El terror acecha la fiesta de ex alumnos

(Terror Stalks the Class Reunion, 1987).

«Simon Hallett —pensó victoriosamente—. He roto tu corazón del mismo modo que tú rompiste el mío»

Observa a Kay por el rabillo del ojo. Durante aquellos tres días se había cuidado de permanecer alejado de ella, de que no le cogieran nunca en una foto de grupo con ella. No le había sido difícil. A aquella reunión se habían presentado casi seiscientos alumnos. Durante tres días había tenido los nervios de punta mientras ellos se embarcaban en los tediosos recuerdos de las tonterías de cuando eran escolares durante el tiempo que pasaron juntos en el Garden State High en el distrito de Passaic, en Nueva Jersey.

Kay acababa de comerse un perrito caliente. Debía de haberse notado algo en el labio, porque se pasó la punta del dedo por encima, después rió y se metió el dedo en la boca. Aquella noche él tendría aquellos dedos en sus manos.

Se encontraba de pie al lado de un grupo. Sabía que el peso que había perdido durante aquellos ocho años, la barba que se había dejado crecer, las lentillas en lugar de las gruesas gafas y la calva bajo su escaso cabello, habían cambiado su aspecto mucho más que a la mayoría de los estudiantes. Pero algunas cosas no cambiaban. Ni una sola persona se había acercado a él para decirle:

—¡Donny, qué alegría verte!

Si alguien le había reconocido, había pasado de largo. Como en los viejos tiempos. Podía ver de nuevo la cafetería de la escuela, cuando llevaba el bocadillo en una servilleta de papel e iba de mesa en mesa:

—Lo siento, Donny —musitaban—, no hay sitio.

Finalmente, llegaba el momento en que, sin que le vieran, iba a la escalera de incendio y se comía el almuerzo allí.

Pero ahora se alegraba de que en aquellos tres días nadie le hubiese dado una palmada en la espalda, ni hubiese estrechado su mano o gritado:

—¡Me alegro de verte!

Había podido permanecer fuera de los grupos, observar a Kay, planear lo que iba a hacer. En exactamente media hora más, ella le pertenecería.

—¿En qué clase estabas?

Por un momento no estuvo seguro de que la voz estuviera interrogándole a él. Kay bebía una soda y hablaba con una estudiante que se había graduado en la misma clase que Donny, Virginia no sé cuántos. El pelo de color miel de Kay era más brillante de lo que él recordaba. Pero, ahora, ella vivía en Fénix. Quizás el sol hubiera aclarado su pelo. Se lo había cortado de forma que se le rizaba alrededor del rostro. Antes le llegaba hasta los hombros. Quizás hiciera que se lo dejase crecer de nuevo.

—Kay, déjate crecer el pelo. Tu marido dicta esa ley.

Sería una broma, pero lo diría en serio.

¿Cuál era la pregunta tonta que aquella tonta persona le había hecho? ¡Oh!, el año en que terminó. Se volvió. Entonces, reconoció al hombre, el nuevo director. Había pronunciado el discurso de apertura el martes.

—Acabé hace ocho años —respondió Donny.

—Por eso no te conozco. Yo sólo hace cuatro años que estoy aquí. Soy Gene Pearson.

—Donny Rubel —murmuró entre dientes.

—Han sido tres días fantásticos —continuó Pearson—. Mucha asistencia. Un gran espíritu escolar. En un colegio es lo que se espera, pero en un instituto… es maravilloso.

Donny asintió con la cabeza. Parpadeó como si estuviese moviéndose porque el sol le daba en los ojos. Podía ver a Kay dando la mano a la gente. Iba a marcharse.

—¿Dónde vives ahora? —Pearson parecía decidido a mantener la conversación.

—A unos cincuenta kilómetros de aquí.

Para evitar más preguntas, Donny dijo apresuradamente:

—Tengo un negocio de reparaciones. Mi furgoneta es mi taller. Voy a hacer reparaciones a cualquier parte que no esté a más de una hora de coche. Bueno, encantado de haberle conocido, señor Pearson.

—Quizá quieras dar una charla sobre las salidas profesionales. Los muchachos desean saber que hay alternativas a la facultad… Donny levantó una mano, como si no le hubiese oído.

—Tengo que darme prisa. Saldré a cenar con algunos de los muchachos de mi clase.

No dio a Pearson la oportunidad de contestarle. En lugar de eso, empezó a rodear la zona de picnic. Se había vestido con cuidado; pantalones caqui, un polo azul. La mitad de los chicos vestía prácticamente igual. Había querido mezclarse con la multitud, ser tan poco llamativo como llamativo había sido durante los años que había pasado en aquella escuela. El único chico de la clase que llevaba abrigo cuando todos los demás tenían la chaqueta del uniforme escolar.

Kay caminaba por la arboleda que separaba la zona de picnic del aparcamiento. La escuela colindaba con el parque del distrito, de modo que resultaba ideal para el encuentro. Y también ideal para Donny. La alcanzó justo cuando abría la puerta de su coche.

—Señorita Wesley —dijo—. Quiero decir, señora Crandell.

Pareció alarmarse. Él sabía que dentro de un minuto el aparcamiento estaría lleno de gente. Tenía que darse prisa.

—Soy Donny Rubel —dijo—. Supongo que no me reconoce.

Parecía insegura. Después, aquella sonrisa que él tantas veces había imaginado despierto por la noche, comenzó a aflorar.

—Donny, qué alegría verte. Se te ve tan distinto. ¿Hace mucho que estás aquí? ¿Cómo es que no te he visto?

—Acabo de llegar —explicó—. Usted es la única persona a quien yo quería ver. ¿Dónde se hospeda?

Ya lo sabía. En el «Garden View Motel», en la carretera 80.

—Es perfecto —dijo, cuando ella le respondió—. Un coche me recogerá allí dentro de media hora. He venido en taxi. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda dejarme allí? Podríamos charlar un rato.

¿Sospechaba algo? ¿Recordaría aquella última noche, cuando le dijo que no iba a volver al trimestre siguiente, que iba a casarse, y él se puso a llorar? Ella vaciló y, después, dijo:

—Desde luego, Donny. Estará bien ponernos al día. Sube.

Consiguió agacharse y deshacer el cordón de su zapato de un tirón mientras se dirigía apresuradamente al asiento de pasajeros. Cuando entró en el coche, se inclinó, tomándose un gran trabajo en anudar el cordón del zapato. Si alguien se fijaba en el coche juraría que Kay había salido sola de la zona de picnic.

Kay conducía de prisa. Intentaba olvidar su ligera irritación ante la presencia del joven a su lado. Mike llegaría de Nueva York al cabo de una hora y, después de la forma tan despreciable en que se había comportado con él por teléfono la noche anterior, deseaba desesperadamente arreglar las cosas entre ellos. Aquel reencuentro escolar había sido bueno para ella. Había resultado agradable ver a los profesores con los que había trabajado durante los dos años que había enseñado allí, y agradable reanudar relaciones con sus alumnos. A ella le encantaba enseñar. Ése era uno de los problemas entre ella y Mike. Su trabajo, consistente en montar nuevas fábricas para su empresa, implicaba que nunca permanecían en un lugar fijo más de un año. Doce traslados en ocho años. Cuando la dejó en el motel, le había pedido que solicitase a la empresa un puesto permanente.

—Eso suena a ultimátum, Kay —dijo él.

—Quizá lo sea, Mike —había respondido ella—. Quiero raíces. Quiero tener un hijo. Quiero permanecer en un sitio el tiempo suficiente como para volver a la enseñanza dentro de un tiempo. No puedo seguir mudándome de este modo. Sencillamente, no puedo.

La noche anterior, él había comenzado a decirle que la empresa le había prometido hacerle socio y ofrecerle un puesto permanente en la oficina de Nueva York si efectuaba un último trabajo de montaje y ella colgó el teléfono.

Estaba tan preocupada con sus pensamientos que no se percató del silencio de su pasajero hasta que él dijo:

—Su esposo ha asistido a una reunión de la empresa en Nueva York. Volverá esta noche.

—¿Cómo lo sabes? —Kay miró rápidamente el impasible perfil de Donny Rubel y luego pegó los ojos a la carretera.

—Hablé con personas que habían hablado con usted.

—Creí que sólo habías ido al picnic.

—Usted lo creyó. Eso no es lo que le dije.

Por el respiradero entraba aire frío dentro del coche. La piel de Kay quedó repentinamente fría, como si la agradable tarde de junio se hubiese enfriado. Estaban a menos de un kilómetro y medio del motel. Su pie apretó el acelerador. Algo le advertía que no debía hacer preguntas.

—Todo venía muy bien —dijo—. Mi marido tenía una reunión de negocios en Nueva York. Yo recibí el anuncio del encuentro y…

—Yo leí el Noticias de los Alumnos —dijo Donny Rubel—. Decía: «La profesora favorita de Garden State High vendrá a la celebración».

—Eso es generosidad —intentó reír Kay.

—Usted no me reconoció. —Donny parecía encantado—. Pero apuesto algo a que no había olvidado que fue al baile de gala conmigo.

Ella daba clases de Inglés y de Canto Coral. La tutora, Marian Martin, había sugerido que Donny Rubel se uniese al coro.

—Es uno de los chicos más tristes que he visto nunca —dijo a Kay—. Es torpe en deporte, no tiene amigos, estoy segura de que es brillante, pero académicamente sólo logra pasar y Dios sabe que, cuando repartió la belleza, el pobre muchacho estaba detrás de la verja. Si podemos introducirle en una actividad en la que pueda hacer amigos…

Recordaba los intensos esfuerzos de Donny y las risas del resto del grupo hasta que, un día que él no estaba, habló con ellos:

—Tengo noticias para vosotros, muchachos. Creo que estáis podridos.

Dejaron de meterse con él, al menos en el coro. Después del concierto de primavera, él acostumbraba a entrar cuando pasaba para hablar con ella. Así fue como se enteró de que no iba al baile de gala. Había invitado a tres chicas y las tres le habían rechazado. Siguiendo un impulso repentino, ella le sugirió que fuera de todos modos y que se sentara a su lado en la cena.

—Soy una de las vigilantes —dijo—. Será agradable que estés conmigo.

Con desasosiego, recordó cómo Donny se había puesto a llorar al final de la noche.

El letrero del motel estaba a la derecha. Decidió simular que no se daba cuenta de que la mano de Donny se había movido y le rozaba la pierna.

—¿Recuerda que en el baile de gala le pregunté si podría verla durante el verano? Me dijo que iba a casarse y que se marchaba. Ha vivido en muchos sitios. He intentado encontrarla.

—¿De veras? —Kay intentó no parecer demasiado nerviosa.

—Sí. La busqué en Chicago hace dos años, pero para entonces ya se había trasladado a San Francisco.

—Siento no haberte encontrado.

—¿Le gusta dar tantas vueltas?

Ahora la mano estaba sobre su rodilla.

—Oiga, amigo, ésa es mi rodilla —dijo, intentando parecer divertida.

—Lo sé. Realmente estás harta de tanto dar vueltas, ¿verdad? Ya no tendrás que hacerlo más.

Kay miró a Donny. Las gafas, gruesas y oscuras, le ocultaban los ojos y media cara pero sus labios estaban fruncidos y parcialmente abiertos. Aspiraba a través de ellos, una nota sibilante, casi inaudible, que tenía un extraño eco.

—Ve hasta el final del aparcamiento y gira a la izquierda detrás del edificio principal —dijo—. Te diré dónde tienes que aparcar.

La mano le apretaba la rodilla. Notó el arma que clavaba contra su costado antes de verla.

—La utilizaré, lo sabes —murmuró.

Aquello no podía estar sucediendo. No hubiera debido dejarle subir nunca. Las manos le temblaron mientras giraba el volante obedeciendo sus instrucciones. Sentía un escalofrío helado en la boca del estómago. ¿Debería intentar llamar la atención, estrellar el coche? Escuchó el sonido del seguro del arma.

—No intentes nada, Kay. Hay seis balas en esta pistola. Sólo necesito una para ti, pero no malgastaré las demás. Párate al lado de esa furgoneta, al otro lado. En el último lugar.

Ella obedeció y luego observó inmediatamente que su coche quedaba totalmente oculto a las ventanas del motel por la furgoneta gris oscuro de la izquierda.

—Ahora, sal despacio por tu puerta y no grites.

Le sujetaba el brazo con la mano. Salió detrás de ella. Le oyó sacar la llave del motor de arranque y dejarla caer al suelo. Con un rápido movimiento la empujó hacia adelante y abrió la puerta lateral de la furgoneta. Con un brazo la levantó y la metió dentro y subió tras ella. La puerta se cerró. Una oscuridad casi total sustituyó al sol del atardecer. Kay parpadeó.

—Donny, no hagas eso —rogó—. Soy tu amiga. Háblame, pero no…

Ella sintió que la empujaban, tropezó y cayó sobre una estrecha cama. Algo cubría su rostro. Una mordaza. Luego, mientras la sujetaba con una mano, le esposó las muñecas con la otra, le encadenó los tobillos y los unió con una pesada cadena metálica. Abrió la puerta lateral de la furgoneta, saltó y la cerró de golpe. Ella oyó que la puerta del conductor se cerraba de un portazo y, un instante después, la furgoneta empezó a moverse. Los esfuerzos desesperados que hizo para atraer la atención golpeando con sus piernas encadenadas contra el costado de la furgoneta fueron vencidos por el ruido de los neumáticos contra el macadán.

*****

Mike se mordió el labio con impaciencia mientras el taxista disminuía la velocidad para permitir que una furgoneta cruzase por delante de ellos en el desvío del motel. Su cuerpo, delgado y disciplinado, vibraba de tensión mientras deseaba que el taxi fuese más de prisa. Se sentía despreciable por la forma en que él y Kay se habían dejado la noche anterior. Había estado a punto de volver a llamarla cuando le colgó, pero conocía a Kay: nunca estaba enfadada mucho tiempo. Y, ahora, podía darle lo que ella quería.

Sólo otro encargo, cariño. Un año todo lo más… Quizá seis meses. Luego, me traerán a la oficina de Nueva York de forma permanente, como socio.

Si quisiera, podían comprar una casa en aquella zona. A ella le gustaba aquello.

El conductor se detuvo a la entrada del motel.

Mike salió del taxi de un salto. Atravesó el vestíbulo a grandes zancadas.

Kay y él estaban en la habitación 210. Su primera reacción al girar la llave y abrir la puerta fue de amarga decepción. Era algo pronto para que Kay hubiera vuelto pero, de algún modo, había esperado encontrarla. La habitación era típica de un motel: alfombras toscas, colcha beige y marrón, una pesada cómoda doble de roble chapado, la televisión camuflada en un armario y más ventanas que daban al aparcamiento. La otra noche se había limitado a dejar a Kay allí y había salido corriendo hacia Nueva York para la primera reunión de ventas. De mala gana, recordó cómo Kay había arrugado la nariz y había dicho:

—Estas habitaciones… Son todas iguales y he estado en tantas…

Y, no obstante, como de costumbre, había conseguido dar un toque hogareño al lugar. Había flores naturales en un jarrón y, al lado, tres pequeños marcos de plata. En uno de ellos aparecía él, sosteniendo un róbalo a rayas recién pescado; en el otro había una instantánea de Kay frente a su piso de Arizona; en el tercero, una fotografía de Navidades de la familia de la hermana de Kay.

Los libros que Kay se había traído para leer estaban en la mesilla de noche. El peine de nácar, el cepillo y el espejo de mano que habían sido de su madre estaban colocados con gusto sobre la cómoda. Cuando abrió la puerta del armario, percibió el ligero perfume de las bolsitas colgadas de las perchas de raso.

Sin darse cuenta, Mike sonrió. La pulcritud exquisita de Kay era una continua fuente de alegría para él.

Pensó que una ducha rápida le haría bien. Cuando Kay volviera, hablarían y la llevaría a cenar.

Un socio de pleno derecho, Kay. Dentro de este año. Han valido la pena todas las mudanzas. Te prometí que sucedería.

Mientras colgaba el traje y ponía su ropa interior, sus calcetines y su camisa en la bolsa de la lavandería, le asaltó el pensamiento de que el cambio constante no le había preocupado nunca porque Kay había conseguido hacer un hogar de cada habitación de motel o de cada piso alquilado en los que habían estado.

