VI

Casa de la Inquisición de Alençon, junio de 1306

Derrengado sobre el suelo de tierra húmeda de su repugnante calabozo, encadenado a una anilla empotrada en el muro de piedra como si fuese una bestia peligrosa, Jehan Fauvel luchaba contra su cerebro, que no aspiraba a más que a la inconsciencia. Se obligó a respirar de forma casi imperceptible con el fin de aliviar la tortura que le causaban las costillas rotas. Levantó los párpados tumefactos y observó sus manos estrechamente asidas. El verdugo le había destrozado cada dedo con esmero. Pensó en todos los seres que aquellas manos habían traído al mundo, en todos aquellos a los que habían ayudado a abandonarlo. Por su mente anegada de sufrimiento desfilaron rostros. Rostros de mujeres empapados en sudor, con la boca abierta a punto de gritar, esperando dar a luz. Rostros de hombres, cerosos por la agonía. Rostros febriles de niños que aceptaban ya la muerte sin haberla llegado a comprender del todo. Después de todo, la muerte merodeaba por cada rincón. Se burlaban de ella con la esperanza de tenerle menos miedo. Sin embargo, siempre se salía con la suya. Y después, una vez más, un rostro de ángel, de infantiles ojos azules, de largos cabellos morenos y rizados, de boca pequeña y vivaz. Héluise.

La tortura continuaría al día siguiente, desde el alba, acompasada por un minucioso conjunto de monstruosidades. Así lo exigía el procedimiento inquisitorio: los tormentos no se podían infligir más que durante media hora por acusación formulada. Pero numerosos inquisidores no lo respetaban. Después les bastaba con pronunciar un mea culpa para que un igual lo absolviera. Jehan Fauvel maldijo su alto y robusto esqueleto por resistir tanto. Meses de proceso inquisitorio, de murus strictus, de humillaciones, de privaciones. La miseria le había roído la piel, la pestilencia se la había agrietado. Y el imbécil de su cuerpo se obstinaba en vivir. Una semana de tortura, cuyos sufrimientos estaban orquestados por un meticuloso crescendo. Y su viejo cuerpo maltratado se negaba a abandonarse. ¿Por qué Dios, a quien había servido con un amor infinito y una estricta asiduidad, le negaba la gracia de llevarle consigo?

Una fuerte inspiración le arrancó un gemido. Intentó controlar el ataque de tos que hacía nacer el olor malsano del calabozo, el de la carne infectada de pus, manchada de excrementos, también el de la piel quemada por los hierros al rojo vivo. Mas fue en vano. Un dolor insoportable explotó en su caja torácica. Tiritando por la fiebre, se sintió caer en la inconsciencia, aferrándose al rostro angelical de Héluise para no hundirse del todo.

* * *

«¿… no está el pecado al acecho, cual bestia tapir que te codicia y a la que tú debes dominar?»[72]… Un rostro pálido, una sonrisa triste, una mano larga y fina que le tendía un volumen encuadernado en piel de color carmín: Consultationes ad inquisitores haereticae pravitatis[73], redactado por Gui Faucoi[74], que concluía con un pequeño manual práctico, una selección de métodos monstruosos destinados todos a atormentar las carnes y a arrancar alaridos sin ocasionar la muerte… Otra mano adornada con una gran piedra roja, engastada en un anillo de oro que cubría toda la falange del dedo corazón… Su propia voz que explicaba con cariño: «El conocimiento no es pecado. Es la iluminación lo que diferencia al hombre de la bestia y lo que le acerca a Dios. A no ser que creamos que Dios…». El estertor de un monje de rostro ceroso que le tendía una piedra, roja, farfullando templa mentis, templa mentis… El frío mortífero que reinaba en la antesala, solamente iluminada por el destello vacilante de velas de sebo que desprendían un olor acre y un hollín negruzco… ¿Era aquella la noche de su llegada o el transcurso de un interrogatorio? Jehan no hubiera sabido decirlo. ¿Qué más daba?… Una daga, afilada y mortífera, que él detenía a unos milímetros de su garganta. Una daga sujetada por una mano enguantada de azul. Una mano de mujer… La risa de Héluise de niña, cayendo en cascada hacia la nada, una mariposa, un cachorro cuya madre paseaba con delicadeza y orgullo en su boca…

* * *

Un hilo de saliva rosada por la sangre le bajaba hasta el mentón. Tenía la cabeza desplomada hacia delante.

