Ciudadela del Louvre, alrededor de París, febrero de 1306
Alard Héritier[15] no armonizaba muy bien con su apellido debido a una serie de acontecimientos nefastos que habían dirigido su vida, al menos según él. Hijo menor de un molinero de Sarthe muy acaudalado, se encontró en la miseria tras el óbito repentino de su padre. Estaba mortalmente resentido con aquel viejo imbécil por haber favorecido tanto a su hermano mayor, fantaseando con haberle estrangulado con mucho gusto con sus propias manos, lo que no hubiera hecho cambiar en gran medida su ocupación. En efecto, su hermano mayor era probo y trabajador. Él no. No obstante y ya que de ningún modo iba a deslomarse para servir a su hermano y su familia con el fin de garantizar su subsistencia, había optado por echarse a los caminos, dispuesto a sacar provecho de sus indiscutibles dones: mentir, traicionar, robar, venderse al mejor postor, al más sinvergüenza. Matar, a veces.
Con una sonrisa en los labios y un aire de orgullo tal que le habrían tomado por burgués con aquellos atuendos que, sin ser lujosos, lo parecían, dejó atrás a comadres y curiosos, pescadores del Sena y mujerzuelas[16] de mancebías, se arrinconó bajo unos soportales para dejar pasar los carros y bordeó la calle Saint-Jacques hasta el Petit-Pont antes de atravesar la Île de la Cité. A continuación tomó el Pot-au-Change para desembocar en la calle Saint-Denis. Volviendo sobre sus pasos, esta vez por la orilla derecha, se dirigió a paso ligero hacia la ‘grosse tour du Louvre’[17]. Los poderes del estado siempre estaban concentrados en aquella ciudadela poco atrayente, situada justo detrás de la frontera de París, la construcción del palacio de la Île de la Cité que quiso san Luis y que tardó en comenzar.
¿Qué le preocupaba a Alard de aquella multitud, de aquella algarabía incesante, a menudo plagada de insultos y vagas amenazas que retumbaban en la indiferencia general, de aquellos atascos en las calles y su hedor? Solo una cosa le preocupaba de aquel laberinto de callejuelas: tener cuidado con la bolsa, con los malhechores que se aprovechaban del barullo para cortar presto las ataduras. ¡Bah! Pronto estaría tan llena que podría permitirse los servicios de un hombre de armas. En realidad, Alard era capaz de degollar a cualquiera sin un ápice de duda ni de remordimientos. Pero un hombre de armas, ¡qué ostentación, qué alarde de lujo!
Sumido en sus pensamientos y en sus cálculos, no prestó atención a las miradas interesadas, insistentes e incluso provocadoras que escoltaban su progresión. Redomado bellaco[18], Alard Héritier podía jactarse de poseer una hermosa figura, buena prestancia y una cara grácil y agradable que muchas doncellas[19] no habrían desdeñado. Aparte de eso, no dudaba en utilizar disfraces femeninos[20] para lograr sus fines.
El ujier no tardó en ir a buscarle a la antesala del señor Guillaume de Nogaret, consejero muy escuchado del rey Felipe el Hermoso. En ello vio una prueba clara de su nueva importancia, pues acababa de escalar un peldaño más hacia el inmenso poder. Se levantó lentamente, mirando con desprecio al hombre, de mediana edad, como si de un vil insecto se tratase. En realidad, Alard no las tenía todas consigo. El señor de Nogaret era notorio por su inteligencia vivaz, su sentido innato de la estrategia política, su fe exigente y su total ausencia de complacencia hacia quien se interponía en el camino de su estimado y respetado señor: Felipe.
El hombre, bien entrado en los treinta, sentado tras la larga mesa de madera oscura que le servía de escritorio, atestado de rollos, escribanías, tinteros de cuerno de los que hacían uso sus secretarios, levantó la cabeza cuando él entró. Por ser bajo de estatura, enclenque y de mirada intensa, incluso desagradable por la ausencia de pestañas en los párpados, parecía un ave rapaz. A pesar del insaciante apetito de la gente pudiente por los ornatos lujosos, bordados[21] como los de las damas, forrados en todas las épocas del año[22] de piel de lince, nutria, lobo o vero[23], por las vestimentas masculinas cortas y ceñidas, el señor de Nogaret prefería vestir una túnica larga sin la ostentación de los legistas. Un gorro de fieltro de color Siena tostado le cubría las orejas y el cráneo hasta la mitad de la frente. Alard se sorprendió un poco. ¿Qué? ¿Aquel hombre, uno de los más ricos del reino, iba vestido como si fuese el administrador de una enorme granja? El majadero no comprendía que el poder del señor de Nogaret era tal que bastaba con que pronunciase una palabra para que todos se olvidaran de su deslucida vestimenta.
Alard Héritier hizo una reverencia y caminó hacia la mesa de trabajo, curvando la espina dorsal con untuosidad. Tenía su sueño al alcance de la mano: convertirse en uno de los esbirros más preciados del consejero del rey. A él el dinero, las nalgas de las jóvenes y de las damas, el respeto por temor de todos, incluso el de su hermano, el acaudalado molinero. El señor de Nogaret le observó detenidamente con aquel rostro demacrado e impávido. No le pidió que tomara asiento.
—¿Y bien, Héritier? Buenas noticias, he creído oír.