A las seis y cuarto, se hallaba sentado a la mesa redonda que daba al aparcamiento, viendo las noticias y esperando oír el ruido de la llave en la puerta. Había preparado una botella de vino del mini-bar de la habitación. A las seis y media, abrió el vino y se sirvió un vaso. A las siete, empezó a ver a Dan Rather, que informaba de una nueva explosión de actividad terrorista. A las siete y media, había desarrollado un disgusto justificativo… Muy bien, de modo que Kay todavía está enfadada conmigo. Si está cenando con amigos, podía haber dejado un recado. A las ocho, llamaba a recepción por tercera vez y una malhumorada telefonista le aseguraba de nuevo que no había absolutamente ningún recado para el señor Crandell de la habitación 210. A las nueve, empezó a buscar en la agenda de teléfonos de Kay y consiguió encontrar el nombre de una antigua alumna que sabía que permanecía en contacto con Kay. Virginia Murphy O’Neil. Respondió a la primera llamada. Sí, había visto a Kay. Kay se había marchado del picnic justo cuando empezaba a terminar. De hecho, Virginia había visto a Kay irse en el coche. Debían ser entre las cinco y cuarto y las cinco y media. Estaba absolutamente segura de que Kay iba sola en el coche.

Cuando acabó de hablar con Virginia O’Neil, Mike llamó a la Policía para preguntar sobre los accidentes ocurridos entre la escuela y el motel y, al saber que no había habido ninguno, informó de que Kay había desaparecido.

*****

Las esposas se le clavaban en las muñecas, los grilletes le magullaban los tobillos, la mordaza la ahogaba.

¿Donny Rubel? ¿Por qué estaba haciéndole esto a ella? De repente, recordó a Marian Martin, la tutora que le había pedido que admitiese a Donny en el coro. Aquella última semana le había dicho a Marian que había invitado a Donny a sentarse en su mesa durante el baile de gala. A Marian le había preocupado.

—Ya lo había oído decir —dijo—. Donny se jactó ante alguien de que le habías pedido que fuese tu pareja. Supongo que es comprensible, por el modo en que los chicos se burlan de él pero, con todo… Bueno, realmente, ¿qué importa? Te marchas, vas a casarte dentro de dos semanas.

Pero ha estado pendiente de mí durante todos estos años.

Kay sintió que el pánico la vencía. Forzó los ojos, pero no pudo verle a través del compartimiento. La furgoneta parecía extraordinariamente ancha y, en la casi total oscuridad, pudo empezar a distinguir el contorno de una mesa de trabajo al otro lado de la cama. Sobre ella, una tabla de corcho sostenía una gran variedad de herramientas. ¿Qué hacía Donny con ellas? ¿Qué estaba planeando hacerle a ella? Mike, ayúdame, por favor.

La carretera parecía subir, serpentear y tener curvas. La estrecha cama se balanceaba, golpeándole el hombro contra el lateral de la furgoneta. ¿Adónde iban? Finalmente, notó que descendían. Más curvas, más golpes, y la furgoneta se detuvo.

Oyó el zumbido del panel al ser bajado.

—Estamos en casa.

La voz de Donny era aguda y triunfante. Un instante después, la puerta lateral de la furgoneta retumbó al ser abierta. Kay se encogió cuando Donny se inclinó hacia ella. Su aliento era rápido y caliente sobre su mejilla cuando le soltó la mordaza.

—Kay, no quiero que grites. No hay nadie en muchos kilómetros a la redonda y solamente conseguirás que me ponga muy nervioso. Promételo.

Ella respiró el aire frío entrecortadamente. Se notaba la lengua pesada y reseca.

—Lo prometo —murmuró.

Él le quitó los grilletes y le frotó los tobillos, solícito. Le abrió las esposas de las muñecas. Puso un brazo a su alrededor y la ayudó a levantarse de la cama. Tenía las piernas entumecidas. Tropezó y él casi la bajó del alto escalón hasta el suelo.

El lugar al que la había llevado era una estropeada casa de madera, situada en un pequeño claro. Un porche hundido sostenía un columpio oxidado. Las ventanas estaban cerradas. Los gruesos árboles que rodeaban el claro tapaban prácticamente los últimos rayos del sol en declive.

Donny la condujo hacia la casa, quitó la cerradura de la puerta, la empujó hacia dentro y encendió bruscamente la luz de arriba.

Se encontraban en una pieza pequeña y mugrienta. Había un piano vertical que hacía tiempo había sido pintado de blanco, pero los trozos pelados mostraban el acabado negro original. Faltaban algunas teclas. Un sofá de terciopelo demasiado relleno y una silla debieron de haber sido de un rojo brillante en otro tiempo. Ahora, estaban descoloridos en tonos púrpura y naranja. Una alfombra de ganchillo manchada cubría el centro del suelo desigual. Sobre una mesa de metal había una botella de champán en una cubitera de plástico y dos vasos. Junto al sofá, una estantería rudimentariamente hecha estaba llena de cuadernos escolares.

—Mira —dijo Donny.

Dio la vuelta a Kay para que quedara frente a la pared, al otro lado del piano. La pared estaba cubierta con una fotografía de gran tamaño de ella sentada junto a Donny, en el baile de gala. Del techo colgaba un cartel inmóvil, toscamente impreso. Decía:

«BIENVENIDA A CASA, KAY».

*****

El detective Jimmy Barrott fue asignado para investigar la llamada de Michael Crandell, el tipo que había informado de la desaparición de su mujer. De camino hacia el «Garden View Motel», se detuvo en un restaurante de comidas rápidas y pidió una hamburguesa y un café.

Comió mientras conducía y, cuando llegó al motel, su ligero dolor de cabeza había desaparecido y se sentía en su habitual cínico yo. Después de veinticinco años en la oficina del fiscal, le parecía que ya lo había visto todo.

El instinto de Jimmy Barrott le decía que aquello era una pérdida de tiempo. Una mujer de treinta y dos años asiste a una celebración y no vuelve a casa puntualmente. Y al marido le entra el pánico. Jimmy Barrott lo sabía todo sobre llegar a casa tarde y no telefonear. Era la razón principal por la que se había divorciado dos veces.

Cuando la puerta de la habitación 210 se abrió, tuvo que admitir que el joven, Michael Crandell, parecía enfermo de preocupación. Un muchacho bien parecido, pensó Jimmy Barrott. Aproximadamente, metro ochenta y cinco. La clase de aspecto robusto que gusta a las chicas. Pero la primera pregunta de Mike sacó a Jimmy de quicio.

—¿Por qué ha tardado usted tanto?

Jimmy se acomodó en una silla junto a la mesa y abrió su libreta.

—Escuche —dijo—. Su esposa se ha retrasado un par de horas en volver. No se la dará oficialmente por desaparecida hasta, al menos, dentro de veinticuatro horas. ¿Se habían peleado ustedes dos?

No le pasó por alto la expresión culpable del rostro de Mike.

—Se pelearon —insistió—. ¿Por qué no me lo cuenta y luego pensamos adónde ha podido ir a tranquilizarse?

Para Mike, no estaba entendiéndolo bien. Kay se hallaba molesta cuando hablaron por teléfono la noche anterior. Le había colgado. Pero no era lo que parecía. Rápidamente, hizo un esbozo de sus vidas. Kay había dado clases en Garden State High durante dos años. Se habían conocido en Chicago en casa de la hermana de ella y se habían casado allí. Él no había llegado a conocer a sus amigos de Nueva Jersey. No tenía sentido telefonear a su hermana. Jean, su marido y los niños estaban de vacaciones en Europa.

—Deme una descripción del coche —pidió Jimmy Barrott. Un «Toyota» blanco de 1986. Matrícula de Arizona. Tomó rápidamente el número—. Bastante lejos como para venir en coche —observó.

—Yo tenía unos días libres. Decidimos hacerlos coincidir con la reunión de la empresa y la fiesta de los alumnos. Mañana, deberíamos empezar a volver hacia Arizona.

Jimmy cerró la libreta.

—Mi presentimiento es que está cenando y tomándose una copa sola o con algunos antiguos amigos y que regresará en un par de horas. —Echó un vistazo a las fotografías enmarcadas que se hallaban sobre la mesa—. ¿Alguna de éstas es su esposa?

—Ésa.

Había tomado la fotografía en que aparecía frente al apartamento. Era un día caluroso. Kay iba en pantalones cortos y camiseta. Llevaba el cabello sujeto hacia atrás con una cinta. Parecía tener dieciséis años. Con la camiseta pegada al pecho y las largas y delgadas piernas con sandalias abiertas, también se la veía tremendamente sexy. Mike notó que aquella era la reacción que tenía aquel detective.

—¿Por qué no me da esta fotografía? —sugirió Jimmy Barrott. Hábilmente, la sacó del marco—. Si no vuelve a casa en las próximas veinticuatro horas, la daremos como persona desaparecida.

Un instinto hizo que Jimmy Barrott se diera una vuelta por el aparcamiento antes de entrar en su coche. En aquel momento, el aparcamiento estaba casi lleno. Había un par de «Toyotas» blancos, pero ninguno con matrícula de Arizona. Entonces, un coche situado al final del aparcamiento, solitario, llamó su atención. Se acercó paseando hasta él.

Cinco minutos después, golpeaba con fuerza en la puerta de la habitación 210.

—Su coche está en el aparcamiento —dijo a Mike—. Las llaves estaban en el suelo. Parece como si su mujer se las hubiera dejado a usted.

Mientras estudiaba la incrédula mirada del rostro de Mike, sonó el teléfono. Los dos hombres corrieron a contestarlo. Jimmy Barrott lo alcanzó primero, cogió el auricular y lo sostuvo de forma que pudiera oír lo que se decía.

El «hola» de Mike fue casi inaudible. Y, luego, ambos hombres escucharon lo que Kay decía:

—Mike, lamento hacerte esto, pero necesito tiempo para pensar. He dejado el coche en el aparcamiento. Vuelve a Arizona. Todo ha terminado entre nosotros. Me pondré en contacto contigo para solicitar el divorcio.

—No… Kay… por favor… No me iré sin ti.

Hubo un clic. Jimmy Barrott, de mala gana, sintió simpatía por el conmocionado y perplejo joven. Cogió la fotografía de Kay y la dejó sobre la mesa.

—Ésa es exactamente la forma en que me dejó mi segunda mujer —dijo a Mike—. La única diferencia es que mientras yo estaba trabajando hizo que fueran los de las mudanzas. Me dejó con una jarra de cerveza y mi ropa.

La observación atravesó el aturdimiento de Mike.

—Pero, eso es —exclamó Mike—, ¿no lo ve? —dijo, señalando la cómoda—. Los utensilios de aseo de Kay. Ella no se iría sin ellos. Su maquillaje está en el cuarto de baño. El libro que estaba leyendo… —Abrió la puerta del armario—. Su ropa. ¿Qué mujer no se lleva nada personal con ella?

—Le sorprendería saber cuántas —respondió Jimmy Barrott—. Lo siento, señor Crandell, pero tengo que informar de esto como un asunto doméstico.

Volvió a la oficina para archivar el informe y luego se dirigió en coche hasta su casa. Pero, ni siquiera una vez metido en la cama, Jimmy Barrott pudo dormirse. La ropa tan pulcramente colgada, los artículos de aseo tan cuidadosamente colocados… Algo en el estómago le decía que Kay Crandell se los habría llevado. Pero había telefoneado.

¿Realmente?

Jimmy se sentó de golpe. Algunas mujeres telefoneaban. Él sólo tenía la palabra de Mike Crandell de que era la voz de su mujer. Y Mike Crandell y su mujer acababan de pelearse antes de que ella desapareciese.

*****

Pasaron horas y Mike seguía sentado junto al teléfono. Llamará de nuevo, se decía. Cambiará de parecer. Volverá.

—¿Volvería?

Finalmente, Mike se puso en pie. Se desnudó y se dejó caer en la cama, en el lado más cercano al teléfono, dispuesto a coger el receptor a la primera llamada. Después, cerró los ojos y empezó a llorar.

*****

Kay se mordió los labios, intentando no gritar protestando cuando Donny cortó la conexión telefónica. Donny le sonreía solícito.

—Eso ha estado muy bien, Kay.

¿Hubiese cumplido su amenaza? Le había advertido que si no decía exactamente lo que él había escrito y de forma convincente, iría aquella noche al motel y mataría a Mike.

—He estado en tu habitación dos veces esta semana pasada, ¿sabes? —dijo—. Hago trabajos esporádicos en el motel. Fue fácil hacer una llave.

Después la condujo al dormitorio. El mobiliario consistía aquí en una hundida cama doble cubierta con una colcha barata de felpilla, una mesa de juego que hacía las veces de mesilla de noche y una cómoda destartalada.

—¿Te gusta la colcha? —preguntó Donny—. Le dije a la mujer que era un regalo para mi esposa. Dijo que a casi todas las mujeres les gusta la felpilla blanca.

Señaló el peine, el cepillo y el espejo que había sobre la cómoda.

—Son casi exactamente del mismo color que los tuyos.

Abrió el armario.

—¿Te gustan tus nuevos vestidos? Son de la talla cuarenta, como los que tenías en el motel.

Había un par de faldas y camisetas de algodón, un impermeable, una bata y un vestido estampado a flores.

—Hay ropa interior y un camisón en los cajones —continuó Donny, con orgullo—. Y, mira, los zapatos son también de tu talla, un treinta y ocho. Te he comprado zapatillas de lona, mocasines y zapatos de tacón. Quiero que mi mujer vaya bien vestida.

—Donny, no puedo ser tu esposa —murmuró.

Él pareció desconcertado.

—Pero lo vas a ser. Siempre quisiste casarte conmigo.

Fue entonces cuando vio la cadena cuidadosamente doblada en el rincón, junto a la cama, unida a la pared por una placa de metal. Donny observó su expresión horrorizada.

—No te preocupes, Kay. Tengo una en cada habitación. Es sólo porque por la noche yo dormiré en la sala y no quiero que intentes dejarme. Y durante el día tengo que ir a trabajar, de modo que lo he puesto para que estés cómoda en la sala de estar.

La había vuelto a llevar a la sala y, ceremoniosamente, descorchó el champán.

—Por nosotros.

Ahora, mientras Kay le observaba colgar el auricular, la boca se le agrió recordando el sabor del champán, caliente y dulzón, y de las grasientas hamburguesas que Donny había preparado.

Durante la comida, él no había hablado. Luego, le había pedido que terminase el café, que volvería en seguida. Cuando regresó estaba recién afeitado.

—Sólo me dejé crecer la barba para que la gente no me reconociera en el instituto —explicó con orgullo.

Después había hecho que terminase el champán con él y que llamase a Mike. Ahora, suspiraba.

—Kay, debes de estar cansada. Dejaré que te vayas pronto a la cama, pero primero me gustaría leerte un par de capítulos de mi primer libro sobre ti.

Casi con jactancia, se dirigió hacia la estantería y cogió uno de los cuadernos.

—Esto no es real —pensó Kay.

Pero aquello era real. Donny se acomodó en la abultada silla, frente a ella. La habitación estaba helada, pero el sudor bajaba por el rostro de él por sus brazos, y manchaba su polo. Su anormalmente pálida piel estaba acentuada por oscuros círculos bajo sus ojos. Cuando se quitó las gafas de sol, ella se sorprendió de lo azules que eran sus ojos. Los recordaba marrones.

«Son marrones —se dijo—. Debe de llevar lentillas de color. Todo en él es fantasía».

Él la miró casi con timidez.

—Me siento como un niño de vuelta a la escuela —dijo.

Una chispa de esperanza le hizo pensar a Kay que podía ser capaz de establecer alguna autoridad sobre él, de profesor a alumno. Pero cuando él comenzó a leer, la garganta se le cerró, casi presa de pánico.

—Tres de junio. Anoche fui al baile de gala con Kay —recitó—. Bailamos todas las piezas. Cuando la llevé en coche a casa se puso a llorar entre mis brazos. Me explicó que su familia la obligaba a casarse con un hombre a quien no amaba y que quería que fuese a buscarla cuando fuera capaz de cuidarla. Mi preciosa Kay, te prometo que un día te llamaré mi esposa.

*****

Una noche sin dormir y el no tener nada de café en casa hacían que Jimmy Barrott se sintiese especialmente malhumorado. Después de detenerse a tomar un café, se dirigió hacia la oficina. Cuando el despacho del fiscal se hubo despejado, Jimmy entró tranquilamente.

