Casa de la Inquisición, Alençon, abril de 1306
Después de varias semanas incomunicado, sin ninguna visita, salvo la de los carceleros que le llevaban escasas comidas compuestas por pan de famine[26] y escudillas de leche con nabas en las que les divertía orinar o escupir, Jehan Fauvel ya no se hacía ilusiones. Nunca había albergado muchas esperanzas. Sin embargo, se había aferrado a la idea de que apuntarían sus declaraciones, que la verdad quedaría reflejada en las páginas del registro en el que los inquisidores anotaban los detalles del proceso. Entonces se sorprendió de su propia candidez. La finalidad de aquellos registros no era leerlos ni, mucho menos, verificar la equidad de un procedimiento. No tenían otro objetivo que el de permitir incriminar de nuevo por un cargo de acusación diferente a un absuelto.
Era una máquina implacable. Prueba de ello era que él aún ignoraba el apellido del inquisidor nombrado para llevar a cabo el proceso y qué era exactamente lo que se le reprochaba. Al menos, ignoraba los cargos que se habían podido inventar para deshacerse de él, ya que Jehan no dudaba que aquel fuese el verdadero objetivo. Eran taimados, manipuladores y, al responder solamente ante el papa[27], tenían tantos poderes que muy pocas personas lograban escapar vivas de sus garras, a pesar de que existían entre sus filas algunos puros a quienes su ardiente fe les había cegado hasta el punto de volverles implacables.
Jehan era consciente de sus ardides, de sus formas de intimidar, de su talento para vencer las resistencias más aguerridas.
* * *
La ola de pena y de pánico que él llevaba rechazando con escaso éxito desde su arresto en la pequeña granja de Saint-Aubin-d’Appenai, dos semanas después de su llegada, le volvió a asaltar: Héluise, su adorada hija, su mayor debilidad. Si a él le condenaban por herejía, culto de latría[28] o de dulía[29], brujería o incluso taumaturgia, en seguida la acosarían, a su vez posiblemente la juzgarían a menos que maldijera la memoria de su padre en una plaza pública, cosa que ella no aceptaría jamás. ¿Héluise sabía al menos que habían arrojado a su padre al fondo de un calabozo de la casa de la Inquisición de Alençon? ¿Cómo habría podido saberlo, si aquel proceso era un engaño desde el principio? Él la había avisado por mensajero sobre dónde se encontraba su escondite. Seguramente aún se alegraba al pensar que él se encontraba allí, a salvo. ¿De qué forma habría podido sospechar ella el alcance de la trampa que le habían tendido a su padre si, en contra del acta fraudulenta que le habían leído a su llegada, el comienzo de su periodo de gracia[30] no le había sido notificado en ningún momento para asegurarse de que no pudiera volatilizarse de nuevo?
Intentó disolver las espantosas imágenes que se abrían camino hacia su conciencia: Héluise insultada, violentada por sus carceleros. ¿A quién le preocuparía? Así, ellos podrían calumniarla más al desvelar sus supuestos excesos cuando la matrona[31] certificase que ya no era virgen. Héluise llevada a rastras a la mesa de tortura, con sus magníficos cabellos rizados empapados en sudor, chamuscados por los hierros y después teñidos de rojo por la sangre. La piel pálida, casi translúcida, picada por los latigazos. El infierno. Ese que tan bien saben secretar las criaturas de Dios.
Él luchó contra las insoportables visiones férreamente, pensando que confesaría lo que ellos deseaban oír antes que condenar a su hija al suplicio. No tenía ninguna forma de hacer que le avisaran, de ordenarle que huyera, que se escondiese en un lugar lejano y que cambiara de apellido.
* * *
Un odio intenso cubrió su terror. Foulques de Sevrin, aquel amigo de toda la vida, ¡del alma!, quede maldito por siempre, despreciado por todos. Solo dos seres conocían el escondite de Jehan, su hija y el obispo, quien se lo había recomendado. Él había creído a su hermano del alma y le agradeció efusivamente su ayuda. Qué estúpido, su obcecación se convirtió en la culpable de que Héluise estuviese amenazada.
