Alençon, Montsort, febrero de 1306
La modesta iglesia de Saint-Pierre-de-Montsort[2], construida sobre un promontorio, miraba a Alençon desde el otro lado del Sarthe y dependía de la Diócesis de Mans. Numerosos viajeros elegían dormir en aquel arrabal, antes de enfrentarse por la mañana temprano a las interminables colas del peaje que permitían la entrada a la ciudad.
Alicaído, exhausto y aterido de frío, el hombre alto y delgado observó con detenimiento el crucifijo de madera pintada. Le había invadido el desánimo. Todos aquellos años de búsqueda incesante, de peligros, de ocultación, ¿para qué? Con su abatimiento se mezclaba un temor cada vez más insistente. ¿Acaso no había dado muestras de un egoísmo criminal al haberse obsesionado con la magnífica quimera que perseguía? ¿Qué importaba, en el fondo, si se consumía? ¿Qué importaba si las amenazas que se cernían sobre él acababan por cumplirse un día? Pero ¿y Héluise, su tan amada hija? Su obstinación, su empeño por descubrir la verdad habían puesto en peligro a la joven. Jehan Fauvel, médico laico[3], exhaló con la boca entreabierta, detestándose. Héluise, su logro más brillante, su secreto más preciado. Rezó una oración muda y ferviente al Cristo de madera. Que ella jamás tuviera que sufrir las consecuencias de los actos de su padre.
La misma pregunta lancinante le hostigó: ¿y si estaban equivocados desde el principio? ¿Y si lo que ellos habían pensado que eran señales, revelaciones, resultaba ser una ilusión? ¿Y si todo aquello se reducía a una peligrosa engañifa?
No, aquello no podía ser, si no su vida no habría tenido ningún sentido. Él había recibido pruebas de la existencia de su objetivo, pruebas ciertamente imprecisas pero que justificaban la amplitud de sus esfuerzos, de los esfuerzos de ellos.
* * *
Una corriente de aire glacial le entró por la nariz. Jehan Fauvel se giró de cuerpo entero. Un franciscano encapuchado avanzó hacia él con las manos tendidas, lívidas de frío.
Fauvel retuvo un suspiro de alivio y murmuró:
—Por fin vos, amigo mío. Temía que no pudierais reuniros conmigo.
Foulques de Sevrin, obispo de Alençon, le dirigió una sonrisa contrita. Echó un vistazo a los estragos que el tiempo había provocado en su viejo amigo. Unos surcos profundos cruzaban la piel casi cerosa del rostro de Jehan. Unos mechones grisáceos habían invadido su rala cabellera, antaño tan morena y conquistadora. Él murmuró a su vez:
—He tenido que disfrazarme para pasar desapercibido. Jehan… habíamos decidido no reunirnos más que en caso de extrema necesidad.
Jehan Fauvel consideró que su amigo de siempre, su fiel compañero de búsqueda, era consciente de los riesgos que había corrido para reunirse con él en aquel lugar.
—No me he decidido a haceros llegar un mensaje más que en último extremo. La amistad con la que vos me honráis desde hace tanto tiempo es uno de mis últimos consuelos. Han ocurrido tantas cosas en estos tres años que llevamos sin vernos… muy pocas de ellas venturosas. ¿Acaso me he empeñado como un viejo loco en correr el riesgo de comprometeros a vos y a mi querida Héluise? No consigo creerlo y esa es la razón por la que necesitaba reunirme con vos.
—Yo tampoco lo creo —admitió Foulques de Sevrin suspirando—. Juraría que esta vez nuestro fin está justificado. Pero… ¡la Inquisición ha ganado tanto poder! Ahora extiende sus maléficos tentáculos por todas partes. Fue concebida para salvar almas y se ha convertido en una horrible máquina de destrucción.
—Jesús bendito, no lo ignoraba —admitió Jehan de Fauvel, luchando por quitarse de la cabeza las escenas de muerte y suplicio que intentaban abrirse camino en su mente.
A pesar del temor que se reflejaba en la crispación de sus mandíbulas, Foulques siempre tenía buen aspecto. La finura de sus rasgos, que evocaba casi a la del género femenino, se atenuaba por la intensidad de una mirada casi negra que contrastaba con la palidez de su piel.
Un ligero crujido que provino de uno de los absidiolos les sobresaltó. Pálido como la cera, el obispo se santiguó, lanzando una mirada de temor a Jehan, que se echó un faldón de su mantel[4] sobre el hombro, sacando la daga que colgaba de su cinto.