—Algo huele mal —dijo a su jefe— en ese informe sobre un asunto doméstico, que archivé anoche. Quiero permiso para investigar al marido.

Lacónicamente, le explicó la entrevista con Mike, el hallazgo del coche y la llamada telefónica.

El fiscal escuchó y asintió.

—Empiece a ahondar —dijo—. Dígame si necesita ayuda.

A los primeros indicios del alba, Mike se levantó, se afeitó y se duchó. Esperaba que las primero calientes y luego frías agujas del agua arrastraran la pesadez de su cerebro.

En algún momento, durante las oscuras horas de la noche, su desesperación por la desaparición de Kay se había convertido en la certeza de que ella no le habría abandonado de aquel modo. Sacó un cuaderno de su cartera y entre sorbos de café empezó a apuntar las posibles acciones que podía emprender. Virginia Murphy O’Neil. Ella había estado con Kay al final del picnic. La había visto marcharse. Quizá Kay le hubiese dicho algo que entonces no parecía importante. Iría a casa de Virginia y hablaría con ella. El detective Barrott había visto el coche a las diez, pero nadie sabía a qué hora lo habían dejado allí. Hablaría con los empleados del motel. Quizás alguno hubiese visto a Kay sola o con alguien.

Deseaba sentarse junto al teléfono y esperar, porque Kay podría llamar de nuevo, pero eso era una locura. La sangre de Mike se heló al pensar que quizás ella no pudiese volver a llamar.

Primero, se detuvo en la centralita del motel. La telefonista le aseguró que estaba demasiado ocupada como para dar recados a las personas que llamaban, pero que estaría encantada de tomar cualquier recado que él pudiese recibir. Él hizo que su voz sonase confidencial:

—Escuche, ¿se ha peleado alguna vez con su novio?

Ella rió.

—Cada noche.

—Anoche, tuve una pelea con mi mujer. Me dejó plantado. Ahora tengo que salir, pero estoy casi seguro de que volverá a llamar. Por favor, ¿puede usted conectar la clavija o algo para no olvidarse de darle a ella este recado?

Los ojos de la telefonista, muy maquillados, brillaban de curiosidad. Leyó la nota en voz alta. En letra de imprenta, Mike había escrito:

—Si Kay Crandell telefonea, dígale que Mike tiene que hablar con ella. Estará de acuerdo con todo lo que ella quiera pero, por favor, que deje un número de teléfono o la hora a la que volverá a llamar.

La mirada de la telefonista se llenó de simpatía y de una cierta coquetería.

—No sé por qué iba a ser una mujer tan imbécil como para dejarle plantado —dijo.

Mike le deslizó un billete de veinte dólares en la mano.

—Cuento con usted para que haga de Cupido.

Hablar con empleados que pudiesen haber visto llegar el «Toyota» blanco al aparcamiento no tenía sentido. No había guarda en el aparcamiento. El único guarda de seguridad había estado dentro del motel la mayor parte de la noche.

—Acabo de empezar hoy —dijo a Mike—. De otro modo tampoco estaría aquí. ¡No! Ni el más mínimo problema. —Se rascó la cabeza—. Pensándolo bien, el año pasado cogieron un coche, pero lo abandonaron a unos tres kilómetros de aquí. El propietario dijo que incluso un ladrón podía ver que era un cacharro —acabó, riéndose entre dientes.

Dos horas más tarde, Mike estaba a unos cincuenta kilómetros, sentado al otro lado de la mesa en casa de Virginia O’Neil. Era una mujer joven, pequeña y bien parecida, que había pertenecido al coro de Kay el último año que ella dio clases en Garden State High. La cocina era grande y alegre y daba a una aireada habitación de juegos, atestada de juguetes. Los gemelos de Virginia, de dos años, estaban jugando allí, con una ruidosa y espontánea energía.

Mike no intentó urdir una historia sobre el motivo de su búsqueda de Kay. Le gustó Virginia e instintivamente confió en ella. Cuando hubo terminado, vio su angustiada preocupación reflejada en los ojos de Virginia.

—Es raro —dijo—. Kay no utilizaría esa clase de treta. Es demasiado considerada.

—¿La viste mucho en la fiesta?

Un oso de peluche pasó volando para ir a caer a los pies de Mike. Un instante después, una pequeña figura pasó junto a él como un rayo y lo agarró.

—Tranquilo, Kevin —ordenó Virginia, explicándole a Mike—: Mi tía les regaló ayer estos ositos de peluche a los niños. Dina está abrazando el suyo, Kevin lo ataca.

«Aquello era lo que Kay quería —pensó Mike—. Una casa como aquélla, un par de criaturas». El pensamiento le ofreció una nueva e inquietante posibilidad.

—¿Hubo mucha gente que llevase a sus hijos a la reunión?

—¡Oh!, había montones de críos por allí.

El rostro de Virginia expresó concentración.

—¿Sabes? Kay parecía realmente algo melancólica cuando cogió a Dina en brazos el otro día, y dijo: «Todos mis alumnos tienen familia. No esperé nunca que esto fuese así para mí».

Mike se levantó para marcharse unos minutos más tarde.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Virginia.

Él sacó la foto de Kay de su bolsillo.

—Voy a hacer carteles y los repartiré. En la única cosa en la que puedo pensar.

*****

Cuando Donny decidió, finalmente, que era el momento de irse a la cama, le dijo a Kay que se cambiase en el diminuto cuarto de baño. Tenía un pequeño lavabo, un retrete y una ducha provisional. Le dio el camisón que había comprado, un escotado pedazo de nilón transparente, ribeteado con una puntilla de imitación. La bata hacía juego. Mientras se cambiaba, Kay pensó frenéticamente en cómo tratarle si intentaba atacarla. Él podría vencerla con toda seguridad. Su única esperanza era intentar asumir el mando, establecer una relación profesor-alumno.

Pero cuando salió, él no intentó tocarla.

—Métete en la cama, Kay —dijo.

Él abrió la colcha. En la cama había sábanas y fundas de almohada de muselina a flores azules. Se las veía nuevas y tiesas. Ella se dirigió con firmeza hacia la cama.

—Estoy muy cansada, Donny —dijo, tajantemente—. Quiero dormir.

—¡Oh!, Kay, te lo prometo, no te tocaré hasta que estemos casados.

La tapó y, luego, dijo:

—Lo siento, Kay, pero no puedo arriesgarme a que intentes marchar mientras yo esté dormido.

Y entonces le ató los pies a la cadena.

Permaneció despierta toda la noche, intentando rezar, intentando hacer planes, y siendo sólo capaz de murmurar: «Mike, ayúdame. Mike, encuéntrame». Hacia el alba cayó en un sueño intranquilo. Se despertó para encontrar a Donny mirándola fijamente. Incluso en la penumbra, no cabía confundir la premura de su actitud. Con los dientes apretados, murmuró:

—Sólo quería estar seguro de que estabas cómoda, Kay. Estás tan bonita cuando duermes. Apenas puedo esperar a que nos hayamos casado.

Quería que ella le preparase el desayuno.

—Tu futuro marido tiene buen apetito, Kay.

A las ocho y media, la instaló en la sala de estar.

—Siento tener que cerrar de nuevo los postigos, pero no puedo arriesgarme a que alguien llegue hasta aquí y mire hacia dentro. No es que suceda pero debes entenderlo.

Le ató la pierna a la cadena de la sala de estar.

—La he medido —dijo—. Puedes llegar hasta el cuarto de baño. Sobre la mesa dejo lo necesario para hacer bocadillos, una jarra de agua y unas cuantas sodas. Puedes llegar hasta el piano, quiero que practiques. Y si quieres leer, puedes leer todos mis libros. Todos son sobre ti, Kay. He estado escribiendo sobre ti durante estos ocho años.

Dejó el contestador automático en una jaula de alambre cerrada con candado, cerca del techo.

—Dejaré puesto el contestador, Kay. Oirás a la gente que me llama para darme trabajo. Tomaré los recados desde el teléfono que tengo en la furgoneta, cada hora aproximadamente. Te hablaré entonces, pero tú no podrás hablarme. Lo siento. Tendré un día muy ocupado, de modo que puede que no vuelva hasta las seis o las siete.

Cuando se marchaba, la cogió por la barbilla.

—Échame en falta, ¿querrás cariño?

El beso que le dio en la mejilla fue decoroso. El brazo que tenía alrededor de su cintura la estrechó convulsivamente.

Había cerrado los postigos con pestillo antes de marcharse y la débil luz del techo proyectaba sombras por toda la habitación. Se puso en pie sobre el sofá, estirando la cadena hasta que el grillete le arañó el tobillo, pero le fue imposible alcanzar la jaula de alambre y, además, estaba cerrada con candado. No había posibilidad de hacer ninguna llamada telefónica.

La cadena estaba sujeta a una placa de metal, sujeta a la pared. Cuatro tornillos sostenían la placa. Sí, de algún modo, pudiese desenroscar aquellos tornillos, podría salir. ¿A cuánta distancia estaba de la carretera? ¿Con cuánta rapidez podría avanzar con el grillete en el tobillo y arrastrando la cadena? ¿Qué podría utilizar para desenroscar los tornillos?

Febrilmente, Kay buscó por toda la sala de estar. El cuchillo de plástico que él había dejado se partió en dos cuando intentó girarlo metiéndolo en la cabeza de un tornillo. Frustrada, se le llenaron los ojos de lágrimas. Apartó los cojines del sofá. El tapizado estaba rajado y pudo ver los alambres, pero no hubo forma de poder soltar uno.

Se arrastró hasta el piano. Si alcanzara las cuerdas, quizás hubiese algo afilado que pudiese soltar.

No lo había.

No había forma de aflojar la placa de metal. Su única esperanza sería que alguien pasase por allí mientras él estaba fuera. Pero ¿quién? Había correo sobre la estantería. La mayoría estaba dirigido a un apartado de correos de Howville. Unas cuantas cartas tenían la dirección de aquel lugar, Timber Lane, número 4, Howville. Cada una tenía el número del apartado de correos escrito en lápiz en el sobre, de modo que Donny no tenía reparto de correo.

Sus ojos fueron a dar sobre las filas de cuadernos escolares blancos y negros. Le había dicho que los leyera. Sacó media docena y se arrastró hasta el sofá. La luz era mortecina y frunció el ceño, concentrada. Se había puesto el vestido que llevaba el día anterior en el picnic, queriendo mantener alguna sensación de su propia identidad. Pero el vestido estaba arrugado y se sentía sucia. Sucia por su presencia en aquel lugar, por el recuerdo de sus manos apretándole convulsivamente la cintura, por su sensación de ser un animal enjaulado con un cuidador enloquecido. Este pensamiento la hizo ponerse casi histérica.

—Contrólate —dijo, en voz alta—. Mike está intentando encontrarte. Te encontrará.

Era como si pudiera sentir la intensidad de su amor.

—Mike. Mike. Te quiero.

Ya no quería dar más vueltas. Quería permanecer en un sitio. Incluso Donny Rubel lo había visto. Y estaba concediéndole aquel deseo. Kay se dio cuenta de que reía en voz alta, una risa de carcajadas, de sollozos, que terminó en un frenesí de lágrimas.

Pero, al menos, le proporcionó una cierta liberación. Al cabo de unos cuantos minutos, se secó la cara con el dorso de la mano y comenzó a leer.

Los libros eran todos iguales. Una odisea, día a día, de una vida de fantasía que comenzaba en aquella noche del baile de gala. Algunos de los pasajes estaban escritos como planes futuros: «Cuando Kay y yo estemos juntos, iremos a Colorado de camping. Viviremos en una tienda y compartiremos la vida rústica y el aire libre de nuestros antepasados. Tendremos un saco de dormir doble y ella estará en mis brazos porque le dan un poco de miedo los sonidos de los animales. La protegeré y la animaré». Otras veces escribía como si hubiesen estado juntos: «Kay y yo hemos tenido un día maravilloso. Hemos entrado en Nueva York, en South Street Seaport. Le he comprado una blusa nueva y unos zapatos de tacón nuevos. A Kay le gusta ir cogida de mi mano cuando caminamos. Me quiere mucho y no quiere separarse nunca de mí. Hemos decidido que si uno de los dos se pone alguna vez enfermo, no nos arriesgaremos a que nos separen. No nos asusta morir juntos. Estaremos en el cielo para toda la eternidad. Somos amantes».

A veces, resultaba casi imposible descifrar los prácticamente ilegibles garabatos. Kay ignoró su creciente dolor de cabeza mientras leía libro tras libro. Las profundidades de la locura de Donny la llevaron al borde del pánico. Debía terminar de leer cada uno de los libros. De algún modo, de alguna manera, podría conseguir una clave de cómo persuadirle para que la dejara ir, para que la llevara a algún sitio público. Él escribía constantemente sobre salidas con ella.

A partir de aproximadamente las diez, el teléfono comenzó a sonar. Podía oír los recados que dejaban para Donny. Cada nervio de su cuerpo vibraba con el sonido de las voces impersonales.

Escúchenme, quería gritar. Ayúdenme.

Donny tenía, aparentemente, un servicio de reparaciones. La llamada de una pizzería: ¿podía pasarse lo más pronto posible? Uno de los hornos no funcionaba. Varias amas de casa: ¿podía echarle una mirada al televisor? ¿Al vídeo? Un cristal se había roto. Cada hora, aproximadamente, Donny llamaba para recoger los recados y después dejaba un mensaje para ella.

—Kay, querida, te echo mucho de menos. ¿Ves lo ocupado que estoy? Ya he hecho doscientos dólares esta mañana. Podré cuidarte muy bien.

Después de cada llamada, ella se ponía de nuevo a leer. Una y otra vez, en todos los libros, Donny se refería continuamente a su madre.

«Cuando tenía dieciocho años dejó que mi padre fuese demasiado lejos y quedó embarazada de mí y tuvo que casarse. Mi padre la abandonó cuando yo era un bebé y la culpó a ella de todo. Nunca seré como mi padre. No pondré ni un dedo sobre Kay hasta que estemos casados. De otro modo, ella podría llegar a odiarme también y a no querer a nuestros hijos».

En el siguiente libro, el penúltimo, se enteró de sus planes.

«En la televisión escuché a un predicador que decía que los matrimonios tienen más posibilidades cuando las personas se han conocido durante cuatro estaciones. Que hay algo en el espíritu humano, del mismo modo que lo hay en la Naturaleza, que precisa ese ciclo. Yo estuve en la clase de Kay en el otoño y en el invierno. Me la llevaré durante la fiesta de ex alumnos. Todavía será primavera. Intercambiaremos nuestras solemnes promesas con sólo Dios como testigo el primer día del verano. Eso será el domingo, 21 de junio. Entonces nos iremos y viajaremos juntos por todo el país, los dos, amantes».

Aquel día era jueves, 18 de junio.

A las cuatro, se recibió una llamada del «Garden View Motel». ¿Podía pasarse Donny aquella tarde? Un par de aparatos de televisión no funcionaban.

El «Garden View Motel». Habitación 210. Mike.

Donny telefoneó al cabo de pocos minutos. Su voz retumbaba:

—Escucha lo que voy a decir, Kay. Trabajo mucho en el motel. Me gusta que hayan llamado. Me dará la oportunidad de ver si Mike Crandell va a largarse. Espero que hayas estado practicando nuestras canciones. Tengo muchas ganas de cantar contigo esta noche. Adiós por ahora, amor mío.

Había ira en su voz cuando pronunció el nombre de Mike. Tiene miedo, pensó Kay. Si algo desbarata sus planes se volverá loco. No debía provocar su hostilidad. Volvió a colocar los libros en los estantes y se arrastró hasta el piano. Estaba irremisiblemente desafinado. Las teclas que faltaban hacían que cualquier cosa que intentase tocar estuviese llena de sonidos discordantes.

Cuando Donny llegó, eran casi las ocho. Su rostro estaba surcado de arrugas sombrías y amenazadoras.

—Crandell no se va a casa —dijo a Kay—. Está haciendo montones de preguntas sobre ti. Está repartiendo tu fotografía.

Mike estaba en el motel. Mike había sabido que algo no funcionaba.

«¡Oh!, Mike —pensó Kay—. Encuéntrame. Iré a cualquier parte, a cualquier lugar. Tendré un hijo en Kalamazoo o en Peoria. ¿Qué importa dónde vivamos mientras estemos juntos?».

Era como si Donny pudiese leer sus pensamientos. Se quedó en el umbral, mirándola coléricamente.