No habría sabido decir por dónde se había perdido su mente delirante, ni durante cuánto tiempo, cuando el sonido de la llave y de los cerrojos le sacó de su desmayo. ¿Qué hora era? ¿Prima ya? ¿La tortura volvía a empezar? Al pensar en ello, el pavor le sofocó. ¡Que muriera, que muriera de una vez sin haber hablado! Y sin embargo, a veces le venía el irrefrenable deseo de confesar, durante aquellas espantosas medias horas durante las cuales se concentraba toda la crueldad, toda la imaginación feroz de esos humanos que dan muestras de una valiosa capacidad de inventiva para atormentar hasta hacer perder el sentido. Si hablaba, moriría después y por fin descansaría.

A pesar del dolor que anegaba su mente, a Jehan Fauvel le pareció extraña la actitud del guardia que entró en el calabozo. Estaba solo y parecía estar al acecho, asustado. La pesada criatura de rostro bestial, de manos grandes y gruesas, pero de mirada afligida, cerró el batiente tras él y avanzó hacia el encadenado, murmurando:

—Tenemos poco tiempo, amigo. Falta poco para laudes. Mi compadre está durmiendo la mona, lo he comprobado, pero se despertará tarde o temprano. Llevo dos días reflexionando… No es pecado puesto que vas a morir, a menos que esto se haga interminable. Solo es piedad por mi parte.

Jehan Fauvel no le comprendió de inmediato. Sin embargo, su maltratado corazón le empezó a latir con fuerza en el pecho.

El guardia continuó en un tono apremiante y en voz baja:

—No sé quién paga tu liberación, pero puedes agradecérselo, pues es el momento. Entregó esto…

Sacó de su túnica de cuero sin mangas un fino pañuelo de batista y lo acercó al rostro tumefacto. Jehan consiguió alzar lo suficiente los párpados como para distinguir la gran «H» bordada. De repente, las lágrimas le ahogaron.

—Hay una especie de polvo dentro. Suficiente como para matar a tres bueyes, me han dicho. No puedo dártelo. Sospecharán de alguno de nosotros y sé lo que son capaces de hacer, escucho los alaridos todos los días. Le he dado muchas vueltas a la cabeza y solo hay una solución. Si estás de acuerdo y si me das tu perdón por mi acto.

Jehan movió la cabeza en señal de asentimiento sin saber ni siquiera la salida que el otro había imaginado. Ninguna podía ser peor que la que le iba a tocar.

—Si te estrangulo o te ahogo, también dudarán, ya que estás encadenado. Como te he dicho, no hay más que un modo. Haré que te tragues la lengua. Con preparación, podrías conseguirlo solo. No va a ser agradable, amigo, pero en comparación es pan bendito.

—Por favor, por el amor de Dios… Os perdono… Os estoy eternamente agradecido… Ayudadme, hacedlo… —farfulló entonces Jehan Fauvel.

¿Qué era una agonía de unos segundos, la cual pedía en sus oraciones desde hacía días, comparada con el meticuloso horror que le esperaba?

El hombre le observó durante un largo rato y después confesó:

—No es fácil matar a un hombre que nunca te ha hecho daño.

—Dios os agradecerá vuestra compasión hacia una de sus inocentes criaturas. Yo no he hecho nada malo…

—Oh, lo sé. Es el caso de la mayoría de los que acaban en esta antesala del infierno.

—Os ruego que digáis a quien os ha enviado…

—No le conozco. Es un intermediario.

—Que ese intermediario transmita mi último mensaje, os lo suplico. Que le diga a esa persona que huya lo más rápido y lo más lejos posible. Que le diga que la amaré por siempre, más allá de la muerte. Es el último deseo de este que va a morir.

—Lo haré. Palabra. Bueno… Abre bien la boca.

Temblando de esperanza, Jehan se sacrificó. Los gruesos dedos del hombre se adentraron, tirando de la lengua hacia arriba. Una última mirada. Empujó la lengua hacia la garganta de Jehan, hundiéndola en la abertura de la tráquea y mantuvo la mano dentro de la boca.

El médico se esforzó por no forcejear como acto reflejo y por mantenerse inerte. Le hubiera gustado dar las gracias al hombre una vez más, pero ya no podía emitir ningún sonido. Aquel hombre desconocido acababa de cometer el mejor acto de toda su existencia. El asesinato. Sintió cómo su cerebro, todo su ser, luchaba contra la asfixia y le ordenó que cesara. Obligó a sus mandíbulas a no intentar cerrarse sobre la mano providencial. Un velo negro, dulce, apacible, invadió poco a poco su mente. Por fin desapareció todo el sufrimiento. Y murió. Una bella sonrisa le acompañaba. La de Héluise.

Cuando el pobre cuerpo martirizado se desplomó, el guardia retiró su puño y se limpió la saliva en las bragas[75]. Retrocedió unos pasos, se santiguó y concluyó alzando los hombros:

—Descansa en paz, amigo. Te lo mereces.