Con la mano sobre el puño del arma, el médico avanzó sigilosamente hacia el lugar de donde provenía el ruido. Indagó en las sombras del absidiolo, apenas atravesadas por la luz agonizante de algunos cirios que se estaban terminando de consumir.
Nada. Seguramente un crujido de la madera causado por el efecto del frío implacable.
Volvió a donde estaba su amigo. Ya había tomado una decisión. Recuperó la pequeña bolsa de tela oculta bajo su túnica, contra el pecho, y se la tendió a su compañero que, al principio, la rechazó con un gesto de temor.
—Lo mejor, querido Foulques, es que os confíe la piedra —murmuró Jehan, sondeando la mirada sombría y presa del pánico del obispo de Alençon—. Por favor, después de tantos años de incesante esfuerzo para encontrarla. Vos conocéis su extrema importancia. Muchos hombres han perecido por poseerla u ocultarla, ahora bien, está en peligro en mi posesión. Es mejor que lo admitáis: dudo que vuelva a ver jamás vuestro rostro, amigo. Se estrecha el cerco en torno a mí.
—¿Qué me decís? —se alarmó el obispo aceptando a regañadientes el saquito de tela.
Jehan Fauvel no dudó. Habría sido indigno mantener a Sevrin en una ignorancia cuyas consecuencias podían resultar devastadoras para él.
—Una de mis pacientes tuvo la valentía de ponerme en guardia. Un eclesiástico, un dominico[5], fue a hacerle una visita con el pretexto de que conocía muy bien a su difunto hermano. Sin embargo, según ella, la conversación se desvió rápidamente hacia mí. Como mujer de honor y de gran inteligencia que es, enseguida desconfió. Ahogó al hermano bajo un diluvio de anécdotas halagüeñas, de las cuales ninguna podía perjudicarme. A pesar de eso, ellos… la Inquisición me pisa los talones.
La preocupación tensó el hermoso rostro del obispo.
—¡Ah, Dios mío! Jesús bendito… Tengo que reflexionar… Debéis huir, esconderos… Vos les conocéis… Sus métodos hacen estremecer… Nadie osa ya alzar la voz, por supuesto. Les temo al igual que vos.
—Lo sé.
—¿Qué es esta piedra, mi buen Jehan? ¿Por qué tantos engaños y asesinatos a su alrededor?
—Su misterio está intacto —se exaltó Jehan—. Lo único que sabemos es que es crucial. La he examinado desde todos sus ángulos con la ayuda de una lente de aumento, iluminándola con toda clase de luces… Incluso he intentado romperla, pero es tan dura que se rompía la hoja. Nada, no hay nada. Ningún signo, ninguna inscripción, ¡nada! Su agua es límpida. El monje agonizante que me la dio y que fue envenenado, mi primo, murió en mis brazos y repitió en su último aliento: «Templa mentis, templa mentis…».
—¿El santuario del pensamiento?
Jehan asintió con la cabeza. Cerró los ojos un breve instante. Recordó. El hermano Agnan, portero[6] de la abadía de la Sainte-Trinité de Thiron[7], su primo hermano, le había hecho llegar una breve misiva a través de un castrador, un sirviente laico. Al médico le costó reconocer la letra vacilante con la que el monje había escrito en ella:
Mi buen primo:
Mi viejo corazón a veces me falla, se me nubla la vista, mis orines se oscurecen y me asalta la duda. Sospecho de un pérfido envenenamiento. Quieren matarme. La razón es clara. Es por eso por lo que os quiero entregar algo muy preciado sobre lo que no os puedo hablar aquí.
Por favor, reuníos conmigo a la caída de la tarde, en Saint-Claude, en cuanto terminen las vísperas[8], a algunas toesas de la entrada de los hornos. Os esperaré allí.
Ya no albergo esperanzas en vuestros cuidados de médico prestigioso. Me falta el tiempo. No obstante, el objeto que guardo en secreto desde hace años no debe caer en sus manos.
Vuestro muy abnegado y muy afectuoso primo:
Agnan de Fauvel
Jehan había forzado a su caballo con el fin de llegar a la hora acordada. Por prudencia había recorrido a pie las últimas toesas que le separaban de la muralla de la abadía. El frío cortante de aquel comienzo de la noche le entumecía las extremidades inferiores. Esperó pacientemente, dando pasos en el sitio con la vana esperanza de calentarse un poco. Un sonido ahogado a lo lejos, que provenía de un bosquecillo de árboles jóvenes, como el que produciría un animal al arrastrarse para huir con discreción, le alertó. Después, un ataque de tos muy humano. Jehan Fauvel se precipitó en su dirección, hilándose su aliento en vaho.