De inmediato se añadió un temor más. ¡Cielo santo, que Héluise no buscara apoyo o refugio junto al prelado a quien ella consideraba como su padrino desde su más tierna infancia! Aquel bellaco, felón y cobarde no dudaría en entregarla a la Inquisición, así como había hecho con su padre.
¿Acaso fue el miedo lo que había empujado a Foulques? ¿El ánimo de lucro había sido su móvil? ¿El miedo a que acosaran a Edwige le había conducido a traicionarle? ¿Edwige, su hermoso amor de juventud al que se vio obligado a renunciar cuando le nombraron obispo de Alençon? Los rumores de nicolaísmo[32], agravados puesto que había tenido dos hijos con Edwige, habían crecido, y eran poco propicios para su admirable ascenso dentro de la Iglesia. Además, ¿qué había contado Foulques de sus avances, de la piedra, de sus tanteos? Poca cosa, sin duda. Pero sin lo que la Inquisición no habría tenido que llevarse a rastras a un médico oscuro a sus celdas. Hubiera sido suficiente hacerle desaparecer para asegurarse de su discreción. Un mal encuentro habría bastado. Si Foulques le había delatado a la vez que ocultaba el secreto que ambos protegían desde hacía lustros, solamente cabía una conclusión: el canalla había querido guardarse solo para él los frutos de sus investigaciones, de aquel fabuloso descubrimiento cuyo término se acercaba ahora que Jehan había recuperado la piedra. Bien mirado, y habría puesto la mano en el fuego, bastaría con que Foulques sospechara que Jehan le había confesado una parte de sus hallazgos a Héluise para que la joven estuviera amenazada.
Jehan Fauvel se dejó caer hasta arrodillarse junto a su camastro, implorando a Dios y a todos los santos que protegieran a lo más preciado de su vida, al ser que había dado luz a toda su existencia. Murmuró, como si fuese una letanía:
—Exaudi, Deus, orationem meam cum deprecor, a timore inimici eripe animam meam[33].
Otro pensamiento se abrió paso a través de sus preguntas sin fin. ¿Cómo podría estar seguro Foulques de Sevrin de que su antiguo amigo no cedería, de que no hablaría? Eran tantos los hombres valientes que habían flaqueado bajo el martirio que se les infligía. ¿Se arriesgaría el obispo a financiar a un asesino para matarle lo más deprisa posible en la casa de la Inquisición? ¿Acaso sus cálculos habían sido aún más enrevesados?
* * *
Unas carcajadas vulgares, un ruido de llaves en la cerradura, un cerrojo que se abría. Venían a buscarle. El proceso comenzaba. Incómodo con las ataduras de tobillos y muñecas, Jehan se levantó ayudándose del borde del camastro y se enderezó en toda su altura. Uno de los dos guardias le amenazó con el puño cerrado y le soltó en mal tono:
—Síguenos y no causes problemas o te buscarás uno.
Se acordaba de aquellos rasgos de animal. Había entregado a su mujer a modo de pago por dos botellas de vino peleón. Recordó la frase que a su viejo mentor, Antoine de Saint-Arnoult, le gustaba repetir:
—Lo bueno que hagas, no lo hagas para los hombres, pues pocos son aquellos que lo merecen. Hazlo por Dios y por ti.
Jehan les seguía en silencio, tropezando con el suelo irregular.
Subieron la escalera de piedra y atravesaron la amplia sala baja, amueblada solamente por una gran mesa de madera negra flanqueada por bancos, y desembocaron en la antesala[34]. La luz del día le hizo parpadear. ¿Qué hora podía ser? ¿Tercia? ¿Nona? Después del tufo a excrementos, a sanie, a carroña y del olor persistente del miedo que le había rodeado en el transcurso de las últimas semanas, el aire fresco y ligero que se filtraba por las estrechas ventanas abiertas que daban al patio le pareció embriagador.
