(The Anastasia Syndrome, 1989).
Judith cerró el libro que había estado examinando y dejó la pluma sobre el grueso cuaderno, con una mezcla de desgana y alivio. Había trabajado ininterrumpidamente durante horas y sintió calambres en la espalda al retirar la anticuada silla giratoria y levantarse de la mesa. Era un día nublado. Hacía mucho rato que había encendido la potente lámpara de mesa que compró para reemplazar a la lámpara victoriana de recargados ribetes que formaba parte del mobiliario de aquel piso de alquiler, en el barrio de Knightsbridge de Londres.
Judith flexionó los brazos y los hombros y se dirigió a la ventana para mirar hacia Montpellier Street. A las tres y media, la semioscuridad del día de enero se fundía ya con el crepúsculo que se acercaba y el ligero temblor de los cristales atestiguaba que el viento era todavía fuerte.
Sonrió inconscientemente, recordando la carta que había recibido en respuesta a su solicitud de información sobre la casa:
Apreciada Judith Chase:
El piso estará disponible desde el 1 de setiembre hasta el 1 de mayo. Sus referencias son muy satisfactorias y es para mí un consuelo saber que va a dedicarse a escribir su nuevo libro. La guerra civil de la Inglaterra del sigloXVII ha resultado maravillosamente fértil para los escritores románticos y es gratificador que lo haya escogido una seria historiadora de su categoría. El piso no es nada excepcional, pero es espacioso y creo que le resultará adecuado. El ascensor se estropea muy a menudo; no obstante, tres tramos de escalera no son demasiados, ¿no le parece? Yo misma los subo a pie voluntariamente.
La carta terminaba con una firma precisa y muy fina: «Beatrice Ardsley». Judith sabía por amigos comunes que Lady Ardsley tenía ochenta y tres años.
Tocó levemente el alféizar de la ventana con las yemas de los dedos y sintió el aire frío y cortante forzando su paso a través del marco de madera. Tiritando, Judith pensó que tendría tiempo de tomar un baño caliente, si se daba prisa. En el exterior, la calle estaba casi vacía. Los escasos peatones pasaban rápidamente, con la cabeza inclinada sobre el cuello y las solapas de los abrigos levantadas. Al volver la cabeza, vio a una niña muy pequeña, todavía aprendiendo a andar, correr calle abajo justo bajo su ventana. Horrorizada, Judith vio cómo la criatura tropezaba y caía en la calzada. Si algún coche daba la vuelta a la esquina, el conductor no tendría tiempo de verla. Un hombre mayor bajaba a la altura de la mitad de la calle. Tiró de la ventana para gritar y pedirle ayuda, pero entonces surgió de ninguna parte una mujer joven, se lanzó a la calle, recogió a la niña y la acunó entre sus brazos.
—¡Mami, mami! —oyó exclamar Judith.
Cerró los ojos y hundió la cara entre sus manos, mientras se escuchaba a sí misma gemir en voz alta: «¡Mami, mami! ¡Oh Dios mío! ¡Otra vez no!».
Se obligó a abrir los ojos. Tal como esperaba, la mujer y la criatura habían desaparecido. Sólo el anciano estaba allí, caminando por la acera con cuidado.
*****
El teléfono sonó mientras se sujetaba un alfiler de diamantes en la chaqueta de su traje de seda anafalla. Era Stephen.
—Cariño, ¿cómo te ha ido hoy escribiendo? —le preguntó.
—Muy bien, creo.
Judith sintió que su pulso se aceleraba. Cuarenta y seis años y su corazón brincaba como el de una colegiala al oír la voz de Stephen.
—Judith, tengo una maldita reunión de gabinete que se está alargando. ¿Te importaría mucho que nos encontráramos en casa de Fiona? Te enviaré el coche.
—No es preciso. Un taxi será más rápido. Que tú llegues tarde es una cuestión de Estado, que llegue yo es mala educación.
Stephen rió:
—¡Dios mío, cómo me facilitas la vida! —Bajó la voz—. Estoy loco por ti, Judith. Quedémonos en la fiesta sólo el tiempo preciso y luego vayamos a cenar solos los dos.
—Estupendo. Adiós, Stephen. Te quiero.