Con el rostro paralizado por el dolor y una mano crispada sobre el vientre, Agnan yacía de lado, encogido sobre sí mismo. A pesar de la helada, un sudor malsano le empapaba el rostro y la piel se había tornado del color gris ceniza propio de los agonizantes. Una saliva amarillenta salía de entre sus labios. Él farfulló:
—Me muero, buen primo. Malditos sean los que…
Un nuevo ataque de tos había ahogado sus palabras. Fauvel sabía que nada de lo que pudiera intentar hacer le devolvería la vida. Otro médico le habría practicado una sangría[9], eterno remedio que, sin duda, había llevado al óbito a más infelices que cualquier otra práctica, con el pretexto de que se trataba de «una ventilación del calor de los cuatro humores». Seguramente él también habría recurrido a recetas recopiladas en los diferentes bestiarios o lapidarios[10] y especialmente a los bezoares[11], que se pensaba que hacían maravillas en esos casos. No obstante, Fauvel ya no creía desde hacía mucho tiempo en las virtudes alexifármacas[12] de la famosa piedra que algunos charlatanes vendían a precio de oro asegurando haberla extirpado del cráneo de un sapo[13].
Se arrodilló al lado del moribundo, levantándole la cabeza para facilitarle la respiración. La mente de Agnan se turbaba. Él masculló:
—Tanto tiempo para tan poco. Qué derroche. Dios Todopoderoso, ¡qué derroche tan consternado!
Su respiración se había vuelto trabajosa, entrecortada. Tendió la mano engarrotada. Entreabrió los dedos y la piedra de color rojo sangre cayó. Entonces, el monje repitió:
—Templa mentis, templa mentis…
—¿Buen primo?
—Tan poco… Nada…
Jehan enjugó con la palma de su mano el sudor que bañaba la frente del moribundo. Una vaga sonrisa ya lejana. Los ojos de Agnan se abrieron de par en par y la cabeza se le volcó hacia un lado.
Bajo el frío glacial, Jehan Fauvel rezó por el descanso de aquel primo que apenas conocía. Después lo tumbó, cruzándole las manos como si rezara sobre el pecho, temiendo que el frío y el rigor mortis impusieran de inmediato a aquel pobre cuerpo una postura grotesca.
Seguramente fue en aquel preciso instante cuando tomó conciencia del formidable poder de sus enemigos, esos enemigos de los que no sabía nada.
* * *
El médico volvió al presente y miró al obispo durante un largo instante, continuando con voz átona:
—El pobre falleció sin decírmelo antes. Ciertamente, yo también tengo que desaparecer, Foulques, para protegeros tanto a vos como a Héluise. En cuanto a ella, deberá fingir que es tan inocente como un cordero.
—No. Si vuestros temores son fundados, si os siguen la pista, no conseguiréis llegar nunca a la frontera italiana o española, ni siquiera embarcar hacia el reino inglés. Las postas donde arrendar caballos, las posadas, los caminos corren el riesgo de estar vigilados y de convertirse en una trampa mortal. Es cierto que no son muy numerosos, pero gozan de tanto apoyo, de tanta complacencia por parte de los laicos más o menos poderosos que hasta nuestro buen rey, Felipe el Hermoso, al igual que otros soberanos, permite que la Inquisición prospere, pues confía en que nuestro nuevo papa, Clemente V, luche contra la Orden del Temple y contra la memoria de Bonifacio VIII. No, os lo digo yo… No podría ser peor el momento para poneros en camino. Encerraos algún tiempo. Pensarán que os habéis colado por los agujeros de la red y relajarán la vigilancia, permitiéndoos así descansar.
—Foulques, mi buen Foulques… —suspiró el otro—. Ya no tengo ningún lugar a dónde ir. En cuanto a volver a Brévaux, ni hablar. Mi peor pesadilla es que ellos se interesen demasiado por Héluise.