—No hiciste que te creyese cuando le hablaste anoche. Es culpa tuya, Kay.

Empezó a atravesar la habitación en dirección a ella. Ella se echó hacia atrás en el sofá y la cadena tiró del grillete de su tobillo. Un delgado hilo de sangre, caliente y resbaladizo, caía por su carne magullada.

Donny se dio cuenta.

—¡Oh!, Kay, eso te ha hecho daño, ya lo veo.

Se dirigió al cuarto de baño y volvió con un paño caliente y húmedo. Con ternura, levantó la pierna del suelo y la puso sobre su regazo.

—Ahora estará mucho mejor —aseguró, mientras se la envolvía con el paño— y en cuanto esté convencido de que ya has vuelto a enamorarte de mí, te las quitaré.

Se irguió y rozó su oreja con sus labios.

—¿Y si llamásemos Donald Junior a nuestro primer hijo? —preguntó—. Estoy seguro de que será niño.

*****

El jueves por la tarde, Jimmy Barrott fue a las oficinas de la empresa de Michael Crandell la firma de ingeniería «Fields, Warner, Quinland y Brown». Al mostrar su placa, fue conducido al despacho de Edward Fields, quien se sorprendió al saber que Kay Crandell había desaparecido. No, aquel día no había sabido nada de Mike, pero no era extraño. Mike y Kay tenían planeado volver en coche a Arizona. Mike iba a tomarse una semana de vacaciones. ¿Mike Crandell? Absolutamente excelente. De lo mejor. De hecho habían votado admitirle como socio en cuanto terminase un trabajo que iba a comenzar el mes siguiente en Baltimore. Sí, sabían que Kay se sentía molesta por los continuos traslados. La mayoría de las esposas se sentían así. ¿Sabía Jimmy dónde se alojaba Mike?

Jimmy Barrott respondió prudentemente, debía de tratarse de un malentendido.

Edward Fields se puso repentinamente muy serio.

—Señor Barrott —dijo—, si éste es un lenguaje ambiguo y quiere usted decir que está usted investigando a Mike Crandell, hágase un favor a sí mismo y no pierda el tiempo. Apuesto mi propia reputación y la de nuestra empresa por él.

Jimmy telefoneó a la oficina para ver si había algún recado. No lo había y se marchó directamente a su casa. No tenía mucha comida en la nevera y decidió ir a una fonda china de comidas preparadas. Pero, sin saber cómo, se encontró con que su coche se dirigía hacia el «Garden View Motel».

Eran las nueve y media cuando llegó allí. Supo por el recepcionista que Mike había estado repartiendo fotografías de su mujer a todos los empleados y que había dado veinte dólares a la telefonista para que diera un recado a su mujer si llamaba.

—No hubo ningún problema por aquí anoche —dijo, nerviosamente, el empleado—. No pude impedir que repartiera esas fotos, pero ése no es el tipo de publicidad que nos interesa.

A petición de Jimmy, el empleado mostró una de aquellas fotografías, una ampliación de la instantánea, y debajo, con grandes letras de imprenta:

KAY CRANDELL HA DESAPARECIDO. PODRÍA ESTAR ENFERMA. TIENE 32 AÑOS, MIDE METRO SESENTA Y TRES CENTÍMETROS, CINCUENTA Y DOS KILOS. IMPORTANTE RECOMPENSA POR INFORMACIÓN SOBRE SU PARADERO.

El nombre de Mike y el número de teléfono del motel venían a continuación.

A las diez en punto, Jimmy llamaba a la puerta de la habitación 210. Fue abierta al instante de un tirón y Jimmy notó la intensa decepción del rostro de Mike cuando vio quién estaba allí. A regañadientes, Jimmy aceptó que Mike Crandell parecía un tipo muy preocupado. Su ropa estaba arrugada como si no hubiese dormido más que a ratos. Jimmy pasó despacio por delante de él y vio el montón de fotografías fotocopiadas de Kay sobre la mesa.

—¿Dónde las ha repartido hasta ahora? —preguntó.

—En su mayor parte por los alrededores del motel. Mañana, voy a repartirlas en las estaciones de tren y en las paradas de autobús de las ciudades cercanas y pediré a la gente que las ponga en los escaparates de las tiendas.

—¿No ha sabido usted nada?

Mike dudó.

—¿Ha sabido usted algo? —insistió Jimmy Barrott—. ¿Qué?

Mike señaló el teléfono.

—No confié en que la telefonista se acordase. Puse una grabadora esta tarde. Kay volvió a telefonear mientras yo había ido a por una hamburguesa. Debían ser sobre las ocho y media.

—¿Tenía usted pensado dejar que me meta en esto?

—¿Y por qué debería hacerlo? —preguntó Mike—. ¿Por qué debería usted molestarse con… cómo le llamó… un asunto doméstico? —Había un ligero matiz de histeria en su voz.

Jimmy Barrott fue hasta la grabadora, rebobinó la cinta y apretó el botón «play». Se oyó la misma voz de mujer que había oído el día anterior:

—Mike, estoy realmente harta. Vuelve a casa y no dejes por ahí esas fotografías mías. Es humillante. Estoy aquí porque quiero estar aquí.

Se oyó el sonido del auricular al ser colgado de golpe.

—Mi esposa tiene una voz suave y bonita —dijo Mike—. Lo que oigo es tensión, nada más. Olvide lo que dice.

—Mire —repuso Jimmy, en un tono que para él era amable—. Las mujeres no abandonan un matrimonio sin algo de tensión. Yo lo sé. Incluso mi primera mujer lloró en el proceso de divorcio y ya estaba embarazada de otro tipo. He hablado con las personas para quienes trabaja. Tienen un gran concepto de usted. ¿Por qué no sigue con su trabajo y piensa en lo mucho que tiene? No hay ni una mujer que lo valga.

Observó cómo el rostro de Mike palidecía.

—Llamaron de mi oficina —dijo Mike—. Me han ofrecido un investigador privado para que me ayude. Quizás acepte su ofrecimiento.

Jimmy Barrott se inclinó y sacó la cinta de la grabadora.

—¿Puede usted darme el nombre de alguien que pueda identificar la voz de su esposa? —preguntó.

*****

Mike estuvo sentado con la cabeza entre las manos, durante toda la noche. A las seis y media, salió del motel y se dirigió hacia las estaciones de tren y paradas de autobús de las ciudades vecinas. A las nueve en punto, a Garden State High. Las clases habían terminado por las vacaciones de verano, pero el personal de la oficina trabajaba todavía. Le acompañaron al despacho del director. Gene Pearson. Pearson escuchó atentamente, con su delgado rostro ceñudo y pensativo.

—Recuerdo muy bien a su esposa —repuso—. Le dije que si alguna vez deseaba volver a trabajar aquí podría hacerlo. Por todo lo que sus antiguos alumnos me explicaron, debía de ser una profesora muy buena.

Le había ofrecido un trabajo a Kay. ¿Habría decidido aceptarlo?

—¿Cómo respondió Kay a eso?

Los ojos de Pearson se estrecharon.

—De hecho, dijo: «Tenga cuidado, podría aceptar su ofrecimiento». —Su actitud se hizo repentinamente formal—. Señor Crandell, puedo comprender su preocupación, pero no veo cómo puedo ayudarle.

Se puso en pie.

—Por favor —rogó Mike—. Debe de haber fotografías tomadas en la fiesta. ¿Había un fotógrafo oficial?

—Sí.

—Quiero su nombre. Tengo que conseguir una serie completa de fotografías en seguida. No puede usted negarme eso.

La parada siguiente fue en el fotógrafo de Center Street, a seis manzanas de la escuela. Al menos aquí el único problema era el coste. Hizo el pedido y volvió al motel para escuchar la cinta. A las once y media, volvió al fotógrafo, que había hecho un montón de fotografías 8 X 10 para él de todos los rollos que se habían hecho en la reunión… más de doscientas copias en total.

Con las fotografías bajo el brazo, Mike se dirigió en coche hasta la casa de Virginia O’Neil.

*****

Durante toda la noche del jueves, Kay estuvo despierta sobre el incómodo colchón con sus ásperas sábanas nuevas. La sensación que tenía de que algo en Donny estaba llegando a un nivel explosivo era omnipresente. Después de haber telefoneado y haber dejado el recado a Mike, había hecho la cena para Donny. Él había traído latas de picadillo, verduras congeladas y vino. Le había seguido la corriente, aparentando que era divertido trabajar juntos.

En la cena, había conseguido que hablase de sí mismo, de su madre. Le enseñó una fotografía de su madre, una rubia esbelta de unos cuarenta años, con un bikini adecuado para una adolescente. Pero Kay sintió un aguijón en la piel. Existía un claro parecido entre la madre de Donny y ella. Eran de un tipo similar, tan distintas como de la A a la Z, pero de un mismo tipo en tamaño, rasgos y cabello.

—Volvió a casarse hace siete años —explicó Donny, con voz inexpresiva—. Su esposo trabaja para uno de los casinos de Las Vegas. Es mucho mayor que ella pero sus hijos están locos por ella. Son de su edad. —Donny sacó otra fotografía de dos hombres de unos cuarenta años con los brazos alrededor de su madre—. Ella también está loca por ellos.

Después, volvió su atención a la comida del plato.

—Eres muy buena cocinera, Kay. Me gusta. A mi madre no le gustaba cocinar. Casi siempre comía sólo bocadillos. No estaba mucho en casa.

Después de cenar, tocó el piano y cantó con él. Él recordaba las letras de todas las canciones que ella enseñaba en el coro. Había abierto los postigos para dejar entrar el aire frío de la noche, pero era evidente que no temía ser oído. Ella le preguntó por ello.

—Y nadie viene por aquí —explicó—. El lago no tiene peces. Está demasiado contaminado para nadar. Las demás casas están pudriéndose. Estamos seguros, Kay.

Cuando decidió que era hora de ir a la cama, le quitó la cadena de la pierna y de nuevo la esperó a la puerta del cuarto de baño. Cuando ella salió de la ducha oyó abrirse la puerta, pero cuando la cerró de golpe él no volvió a tocarla. Luego, mientras caminaba rápidamente hacia el dormitorio, Donny le preguntó:

—¿Qué quieres para cena de bodas, Kay? Deberíamos pensar en algo especial.

Ella simuló que consideraba seriamente la cuestión y, luego, sacudió la cabeza y respondió con firmeza:

—No puedo hacer ningún plan para casarme hasta que no tenga un vestido blanco. Tendremos que esperar.

—No había pensado en eso, Kay —le dijo él mientras la acostaba y cerraba el grillete del tobillo.

Se dormía y se despertaba. Cada vez que despertaba, era para ver a Donny de pie, a los pies de la cama, mirándola fijamente. Se le abrían los ojos y ella se obligaba a cerrarlos, pero era imposible engañarle. La débil luz que había dejado en la sala de estar daba sobre la almohada.

—Está bien, Kay. Ya sé que estás despierta. Háblame, cariño. ¿Tienes frío? Dentro de unos cuantos días, cuando nos casemos, te daré calor.

A las siete en punto, le trajo café. Ella se sentó, cuidando de colocar bien la sábana y la manta bajo sus brazos. El «gracias» que murmuró fue acallado con un beso.

—No voy a trabajar en todo el día —anunció Donny—. He estado la noche entera pensando en lo que dijiste de que no tenías vestido para llevar el día de nuestra boda. Hoy te compraré un vestido.

La taza de café empezó a temblar en su mano. Con un poderoso esfuerzo, Kay consiguió permanecer tranquila. Aquélla podía ser su única oportunidad.

—Donny, lo siento —dijo—. Te aseguro que no quiero parecer desagradecida, pero la ropa que me compraste no me va bien. Toda mujer desea escoger su vestido de novia.

—No había pensado en ello —repuso Donny. De nuevo, parecía perplejo y pensativo—. Eso quiere decir que tendré que llevarte a la tienda. No estoy seguro de querer hacerlo. Pero haré cualquier cosa para hacerte feliz.

*****

El viernes por la mañana, a las seis y media, Jimmy Barrott dejó de intentar dormir y fue a la cocina pisando fuerte. Preparó una taza de café, pescó un bolígrafo de la mesa y empezó a hacer anotaciones en el reverso de un sobre.

1. ¿Fue Kay Crandell quien efectuó esas llamadas telefónicas? Pedir a Virginia O’Neil que identifique la voz.

2. Si la voz es la de Kay Crandell, comprobar el nivel de tensión en el laboratorio.

3. Si Kay Crandell hizo las llamadas telefónicas, sabía lo de las fotografías sólo unas horas después de que Mike Crandell empezase a distribuirlas en el motel. ¿Cómo?

La última pregunta borró cualquier residuo final de somnolencia en el cerebro de Jimmy. ¿Podía ser aquello alguna trampa disparatada, tramada por Mike y Kay Crandell?

A las diez y media, Jimmy Barrott era el receptor poco dispuesto de un juego de pelota con el niño de dos años, Kevin O’Neil. Tiró la pelota a Kevin, que la cogió con una mano, pero, al devolverla, Kevin gritó: «micifú». Jimmy falló el fácil tiro.

—«Micifú» es su forma de echarle un maleficio —explicó Virginia. No tuvo ninguna duda en identificar la voz de Kay—. Sólo que no parece ser realmente ella —dijo Virginia—. La señorita Wesley, quiero decir la señora Crandell, ¡caramba!, ella siempre me dice que la llame Kay… Kay tiene mucha alegría en la voz. Siempre parece cordial y animada. Es su voz, pero no es su voz.

—¿Dónde está su marido? —preguntó Jimmy.

Virginia pareció sorprendida.

—Está trabajando. Es comerciante del Intercambio Mercantil.

—¿Es usted feliz?

—Pues claro que soy feliz. —El tono de Virginia era glacial—. ¿Puedo preguntarle el porqué de esa cuestión?

—¿Qué voz tendría usted si se largase, con o sin sus niños, y dejase plantado a su marido? ¿Tensa?

Virginia agarró a Kevin justo antes de que se echara sobre su gemela.

—Detective Barrott, si fuese a dejar a mi marido, me sentaría a la mesa con él y le diría cuándo y por qué me iba. ¿Y quiere usted saber algo? Kay Wesley Crandell lo haría exactamente del mismo modo. Es evidente que está proyectando la forma en que usted cree que actúan las mujeres como Kay y yo. Ahora, si no tiene más preguntas, estoy muy ocupada.

Se puso en pie.

—Señora O’Neil —dijo él—. He hablado con Mike Crandell antes de venir aquí. Tengo entendido que ha pedido copias de las fotografías tomadas en la fiesta y que sobre las doce estará aquí con ellas. Volveré a las doce. Mientras tanto, intente recordar si Kay salió con alguien de por aquí. O deme los nombres de los miembros del cuerpo docente de los que era amiga.

Virginia separó a los gemelos, que se peleaban en aquel momento por la custodia del oso de peluche disponible. Sus modales cambiaron.

—Está empezando a gustarme usted, detective Barrott —dijo.

El mismo pensamiento que se le había ocurrido a Jimmy Barrott sobre el modo en que habría sabido que él estaba mostrando su fotografía, sólo unas horas después de haberlas repartido en el motel, acudió a la cabeza de Mike mientras se dirigía en coche hacia la casa de Virginia O’Neil con los montones de fotografías de la fiesta.

Cuando Virginia abrió la puerta, Mike estaba casi histérico. La visión del sombrío rostro de Jimmy Barrott fue como dar otra vuelta al ya tenso resorte que era su sistema nervioso.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —Su brusca pregunta fue casi un grito.

Se percató de que la mano de Virginia O’Neil descansaba sobre su brazo, de que la casa parecía anormalmente tranquila.

—Mike —dijo Virginia—, el detective Barrott quiere ayudarnos. Tres compañeras de nuestra clase están aquí; hemos hecho algunos bocadillos. Estudiaremos juntos las fotografías.

Por segunda vez en dos días, Mike sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos. Esta vez, consiguió hacerlas bajar. Le presentaron a las otras jóvenes, Margery, Joan y Dotty, todas estudiantes del Garden State High en los años en que Kay había dado clases allí.

—Éste es Bobby… vive en Pleasantwood. Ése con el que Kay habla en la foto es John Durkin. Su mujer está con él. Ése es…

Era Jimmy Barrott quien pegaba cada fotografía a una cartulina de gran tamaño, señalaba las cabezas de las personas en cada una con un número y luego hacía que las jóvenes identificaran a todo aquel que conocían. Pronto fue evidente que había demasiadas personas que nadie podía recordar en grupos que rodeaban a Kay.

