V

Brévaux, junio de 1306

Sentada delante de la ventana, cuya piel aceitosa[58] había dejado enrollada para que penetrase el aire templado y perfumado, Héluise Fauvel, de dieciocho años, bordaba con aplicación el bajo de un vestido para que todos los transeúntes y los vecinos pudieran constatar la naturaleza femenina de sus ocupaciones. Sin embargo, cada vez le costaba más retener los suspiros de hastío o de irritación que le venían. ¡Por Dios que largo se le hacía terminar aquella guirnalda de botones de oro! ¿Y qué sentido tenía bordar un bajo si iba a acabar arrastrándose por el barro y el polvo de los caminos? No obstante, Héluise reconocía una preciada cualidad de ese tipo de labor: la obligación, minuto tras minuto, segundo tras segundo, de estar concentrada para darle una tregua efímera a su mente, evitando así pensar, una vez más, en el destino de su tan amado padre, de cuya encarcelación en la casa de la Inquisición de Alençon había sabido dos semanas antes.

Sin embargo, la aguja se le escapó de las manos. Sin embargo, ella volvió a vivir la escena, buscando cómo una palabra había llevado a otra hasta llegar al espantoso esclarecimiento.

* * *

Aquel día, ella esperaba a Guy, un tintorero[59] a quien su padre confiaba el tinte, sobre todo oscuro, de la vestimenta o de la ropa ajada de la casa. En cuanto llegó, ella le ofreció un gubilete de sidra que él se bebió de un trago. Al contrario de lo habitual, le parecía nervioso, distante, evitaba su mirada tanto como podía. Algo perpleja, ella señaló el fardo de ropa preparado y le preguntó por su salud, la de su familia y por su negocio. Primero respondió con monosílabos. Después, bajando la mirada e inspirando profundamente, soltó, con los ojos fijos en sus zuecos[60]:

—Ayer volví de Alençon, señorita. Tenía que tratar con uno de mis clientes más importantes, un pañero sin escrúpulos, rico como Creso, pero que os chuparía la sangre si con ello pudiera ahorrarse dos cuartos[61]. ¡Ese René Éveille-Chien es un crápula! Y se da unos aires con la vieja pretenciosa, que se cree que ahora es burguesa y que hace obras de caridad. Hasta tal punto que se diría que no han salido del mismo agujero que nosotros, a quienes despluman… Mis disculpas, señorita. ¡Ese Éveille-Chien estaba tan orgulloso! Él tenía que hacérselo saber a todo el mundo…

Guy se interrumpió, molesto. Ella le animó a seguir, pensando, que necesitaba conversar un poco. ¿Cómo es que ella no se había dado cuenta por el malestar de aquel hombre tosco pero honesto que lo que venía a continuación iba a ser terrible?

—Bueno… veréis, señorita… Ese Éveille-Chien fue llamado ante un señor inquisidor para… yo no sé cómo se dice pero… para estar presente en las audiencias de un proceso. Eso le hincha de importancia, por supuesto. Allí se cree notable.

Sin saber exactamente a dónde quería llegar, ella le respondió con un tono indulgente:

—Oh, cada uno tiene sus pequeñas satisfacciones, Guy. Mientras que no perjudiquen a nadie…

Por fin él levantó la mirada hacia ella, una mirada en la que se mezclaban pena y temor. A continuación soltó:

—Es vuestro padre, señorita. El proceso es contra vuestro padre. Dios le guarde. Yo no os he dicho nada.

Él agarró el fardo de ropa y se fue de la morada tan rápido que parecía huir.

* * *

Primero no lo comprendió. Su padre se escondía no muy lejos de Saint-Aubin-d’Appenai, en un lugar seguro, gracias a su buen padrino, el obispo Foulques de Sevrin. Después, la verdad se abrió paso en su mente: habían arrestado a su padre. Al principio le asaltó una multitud de preguntas. ¿Cómo había ocurrido? Su padre estaba sobre aviso desde hacía años. Solamente dos personas conocían el lugar de su escondite. Cualquier presencia que no hubiese sido habitual habría despertado su desconfianza. Y, además, desde el anuncio del comienzo de su periodo de gracia, él habría hecho que la avisaran. A menos que… Héluise también estaba al tanto de las trampas sembradas por la Inquisición. Pero entonces, ¿cómo explicar que el amigo del alma de su padre, el obispo a quien ella quería como un padrino, no la hubiese avisado enseguida? La invadió el pánico. Con la razón en desbandada se precipitó hacia su habitación, rápidamente se puso su manteleta de lana sobre los hombros y se colocó la funda de su espada corta de dama en la cintura. Entonces se lanzó hacia la cuadra, llamando a voces a Pierre, uno de sus sirvientes, para que ensillara su yegua percherona de color gris antracita, a la que había llamado irónicamente Brise[62] pues la yegua pesaba mucho, pero era fiable y valerosa[63]. Pierre, que la había visto nacer y cuya devoción hacia su padre nunca había sido desmentida, intentó primero hacerla razonar: no conseguiría llegar antes del día siguiente a Alençon. Una dama sola por los caminos estaba indefensa, sobre todo de noche.

