Alrededores de Pré-en-Pail, junio de 1306
Riendo ahogadamente, Lucie Fournier, de catorce primaveras, pretendía huir. Basile, algo más mayor, se levantó y la persiguió riendo. Las cuatro candeleros que habían esparcido a su alrededor en el claro arrojaban un resplandor danzante y alegre.
Basile se hizo la misma pregunta por enésima vez: ¿aquella media noche sería por fin el momento elegido por Lucie para entregarse a él? La muchacha era provocativa pero sensata. Las caricias y los besos un poco atrevidos no le disgustaban. En cambio, ella defendía con una energía feroz eso que llamaba «su flor». Hija de uno de los granjeros más importantes del lugar, Séverin Fournier, bonita como un corazón y sin un pelo de tonta, sabía que acabaría bien casada y que su himen entraría en el mercado. Sin embargo, Basile, muy enamorado, aceptaba mantener atado un deseo que se hacía cada vez más imperioso a lo largo de sus encuentros nocturnos y clandestinos. Era hijo de un campesino[54], él era campesino también, el padre de Lucie nunca le aceptaría como pretendiente. Por el contrario, corría el riesgo de hacer que le echaran a la calle o le vapuleara un peón de granja si tenía la desfachatez de presentarse. Y además… ¿quién decía que él fuera algo más que un agradable divertimento para una Lucie acostumbrada a la comodidad de una granja señorial, a las camisas[55] y a los gorros bordados, a las cintas para el pelo, a los sirvientes y a las camas calentadas con la ayuda de calentadores?
Ella soltó un chillido dando saltitos en el mismo sitio cuando él la alcanzó y la rodeó con sus brazos por la cintura antes de levantarla del suelo. Él le posó una nube de besos sobre el rostro, el cuello y los hombros. La dejó caer con delicadeza sobre el humus y le devoró los labios con pasión.
No se percataron de los ligeros crujidos que provenían de su izquierda. No vieron el cuerpo macizo que avanzaba casi sin hacer ruido hacia ellos. Pero sí oyeron elevarse el aullido que les heló la sangre.
Basile, preso del pánico, levantó la cabeza y distinguió dos enormes patas terminadas en largas garras, como una mano, dos ojos de un verde demoníaco que brillaban cual luciérnagas. Se le desbocó el corazón. La bestia, aquella que había hecho pedazos a un pastor. Él se puso de pie de un salto. A pesar de que el terror hacía que le temblaran las extremidades, sacó su cuchillo de monte. El sudor provocado por el pavor le empapaba la frente. Basile, valiente y fuerte, pensó de repente, a pesar del miedo, que si salvaba a Lucie de una muerte terrible, el severo señor Fournier no podría negarle su mano. Él avanzó con la hoja blandida. La bestia volvió a aullar y una peste infernal le azotó el rostro a Basile.
Él gritó a la joven:
—¡La bestia… o un oso! ¡Enorme! ¡Huye! ¡Tengo razón, así que huye! Avisa en la granja. Que unos sirvientes armados se unan a mí.
Más allá del terror, Lucie no dudó más que un breve instante. Huyó velozmente, remangándose la saya[56] sobre las piernas. Corrió hasta la extenuación sin darse la vuelta en ningún momento. Oyó gritos penetrantes, después unos alaridos horribles, bestiales. Los de Basile. También los de una bestia tras el encarne[57]. Y, rápidamente, se apagaron.
Ella corría más rápido, sin detenerse para recuperar el aliento más que a unas toesas de la granja de su padre. Sofocada por el sudor que le empapaba la carne, no reflexionó más que un segundo. Esperó a que su corazón desbocado se apaciguara un poco, después trepó hacia el tejado del cobertizo gracias a los viejos toneles que le servían, habitualmente, de escalerilla para sus escapadas galantes al caer la noche. Avanzó con prudencia por las tablillas de castaño de la techumbre y subió por la ventana entreabierta de su habitación. Se desvistió entonces sin hacer ruido y se metió con cuidado en la cama, jadeante pero tranquila por no haber perecido. Basile estaba muerto, de aquello cabían pocas dudas. ¡Pobre Basile! Por otro lado, despertar a toda la granja y avisar a su padre era admitir que ella se reunía en secreto con el joven. Ella se estremeció ante la perspectiva del castigo que le impondrían. Su padre la adoraba. Sin embargo, era severo e inflexible en cuanto a la virginidad de las hijas, especialmente de la suya, tenía en mente casarla, pero desde luego no con un campesino sin tierras. Ella rezó a la santa Virgen, esperando que Basile no hubiera sufrido mucho entre las garras de la bestia y prometiendo encender un cirio en su memoria. Él ya descansaba en paz. Lucie se durmió, agotada por la huida. Y por el miedo.