterado toda la mañana con la esperanza de encontrar un culpable sobre quien descargar toda su ira. Mas fue en vano. Con la mirada torva y sin pestañear, los guardias le escucharon vituperar y lanzar horribles imprecaciones en un tono chillón provocado por la furia. A duras penas se había resistido a las ganas de golpearles. En cuanto al verdugo, más que acostumbrado a la perfidia de los acusados, había sido categórico: algunos de ellos eran tan depravados que llegaban a tragarse la lengua con tal de escapar al castigo, a su justo castigo.

Un fracaso. Un rotundo fracaso. ¿Cómo iba a hacer saber a Roma que no le había sacado nada a aquel maldito Fauvel, excepto unos alaridos bestiales?

* * *

Hacia nona Grimblant había recobrado un poco la calma. En el fondo era mejor para él que Fauvel hubiera muerto por sus propios medios, en lugar de haber tenido un cómplice: en ese caso, habría bastado con acusar al inquisidor de negligencia. Esa deducción le devolvió un poco a la serenidad. Que los guardias respirasen tranquilos: él no volvería a intentar incriminarles, aun corriendo el riesgo de perjudicarse a sí mismo. Más aún cuando dudaba mucho que uno de los dos hubiera sido tan necio o valiente como para oponerse, incluso escondiéndose, a la voluntad de la Inquisición, a la que él representaba.

Eudes de Grimblant lo admitía: le gustaba el terror que inspiraba en todos. Él, el segundón[76], había preferido tomar el hábito antes que servir y deber su subsistencia a su hermano mayor y su familia. A pesar de la acritud que había habitado en él durante años, el implacable poder que había conseguido lo recompensaba en gran medida. En efecto, él odió siempre a su hermano por haber nacido dos años antes que él. Sin embargo, la especie de temor que sentía hacia él, hacia su esposa e incluso hacia sus sobrinos durante sus escasas visitas familiares le perturbaba. Eudes se daba el malicioso gusto de llamar a su hermano mayor con el apodo que le puso durante su infancia: el moyo[77]. Le había visto palidecer al llamarle así y se había deleitado con sus excusas tardías, aunque temerosas.

* * *

En la habitación abuhardillada que él había insistido en ocupar, abandonando la cómoda alcoba que el señor inquisidor le había reservado, el hermano Éloi Silage, dominico designado para el proceso, releía la misiva que acababa de terminar.

Excelencia:

Como oficioso servidor he llevado a cabo la misión confidencial que me hicisteis el inmenso honor de encomendar. Jehan Fauvel ha fallecido esta noche, tras haberse tragado su propia lengua con el fin de asfixiarse, sin lugar a dudas. No reveló nada sobre el secreto que guardaba. Por tanto, a día de hoy, ignoramos dónde se encuentra la piedra roja que llevamos buscando desde hace medio siglo y, sobre todo, lo que representa.

Mi corazón se aferra a la perspectiva de la confesión que debo haceros. En efecto, estoy profundamente convencido de que el señor inquisidor en el que depositasteis vuestra confianza, mi hermano de orden Eudes de Grimblant, se ha desenvuelto en este asunto con gran torpeza. Además de no haber tenido el ingenio para enfrentarse con astucia a Fauvel, e incluso menos para acorralarle, ha dado prueba de su escasa agudeza. Nuestros emisarios encargados de recoger testimonios del vecindario al comienzo del procedimiento fueron unánimes: Fauvel era un padre abnegado y cariñoso. Por tanto, era su hija a quien hubiera convenido intimidar con el fin de hacerle a él más vulnerable. En mi opinión, no hubiera resistido mucho tiempo. Por lo demás, estoy convencido, con todos mis respetos, de que nosotros mismos deberíamos encargarnos de interrogar a esa doncella, Héluise Fauvel. Tal vez su padre le reveló algunos detalles que nos puedan ayudar.

Me pongo humildemente a vuestra entera disposición para cualquier continuación que vos deseéis dar a este asunto.

Que Dios os guarde siempre, Excelencia.

Vuestro muy devoto, muy fiel y muy respetuoso servidor:

Éloi Silage, dominico

No dudó más que un segundo antes de plegar la misiva y cerrarla con tres sellos de lacre. En efecto, al conocer un poco a su destinatario, estaba seguro de que este montaría violentamente en cólera al leerla. Bah, ¿qué le importaba aquel monigote gordo y vanidoso de Eudes de Grimblant si su misión consistía en evaluar[78] el transcurso del proceso? De hecho, había fallado en el detalle más elemental, al estar por lo visto poco acostumbrado a enfrentarse a adversarios tan retorcidos y sagaces como el médico Fauvel. Grimblant no había dado muchas muestras de inteligencia al no cambiar de estrategia a lo largo de los interrogatorios. Había fracasado. Y el destinatario de la carta detestaba los fracasos.