El obispo miró durante un largo instante al Cristo pintado y cerró los párpados. Con voz hastiada, temblorosa, propuso:
—La pequeña granja que poseo cerca de Saint-Aubin-d’Appenai, a cinco leguas de aquí… Oh, bueno, se trata de una pobre casucha. Sin embargo, está muy bien aislada, rodeada de bosques y de campos, tan poco atrayente que apenas interesa al caminante. Edwige vive en ella desde hace muchos años y nunca le han molestado… Ella os cederá con mucho gusto un pequeño cuarto.
Jehan notó transparentarse la pena en la voz de su amigo cuando dijo lo siguiente:
—Recordáis a Edwige, ¿verdad?
—Perfectamente, y vuestra decisión me pareció de un extraño valor. ¿Tanto habrían…?
—Ah, pero es que yo no soy «tanto» y aquel que pierde su honor a sus propios ojos, lo ha perdido todo. Edwige no verá ningún inconveniente en compartir durante un tiempo su retiro con vos, estoy seguro de ello. La encontraréis muy cambiada. La última vez que le hice una visita clandestina parecía una anciana. La vida no ha sido muy amable con ella. Id con ella, viejo amigo, y dejaos ver lo menos posible.
Jehan le tomó de las manos en señal de alivio y de agradecimiento.
—¡Qué sería de mí sin vuestra ayuda, vuestra fidelidad, vuestra valentía!
El médico sabía que Fouques habría dudado antes de ofrecerle aquel remanso transitorio. Corría un riesgo considerable al interponerse de aquel modo entre la Inquisición y su amigo.
—¿Acaso no es esa la definición de la verdadera amistad? —murmuró el otro sonriendo con tristeza—. Me voy a informar, con sutileza. En cuanto me parezca que hay vía libre os avisaré por mensajero. Añadiré un poco de dinero para facilitaros vuestro periplo fuera del reino. No… no protestéis. Un fugitivo sin dinero es un fugitivo medio muerto.
Un silencio acompañó sus palabras y cada uno tomó conciencia del peligro al que se exponía.
—Debemos separarnos… —balbuceó por fin el obispo—. No sé… en fin…
—¿Si volveremos a vernos en este mundo? —terminó Jehan al percibir la emoción de su amigo—. Dios decidirá. No obstante… vosotros, Héluise y vos, seréis mi recuerdo más preciado y mi último consuelo. A pesar de todo, soy un hombre afortunado ya que he vivido unido a dos seres magníficos. Una última petición, si lo intento… Héluise…
—¡Oh, desde luego, no hay ni que mencionarlo! Yo velaré por ella desde lejos para no comprometerla. La quiero tanto como si fuese mi propia hija. Querida y dulce Héluise.
Hubo un nuevo y corto silencio de emoción. Los dos hombres se miraron de hito en hito durante largo rato, seguros de que aquella imagen sería la última que cada uno se llevaría del otro. Un dolor lancinante recorrió el pecho de Foulques. En el fondo, excepto Jehan, ¿qué le quedaba de su vida anterior, de su verdadera vida, de aquellos años en los que no había sido más que él mismo? ¿Qué conservaba de la grandeza de la pasión, de la pureza de las intenciones si no era su juventud en común? Él pensó, casi confesó que la vida de su amigo, a sus ojos, contaba tanto como la suya, pero se echó atrás. Lo lamentaría durante mucho tiempo. Jehan puso punto final a aquel momento triste pero perfecto:
—Adiós amigo mío y que Él os guarde siempre.
—Adiós hermano mío. Rezaré por vos con fervor.
La oscuridad de la nave engulló de golpe la alta silueta de Jehan. Durante algunos segundos no persistió más que el eco de sus pasos sobre las anchas losas de piedra oscura. Las llamas de los escasos cirios vacilaron cuando la noche del exterior lo aspiró. Había desaparecido para siempre. Un dolor punzante sofocó al obispo, que reprimió las lágrimas. Inspiró profundamente y se adentró en la sombra nocturna que le rodeaba.
* * *
Un temblor perturbó la elegante caída del antipendium[14] bordado con hilo de oro. Una silueta menuda, vestida de negro, salió sin esfuerzo de debajo de la mesa de misa. Su amo se sentiría satisfecho: ahora sabía dónde se encontraba la piedra que le habían robado a su comitente mucho tiempo atrás, en una tierra lejana. Tal vez le reprochara no haber aprovechado los instantes de soledad del obispo para matarle y recuperarla enseguida. No obstante, no se degolla a un obispo sin una orden formal y, a ser posible, escrita. Los poderosos a menudo tienden a olvidar que han ordenado un asesinato.