Judith colgó el receptor con una sonrisa jugueteando en sus labios. Hacía dos meses, la habían sentado junto a Sir Stephen Hallett en un banquete.
—Sin lugar a dudas, el mejor partido de Inglaterra —le confió su anfitriona, Fiona Collins—. Aspecto imponente, encantador, brillante. Ministro del Interior. Se dice que será el próximo Primer Ministro. Y, querida Judith, lo mejor de todo: está disponible.
—Vi a Stephen Hallett una o dos veces en Washington hace años —dijo Judith—. A Kenneth y a mí nos gustó mucho. Pero he venido a Inglaterra a escribir un libro, no a enredarme con un hombre, sea o no encantador.
—Eso es una tontería —espetó Fiona—. Hace diez años que enviudaste. Eso es mucho tiempo. Te has hecho un nombre como escritora importante. Querida, es realmente encantador tener un hombre en casa, especialmente si la casa resulta ser el número 10 de Downing Street. Estoy segura de que tú y Stephen estaríais perfectamente juntos. Judith, eres una mujer bonita pero siempre estás emitiendo señales que dicen: «No se acerquen, no me interesa». Por favor, no lo hagas esta noche.
No emitió las señales. Y aquella noche Stephen la acompañó a casa y subió a tomar la última copa. Estuvieron hablando hasta casi el amanecer. Al marcharse, la besó suavemente en los labios.
—Si he pasado una velada más agradable en toda mi vida, no la recuerdo —musitó.
*****
Encontrar un taxi no fue tan fácil como ella esperaba. Judith aguardó durante unos fríos diez minutos hasta que finalmente llegó uno. Mientras esperaba, intentó no mirar a la calle. Aquél era el lugar exacto en el que había visto caer a la niña desde su ventana. O en el que lo había imaginado.
La casa de Fiona era de estilo Regencia en Belgravia. Como miembro del Parlamento, a Fiona le regocijaba que la comparasen con la seca Lady Astor. Su esposo, Desmond, presidente de un imperio editorial mundial, era uno de los hombres más poderosos de Inglaterra.
Después de dejar el abrigo en el guardarropa, Judith se deslizó hacia el contiguo tocador. Se retocó los labios con brillo nerviosamente y echó hacia atrás los rizos que el viento había esparcido sobre su cara. Su cabello era todavía de un color castaño oscuro natural; aún no había comenzado a teñirse las ocasionales hebras plateadas. Un entrevistador había dicho una vez que sus ojos de color azul zafiro y su cutis de porcelana recordaban constantemente la idea de que ella era de cuna y herencia inglesas.
Ya era hora de entrar en el salón y dejar que Fiona la arrastrase de grupo en grupo. Fiona siempre hacía unas presentaciones que parecían propaganda comercial.
—Mi querida, queridísima amiga, Judith Chase. Una de las escritoras más prestigiosas de América. Premio Pulitzer, Premio del Libro Americano. Por qué esta hermosa criatura se especializa en revoluciones cuando yo podría contarle tanto chismorreo delicioso no lo sabré nunca. Con todo, sus libros sobre la Revolución francesa y la Revolución americana son sencillamente espléndidos y, sin embargo, pueden leerse como si fueran novelas. Ahora está escribiendo sobre nuestra guerra civil, Carlos I y Cromwell. Se halla completamente inmersa en ello. Me aterra que pueda encontrar secretos desagradables y desconocidos para nosotros sobre nuestros antepasados…
Fiona no dejaría el continuo comentario hasta estar segura de que todo el mundo era consciente de quién era Judith; después, cuando llegase Stephen, recorrería el salón cuchicheando que el ministro del Interior y Judith habían sido pareja en un banquete allí mismo, en aquella casa, y ahora… pondría los ojos en blanco y callaría el resto.
*****
En la entrada del salón, Judith se detuvo un momento para observar la escena. Cincuenta o sesenta personas, calculó rápidamente, casi la mitad de los rostros, familiares: líderes del gobierno, su propio editor inglés, los amigos aristócratas de Fiona, un famoso dramaturgo… Por su mente cruzó el efímero pensamiento de que, por muy a menudo que entrase en aquella pieza, siempre le impresionaba la exquisita sencillez de los apagados tejidos de los antiguos sofás, los distinguidos cuadros de museos, el discreto encanto de los ligeros cortinajes que enmarcaban las puertas cristaleras que daban al jardín.