A las tres en punto, Jimmy dijo:

—Lo siento, pero no vamos a ninguna parte. Sé que tienen un nuevo director en la escuela. No nos servirá de nada pero ¿hay algún profesor que haya estado durante mucho tiempo allí y que pueda ser capaz de identificar a antiguos alumnos que ustedes no conocen?

Virginia y sus amigas intercambiaron largas y pensativas miradas. Virginia habló por todas ellas.

—Marian Martin —respondió—. Ha estado en Garden State desde el día en que se inauguró. Se retiró hace dos años. Ahora vive en Litchfield, Connecticut. Creíamos que asistiría a la fiesta, pero tenía otros compromisos que no pudo romper.

—Es la que necesitamos —repuso Jimmy Barrott—. ¿Tiene alguien su número de teléfono o su dirección?

El rayo de esperanza que había significado para Mike el que Jimmy Barrott estuviera ahora de su parte se convirtió en una llama. Las personas trabajaban con él, estaban intentando ayudarle, Kay, espérame. Deja que te encuentre.

Virginia buscaba en su agenda.

—Aquí está el número de teléfono de la señorita Martin.

Empezó a marcar el número.

*****

Vina Howard había alcanzado la ambición de toda su vida cuando abrió la tienda «Clothes Cartel» en Pleasantwood, Nueva Jersey. Había sido ayudante de compras en «J.C. Penney» antes de su matrimonio, inexorablemente infeliz. Cuando, después de dieciocho años, dejó finalmente a Nick Howard, volvió a su casa de soltera a tiempo para cuidar de sus ancianos padres durante una serie de ataques al corazón y achaques. Tras su muerte, Vina vendió la vieja casa, compró un piso pequeño y realizó su ansiado sueño: abrir una tienda de ropa que proveyese al moderno habitante de los barrios periféricos con un presupuesto reducido. Posteriormente, se le ocurrió añadir una línea de ropa que atrajese a la hija adolescente del mismo. Y fue aquel error el que se convirtió en un disgusto diario.

El viernes por la mañana, el 19 de junio, Vina estaba arreglando los vestidos en la percha, limpiando el cristal del mostrador de bisutería, colocando bien las sillas de la zona de probadores y murmurando para sí:

—¡Qué criaturas tan horribles! Vienen aquí y se lo prueban todo. Ensucian los cuellos de maquillaje. Lo dejan todo por el suelo. Ésta es la última temporada que proveo a estos desaliñados.

Vina tenía una razón legítima para estar molesta. Acababa de instalar un papel muy caro en la pared de la minúscula zona de probadores, y alguno de aquellos gamberros había escrito la habitual palabra de cuatro letras en toda una pared. Finalmente, había logrado limpiarla, pero el papel estaba manchado y hecho trizas.

No obstante, el día había comenzado de forma bastante agradable. Sobre las diez y media, la hora en que su ayudante Edna llegaba, la tienda estaba llena y la caja registradora no paraba de sonar.

A las tres y cuarto, hubo un momento de calma y Vina y Edna pudieron tomar tranquilamente una taza de café. Edna le prometió que su marido podría seguramente estirar el papel que quedaba para restaurar la zona dañada de los probadores. Una Vina visiblemente animada sonreía cordialmente cuando se abrió la puerta de la tienda y entró una pareja, una bonita joven de unos veintiséis o veintiocho años, con una camiseta y una falda de aspecto barato, y un hombre con aire sombrío, de aproximadamente la misma edad, abrazándole estrechamente la cintura. Su cabello, rojo oscuro y rizado, parecía recién salido de la peluquería. Los ojos, de color azul claro, brillaban. Había algo raro en ellos, pensó Vina. Su sonrisa se hizo artificial. Últimamente había habido en la zona una serie de robos relacionados con droga.

—Queremos un vestido blanco largo —pidió el hombre—. Talla cuarenta.

—La temporada de los bailes de gala ha terminado —informó Vina, inquieta—. No tengo una selección demasiado extensa de vestidos largos.

—Debe ser un vestido adecuado para una boda.

Vina se dirigió a la mujer joven.

—¿Ha pensado usted en algún estilo en particular?

Kay intentaba desesperadamente encontrar una forma de comunicarse con aquella mujer. Por el rabillo del ojo veía que la dependienta de la caja notaba algo raro en Donny y en ella. Aquella extravagante peluca roja que él llevaba. También sabía que la mano derecha de Donny estaba tocando el arma en el interior de su bolsillo y que el menor intento por su parte de alertar a aquellas mujeres sería sentenciarlas a muerte.

—Algo en algodón —pidió—. ¿Tiene bordado inglés?, ¿o quizá lanilla fina?

Vio los probadores. Tendría que entrar sola allí para cambiarse… Quizá pudiera dejar un mensaje. Cuantos más vestidos se probase, más tiempo tendría.

Pero sólo tenían un vestido blanco largo en bordado inglés de la talla cuarenta.

—Nos lo quedamos —decidió Donny.

—Quiero probármelo —dijo Kay, con firmeza—. El probador está aquí mismo —indicó. Fue hasta allí y apartó la cortina—. Mira.

Apenas era suficientemente grande para una persona. La cortina no llegaba hasta el suelo.

—Bien, puedes probártelo —resolvió Donny—. Esperaré fuera. —Y vetó con firmeza el ofrecimiento de Vina de ayudar a Kay—. Dele solamente el vestido.

Kay se quitó rápidamente la camiseta y la falda. Frenéticamente, miró alrededor del pequeño cubículo. En un estante estrecho había una caja con un par de alfileres pero ningún lápiz. No había forma de dejar un mensaje. Se metió el vestido por la cabeza y luego cogió un alfiler. El papel de un lado del cubículo estaba manchado y estropeado. En el otro lado intentó escribir la palabra SOCORRO rascando. El alfiler era fino. Resultaba imposible moverlo con rapidez. Consiguió una S grande y serrada.

—Date prisa, cariño.

Corrió la cortina.

—No llego a esos botones de la espalda —dijo a la dependienta.

Mientras abrochaba los botones. Vina miró nerviosamente a la caja. Edna asintió ligeramente con la cabeza. Deshazte de ellos, era lo que le estaba diciendo.

Kay se miró en el espejo, que llegaba hasta el suelo.

—No lo veo bien del todo —dijo—. ¿Tiene otra cosa?

—Nos llevaremos éste —interrumpió Donny—. Estás muy guapa con él.

Sacó un fajo de billetes.

—Date prisa, cariño —ordenó—. Llegamos tarde.

En el probador, Kay se quitó el vestido, lo dio por un lado de la cortina, se puso rápidamente la camiseta y la falda y cogió otra aguja. Con una mano simuló repasarse el pelo; con la otra, intentó comenzar la letra O en el papel, pero era imposible. Se dio rápidamente la vuelta cuando oyó a Donny abrir la cortina.

—¿Por qué tardas tanto, cariño? —preguntó.

Estaba de espaldas contra la pared en la que había comenzado a escribir. Ella siguió pasándose los dedos por el pelo como si intentase alisarlo. Dejó caer el alfiler detrás suyo y observó cómo los ojos de Donny abarcaban el pequeño cubículo. Después, aparentemente satisfecho, le cogió la mano y, con la caja bajo el brazo, la hizo salir apresuradamente de la tienda.

*****

Marian Martin acababa de terminar de plantar sus nuevas azaleas cuando el sonido del teléfono la hizo entrar en la casa. Era una mujer alta, de sesenta y seis años, con un cuerpo disciplinado y en forma, con el pelo muy corto y rizado alrededor de la cara, ojos marrones y vivos y unos modales amables sin caer en la exageración. En los dos años transcurridos desde que se retiró de su puesto como tutora jefe en Garden State High y se trasladó a aquella tranquila ciudad de Connecticut, se había dedicado con alegría a la ocupación para la que nunca había tenido tiempo suficiente. Ahora, su jardín inglés era todo su orgullo. La llamada telefónica de aquel viernes por la tarde no fue, por tanto, una interrupción recibida con agrado pero, cuando hubo escuchado a Virginia O’Neil, Marian se olvidó de sus dalias por plantar.

«Kay Wesley —pensó—. Una profesora nata. Siempre había estado dispuesta a encargarse de muchachos que no iban bien. Todos sus alumnos estaban locos por ella. Kay, desaparecida».

—Tengo un par de recados por hacer —dijo a Virginia—. Pero puedo ponerme en camino sobre las seis. Tardaré unas dos horas. Tened las fotografías listas. No hay una sola criatura que haya ido a Garden State cuya cara me sea desconocida.

Al colgar, le vino a Marian a la memoria Wendy Fitzgerald, alumna de último año del Garden State, que veinte años antes había desaparecido durante un picnic escolar. Su asesino había sido Rudy Kluger, el chico para todo de la escuela. Rudy debe de salir de la cárcel por estas fechas. La boca de Marian se secó. Eso no, por favor.

A las cinco cuarenta y cinco, iba camino de Nueva Jersey, con el maletín tirado en la parte trasera del coche. Los detalles de los horribles momentos transcurridos desde que se dio a Wendy Fitzgerald por desaparecida hasta el día en que se encontró su cuerpo llenaban la mente de Manan. Tan absorta se hallaba en su aprensión por Rudy que dejó en lo profundo de su subconsciente el fugaz pensamiento de que se le estaba escapando algún incidente relacionado con Kay.

*****

Virginia colgó el teléfono.

—La señorita Martin estará aquí sobre las ocho —dijo.

Jimmy Barrott echó hacia atrás la silla.

—Tengo que pasar por la oficina. Si esa tutora se presenta con algo esta noche, con cualquier cosa, llamen a este número. Si no, volveré por la mañana.

Y entregó a Virginia una tarjeta con las puntas algo dobladas.

Las demás jóvenes también se pusieron en pie. También ellas volverían para trabajar con la señorita Martin por la mañana.

Mike se levantó.

—Yo voy a repartir más carteles. Luego, volveré al motel. Siempre hay la posibilidad de que Kay telefonee de nuevo.

Esta vez, clavó las fotografías de Kay en los postes telefónicos de las principales calles de las ciudades que atravesaba y en las grandes galerías de tiendas de la zona. En Pleasantwood, casi tuvo un roce con una furgoneta que le adelantó rápidamente mientras estaba en el aparcamiento municipal.

—Condenado loco —pensó Mike—. Va a matar a alguien.

*****

Donny había aparcado la furgoneta en el aparcamiento municipal, detrás de «Clothes Cartel». Cuando salieron de la tienda, mantuvo su brazo alrededor de Kay fuertemente hasta que llegaron a la furgoneta, luego abrió la puerta lateral y la empujó suavemente hacia adelante. Kay miró desesperadamente al corpulento joven que estaba a punto de poner en marcha su coche dos aparcamientos más allá. Por un instante, cruzó su mirada con él y, luego, sintió la punta de la pistola apretada contra su costado.

—Hay un niño pequeño en la parte trasera de ese coche, Kay —repuso Donny, suavemente—. Si haces un solo ruido, ese chico y el niño morirán.

Las piernas se le acartonaron mientras tropezaba con el escalón.

—Aquí está el paquete, cariño —dijo Donny, en voz alta. Se quedó mirando al coche cercano mientras pasaba por delante, luego subió a la furgoneta de un salto y cerró violentamente la puerta.

—Querías hacerle una seña a ese tipo, Kay —siseó.

La mordaza que le puso en la boca estaba cruelmente apretada. Sus manos eran ásperas cuando le cerró las esposas, le encadenó los pies y aseguró la cadena entre ellos. Dejó caer la caja a su lado, en el camastro.

—Recuerda por qué hemos comprado ese vestido, Kay, y no mires a otros hombres.

Abrió un momento la puerta, miró alrededor, luego la abrió un poco más y bajó. En el momento en que la luz entró en la furgoneta, la mirada de Kay dio sobre un objeto largo y delgado que yacía sobre el suelo, junto a la mesa de trabajo.

Un destornillador.

Si tuviese el destornillador podría soltar la placa de metal de la pared de la casa, tendría una oportunidad de escapar mientras Donny trabajaba.

La furgoneta dio un salto hacia adelante. Donny debía de estar al límite para conducir tan de prisa. Que la Policía le vea, rogó, por favor. Pero después la furgoneta disminuyó perceptiblemente la velocidad. Debió darse cuenta de que conducía demasiado de prisa.

Se puso de costado, dejó caer con cuidado sus manos esposadas y con las puntas de los dedos intentó alcanzar el destornillador. Enfurecida, lágrimas de frustración empañaron sus ojos y se las sacudió con impaciencia. En la penumbra, apenas podía vislumbrar el largo y delgado contorno de la herramienta, pero por muy desesperadamente que lo intentó, hasta que las esposas quemaron los huesos de sus muñecas, estaba fuera de su alcance.

Giró sobre su espalda y arrastró las manos hacia arriba hasta que descansaron sobre sus rodillas. La cama crujía mientras hacía esfuerzos por sentarse, colgaba las piernas y movía rápidamente el cuerpo hasta situarse en el borde de la cama y estirar las piernas hacia el destornillador. Estaba a menos de dos centímetros y medio de su alcance. Ignorando el punzante dolor de los grilletes, que se le clavaban en las piernas, estiró las puntas de sus sandalias hasta que notó la delgada hoja y la agarró entre las suelas de las sandalias empujando el destornillador hacia la cama. Por fin, estaba exactamente debajo de ella. Levantó las piernas, se tumbó sobre la espalda y de nuevo dejó caer las manos por un lado, hacia el suelo. La carne magullada le enviaba inflamadas señales de dolor que ya no sentía porque sus dedos estaban agarrando el mango del destornillador, cerrándose a su alrededor, cogiéndolo, levantándolo.

Por un momento descansó, boqueando por el esfuerzo, exultante en su victoria. Luego, sus dedos apretaron la herramienta mientras un nuevo pensamiento acudía a su mente. ¿Cómo podría introducirlo en la casa? No había sitio para esconderlo en su persona. La barata camiseta se le pegaba al cuerpo, la falda de algodón no tenía bolsillo, las sandalias eran abiertas.

Estaban casi llegando a la cabaña. Podía notar el movimiento de la furgoneta mientras serpenteaba, giraba y daba saltos por la carretera de tierra. La caja del vestido dio una sacudida y rozó su brazo. La caja del vestido. La dependienta había atado la cuerda alrededor de la caja con un doble nudo. Posiblemente, no podría deshacerlo. Con cuidado, Kay deslizó los dedos entre la tapa y el fondo de la caja y luego, lentamente, empezó a meter el destornillador por la abertura que sus dedos habían hecho. Notó que la tapa se rompía por un lado.

La furgoneta se detuvo. Desesperadamente, empujó el destornillador hacia dentro, intentando introducirlo entre los pliegues del vestido, y consiguió poner la caja sobre un lado antes de que se abriera la puerta.

—Estamos en casa, Kay —anunció Donny, con voz apagada.

Ella rogaba que no observara las nuevas marcas inflamadas de sus muñecas y tobillos, ni el desgarro de la caja. Pero sus movimientos al abrir la cadena y las esposas fueron automáticos. Se puso la caja bajo el brazo sin mirarla, abrió la puerta de la cabaña y la empujó hacia dentro rápidamente, como si tuviese miedo de que le hubieran seguido. El interior de la cabaña era sofocante.

Todos los instintos de Kay le decían que debía intentar calmarle de alguna forma.

—Tienes hambre —dijo—. No has comido desde hace horas.

Había preparado la comida cuando él volvió a la casa a la una, pero estaba demasiado inquieto para comer.

—Te haré un bocadillo y una limonada —sugirió—. Lo necesitas.

Él dejó caer la caja del vestido sobre el sofá y se la quedó mirando.

—Dime lo mucho que me quieres —ordenó. Las pupilas de sus ojos estaban ahora muy dilatadas y su mano le apretaba la muñeca más que las esposas. Respiraba con un jadeo corto y desigual.

Aterrorizada, Kay se echó hacia atrás hasta que el áspero terciopelo del sofá rozó sus piernas. Él estaba a punto de estallar. Si intentaba aplacarle con mentiras se daría cuenta inmediatamente. En lugar de eso, le dijo, tajantemente:

—Donny, a mí me gustaría saber algo más de por qué me quieres tú. Dices que me quieres, pero siempre te enfadas conmigo. ¿Cómo puedo seguir creyéndote? Lee para mí uno de tus libros mientras preparo algo para comer. —Forzó una nota de fría autoridad en su voz—. Donny, quiero que me leas ahora.