Torcieron a la derecha y los guardias le empujaron sin miramientos hacia otra escalera, cuyos peldaños Jehan subió con dificultad, como si fuera un niño torpe. Uno de los carceleros empujó la alta puerta ante la que llegaron. Un golpe brusco entre los omóplatos empujó a Jehan Fauvel dentro de la inmensa sala.
* * *
Seis hombres sombríos con gesto severo se encontraban alrededor de una mesa.
Jehan reparó de inmediato en los dos dominicos vestidos con túnica negra y capa blanca. El que se encontraba en la punta, un hombre bajo, gordo y con el rostro rosado y bonachón, sentado en un sillón de respaldo alto y tallado, debía de ser el inquisidor. Otros dos hombres se apiñaban el uno contra el otro de tal forma que parecían estar preparándose para resistir un virulento asalto. Por los bonetes y las túnicas de color marrón apagado, Jehan dedujo que se trataba del notario y su pasante, pues el proceso exigía la presencia de ambos. El más joven de los dos, bajo, esquelético, del color de la bilis y que parecía haber encogido dentro de su esclavina[35] era, seguramente, el notario. A pesar de su aspecto serio, otro hombre se interesaba vivamente en contemplarse los dedos cruzados a modo de rezo. Envuelto en una sobrevesta[36] de espeso cendal[37] adornada con vero[38], aquel «laico de excelente reputación» debía esperar un aumento de notoriedad por su presencia en aquel lugar. Jehan apostó por un acaudalado pañero[39]. Para terminar, el último estaba de pie con su escribanía, provisto de un tintero de cuerno colgado alrededor del cuello y apoyado contra el vientre. El escribano requerido, encargado de anotar la más mínima palabra sospechosa que diga el acusado.
Jehan miró con atención algunos instantes al hombre sin edad, de rostro ceniciento y nariz larga y triste. Alrededor de su cráneo no quedaban más que unos pobres mechones de cabello color blanco amarillento. Una pregunta tonta se le cruzó por la mente: ¿cuántas torturas y sentencias de muerte había anotado aquel secretario? Obedeciendo a una señal del inquisidor, se sentó sobre un bajo taburete triangular. Además de demostrar así su rango inferior, esta posición baja le permitía colocar la escribanía en equilibrio sobre las rodillas.
El silencio continuó durante algunos instantes. Por fin, el inquisidor, con las manos unidas bajo su graso mentón, pareció vacilar, como si la pregunta que estaba preparando fuese ardua. Con una voz demasiado elevada para su género preguntó por fin:
—¿Queréis dar a conocer vuestros nombres, apellido y profesión, señor?
—Jehan Aimoin Arnaud Fauvel, médico laico en Brévaux.
Entonces se levantó el notario y recitó:
—In nomine Domini, Amen. En el año 1306, el quinto día del mes de abril, en presencia del abajo firmante, Alain Barbe-Torte, notario en Alençon, acompañado de uno de sus pasantes y de los testigos que son el hermano Éloi, dominico de la Diócesis de Alençon, nacido en Silage, y René Éveille-Chien, pañero de Alençon, laico de excelente reputación; comparece personalmente Jehan Aimoin Arnaud Fauvel, médico laico en Brévaux ante el venerable hermano Eudes, nacido en Grimblant, dominico, doctor en teología y señor inquisidor en el territorio de Alençon.
El notario se felicitó por su discurso chasqueando la lengua de satisfacción y se volvió a sentar.
Eudes de Grimblant se levantó lentamente y se acercó a Jehan para presentarle los Evangelios. El hombre alto que luchaba con vehemencia contra el cansancio provocado por la privación, puso la mano sobre el libro encuadernado en cuero negro.
—Señor, ¿juráis ante Dios y por vuestra alma decir la verdad sin omitir ni ocultar nada?
—Lo juro.
—¿Juráis por vuestra alma y por la muerte y resurrección de Cristo?
—Lo juro.