—La señora Chase, ¿verdad?
—Sí.
Judith aceptó la copa de champán que un camarero le ofrecía mientras mostraba una sonrisa impersonal a Harley Hutchinson, el columnista y la personalidad televisiva que era considerado el principal e inveterado chismoso de Inglaterra. De unos cuarenta y pocos años, era alto y delgado, de ojos castaños e inquisidores y cabello moreno y lacio que le caía sobre la frente.
—¿Puedo decirle que está usted encantadora esta noche?
—Gracias.
Judith sonrió brevemente y comenzó a caminar.
—Siempre es un placer que una mujer hermosa vaya unida a un exquisito sentido de la moda. Es algo que no vemos a menudo en la clase alta de este país. ¿Cómo va su libro? ¿Encuentra usted nuestra pequeña disputa cromwelliana tan interesante como escribir sobre los campesinos franceses y los colonos americanos?
—¡Oh!, creo que su pequeña disputa está bien allí, con las demás.
Judith notó que la angustia que le había causado la alucinación de la criatura comenzaba a desaparecer. El sarcasmo tenuemente velado que Hutchinson utilizaba como arma restablecía su equilibrio.
—Dígame, señora Chase, ¿guarda usted su manuscrito para sí hasta que está completo o lo comparte? Algunos escritores disfrutan comentando el trabajo del día. Por ejemplo, ¿cuánto sabe Sir Stephen sobre su nuevo libro?
Judith decidió que era el momento de ignorarle.
—Aún no he hablado con Fiona. Discúlpeme.
No esperó la reacción de Hutchinson y cruzó el salón. Fiona estaba de espaldas a ella. Cuando Judith la saludó, Fiona se volvió, la besó rápidamente en la mejilla y murmuró:
—Querida, sólo un momento. Por fin he atrapado al doctor Patel y tengo mucho interés en escuchar lo que tiene que decir.
*****
El doctor Reza Patel, el psiquiatra y neurobiólogo mundialmente famoso. Judith le estudió atentamente. Alrededor de cincuenta años. Ojos de un negro intenso que ardían bajo unas espesas cejas. Una frente que se arrugaba con frecuencia mientras hablaba. Una buena mata de cabello negro que enmarcaba su morena cara de rasgos apacibles. Un bien cortado traje gris de rayas finas. Además de Fiona, cuatro o cinco personas más se agrupaban en torno a él. Sus expresiones mientras le escuchaban iban del escepticismo al temor. Judith sabía que la capacidad de Patel de hacer retroceder a pacientes bajo hipnosis a una infancia muy temprana y de hacer que describieran exactamente sus experiencias traumáticas se consideraba el mayor adelanto en psicoanálisis en toda una generación. También sabía que su nueva teoría, que él llamaba el Síndrome de Anastasia, había sorprendido y alarmado al mundo científico.
—No espero ser capaz de probar mi teoría hasta dentro de bastante tiempo —estaba diciendo Patel—. Pero, después de todo, muchos se burlaban hace diez años de mi creencia en que una combinación de medicación benigna e hipnosis podía liberar los bloqueos que la mente establece como autoprotección. Ahora, dicha teoría es aceptada y de utilización general. ¿Por qué habría de obligarse a ningún ser humano a pasar por años de análisis para encontrar la razón de su problema, cuando puede descubrirse en unas cuantas visitas breves?
—Pero seguro que el Síndrome de Anastasia es muy distinto… —intervino Fiona.
—Diferente, pero notablemente similar. —Patel hizo un ademán con las manos—. Miren las personas de esta sala. Típicos de la flor y nata de Inglaterra. Inteligentes. Bien informados. Líderes probados. Cualquiera de ellos podría ser un canal adecuado para evocar a los grandes líderes de los siglos. Piensen en cuánto mejor sería el mundo si pudiéramos tener el consejo actual de Sócrates, por ejemplo. Miren, ahí está Sir Stephen Hallett. En mi opinión, será un excepcional Primer Ministro pero ¿no sería tranquilizador saber que Disraeli o Gladstone estaban aconsejándole? ¿Que fuesen literalmente parte de su ser?