—Por supuesto, señorita Wesley, ahora le leeré. —Su voz perdió la irritación del enfado y se hizo aguda, casi adolescente—. Pero primero tengo que ver los recados.

Había dejado el teléfono sobre la mesa, junto al sofá, cuando salieron. Ahora, cogió de su bolsillo un cuaderno y un lápiz y apretó el botón de play. Había tres recados. Uno de una ferretería: ¿Podría ir Donny mañana? Su mecánico estaba enfermo. Otro del «Garden View Motel»: necesitaban ayuda para instalar un equipo electrónico para un seminario. Le necesitaban para que trabajase durante toda la tarde.

La última llamada era evidentemente de un hombre mayor. Había un marcado resuello asmático en su voz vacilante cuando se identificó. Clarence Gerber. ¿Podría pasarse Donny y echar un vistazo al tostador? No calentaba y su mujer estaba quemando todo el pan intentando hacer tostadas en el horno. Seguía una risa forzada y: «Ponnos al principio de la lista, Donny. Llama y dinos cuándo vendrás».

Donny dejó su libreta, rebobinó la cinta y esta vez se puso en pie sobre el sofá para colocar el contestador en la caja de alambre.

—No puedo soportar a ese viejo de Gerber —explicó a Kay—. No importa las veces que le diga que no lo haga… cuando estoy arreglando algo suyo… se mete en la furgoneta y se pone a hablarme mientras trabajo. Y tengo que ir primero al motel. Me pagan al momento. He ahorrado mucho dinero para nosotros Kay. —Bajó del sofá—. Y ahora te voy a leer. Dime qué libros no has visto todavía.

»Me di cuenta desde aquel primer día, en el coro, cuando Kay me puso las manos sobre el pecho y me dijo que cantara, que había algo especial y hermoso entre nosotros», leía Donny, mientras bebía limonada. Su voz se calmó mientras hablaba de las muchas veces que ella le había telefoneado y le había pedido que fuese a verla. Sentada frente a él, a Kay le resultaba casi imposible tragar. Una y otra vez, repetía él lo feliz que sería muriendo con ella, lo glorioso que sería morir defendiendo su derecho a ella.

Terminó de leer y sonrió.

—¡Ah!, me olvidaba —dijo. Alargando la mano, se quitó la rizada peluca roja, revelando su calva cabeza de escaso pelo moreno. Se inclinó hacia abajo y se quitó las lentillas azules por primera vez. Sus pupilas, de un marrón turbio con curiosas manchas verdes, se quedaron mirándola.

»¿Te gusta más cuando soy yo mismo? —le preguntó. Sin esperar respuesta, dio la vuelta a la mesa y la hizo levantar.

»Tengo que ir al motel. Voy a instalarte en la sala de estar, Kay.

*****

En «Clothes Cartel», Vina Howard y su ayudante, Edna, pasaron unos cinco minutos chismorreando, discutiendo sobre la pareja que había comprado el vestido blanco de bordado inglés.

—Juraría que los dos eran drogadictos —apuntó Edna—. Pero, escucha, ambas estábamos de acuerdo en que ese vestido era un error. Estabas a punto de rebajarlo, ¿verdad? Y ahora te han pagado el precio total. Y además al contado.

Vina estuvo de acuerdo.

—Pero todavía sigo diciendo que él tenía aspecto extraño. Se tiñe el pelo. Podría jurarlo.

La puerta se abrió y entró una nueva cliente. Vina le ayudó a seleccionar varias faldas y luego la acompañó a los probadores. Su estallido de indignación sorprendió tanto a Edna como a la cliente.

—Mira —explicó Vina. Con un tembloroso dedo señalaba la dentada S de la pared—. Ella era peor que él —dijo, irritada—. Ahora no tendremos bastante papel para arreglar las dos paredes. Me gustaría ponerle las manos encima.

Ni siquiera las exclamaciones de simpatía de la cliente ni de Edna, poniendo otra vez de relieve que había vendido el vestido de bordado inglés sin rebajarlo, aplacaron la sensación de atropello de Vina.

Vina siguió revolviéndose en su interior, hasta el punto de que a las seis, cuando cerró la tienda y empezó a caminar las tres manzanas que había hasta su casa, se quedó mirando de frente el cartel colgado del poste de teléfonos y no percibió que la mujer cuyo rostro veía era la misma criatura miserable que le había estropeado el resto del papel.

*****

Eran casi las nueve cuando Mike volvió al «Garden View Motel». La noche se había vuelto cálida y sofocante y se le formaron gotas de sudor en la frente en cuanto abandonó el aire acondicionado del coche. Empezó a caminar hacia el motel. Un vahído le hizo detenerse e intentar calmarse apoyándose en el coche que tenía delante, una furgoneta gris oscuro. Se dio cuenta de que no había comido nada desde que había tomado el bocadillo en casa de Virginia. Fue directamente a la habitación y comprobó el contestador. No había mensajes.

La cafetería estaba todavía abierta. Sólo había tres o cuatro mesas ocupadas. Pidió un bocadillo de carne y café. La camarera le dirigió una sonrisa de simpatía.

—Usted es el hombre cuya mujer ha desaparecido… Le deseo buena suerte. Estoy segura de que todo saldrá bien. Tengo ese presentimiento.

—Gracias.

«Ojalá yo tuviera ese presentimiento —pensó Mike—. Por otra parte, al menos las personas veían la fotografía de Kay».

La camarera le dejó y volvió con una bolsa de comida preparada y un cheque para el hombre que se sentaba dos mesas más allá.

—Hoy trabajas hasta tarde, ¿verdad Donny? —preguntó.

*****

Eran más de las seis cuando Donny se fue con la furgoneta. En cuanto el sonido del motor se hubo desvanecido, Kay introdujo la mano en la caja del vestido buscando el destornillador. Si pudiera soltar la placa de metal de la pared, podría llegar hasta el teléfono. Pero cuando examinó el grueso candado de la jaula, supo que sería inútil. Sería la placa de metal o nada.

Se dirigió hacia la placa y se acurrucó en el suelo. Los tornillos estaban tan firmemente apretados como si hubiesen sido soldados a la placa. El destornillador era pequeño. Pasaron unos minutos, media hora, una hora. Ignorando el calor, el sudor que mojaba su cuerpo, el agotamiento de sus dedos, siguió trabajando. Finalmente, fue recompensada. Uno de los tornillos empezó a girar. Con paralizante lentitud, cedió. Finalmente, se soltó por completo. Con cuidado, lo apretó sólo lo suficiente para que no oscilase y comenzó con el siguiente tornillo. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuánto tiempo estaría fuera Donny?

Al cabo de un momento, la insensibilidad se apoderó de ella. Trabajaba como un robot, sin hacer caso del dolor que le atravesaba las manos y los brazos, ni de los calambres de las piernas. Acababa de notar que el segundo tornillo empezaba a moverse cuando se dio cuenta de que el ligero sonido que había oído era el de la furgoneta.

Frenéticamente, se arrastró hasta el sofá, deslizó el destornillador entre los muelles y cogió el libro que Donny había dejado sobre el sofá.

La puerta se abrió chirriando. Los fuertes pasos de Donny resonaron en las tablas. Sostenía una bolsa en la mano.

—Te he traído una hamburguesa y una soda, Kay —dijo—. He visto a Mike Crandell en la cafetería. Tu fotografía está por todas partes. No ha sido buena idea que me hicieras llevarte de compras. Vamos a adelantar nuestra boda un día. Tengo que ir al motel por la mañana… Les parecerá raro que no aparezca. Y me deben dinero. Pero cuando vuelva, nos casaremos y nos iremos de aquí.

La decisión parecía haberle calmado. Se dirigió hacia ella y puso la bolsa sobre el sofá.

—¿No te gusta que siempre que consigo algo para mí piense en ti?

El beso que le dio en la frente fue prolongado.

Kay intentó no demostrar repulsión. Al menos, con la débil luz no percibiría lo hinchadas que tenía las manos. E iba a ir a trabajar al motel al día siguiente por la mañana. Aquello quería decir que sólo le quedaban unas cuantas horas antes de desaparecer con él.

Donny se aclaró la garganta.

—Voy a ser un novio tan nervioso, Kay —dijo—. Practiquemos ahora nuestras promesas de matrimonio. «Yo, Donald, te tomo a ti, Kay…».

Había memorizado totalmente la ceremonia tradicional del matrimonio. La mente de Kay estaba llena del recuerdo de cuanto dijo: «Yo, Katherine, te tomo a ti, Michael…». «Oh, Mike —pensó—, Mike».

—¿Y bien, Kay? —El tono irritado volvía a la voz de Donny.

—Yo no tengo tan buena memoria como tú —respondió—. Quizá sería mejor que escribieses las palabras para poder practicar mañana, mientras estés trabajando.

Donny sonrió. A la débil y oscura luz, sus ojos se veían hundidos en las cuencas y su rostro, delgado hasta parecer esquelético.

—Creo que eso estaría bien —dijo—. Y, ahora, ¿por qué no te comes la hamburguesa?

Aquella noche Kay mantuvo los ojos resueltamente cerrados y se esforzó para que su respiración pareciese tranquila. Era consciente de que Donny iba y venía y la observaba, pero su mente se concentraba solamente en el hecho de que, incluso consiguiendo desprender la placa de metal antes de que llegase, no era seguro que pudiera escapar de él. ¿Hasta dónde podría llegar en aquellos bosques desconocidos, con un pie encadenado y arrastrando el peso de la placa y la cadena?

*****

Había mucho tráfico en la carretera 95 en dirección al Sur. A las seis y media, Marian Martin se dio cuenta de que el ligero y persistente dolor de cabeza que empezaba a dominarla se debía, probablemente, a haber comido sólo un pequeño bocadillo para almorzar. Una taza de té y un panecillo, pensó con ansia. Pero la sensación de urgencia que iba apoderándose cada vez más de ella le hizo mantener el pie sobre el acelerador hasta que a las ocho menos diez se detuvo delante de la casa de Virginia O’Neil, en Jefferson Township.

Virginia había dispuesto queso, galletas y una jarra de vino helado en la sala de estar. Agradecida, Marian mordisqueó el queso, tomó unos sorbos de Chablis y apreció la habitación, agradablemente amueblada, con su piano de cola lleno de partituras.

Las partituras desataron los recuerdos de Marian.

—Tú tocabas el piano en la clase de Kay Wesley, ¿verdad?

—No durante todo el curso. Sólo en el último trimestre que Kay dio clases.

¿Qué estoy intentando recordar sobre esa clase? —se preguntó Marian en voz alta, con impaciencia.

La cena consistió en pollo a la cazuela con una mezcla de arroz salvaje y ensalada, pero, a pesar de lo hambrienta que estaba, Marian apenas se enteró de lo que tragaba. Insistió en examinar las fotografías de la fiesta mientras comía. Rudy Kluger era alto y delgado. Tenía treinta y pocos años cuando asesinó a Wendy Fitzgerald. Eso quiere decir que ahora tendrá unos cincuenta. Marian pasaba las fotografías rápidamente. Los primeros graduados tendrían unos cuarenta años. No debía de haber demasiados hombres mayores en las fotos.

No los había. Los pocos que vio no se parecían a Rudy ni remotamente. Mientras pasaba las fotografías, Virginia la informó de que Mike estaba repartiendo la fotografía de Kay por las ciudades de los alrededores, de que el detective del caso pareció dudar al principio de que se tratase de una desaparición real, pero ahora estaba ayudando activamente.

—Estará en su oficina esta noche hasta bastante tarde, supongo —dijo Virginia—. Me dijo que le telefonease si creíamos haber encontrado algo.

Acercó la silla para sentarse junto a Marian mientras Jack quitaba la mesa y ponía unas tazas de café. Virginia cogió una fotografía.

—Ve —dijo—, esto era casi el final. Kay acababa de comerse un perrito caliente. Empezó a despedirse de las personas que había a su alrededor. Yo fui la última con quien habló. Luego, fue por el camino hasta el aparcamiento.

Marian miró detenidamente la fotografía. Kay estaba de pie muy cerca del camino, pero algo llamó la atención de Marian en el bosque que daba al aparcamiento.

—¿Tienes una lupa? —pidió.

Unos minutos más tarde, estaban de acuerdo. Casi escondido tras un gran olmo próximo al aparcamiento, había algo que podía ser un hombre intentando evitar ser visto.

—Probablemente esto no signifique nada —opinó Marian, intentando mantener la voz firme—. Pero quizá fuera una buena idea que hablase ahora con ese detective.

Jimmy Barrott se encontraba en su despacho cuando recibió la llamada. De hecho, estaba examinando los archivos de un tal Rudy Kluger que veinte años antes había «matado y asesinado» a una estudiante de dieciséis años en Garden State High, después de acecharla en el bosque cercano a la zona del picnic. Rudy Kluger había sido puesto en libertad de la prisión estatal de Trenton hacía seis semanas y ya había infringido su libertad condicional no presentándose ante el oficial que le correspondía.

Jimmy Barrott sintió una opresión en el pecho al oír decir a la antigua tutora que en una fotografía creía haber visto a alguien oculto en el bosque exactamente cuándo Kay Crandell se iba y que la preocupaba terriblemente Rudy Kluger.

—Señorita Martin —dijo Jimmy Barrott—, se lo voy a decir francamente. Rudy Kluger ha salido de la cárcel. Ahora, estamos avisados respecto a él pero ¿podría hacerme un favor? haga como si ese Kluger no existiera. Examine de nuevo esas fotografías con una mente abierta. No sé por qué, pero tengo la sensación de que va usted a dar con algo que nos ayudará.

Tenía toda la razón sobre lo de tener una mente abierta, lo sabía. Marian colgó el teléfono y empezó a examinar de nuevo las fotos.

A las once y media, no podía mantener los ojos abiertos.

—Ya no soy tan joven como antes —dijo, disculpándose.

La habitación de huéspedes estaba en el segundo piso, al otro lado del cuarto de los niños. Con todo, Marian oyó vagamente gemir a uno de los gemelos en medio de la noche. Volvió a dormirse pero, en aquel breve momento de vigilia, se dio cuenta de que algo la inquietaba, algo que había visto en las fotos y que era absolutamente vital recordar.

*****

Clarence Gerber no durmió bien aquel viernes por la noche. Nada le gustaba más a Brenda que los barquillos hechos con la tostadora, y la tostadora no funcionaba desde hacía dos días. Como decía Brenda, no valía la pena comprar otra nueva cuando Donny Rubel podía arreglar la vieja y dejarla como nueva por diez dólares.

Durante aquella noche inquieta, Clarence reflexionó que el verdadero problema del retiro era que uno no tenía nada que hacer cuando se despertaba y que eso significaba que no había nada de qué hablar. Ahora, las dos hermanas de Brenda rondaban tanto por la casa que nunca lograba decir una palabra. Siempre le interrumpían cuando empezaba a hablar.

A las cinco de la mañana, cuando Brenda gruñía y resoplaba a su lado, lo más lejos que podía de su cuerpo sin caer de la cama de matrimonio Clarence concibió un plan. Quizá no valía el tiempo de Donny ir hasta allí por un trabajo de diez dólares, pero Clarence había encontrado una solución. En una o dos ocasiones no tenía dinero en efectivo para pagar a Donny la reparación, así que le había enviado un cheque por correo. Tenía su dirección. Por Howville. Timber Lane. Eso era. Cerca de aquellos lagos a los que Clarence acostumbraba a ir a nadar cuando era niño. Más tarde, por la mañana, localizaría la casa de Donny, dejaría la tostadora si él no estaba y una nota diciendo que pasaría a recogerla en cuanto Donny la tuviese lista.

El sueño hizo que los párpados de Clarence empezaran a cerrarse. Tenía una media sonrisa en el rostro mientras se quedaba dormido. Era estupendo tener un plan, tener algo que hacer cuando te despertaras.

*****

Mucho antes del amanecer, Kay oyó el sonido de una actividad ruidosa en la sala de estar. ¿Qué estaba haciendo Donny? Era un ruido sordo de objetos que caían. Donny estaba haciendo las maletas. La inevitabilidad de lo que aquellos ruidos de estirar y arrastrar significaban hicieron que Kay apretara los puños sobre su boca. Si alguna vez fuera realmente preciso permanecer tranquila para evitar sus sospechas, sería durante aquellas próximas horas. La única posibilidad que tenía de escapar de él era mientras terminaba sus últimos trabajos y entregas, aquella mañana. Si sospechaba algo se iría con ella de inmediato.