El notario se levantó a disgusto y declaró:
—Jehan Fauvel de Brévaux, el denunciado, ha prestado juramento sobre los cuatro Evangelios, que ha tocado con su mano, para decir la verdad sobre él mismo y sobre los demás. A continuación pasa a ser interrogado.
Eudes de Grimblant le dio las gracias con un pequeño gesto cansino y prosiguió con un mohín burlón:
—Bien…
Antes de que el inquisidor pudiera continuar, Jehan apresuró a decir:
—Escribano, ¿querréis anotar que nadie me ha notificado el comienzo del periodo de gracia?
—¡Mentira, sinvergüenza! —vociferó Eudes de Grimblant—. Yo mismo fui a visitaros a una pequeña granja situada no muy lejos de Saint-Aubin-d’Appenai con el fin de suplicaros que examinarais vuestra alma, que confesarais vuestros pecados y que os arrepintierais. ¡Ah, ah, he aquí la revelación de la perfidia del acusado! —gritó a los otros que asintieron al unísono.
Por fin Jehan lo comprendió. El hombre bajo y grueso no era un títere manipulado. Jugaba un rol más importante en la trampa, pues no dudaba en mentir y en mancillar la túnica que llevaba puesta. En ese instante comprendió que nunca saldría vivo de la casa de la Inquisición. Tan solo le quedaba un camino: morir cuanto antes para menguar su sufrimiento y, sobre todo, para no confesar nada.
—¿Afirmáis ser médico, señor? No es eso lo que ha llegado a nuestros oídos. Al menos no solo eso. A no ser que ese noble oficio sea, para algunos, sinónimo de brujería y de herejía. Se mantienen contra vos otros motivos de inculpación. Pero, en beneficio de la transparencia de los debates, no los expondremos hoy. ¿Qué decís sobre esto, señor?
—Nada, solo que soy médico en Brévaux —respondió Jehan en un tono monocorde.
El inquisidor se acercó a la mesa e hizo como si consultase sus notas antes de volver la cara flácida hacia Fauvel:
—Os ahorraré, señor, las habituales preguntas de doctrina. Así, si os pregunto si el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, vos me responderéis, sin duda, que ese hecho es evidente. Los herejes más taimados conocen las respuestas de maravilla.
—¿Ah, sí? Yo pensaba que se trataba sobre todo de una característica común entre los buenos cristianos.
—¿Reconocéis haber utilizado sustancias malditas con el fin de aliviar el dolor a mujeres embarazadas?
—El opio no es una sustancia maldita. Es un medicamento notable en una dosis pequeña, mortal, sin embargo, en una dosis alta. Ninguna de esas mujeres ha fallecido.
—Volveremos a ello. Cuando hago uso del adjetivo «maldito», lo hago con conocimiento de causa. Aquello que va contra la voluntad de Dios, la cual es tan nítida que ilumina cada uno de nuestros momentos, es maldito. ¿Acaso no está escrito: «A la mujer le dijo: “…con dolor darás a luz a tus hijos.”»[40]?
—Su cólera iba dirigida a Eva para castigarla por su desobediencia, no a todas las mujeres. Como vos afirmáis y con razón, la palabra de Dios es de una perfección absoluta. Si Él hubiera deseado que su ira se extendiera a todas las demás, Él lo habría indicado claramente. Además, ¿no es verdad, señor inquisidor, que Dios es todo amor y que ese amor nos fue dispensado sin escatimar por su Hijo que pereció en la cruz para salvarnos? ¿Cómo creer entonces que Dios y nuestro amado Salvador hayan condenado a todas las mujeres al sufrimiento por el pecado de una sola? Y, ¿no está también escrito: «Al hombre le dijo: “…con trabajo sacarás de la tierra el alimento… y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu frente, comerás el pan.”»[41]? ¿Convendría asimismo generalizar el castigo de Adán a todos los hombres? En ese caso, ¿por qué nuestros buenos señores y nuestros piadosos prelados no trabajan la tierra para sacar de ella su propio alimento?