¡Stephen! Judith se volvió rápidamente y luego esperó mientras Fiona se dirigía con celeridad a saludarle. Consciente de que Hutchinson la observaba, permaneció deliberadamente junto al doctor Patel cuando los demás se alejaron.
—Doctor, si entiendo su teoría. Ana Anderson, la mujer que afirmaba ser Anastasia, estaba recibiendo tratamiento por un colapso nervioso. Usted cree que, durante una sesión en la que se encontraba bajo hipnosis y había sido tratada con medicamentos, retrocedió accidentalmente a aquel sótano de Rusia en el preciso momento en el que la Gran Duquesa Anastasia era asesinada junto al resto de la familia real.
Patel afirmó con la cabeza.
—Ésa es exactamente mi teoría. Cuando el espíritu de la Gran Duquesa dejó su cuerpo, en lugar de ir al otro mundo entró en el cuerpo de Ana Anderson. Sus identidades se fundieron. Ana Anderson se convirtió realmente en la personificación viviente de Anastasia, con sus recuerdos, sus emociones, su inteligencia.
—¿Y la personalidad de Ana Anderson? —preguntó Judith.
—Parece no haber existido conflicto. Era una mujer muy inteligente, pero se entregó de buen grado a su nueva posición de heredera superviviente del trono de Rusia.
—Pero ¿por qué Anastasia? ¿Por qué no su madre, la Zarina o una de sus hermanas?
Patel enarcó las cejas.
—Una pregunta muy perspicaz, señora Chase, y al formularla ha puesto usted el dedo de pleno en la llaga del problema del Síndrome de Anastasia. La historia nos dice que Anastasia era con mucho la mujer de la familia con un carácter más resuelto. Quizá las demás aceptaron su muerte con resignación y pasaron al plano siguiente. Ella no quería marcharse, luchó por quedarse en esta zona temporal y aprovechó la presencia accidental de Ana Anderson para agarrarse a la vida.
—Entonces, ¿está usted diciendo que las únicas personas que, en teoría, se podría evocar serían aquellas que murieron de mala gana, aquellas que deseaban vivir desesperadamente?
—Exactamente. Es por lo que he mencionado a Sócrates, que fue obligado a beber cicuta, en lugar de a Aristóteles, que murió por causas naturales. Esa es la razón por la que fui verdaderamente frívolo cuando sugerí que Sir Stephen podía ser un canal apropiado para absorber la esencia de Disraeli. Disraeli murió pacíficamente, pero algún día tendré también el saber necesario para evocar a los muertos apacibles cuyo liderazgo moral se necesita de nuevo. Y Sir Stephen viene hacia usted ahora. —Patel sonrió—. Permítame decirle que admiro enormemente sus libros. Su erudición es un placer.
—Gracias.
Tenía que preguntárselo.
—Doctor Patel —dijo apresuradamente—. Usted ha podido ayudar a personas a recobrar recuerdos de la temprana infancia, ¿verdad?
—Sí. —Su expresión se volvió interesada—. No es una pregunta ociosa.
—No, no lo es.
Patel introdujo la mano en su bolsillo y le entregó su tarjeta.
—Si alguna vez desea hablar conmigo, por favor, llámeme.
Judith sintió una mano en su brazo y levantó los ojos hacia el rostro de Stephen. Intentó mantener un tono de voz impersonal.
—Stephen, qué alegría verte. ¿Conoces al doctor Patel?
Stephen saludó a Patel con la cabeza cortésmente y cogiéndola del brazo la condujo hasta el otro extremo del salón.
—Cariño —murmuró—. En nombre del cielo, ¿por qué malgastas tu aliento con ese charlatán?
—No lo es… —Judith se interrumpió. De todas las personas, Stephen Hallett era la última de quien pudiera esperarse que respaldara las teorías del doctor Patel Los periódicos ya habían publicado la sugerencia de Patel de que Stephen podía ser un candidato idóneo para absorber el espíritu de Disraeli. Ella le sonrió, sin importarle por el momento que estuvieran siendo observados por casi todas las personas de la sala.