Fue capaz de fingir una sonrisa soñolienta cuando él le llevó una taza de café a las siete.

—Estás tan pensativo, Donny —murmuró mientras se sentaba, cuidando también de sujetar las mantas bajo los brazos.

Él parecía complacido. Llevaba unos pantalones azul oscuro y una camisa blanca de manga corta. En lugar de sus habituales zapatillas, se había calzado unos zapatos marrón claro muy brillantes. Evidentemente, se había tomado un especial cuidado con el pelo. Estaba pegado a su cabeza como si hubiese utilizado laca. Sus ojos de color turbio ardían de excitación.

—Ya lo he calculado todo, Kay —dijo—. Cargaré la mayoría de las cosas en la furgoneta antes de irme. Así, en cuanto vuelva podremos casarnos y tomar nuestro almuerzo de bodas. Tendrá que ser almuerzo porque no quiero esperar hasta la noche. Entonces, nos iremos. Voy a dejar ahora mismo un mensaje en el contestador diciendo que estoy de vacaciones. A mis mejores clientes les diré esta mañana que me caso. Así, nadie pensará que sea raro que no volvamos durante un tiempo.

Evidentemente, sus planes le complacían. Se inclinó y besó a Kay en la cabeza.

—Quizá cuando tengas un hijo vayamos a visitar a mi madre. Siempre se reía de mí cuando le decía que nunca llegaba a ninguna parte con las chicas. Siempre me decía que la única forma que tendría de conseguir una chica sería atándola. Pero cuando vea lo bonita que eres y lo mucho que queremos a nuestro hijo, apuesto a que pedirá disculpas…

No quería que Kay se vistiera antes de desayunar.

—Ponte la bata.

La excitación de su cuerpo le acercaba casi a la fiebre. Ella no quiso andar por allí sólo con el ceñido camisón y la bata.

—Donny, hace mucho frío. Déjame tu gabardina mientras esperamos.

Él había dejado fuera unos cuantos utensilios y el pote del café, la tostadora y dos platos. Todo lo demás estaba empaquetado.

—Nos alojaremos en tiendas y en cabañas casi todo el tiempo, hasta que lleguemos a Wyoming, Kay. A ti te gusta vivir sin comodidades, ¿verdad?

Tuvo que morderse los labios para reprimir una carcajada histérica. Ella había considerado pisos amueblados, muchos de ellos muy confortables «sin comodidades». Mike. Mike. Pensar en su nombre convirtió las carcajadas que le venían en un flujo de lágrimas. No lo hagas, se advirtió, no lo hagas.

—¿Estás llorando, Kay?

Donny se inclinó desde el otro lado de la mesa y la miró. De algún modo, se tragó la necesidad de llorar.

—Por supuesto que no. —Intentó parecer sin aliento y bromear—. Todas las novias están nerviosas antes de casarse.

La amplia separación entre sus labios y sus dientes era la caricatura de una sonrisa.

—Termínate el desayuno, Kay. Tienes que hacer la maleta.

Le enseñó una maleta de un rojo intenso.

—¡Sorpresa! La he comprado para ti.

Pero no dejó que se pusiera los téjanos y la camiseta.

—No, Kay. Guárdalo todo excepto el vestido de novia.

A las nueve y media, se marchó prometiendo no estar fuera más de dos o tres horas. En la sala de estar, sus dos viejas maletas rodeaban la roja nueva de ella. Sólo quedaba la fotografía de ellos en el baile de gala, en la pared.

—Intercambiaremos nuestras promesas delante de ella —había dicho Donny.

El vestido de bordado inglés le apretaba demasiado por los hombros. Le tiraba, y se rompió cuando intentaba alcanzar el destornillador del fondo de los muelles. Kay cogió el destornillador con la mano, luego lo dejó e hizo pedazos cuidadosamente el trozo de papel en el que Donny había escrito para ella los votos de matrimonio. La mataría de todos modos. Podía muy bien desafiarle allí, donde al menos su cuerpo podría ser encontrado algún día y Mike podría así dejar de buscarla.

Con la calma de la desesperación, cogió el destornillador, se levantó del sofá y se dirigió hacia la placa de metal, arrastrando con ella la pesada cadena. Se agachó, desenroscó el tornillo ya flojo, lo dejó caer sobre el suelo e introdujo la cabeza del destornillador en el segundo tornillo, el que ya había empezado a aflojar la tarde anterior.

*****

Mike llegó a la casa de O’Neil a las nueve en punto.

Era un precioso día de junio, de un sol radiante. «Parecía extraño que algo pudiera ir mal en un día como aquél», pensó Mike. Como en sueños, observó a un hombre joven poniendo en marcha un regador giratorio en el césped contiguo. A su alrededor, las personas hacían los trabajos habituales de los sábados por la mañana o iban a jugar al golf, o se iban de excursión con sus hijos. Durante las últimas tres horas, él había estado clavando más copias de la fotografía de Kay sobre los postes telefónicos de los clubes de natación de los alrededores.

Llamó golpeando suavemente a la puerta y después entró. Los demás estaban ya alrededor de la mesa de la cocina. Virginia y Jack O’Neil, Jimmy Barrott y las tres compañeras de clase de Virginia. Mike fue presentado a Marian Martin. De inmediato, percibió una nueva tensión en la habitación. Temiendo preguntar, miró de frente a Jimmy Barrott.

—Dígame lo que sabe.

—No sabemos nada —informó Jimmy Barrott—. Creemos que la señorita Martin puede haber descubierto a alguien escondiéndose en el camino en el momento en que Kay dejaba el picnic. Estamos haciendo ampliar esa copia. Ni siquiera estamos seguros de que no se trate de una rama de árbol o cualquier otra cosa. —Dudó como si fuera a seguir y luego dijo—: Sugiero que no perdamos el tiempo. Sigamos identificando a las personas de esas fotografías.

Los minutos pasaban. Mike estaba sentado, impotente. No podía ayudar de ninguna forma. Pensó en dirigirse a ciudades algo más lejanas, que todavía no hubiese llenado de fotografías de Kay, pero algo le mantenía allí. Tenía la sensación de que el tiempo se acababa. Estaba seguro de que todos la tenían.

A las nueve y media, Marian Martin sacudió la cabeza con impaciencia.

—Creí que conocería todas las caras, tonta de mí. Las personas cambian tanto… Lo que necesito es una lista de los estudiantes que se apuntaron a la fiesta. Eso ayudará.

—Es sábado —dijo Virginia—. La oficina está cerrada, pero llamaré a Gene Pearson a su casa. Vive a cuatro manzanas de la escuela. Es el director de Garden State —indicó a Mike.

—Le conozco.

Mike pensó en la anterior renuencia de Pearson.

Pero cuando llegó, escasamente treinta minutos más tarde, era evidente que Gene Pearson, igual que Jimmy Barrott, había cambiado de actitud. Iba sin afeitar, parecía haberse vestido con lo primero que había encontrado a mano y pidió perdón por haber tardado tanto.

Pearson entregó a Marian la lista de las personas que habían asistido a la fiesta.

—¿En qué puedo ayudar? —preguntó.

El teléfono sonó. Todos se sobresaltaron. Virginia cogió el auricular.

—Es para usted —dijo a Jimmy Barrott.

Mike intentó descifrar la expresión de Jimmy, pero no pudo.

—De acuerdo. Léale sus apestosos derechos y asegúrese de que firma la declaración —dijo Jimmy—. Ahora mismo voy.

La habitación estaba mortalmente silenciosa. Jimmy colgó el receptor y miró a Mike.

—Hemos estado intentando encontrar a un tipo llamado Rudy Kluger, que acababa de salir de la prisión. Estuvo condenado veinte años por asesinar a una chica a quien secuestró en la zona de picnic próxima a Garden State High.

Mike sintió una opresión en el pecho mientras esperaba.

Jimmy se humedeció los labios.

—Puede no tener nada que ver con la desaparición de su mujer, pero acaban de coger a Kluger en esos mismos bosques. Intentaba abordar a una joven que hacía jogging.

—Y pudo haber estado allí el miércoles —apuntó Mike.

—Es posible.

—Iré con usted.

Kay, pensó Mike, Kay.

Como si de repente sintieran que su trabajo era inútil, todos los que estaban en la mesa dejaron las fotografías. Una de las compañeras de la clase de Virginia empezó a sollozar.

—Mike, Kay te telefoneó anteanoche —le recordó Virginia.

—Pero no anoche. Y ahora Kluger está intentando coger a otra persona.

Mike siguió a Jimmy Barrott hasta el coche. Era consciente de que debía estar sufriendo una reacción de shock. No sentía nada en absoluto, ni dolor, ni pena, ni ira. De nuevo murmuró el nombre de Kay, pero no le produjo ninguna emoción.

Jimmy Barrott estaba dando marcha atrás con el coche cuando Jack O’Neil salió disparado de la casa.

—¡Espere! —gritó—. Le llaman de su oficina. Una mujer llamada Vina Howard vio uno de esos carteles con la fotografía de Kay y jura que Kay estuvo en su tienda de ropa, en Pleasantwood, ayer por la tarde.

Jimmy Barrott echó el freno de golpe. El y Mike salieron del coche de un salto y se dirigieron corriendo hacia la casa. Jimmy agarró el teléfono. Mike y los demás se arremolinaron a su alrededor. Jimmy hizo preguntas y gritó instrucciones. Colgó y se dirigió a Mike.

—Esta tal señora Howard y su ayudante juran que era Kay. Iba con un tipo de unos veintitantos años. La señora Howard pensó que iban drogados, pero después de hablar con mi gente se dio cuenta de que Kay estaba probablemente aterrorizada. Kay escribió la letra S arañando la pared del probador.

—Un tipo de veintitantos —exclamó Mike—. Eso significa que no puede ser Kluger. —El alivio se mezclaba con un nuevo temor—. Intentó escribir algo en el probador. —Su voz se quebró mientras murmuraba—: Una palabra que comienza con S…

—Puede haber intentado escribir SOCORRO —espetó Jimmy Barrott—. La cuestión es que, al menos, sabemos que no estaba con Kluger.

—¿Pero qué estaba haciendo en una tienda de ropa? —Preguntó Jack O’Neil.

El rostro de Jimmy Barrott manifestaba incredulidad.

—Ya sé que suena disparatado, pero estaba comprando un traje de novia.

—Tengo que hablar con esa mujer —dijo Mike.

—Ella y su ayudante vendrán aquí en cuanto un coche patrulla pueda traerlas —dijo Jimmy Barrott. Señaló la mesa—. Existe la posibilidad de que puedan identificar al tipo con el que estaba su mujer por esas fotos.

*****

Al acercarse a Howville, Clarence Gerber se sorprendió de ver cómo habían cambiado las cosas. En sus tiempos, era verdaderamente rústico, con montañas y lagos escondidos. Nunca se desarrolló como la mayoría de las ciudades de los alrededores. La contaminación había comenzado años atrás. Los residuos de las fábricas habían destruido la posibilidad de bañarse y de pescar. Pero no estaba preparado para la absoluta desolación de la zona. Las casas se deterioraban como si hubiesen sido abandonadas para siempre. Escombros y restos de coches formaban montones de herrumbre en las hondonadas de los lados de la carretera. Qué extraño que un chico como Donny Rubel permaneciera allí, pensó Clarence.

Volvieron a él recuerdos hacía mucho tiempo enterrados. Timber Lane no salía directamente de la carretera. Debía tomar aquella bifurcación dos o tres kilómetros más abajo de la carretera, seguir unos ocho kilómetros y, luego, a la derecha por un camino de tierra que se convertía en Timber Lane.

Clarence estaba satisfecho del día soleado, satisfecho de que su coche, que tenía once años, se portase tan bien. Le acababa de cambiar el aceite y, aunque jadeaba un poco en las cuestas, «igual que yo», diría, era un coche bueno y fuerte. No como los trozos de hojalata que hoy día llamaban coches y con cuyos precios se hubieran podido comprar mansiones en sus tiempos.

Las hermanas de Brenda habían llegado antes de que hubiera tomado siquiera una taza de café. Todas estuvieron encantadas de verlo marchar, mientras charlaban todo el rato de aquel tipo que iba pegando fotografías de su mujer desaparecida por toda la región. Clarence intentó imaginarse a Brenda desaparecida. Se rió entre dientes. Nunca le demandarían por perturbar la paz pegando su fotografía por ahí.

Encontró la bifurcación en la carretera. Mantente a la derecha, se dijo. El letrero de Timber Lane podía haber desaparecido, pero la conocería cuando la viera. El tostador estaba en el coche, a su lado. Se había acordado de llevar una hoja de papel blanco y un sobre. Si Donny no estaba en casa, le escribiría una nota. Quizá pudiera hacer una buena visita a Donny cuando volviera a recoger el tostador. Seguramente, Donny debía sentirse solo viviendo por allí. No parecía haber un alma en kilómetros a la redonda.

*****

El segundo tornillo estaba en el suelo. El tercero empezaba a soltarse. Kay hacía girar su peso de lado a lado mientras daba vueltas al mango del destornillador. Notaba que algo estaba aflojándose. ¡Oh Dios!, por favor, que no se rompa. ¿Cuánto hacía que se había ido? ¿Una hora al menos? El teléfono había sonado dos veces y la persona que llamaba recibía el mensaje de las vacaciones, pero Donny no llamó. Se enderezó y se secó el sudor de la frente. Un mareo le advirtió que estaba casi exhausta, sus piernas tenían calambres. Lamentando malgastar el tiempo, se puso en pie y se estiró. Se volvió y su mirada fue a dar en la fotografía del baile de gala de la pared de enfrente. Sintiendo náuseas, volvió a agacharse y, con un nuevo estallido de energía, hizo dar vueltas al mango del destornillador. De repente, giró rápidamente en su mano. El tercer tornillo estaba suelto. Lo sacó y, por primera vez, se atrevió a esperar realmente una oportunidad.

Y, entonces, oyó el sonido de un coche, un ruido de frenos. No, no, no. Entumecida, dejó el destornillador en el suelo y cruzó las manos. Que viera lo que estaba haciendo. Que la matase allí y en aquel mismo momento.

Al principio, creyó que eran imaginaciones suyas. No podía ser. Pero lo era. Alguien estaba golpeando la puerta. La voz de un hombre mayor gritaba:

—¡Eh! ¿Hay alguien en casa?

*****

El ulular de la sirena del coche patrulla y la loca carrera saltándose los semáforos en rojo, hicieron que los dieciséis kilómetros desde Pleasantwood hasta la casa de O’Neil, en Jefferson Township, parecieran una eternidad a Vina Howard y a su ayudante, Edna. Yo vi aquella fotografía de la mujer anoche, se reprochaba Vina en silencio, y todo lo que me preocupó fue el papel de la pared. Si, al menos… Debiera haber sido evidente que había algo raro. Aquel tipo tenía tanta prisa. Ella insistió en probarse el vestido, intentó perder tiempo pidiendo otros. Él descorrió la cortina del probador como si no confiase en ella. Y en todo lo que pensé fue en el empapelado.

Jimmy Barrott interrumpió a Vina cuando intentó decir todo aquello en la casa de O’Neil.

—Señora Howard, por favor. Creemos que quienquiera que raptase a Kay Crandell puede estar en estas fotografías, ¿por qué no las examina ahora? ¿Está usted segura de que tenía el pelo rojo? ¿Segura de que sus ojos eran azules?

—Del todo —respondió Vina—. De hecho, ¿verdad que comentamos que parecía acabar de arreglarse el pelo?

Marian Martin se levantó de la mesa.

—Siéntense aquí. Quiero volver a repasar la lista otra vez.

La terrible sensación de que había pasado algo por alto la corroía… ¿Por qué le estaba estallando en su interior? Se fue a la habitación de juegos. Gene Pearson la siguió.

Virginia hizo señas a sus amigas. Se agruparon en un sofá semicircular al otro lado de la habitación, frente a Marian Martin y Gene Pearson.

Mike permaneció en la mesa mirando los serios rostros de las dos mujeres de mediana edad que habían visto a Kay el día anterior. Pleasantwood. Él había estado allí.

—¿A qué hora dicen que estuvo Kay en su tienda? —preguntó a Vina.