Una sombra de verdadero desagrado pasó por el rostro rubicundo del inquisidor. La voz de falsete se elevó aún más:
—¿Acaso comprendéis mejor los textos sagrados que nuestros monjes más eruditos?
—Seguramente bastante mejor que muchos de ellos. Además leo en latín con fluidez.
El inquisidor se giró hacia los otros y exclamó:
—¡Qué arrogancia! ¡Qué impertinencia!
—¿Acaso se trata de un nuevo tipo de herejía? —se burló Jehan—. ¿Se necesita un proceso inquisitivo para castigar a los insolentes?
* * *
Eudes de Grimblant lanzó un largo suspiro, fingiendo pena ante la imagen de un ser retorcido que rechazaba su ayuda y la de la Iglesia. En realidad reflexionaba y la incertidumbre se apoderaba de él. Se preguntaba cuál era la manera más hábil de acorralar a aquel hombre. Sus órdenes eran estrictas. Jehan Fauvel no debía volver a salir vivo de la casa de la Inquisición y nadie, excepto la Santa Sede, conocería su secreto. En otras palabras, Jehan Fauvel no sería remitido al brazo secular después de condenarlo a muerte[42]. Eudes de Grimblant tan solo conocía un método eficaz para hacer hablar, además de matar: la tortura inquisitorial. Tras unos tormentos más que insoportables, el atormentado[43] fallecía. Entonces se afirmaba que la cólera de Dios le había castigado o que el remordimiento ocasionado por los pecados le había corroído tanto que la fragilidad del corazón se lo había llevado. Sin embargo, el señor inquisidor se enfrentaba a una situación espinosa: justificar mínimamente el recurso de la tortura ante los demás que, aunque eran partidarios de la misma, jamás debían dudar de la lealtad del proceso. Pero, después de todo, ¿apreciarían tanto sus superiores que él destacase en deshonrar y empujar a la hoguera a aquellos que fuesen declarados culpables? A decir verdad, ¿qué importaba que fuesen inocentes si, de todos modos, se reunirían con Dios?
—¡Para suministrar ese infame tratamiento os apoyáis en las elucubraciones de un personaje de fábula que los médicos más importantes recusan! —gritó.
—Trótula de Salerno[44] no tiene nada de fábula y sus obras lo demuestran, sobre todo el Trotulae curandurum aegritudinum mulierorium ante et post partum[45]. Me permito recordar al señor inquisidor y a esta noble asamblea que Trótula fue profesora en la Universidad de Salerno, por la buena voluntad del Santo Padre de aquel tiempo. ¿Deberíamos pensar que él dejó que enseñara una insensata, una bruja o una hereje?
El inquisidor apretó los labios de exasperación.
—¿Y qué piensa pues la señorita, vuestra hija… Héluise, si no me equivoco, una futura madre, de los procedimientos indignantes que vos habéis empleado?
Jehan se enderezó. Se acercaba el peligro. Estaba dispuesto a jurar en falso con tal de proteger a Héluise.
—Mi hija es una doncella, mi señor. Por ello cose, borda, cocina y toca maravillosamente la sinfonía[46]. Descifra bastante bien el latín para leer su salterio. Sin embargo, no me ha parecido necesario darle más educación —mintió Jehan con aplomo—. ¿A quién le serviría oír hablar de Tórtula o de la Universidad de Salerno?
Héluise había sido su alumna más brillante. Además de francés, la joven hablaba y escribía a la perfección en latín y en griego[47]. Las matemáticas, la medicina y la astronomía ya no tenían secretos para ella. Además, se había convertido, discretamente, en una espadachina de talento, golpeaba de filo[48] y de estoque[49] con la rapidez y la fuerza de un hombre joven y se doblaba con la flexibilidad que caracteriza a las mujeres. Sin duda ya superaba a su maestro, su padre, aunque ella protestara con vehemencia cuando él se lo repetía. ¡Cómo le gustaban sus discusiones hasta última hora y la intensidad de sus debates! Se aislaban en la consulta del médico, en su casa de Brévaux. Las librerías, las pilas de libros amontonados en el mismo suelo habían reducido el espacio poco a poco hasta tal punto que se apiñaban, el uno contra el otro, delante del hogar, saboreando una infusión, leyendo a veces hasta el alba a la luz de los candeleros[50]. La inteligencia voraz de Héluise, que lo aprendía, lo asimilaba y lo retenía todo, no dejaba de asombrarle. Él casi envidiaba el poder de su mente analítica. No se le escapaba nada.