Se produjo una conmoción cuando la anfitriona saludó a la Primera Ministra en la puerta.
—Normalmente, no asisto a muchos de estos cócteles, pero he venido en consideración a ti, querida —le explicó a Fiona.
Stephen rodeó a Judith con su brazo:
—Ya es hora de que conozcas a la Primera Ministra, cariño.
*****
Fueron a cenar al «Brown’s Hotel». Mientras tomaban una ensalada y lenguado Véronique, Stephen le contó cómo le había ido el día.
—Quizás el más frustrante en, al menos, una semana. Maldita sea, Judith, la Primera Ministra tiene que terminar pronto con las especulaciones. La disposición del país exige unas elecciones. Necesitamos un mandato y ella lo sabe. Los laboristas lo saben y estamos en un punto muerto. Y, no obstante, lo comprendo. Si ella no se presenta como candidata a la reelección, entonces ya está. Cuando me llegue el momento, me será muy difícil retirarme de la vida pública.
Judith jugueteaba con su ensalada.
—La vida pública es toda tu vida, ¿no es así, Stephen?
—Durante los años en los que Jane estuvo enferma, fue mi salvación. Ocupó mi tiempo, mi mente y mis energías. En los tres años transcurridos desde que murió, no puedo decirte a cuántas mujeres me han presentado. Salí con algunas y me di cuenta de que sus rostros y sus nombres se mezclaban. ¿Quieres conocer una prueba interesante para una mujer? Cuando ella hace planes que te incluyen, ¿está visiblemente molesta cuando llegas inevitablemente tarde?
»Después, una noche, una fría noche de noviembre, te encontré en casa de Fiona y la vida se hizo distinta. Ahora, cuando los problemas se me amontonan, una voz tranquila susurra: “Dentro de unas horas verás a Judith”.
Alargó la mano por encima de la mesa y tocó la de ella.
—Ahora, déjame que te haga la pregunta. Tú has hecho una carrera con mucho éxito. Me has dicho que a veces trabajas toda la noche o te encierras durante días seguidos cuando tienes una fecha límite. Yo respetaré tu trabajo del mismo modo que tú respetas el mío, pero habrá veces, muchas veces, en las que necesitaré que atiendas asuntos conmigo o me acompañes en viajes al extranjero. ¿Sería eso una carga para ti, Judith?
Judith miró fijamente su vaso. En los diez años transcurridos desde la muerte de Kenneth, había conseguido crearse una nueva vida por sí sola. Era periodista del Washington Post cuando Kenneth, el corresponsal de la Casa Blanca de la «Potomac Cable Network», murió en un accidente aéreo. Cobró suficiente dinero del seguro como para dejar su trabajo y acometer la idea que le había obsesionado desde la primera vez que leyó un libro de Bárbara Tuchman. Estaba decidida a convertirse en una erudita historiadora.
Los miles de horas de tediosa investigación, las largas noches pasadas escribiendo a máquina, el reescribir y corregir, todo había valido la pena. Su primer libro, El mundo está al revés, sobre la revolución americana, ganó un Premio Pulitzer y se convirtió en un best setter. Su segundo libro, publicado hacía dos años, sobre la Revolución francesa. Oscuridad en Versalles, había tenido igual éxito y había recibido el Premio del Libro Americano. Los críticos la habían aclamado como «fascinante narradora que escribe con la erudición de un catedrático de Oxford».
Judith miró de frente a Stephen. La suave luz de los apliques de candelabro de la pared y la vela del candelabro que flameaba sobre la mesa suavizaban las severas líneas de sus aristocráticos rasgos y subrayaban los profundos tonos azul grisáceo de sus ojos.
—Creo que, como tú, también he amado mi trabajo y me he sumido en él para olvidar el hecho de que, en el verdadero sentido de la palabra, no he tenido una vida íntima desde que Kenneth murió. Hubo un tiempo en que podía cumplir con los plazos y hacer juegos malabares alegremente con todos los compromisos que entrañaba el hecho de estar casada con un corresponsal de la Casa Blanca. Creo que las recompensas de ser mujer además de escritora son maravillosas.
Stephen sonrió y alargó la mano buscando la de ella.