El otro adoptó un tono de falsa modestia y murmuró con dulzura:
—Así es, mi señor. Sé dónde se encuentra la piedra roja. En manos de monseñor Foulques de Sevrin, obispo de Alençon. Estuvo al alcance de mi daga durante algunos instantes. Sin embargo…
El señor de Nogaret le exigió que guardara silencio con un gesto y declaró con un tono afable que resaltaba su amenaza:
—Si deseáis tener una vida larga y hermosa no os anticipéis jamás a mis órdenes, Héritier. Sabéis dónde se encuentra la piedra, la preciada bolsa prometida es vuestra. Si hubieseis cometido la grave torpeza al recuperar esa… joya para nosotros, habríais desaparecido a la vista de todos. Para siempre. Cada uno a lo suyo. No os mezcléis en política. Yo no me mezclo en la ratería.
—¿Pero esa piedra, mi señor…? —insistió el otro, sin razón.
La mirada marrón se volvió glacial. Sin embargo, la voz del consejero siguió siendo monocorde:
—¿Qué pasa con la piedra?
Alard se dio cuenta de su peligrosa metedura de pata. No se le hacían preguntas al señor de Nogaret. Había que contentarse con darle las respuestas que exigía lo más rápido posible. En cuanto a su servicio al rey, se rumoreaba que lo había perdido todo para complacerlo, excepto su alma que no pertenecía más que a Dios. No obstante, a ojos de Guillaume de Nogaret, el rey emanaba directamente de Dios y por lo tanto merecía su absoluta devoción, su más completa fidelidad.
—Héritier, cuando os marchéis de mis estancias, no os olvidéis de dejar a mi ujier, quien os hará entrega de vuestra bolsa, una dirección donde encontraros. Vuestra misión… podría seguir otro curso.
El despido era claro, pero la promesa tentadora. Alard se inclinó para despedirse farfullando:
—Con gran honor e inmenso agradecimiento, mi señor.
No había cerrado Alard la gran puerta tras él cuando una onda deformó el tapiz[24] suspendido tras el señor de Nogaret. Hugues de Plisans salió con dificultad de entre los pliegues del pesado tapiz que representaba a una virgen diáfana de cabellos rubios y ondulados que sostenía con ternura en sus brazos un niño Jesús cuyo pequeño rostro reflejaba una sabiduría milenaria.
—¿Qué pensáis, Plisans?
—Que ese bribón os la jugará a la primera de cambio. Sin embargo, salta a la vista que es de mente despierta.
—No dudo de su bribonería, me es útil. Mientras que yo siga siendo su más generoso… mecenas, no me traicionará. Dicho esto, ¿qué os inspira el resto?
—¡Es una pregunta tan enrevesada que hasta temo responderla!
Nogaret observó a su acólito más fiel y discreto. Hombre apuesto, de veinticinco años, alto, delgado pero musculoso, de media melena rubia y ondulada y ojos azules. Las damas debían desfallecer a su paso. Sin embargo, Nogaret estaba seguro de la abstinencia total de aquel caballero templario y de su poderosa inteligencia. Como prueba de ello, se había unido al clan de Felipe el Hermoso, que deseaba reunir a las órdenes militares bajo el estandarte de su hijo, Felipe de Poitiers. Al contrario que su gran maestre, Jacques de Molay, Plisans consideraba que esa era la única solución viable: contentaba al rey sin herir al papado, ya que mantenía las órdenes militares. No obstante, Molay, excelente jefe y soldado, valeroso y digno, pero arrogante y con poco sentido de la política, no tenía la misma impresión.
—Vamos, Plisans, no soy una frágil damisela.
—Qué decirle al rey: no sabemos nada de esa piedra que le fue robada al Temple, solo que todos la persiguen y están dispuestos a morir por recuperarla. En otras palabras, es de crucial importancia a pesar de que no sepamos la razón.
—Es evidente —aprobó el señor de Nogaret—. Si Roma quiere desesperadamente recuperar algo, ese algo es vital para nosotros. Moneda de cambio, objeto de presión, incluso de chantaje, da igual. Más que esa piedra, nos interesa saber de una vez qué significa —se dejó llevar el consejero del rey—. En cuanto a Felipe, nuestro rey, tiene muchos asuntos de los que ocuparse. Es inútil llenarle la cabeza de interrogantes. Avancemos primero.
—En eso estoy de acuerdo, tenéis mucha razón, mi señor. De momento, ese… Foulques de Sevrin puede resultar interesante. ¿Quién dice que no sepa algo más? Sigamos su rastro allá donde vaya. Guardaos, y sobre todo él, de la Inquisición, el feroz perro guardián de Roma. Nosotros lo fuimos en Tierra Santa, pero…
—Pero los intereses y las alianzas cambian. El Temple se ha vuelto muy poderoso. Habéis juzgado bien, amigo mío, al pensar que el rey era el único que podía conservar vuestra magnífica devota fuerza… Si es que Molay no se opone. A pesar de su vivaz inteligencia, Clemente es débil. Optará por un término medio que no le enfrentará con nadie. Al menos no con aquellos que apoyaron su elección.
—Oh, Molay se opondrá drásticamente. Se obstinará hasta hacernos desaparecer —rectificó el otro con un tono de una tristeza tal que afectó al consejero—. Nosotros somos… éramos… conocíamos tantos secretos tan preciados por estar en la encrucijada de múltiples civilizaciones, por haber fraternizado[25] con ellas, prudentemente. Molay defiende la pureza y la autonomía de la orden. Se niega a admitir que eso supondrá su desaparición.
—Lo lamento, Plisans, hay que seguir a ese obispo, saber si sabe algo más sobre esa piedra. Llegado el caso, con perspicacia y, sobre todo, con gran discreción, deberemos interponernos, entre él y la Inquisición.