—He aquí al menos una muestra de cordura por vuestra parte —comentó el inquisidor con acritud.
Héluise sabía que debía fingir la ignorancia de las mujeres. Siendo así, ellos no conseguirían incriminarla. Jehan hizo una mueca y se inclinó hacia delante, como si se sintiera apenado, con el fin de disimular su alivio. Se percató de la sonrisa de satisfacción del inquisidor, que dedujo de ello que las privaciones habían reducido a su presa.
—Sabed, señor, que no nos engañaréis tergiversando a vuestro antojo los textos sagrados —prosiguió Eudes de Grimblant.
Se giró hacia los otros cuatro hombres sentados a la mesa y precisó:
—A fin de cuentas, esa es la táctica de los herejes más brillantes: ¡intentar convencer a las almas puras del supuesto rigor de sus cuentos!
El pañero asintió con su gran cabeza y un aire de convicción en el rostro.
—¿Y, exactamente, de qué herejía se me acusa?
—Toda desobediencia a Dios, a sus órdenes, es herejía —se pavoneó el inquisidor.
—¿De verdad? En ese caso, casi todos nosotros somos herejes. Está escrito: «No matarás»… Por lo tanto las Cruzadas son heréticas, por no evocar otras cosas.
—¡Ultraje! —chilló Eudes de Grimblant—. Nuestras nobles Cruzadas defienden a Cristo, llevan por bandera su palabra y nos protegen de los seguidores del diablo.
—Qué paradoja, ¿no? Defender una palabra de amor matando. Por lo tanto, desobedeciendo a Dios.
—Olvidáis que la Iglesia, representante de Dios en la tierra, por voz del Concilio de Arlés[51], excomulga a los cristianos que se niegan a empuñar las armas, incluso en tiempos de paz. Solo los hombres de toga tienen la obligación de no mancharse las manos de sangre.
—¡Así de sencillo!
Grimblant se dio cuenta de que el juego se estaba poniendo en su contra. El hombre que estaba ante él era demasiado inteligente, demasiado docto, estaba demasiado habituado a las controversias. En cuanto al alma suya, la Santa Sede le había dado plena tranquilidad unos años antes: estaba absuelto por su pasado, su presente y su futuro. Volvió a ataques más mundanos.
—Tenemos aquí el testimonio de un Durette, Gilbert, vivandero[52] de oficio, alojado en Moulins-la-Manche. Abrumador. Durette afirma que a pesar de que el parto de su mujer duraba ya horas, de que ella había perdido mucha sangre, de que sus gemidos se debilitaban y de que su respiración se apagaba, vos corristeis el riesgo de extraer al niño, y cito, «de forma violenta, a riesgo de romperle el cuello» con el fin de aliviar a la madre.
—Con el fin de que ella sobreviviera y el niño no falleció. Además, el hombre no se llamaba Durette. El único Durette de mis pacientes es un anciano de sesenta años que he curado de una afección pulmonar. ¿Tendría que quejarse por ello?
—Por supuesto —admitió el inquisidor a regañadientes—. ¿Dónde tendría la cabeza? Se trata de un Tue-Vache, Gilbert. Qué menudencia esta involuntaria inversión de apellidos. Ahora bien, ¿en plena posesión de vuestras facultades elegisteis salvar la vida de la madre aun a riesgo de que muriera el hijo?
—No murió.