—Puedo defenderme —insistió ella.

—No contra tres malhechores armados. Tendrás que recorrer una larga distancia a través del bosque. Y no sé qué es peor, si los osos, los lobos o los desalmados que lo frecuentan.

Para convencerle, ella acabó por relatarle la confidencia de Guy. Pierre, con el rostro serio, se santiguó con la mano que tenía dos dedos amputados.

—Entonces es aún más grave de lo que había supuesto —murmuró el factótum[64].

—Así es. Ensilla a Brise de inmediato, te lo suplico.

Él cruzó los brazos sobre su ancho torso y declaró categórico:

—De ninguna manera. E impediré que te acerques a los caballos.

—A decir verdad… ¡es una orden! —se dejó llevar.

—Me es indiferente. La última orden la recibí de su padre y la obedeceré hasta mi último aliento: protegerte.

—Debo prestarle auxilio, Pierre —replicó ella.

—¿Cómo? ¿Arrojándote a la boca del lobo? ¿Debilitando su resistencia y sus defensas? Te arrestarán por complicidad, tu padre cederá ante ellos para apartarte de sus garras y entonces… le matarán. Eres su fuerza mayor y su más terrible debilidad. ¡Reflexiona en lugar de alterarte como una descerebrada! Haz honor a tu padre.

La severa reprimenda surtió efecto. Héluise había hecho callar el terror que le inspiraba la Inquisición y sopesó las palabras de Pierre. Era evidente que el valor de su padre, su vasta inteligencia, su ciencia prodigiosa no resistirían si temía por la vida de su hija. Él era capaz de oponerse a ellos férreamente, excepto si se cernía alguna amenaza sobre ella. Entonces esperó ansiosamente, día tras día, la más mínima noticia, escuchando el menor rumor. Esperó, luchando con todas sus fuerzas contra la devastación.

Le vino a la memoria el recuerdo de su madre, que murió un año después de su nacimiento. Para ser exactos, la historia que ella se había inventado, ya que su padre apenas hablaba de la difunta. Su terrible pena de viudo apenas parecía haberse atenuado con el tiempo. Héluise la había imaginado cien mil veces, alta, de silueta bien proporcionada, morena como ella, con los ojos azules, como ella. En las fábulas que ella se contaba al acostarse, su madre aparecía sonriente, risueña. Cogía a Héluise en volandas como si fuese una pluma para hacerla dar vueltas. Le cubría de besos la cara y los brazos, le susurraba pequeñas palabras de cariño. Su padre se fue de Chartres, donde antes ejercía, tras el fallecimiento de su esposa para instalarse en Brévaux con la pequeña Héluise, seguramente con la esperanza de que alejarse de sus recuerdos felices aliviaría su pena. En el fondo, a pesar del consuelo que le hubiera aportado la presencia de su madre a su lado, quizás era mejor que se hubiese marchado junto a su Creador sin imaginar nunca lo que un día le ocurriría a su amado esposo.

* * *

Una voz amiga estentórea, la sacó de su peligroso desliz.

—¿Señorita Héluise?

Un rostro mofletudo y jovial ocupó el marco de la ventana, el de Sylvine. La valiente joven anunció lo suficientemente alto para que todos los vecinos curiosos pudieran oírla:

—Tengo aquí un trozo grande de pan dulce[65] que, en mi opinión, tiene muy buen aspecto.

—Es muy amable por tu parte, Sylvine. Entra, te lo ruego.