—Sobre las tres. Quizá las tres y cuarto.

Él había salido de aquella casa el día anterior a las tres y se había dirigido directamente a Pleasantwood. Debía haber estado en aquella ciudad mientras Kay estaba allí. La ironía le hizo desear aplastar la pared con sus puños.

Jack O’Neil iba haciendo un montón con las fotografías una vez que Vina y Edna las rechazaban.

—No le puede pasar inadvertido —dijo Vina a Jimmy Barrott—. Todo lo que hay que hacer es buscar ese pelo.

Hizo una pausa y tomó una fotografía.

—¿Sabe? Es curioso. Hay algo en este…

—¿El qué? —preguntó, bruscamente, Jimmy Barrott.

—Hay algo tan familiar. —Vina se mordió el labio, irritada—. ¡Oh!, estoy perdiendo el tiempo. Ya sé lo que es. Estoy mirando su fotografía. —Y señaló hacia el estudio en el que Gene Pearson repasaba con Marian la lista de los asistentes a la fiesta.

Edna le cogió la foto.

—Ya sé lo que quieres decir, pero… —Su voz se desvaneció poco a poco. Siguió examinando la fotografía—. Parece tonto —dijo—, pero hay algo en ese hombre de la barba y las gafas oscuras…

En el estudio, Marian Martin estaba considerando la lista de alumnos desde un punto de vista distinto. Buscaba un nombre que, por alguna razón, le hubiera pasado inadvertido. Estaba empezando a leer la lista de la R cuando algo que Virginia decía llamó su atención.

—¿Recordáis cómo queríamos vestirnos todas como Kay Wesley? Pudo haber sido la reina del baile cuando fue la acompañante de nuestro baile de gala.

El baile de gala, pensó Marian Martin. Eso es lo que he estado intentando recordar. Donny Rubel, aquel chico extraño e introvertido que sentía aquella pasión por Kay. Sus dedos recorrieron rápidamente la página. Se había apuntado a la fiesta, pero no le había visto en ninguna de las fotografías. Por eso su nombre no le había llamado la atención.

Virginia miró a sus compañeras.

—Yo no le vi —contestó despacio. Las demás asintieron con la cabeza—. He oído decir que tiene una especie de negocio de reparaciones, pero siempre fue un solitario —prosiguió Virginia—. Dudo que hiciese caso a nadie de la escuela después de graduarnos. Creo que hubiese reparado en él si hubiera aparecido por allí.

—Donny Rubel —intervino Gene Pearson—. Estoy seguro de haber hablado con él. Incluso mencionó su negocio de reparaciones. Le pregunté si hablaría en el día de las salidas profesionales. Fue al final del picnic. Tenía tanta prisa que me desairó.

—Algo grueso —apuntó Marian—. De pelo castaño oscuro, ojos marrones. Menos de metro ochenta.

—No. Aquel chico era bastante delgado. Llevaba barba y tenía muy poco pelo. De hecho, me sorprendió que me dijera que se había graduado hacía sólo ocho años. Un momento. —Gene Pearson se levantó y se pasó la mano por la barba incipiente de su cara—. Está en una de esas fotografías conmigo. Voy a buscarla.

Como una sola persona, Pearson, Marian Martin, Virginia y sus compañeras salieron corriendo del estudio hacia la cocina. Vina Howard acababa de coger la fotografía de Pearson y Donny Rubel de la mano de su ayudante.

—¡Llevaba una peluca! —gritó Vina—. Por eso pensamos que tenía el pelo tan arreglado. Ése es el hombre que vino a mi tienda.

Marian Martin, Virginia y sus amigas miraron al delgado y barbudo extraño a quien ninguna de ellas había reconocido. Pero Gene Pearson gritó:

—¡Ése es Rubel! ¡Ése es Rubel!

Jimmy Barrott cogió la lista de la mano de Marian. La dirección de Donny Rubel figuraba junto a su nombre:

—Timber Lane, Howville —leyó—. Eso está a unos veinticinco kilómetros de aquí. El coche patrulla está fuera —indicó a Mike—. Vamos.

*****

Clarence Gerber no podía creer lo que oía. Una voz de mujer gritaba desde dentro de la casa que fuese a buscar ayuda, que telefonease a la Policía, que les dijera que era Kay Crandell. Pero ¿y si aquello era una broma o quienquiera que estuviese en el interior estuviera drogado o algo así? Clarence decidió intentar mirar dentro. Pero era imposible abrir las puertas y los postigos.

—No pierda el tiempo —gritó Kay—. Volverá en cualquier momento. Vaya a buscar ayuda. Le matará si le encuentra aquí.

Clarence dio un último empujón al postigo de la ventana delantera. Estaba cerrado con cerrojo desde el interior.

—Kay Crandell —repitió en voz alta, dándose cuenta en aquel momento de por qué el nombre le era familiar. Aquella era la mujer de la que aquella mañana hablaban Brenda y sus hermanas, aquella cuyo marido iba pegando carteles. Sería mejor que fuera rápidamente a la Policía. Olvidando por completo el tostador que había dejado en el porche, Clarence se metió de nuevo en el coche e intentó sacar velocidad a la vieja máquina mientras jadeaba y gruñía subiendo el camino de tierra, con sus curvas y baches.

Kay oyó que el coche se marchaba. Que llegue a tiempo, que llegue a tiempo. ¿A qué distancia habría un teléfono? ¿Cuánto tiempo tardaría la Policía en llegar? ¿Diez minutos? ¿Quince? ¿Media hora? Podría ser demasiado tarde. El cuarto tornillo estaba todavía firmemente en su lugar. Nunca podría aflojarlo. Pero quizá sí. Con tres tornillos menos, pudo utilizar el destornillador para arrancar una esquina de la placa de metal de la pared. Empezó a meter la cadena en la brecha hasta que pudo con las dos manos. Arqueó la espalda, estiró los brazos y arrastró con ella la cadena hasta que fue recompensada al oírla crujir y desgarrarse; luego, cayó hacia atrás al separarse la placa de metal de la pared, todavía con un pedazo de yeso viejo pegado a ella.

Kay se levantó, notando un fino hilillo de sangre donde su cabeza había rozado contra una esquina del sofá. La placa de metal era pesada. La cogió bajo un brazo, se enrolló la cadena a la muñeca y se dirigió hacia la puerta.

El sonido familiar de la furgoneta entrando en el claro asaltó sus oídos.

*****

La excitación que crecía en Donny había llegado a un grado febril. Se había desembarazado de todos los trabajos. Había explicado a todos sus clientes que iba a casarse y que se tomaba unas largas vacaciones. Parecieron sorprendidos y, luego, dijeron lo mucho que se alegraban por él y que iban a echarle de menos. Le pidieron que les dijera cuándo volvería.

Nunca volvería. Por todas partes adónde iba, veía las fotografías de Kay. Mike Crandell estaba buscándola por todas partes. Donny buscó la pistola en el bolsillo interior de su chaqueta. Mataría a Mike, a Kay y se mataría él antes de perderla.

Pero no quería pensar en ello. Todo iría bien. Se había ocupado de todo. Él y Kay se casarían dentro de unos minutos y celebrarían su almuerzo de bodas. Había comprado champán y unas cuantas cosas en la tienda de delicatessen y un pastel de coco que se parecía un poco a un pastel de bodas. Luego, se marcharían. Aquella noche estarían en Pennsylvania. Él conocía algunos buenos campings allí. Le inquietaba no haber tenido tiempo de comprar un camisón de novia a Kay, pero el que había estado llevando era realmente bonito.

Llegó a la bifurcación de la carretera. Otros diez minutos.

Esperaba que Kay hubiese memorizado la ceremonia nupcial. Una novia de junio. Deseaba haberse acordado de comprarle flores. La recompensaría.

—Tu marido te cuidará, Kay —dijo, en voz alta.

El sol era tan brillante que incluso con gafas de sol empezó a parpadear. Feliz es la novia sobre la que hoy brilla el sol. Pensó en el pelo atornasolado de Kay. Aquella noche, su cabeza reposaría sobre su hombro. Sus brazos estarían alrededor de él. Ella le diría lo mucho que le quería.

Oyó acercarse al viejo coche antes de verlo. Tuvo que apartarse a un lado para dejarlo pasar. Vislumbró un disperso cabello blanco y un tipo delgado inclinado sobre el volante. Había puesto unos grandes letreros que decían NO PASAR en la última curva del camino hacia su casa y, de todos modos, nadie se molestaría en acercarse a una casa tapiada con tablones. Con todo, Donny sintió que su cuerpo se estremecía de ira. No quería gente fisgoneando.

Temerariamente, apretó el pie sobre el acelerador. La furgoneta rebotaba por la serpenteante carretera. Cabello blanco disperso. Aquel coche. Él lo había visto antes. Mientras detenía el coche, Donny recordó la llamada telefónica del día anterior. Clarence Gerber. Ése era el tipo del coche.

Saltó de la furgoneta y empezó a correr hacia la casa y luego vio la tostadora en el porche. Recordó la forma nerviosa en que Gerber conducía, como si estuviese intentando hacer correr más al coche. Gerber iba a buscar a la Policía.

Donny subió de nuevo a la furgoneta de un salto. Alcanzaría a Gerber. Aquel viejo cacharro que conducía no podía ir a más de sesenta por hora. Le haría salir de la carretera. Y entonces… Donny puso en marcha la furgoneta, y su boca era una línea delgada, implacable. Y luego volvería allí y se cuidaría de Kay, que ahora sabía que le había traicionado.

*****

Mike se sentó al lado de Jimmy Barrott en la parte trasera del coche patrulla, escuchando ulular la sirena. Kay está a veinticinco kilómetros, a veinte, a quince.

«Dios, por favor, si existes, y sé que existes, cualquier cosa que quieras de mí, juro que la haré. Por favor», pensaba.

El paisaje había cambiado bruscamente. De repente, ya no estaban en bonitas ciudades de las afueras con céspedes bien cuidados y rosales florecientes. La carretera estaba rodeada de hondonadas llenas de escombros. El tráfico casi había desaparecido.

Jimmy Barrott estudiaba un mapa de carreteras de la zona.

—Apuesto algo a que no ha habido ni un solo indicador de caminos por aquí en veinte años —murmuró—. Iremos a dar a una bifurcación de la carretera en un kilómetro y medio aproximadamente —gritó al policía que conducía—. Gire a la derecha.

Estaban casi en la bifurcación cuando el conductor frenó de repente para evitar atropellar a un anciano que se tambaleaba en medio de la carretera, con el cabello lleno de sangre pegado a la cabeza. En la hondonada de abajo pudieron ver un coche en llamas. Jimmy abrió la puerta de golpe, saltó e hizo subir al anciano al coche patrulla.

Clarence Gerber jadeaba.

—Me sacó de la carretera. Donny Rubel. Tiene a Kay Crandell.

*****

Con total incredulidad Kay escuchó el chirriar de los neumáticos de la furgoneta al salir corriendo de nuevo carretera abajo. Donny debe de haber visto el coche que conducía el anciano, debe de haber sospechado algo. No dejes que Donny le haga daño, rogó a Dios, que parecía silencioso y lejano. Fue cojeando hasta la puerta, descorrió los cerrojos y la abrió de un tirón. Si aquel anciano conseguía llegar a un teléfono, tendría todavía una oportunidad. Podría conseguir esconderse en el bosque hasta que llegase ayuda. No valía la pena intentar huir. Apenas podía moverse con el peso que arrastraba. Algún instinto le hizo cerrar la puerta tras ella. Si Donny registraba la casa, eso le daría unos minutos adicionales.

¿Dónde debería intentar esconderse? El brillante sol estaba alto en el cielo, atravesando despiadadamente cada claro entre las ramas de los ásperos y crecidos árboles. Él estaría seguro de que ella trataría de huir por la carretera. Fue tambaleándose hacia el bosque del otro lado del claro y se dirigió hacia un grupo de arces. Apenas lo había alcanzado cuando la furgoneta subió corriendo por la carretera y se detuvo. Vio a Donny caminar con pasos deliberados y precisos, pistola en mano, hacia la casa.

*****

—Créame. Sé adónde voy —dijo Clarence Gerber a Jimmy Barrott, con voz quebrada y temblorosa—. He estado allí hace cinco minutos.

—El mapa dice… —Jimmy Barrott pensaba evidentemente que Gerber se confundía.

—Olvide el mapa —ordenó Mike—. Hágalo como él dice.

—Es una especie de atajo —explicó Clarence.

Le resultaba difícil hablar. Se sentía algo aturdido. Apenas podía creer lo que había sucedido. En un momento estaba conduciendo, todo lo de prisa que podía obligar a su viejo coche, y al minuto siguiente le cortaban y le obligaban a ir a la derecha. Apenas había vislumbrado la furgoneta de Donny Rubel cuando notó que las ruedas se salían del camino. Con cualquier otro coche se hubiera matado, pero se había agarrado al volante y a la vida hasta que el coche dejó de dar vueltas. Olió la gasolina y supo que tenía que salir rápidamente. La puerta del conductor estaba clavada contra el suelo, pero consiguió abrir la puerta contraria y luego subir la hondonada.

—Por ahí abajo —indicó al conductor—. Escúcheme, ¿quiere? Ahora la siguiente a la derecha, por el letrero de NO PASAR. Su casa está en un claro, unos veinte metros hacia abajo.

Mike observó cómo Jimmy Barrott y los policías sacaban sus armas.

Kay, está ahí para mí, está ahí. Está viva. Por favor. El coche patrulla irrumpió en el claro y se detuvo detrás de la furgoneta de reparaciones de Donny Rubel.

*****

Kay observó a Donny abrir la puerta y apartarla de una patada. Casi podía percibir su furia al darse cuenta de que ella se había ido. La cabaña estaba a menos de tres metros del grupo de árboles en el que se había escondido. Que empiece a buscar en la carretera, suplicó.

Un instante después apareció encuadrado en el umbral, mirando a su alrededor como un loco, con el arma apuntando hacia adelante. Ella apretó los brazos contra los costados. Si miraba en aquella dirección, el vestido blanco de bordado inglés se vería por entre las hojas y las ramas. Cualquier movimiento haría que la cadena hiciese ruido.

Oyó el sonido del vehículo que se acercaba en el mismo momento en que vio a Donny saltar hacia el interior de la casa. Pero no cerró la puerta. En lugar de eso, se quedó allí, esperando. El coche se detuvo detrás de la furgoneta. Kay vio destellar la luz roja. Un coche de Policía. Tengan cuidado, pensó, tengan cuidado. A él no le importa a quién mate. Vio a dos policías uniformados descender del coche. Habían aparcado en el lateral de la casa. Las ventanas estaban tapadas con tablones. No había forma de que pudieran ver a Donny, que en aquel momento estaba saliendo al porche, con una temeraria caricatura de sonrisa en el rostro. La puerta trasera del coche patrulla se abrió. Salieron dos hombres. Mike. Mike estaba allí. Los policías habían sacado sus armas. Se movían cautelosamente, pegados al lateral de la casa. Mike estaba con ellos. Donny cruzaba el porche de puntillas. Dispararía cuando dieran la vuelta a la esquina. A él no le importaba morir. ¡Mataría a Mike!

El claro estaba completamente silencioso. Incluso los graznidos de los gallos y el zumbido de las moscas habían cesado. Kay tuvo la breve sensación de que era el fin del mundo. Mike había pasado delante. Estaba sólo a unos cuantos metros de la esquina del porche en la que Donny esperaba.

Kay salió de detrás del árbol.

—Estoy aquí, Donny —gritó.

Le vio correr hacia ella, intentó apretarse contra el árbol, sintió la bala rozarle la frente, oyó el sonido de otras armas disparando y vio a Donny doblarse en el suelo. Un momento después, Mike corría hacia ella. Sollozando de alegría, Kay avanzó dando traspiés hacia el claro y hacia los brazos que corrían a abrazarla.

Jimmy Barrott no era hombre sentimental, pero tenía los ojos sospechosamente húmedos al observar a Kay y Mike, recortados contra los árboles, abrazándose como si nunca fueran a soltarse.

Uno de los policías se inclinó sobre Donny Rubel.

—Ha muerto —dijo a Jimmy.

El otro policía había vendado la cabeza de Clarence Gerber.

—Es usted fuerte —dijo a Clarence—. Por lo que puedo ver son rasguños en su mayoría. Le llevaremos a un hospital.