—¡Habría podido! —se alteró Grimblant—. Según el padre, tenía el rostro violáceo cuando lo sacasteis sin miramientos del vientre de la mujer. Os faltó estrangularle.
—Muchos niños tienen la cara violácea después de un parto complicado y demasiado largo.
—Deberíais haber tomado precauciones con antelación para aseguraros de que el niño no corriera el riesgo de fallecer, aunque tuvierais que hacer una incisión a la madre, así como hacen vuestros comprofesores[53]. ¿Negáis, ahora también, que la posición de la Iglesia sea justa y sana al respecto? La madre puede morir, está bautizada y se reunirá en paz con Dios. El niño no. ¿Estáis dispuesto a condenarle a errar por el limbo durante toda la eternidad? Es un crimen odioso —acabó el inquisidor con voz temblorosa por el efecto que le causaba la indignación.
El pañero se santiguó, el notario y su pasante hundieron las mejillas al unísono en señal de reprobación. En cuanto al otro dominico, el hermano Éloi, juntó las manos como si rezara, se las llevó a los labios y cerró los párpados.
—Nuestro dulce Salvador no permitirá jamás que un neonato, tan inocente como un cordero recién nacido, erre en el limbo.
—Decididamente conocéis mejor la voluntad del Padre y descifráis las intenciones del Hijo mejor que cualquiera —ironizó el inquisidor.
Jehan Fauvel revocó su propio argumento, a su entender irrefutable, sabiendo que cometería un grave error: una mujer podía dar a luz a más hijos. En cambio, un hijo que no naciera bien, aún siendo bautizado deprisa, correría un alto riesgo de morir unas horas más tarde. A los ojos de ellos, solo importaba el hecho de que un ser no muriera fuera del seno de la Iglesia. En lugar de eso, el médico contraatacó:
—Confieso estar perdido, señor inquisidor. ¿Por qué ha de ser abrumador el testimonio de un hombre de quien he salvado la mujer y el hijo, permitiendo así que se una a nuestra Santa Iglesia?
Ante estas declaraciones sensatas, la mirada interrogante del pañero se posó sobre Eudes de Grimblant, exasperándole. «¿Qué? ¿Qué le pasa a ese monigote gordo de estopa y relleno de salvado?», se exasperó el inquisidor. ¿Acaso comenzaba a dejarse convencer por la astucia de ese Fauvel? En fin, aquel pañero era un estúpido ignorante y la única razón que le había empujado a nombrarle miembro consultativo de aquella parodia de proceso es que era muy rico.
—¡No sabíais si el niño viviría! —estalló el dominico—. En otras palabras, jugasteis con un alma inocente a sabiendas.
—Yo sabía que viviría.
—Claro, ya que sois también mago o nigromante.
—No. Soy médico. Por esa razón tengo una buena experiencia para saber quién va a morir o a sobrevivir.
—¿O quizás hechizasteis a ese niño, sacándole del más allá?
—Reconoced, señor inquisidor, que si conociera unos hechizos tan poderosos que dieran la vida, no tendría que recurrir al opio para calmar los dolores del parto.
* * *
Eudes de Grimblant comprendió que estaba perdiendo la partida. La mirada perpleja del hermano Éloi le confirmó en su aprehensión. Había infravalorado la resistencia de aquel acusado, pensando que varias semanas de murus strictus la harían mermar lo suficiente. Además, ¿qué necesidad había de hacer un interrogatorio, excepto para justificar el proceso inquisitivo? Poco importaba la verdadera culpabilidad de aquel Fauvel: buen médico o espantoso hechicero. Él iba a morir y Dios juzgaría. Solo importaba su secreto, el que Roma se impacientaba por saber y del que no tenía nada, o muy poco, en la práctica.
El inquisidor se giró con un movimiento vivo hacia el secretario gris de nariz larga, sentado en su taburete y soltó:
—Escribano, anotad que la audiencia ha llegado a su fin. Fijaremos dentro de poco una fecha para la siguiente. Llamad a los guardias. Que escolten al acusado a su calabozo.