Sylvine Touille era una joven apenas mayor que Héluise a quien Jehan Fauvel había salvado de una gran supuración en el muslo, que le sobrevino a raíz de una herida. Él intervino justo a tiempo ya que los padres de la entonces niña, que eran pequeños mercaderes, habían actuado como era costumbre: mandando llamar primero al sacerdote, a un astrólogo y después a un mago del lugar, pues recurrir a las oraciones, incluso a los amuletos y a los preparados mágicos casi siempre parecía más seguro que la medicina. Todo el entorno de Sylvine protestó cuando el médico sacó una botella de vino muy agrio[66] de su fardel[67]. ¡Qué aberración aquella nueva práctica! El remedio de los médicos se resumía en untar las llagas supurantes con cataplasmas de barro para intensificar la purulencia[68]. Sin embargo, Jehan recalcó que la agrura extrema controlaba la infección. Sylvine gritó cuando el ácido corrió por la herida abierta de mal aspecto. Después de una jarra de vino peleón, ella cabeceó, ebria, y se durmió, permitiendo a Jehan Fauvel rascar con su cuchilla la carne necrósica. Después realizó un vendaje con agua de melisa hervida, salvando así la pierna de Sylvine y probablemente su vida.

Héluise sentía un gran agradecimiento hacia la joven, pues formaba parte de los pocos habitantes de Brévaux, que no giraban la cabeza a su paso o que no la evitaban como si fuese una escrofulosa[69]. El rumor del arresto de su padre se había extendido a la velocidad de un caballo al galope. Muy pocos se arriesgaban a dejarse ver en su compañía por temor a que se les acusara de ser cómplices de la hija del hereje. Héluise no se permitía sentir resentimiento o amargura cuando pensaba que la mayor parte de ellos habrían pasado de la vida a la muerte sin la intervención de su padre.

Sylvine, con su bola de pan dulce envuelta en un lienzo, entró. En cuanto cerró la puerta tras ella, su sonrisa afable desapareció y se posó el dedo índice sobre los labios. Murmuró:

—Vayamos a vuestra alcoba, señorita, para tener más intimidad.

Héluise la precedió, el corazón se le salía del pecho. El rostro tenso de Sylvine no le revelaba nada. Todavía susurrando, Sylvine continuó:

—Yo la tengo por una buena amiga que, sin ser una meretriz[70] no es… digamos, muy arisca. Ella hizo que uno de los guardias de la casa de la Inquisición de Alençon la invitara a beber y después se dejó manosear un poco. El tipo resultó ser muy charlatán, como lo son todos cuando quieren seducir a una mujer.

—¿Y?

Sylvine bajó la mirada y se humedeció los labios con la lengua:

—Y… vuestro padre no ha cedido ni un palmo en los interrogatorios, midiéndose incluso con el inquisidor en repetidas ocasiones, cosa que a este le ha desagradado mucho… Los tormentos comenzarán por la tarde.

Héluise sintió que se tambaleaba y se agarró con firmeza al borde de su tocador. Sylvine se precipitó hacia ella, la estrechó entre sus brazos y dijo entre gemidos:

—Diantre, ¿pero qué quieren de él? ¿Hechicero, hereje, maese Fauvel? ¡Qué tontería! Yo lo he atestiguado y otros también. Cuando pasaron por Brévaux, obtuvieron una gran cantidad de testimonios certificando el honor y la buena fe de nuestro médico. ¿Qué quieren?

Incapaz de pronunciar una sola palabra, Héluise movió la cabeza en señal de negación. Ella lo sabía, al menos conocía parte de la verdad. Una verdad que nadie debía llegar a saber. De pronto tuvo la certeza de que el inquisidor le torturaría más allá de lo soportable hasta obtener lo que buscaba. Si es que lo obtenía. Fuera como fuese, Jehan Fauvel iba a sufrir como un condenado. Cuando perdiera la consciencia, ellos le arrojarían un cubo de agua en la cara para reanimarle. Cuando su piel se le desgarrara a causa de los hierros o las pinzas, le curarían para volver a empezar. Hasta que entregase el alma. No podían correr el riesgo de que volviera a ver la luz del día, de que hablara con otro que no fuera uno de ellos, ni siquiera con el verdugo. Una calma casi irreal le invadió. Se soltó con dulzura del abrazo amigo y se preguntó con una voz tan lenta que le pareció ajena:

—Ese hombre, ese guardia, el de tu amiga, ¿se le puede comprar?

—A todos ellos, mientras que estén seguros de que no les van a pillar y de que la recompensa es importante. Añadid además una comadre[71] bien proporcionada, como mi amiga. Me sorprendería que el guardia ignorase su placer.

—¿Tu amiga me ayudaría?

—No, pero sí me ayudará a mí. Además, gracias a maese Jehan estoy viva hoy.