—Realmente pensamos igual, ¿verdad?
Judith retiró su mano.
—Stephen, hay una cosa que debes tener en cuenta. Con cincuenta y cuatro años no eres demasiado mayor como para no poder casarte con una mujer que pueda darte un hijo. Yo siempre esperé crear una familia y, sencillamente, no sucedió. A los cuarenta y seis años, con toda seguridad no sucederá.
—Mi sobrino es un excelente joven a quien siempre le ha gustado la heredad de Edge Barton. Estaré encantado de que él la herede, así como el título, cuando llegue el momento. Mis energías a esta edad no llegan hasta la paternidad, sencillamente.
*****
Stephen subió al piso a tomar un coñac. Brindaron solemnemente por sí mismos mientras convenían que ninguno de los dos quería atraer publicidad sobre su vida íntima. Judith no deseaba que la importunara el aturdimiento del chismorreo de los columnistas mientras escribía su libro. Cuando llegasen las elecciones, Stephen quería responder preguntas sobre problemas concretos, no sobre su noviazgo.
—Aunque, por supuesto, les encantarás —comentó—. Hermosa, con talento y huérfana de la guerra británica. ¿Puedes imaginarte qué día de actividad tendrán cuando nos relacionen?
A ella la asaltó un repentino y vivido recuerdo del incidente de aquella tarde. La criatura, «¡Mami, mami!». La semana anterior, estando en una ocasión junto a la estatua de Peter Pan, en Kensington Gardens, la había atormentado el obsesionante recuerdo de haber estado allí anteriormente. Diez días antes casi se había desmayado en la estación de Waterloo, segura de haber escuchado el sonido de una explosión, de haber sentido trozos de escombros cayendo a su alrededor…
—Stephen —dijo—, hay una cosa que se está volviendo muy importante para mí. Sé que nadie se presentó a reclamarme cuando me encontraron en Salisbury, pero yo iba bien vestida, era evidente que me habían cuidado bien. ¿Hay algún modo de que yo pueda averiguar cuál es mi origen? ¿Me ayudarás?
Pudo percibir que los brazos de Stephen se ponían tensos.
—¡Por Dios, Judith, ni siquiera pienses en ello! Me dijiste que se hizo todo lo posible para averiguar quién era tu familia y que no apareció ni una sola pista. Tu familia más cercana probablemente fue aniquilada en los bombardeos. Y, aunque fuese posible, sólo nos faltaría desenterrar a algún oscuro primo que resultara traficante de drogas o terrorista. Por favor, hazlo por mí, ni pienses en ello siquiera, al menos mientras esté en la vida pública. Después te ayudaré, te lo prometo.
—¿La mujer del César debe ser intachable?
Él la atrajo hacia sí y ella percibió la fina lana de la chaqueta de su traje contra su mejilla y sintió la fuerza de sus brazos a su alrededor. Su beso, profundo y exigente, aceleró sus sentidos, despertó en ella emociones y deseos que había abandonado resueltamente cuando perdió a Kenneth. Pero, aun así, sabía que no podía esperar indefinidamente la búsqueda de su familia natural.
Fue ella quien interrumpió el abrazo.
—Me dijiste que tenías una reunión a primera hora —le recordó—. Y yo voy a intentar escribir otro capítulo esta noche.
Los labios de Stephen rozaron su mejilla.
—Me salió el tiro por la culata, ya veo. Pero tienes razón, al menos en lo que se refiere al futuro inmediato.
Judith permaneció de pie, mirando la ventana, mientras el chófer de Stephen le abría la puerta del «Rolls». Las elecciones eran inevitables. En el futuro próximo, ¿iría ella en aquel «Rolls» como la esposa del Primer Ministro de la Gran Bretaña? Sir Stephen y Lady Hallett…
Amaba a Stephen. Entonces, ¿por qué aquella angustia? Con impaciencia volvió al dormitorio, se puso un camisón y una bata de lana caliente y volvió a su escritorio. Minutos más tarde, se hallaba profundamente concentrada en la escritura del siguiente capítulo de su libro sobre la guerra civil en Inglaterra. Había terminado los capítulos de las causas del conflicto, los nocivos impuestos, el Parlamento disuelto, la insistencia sobre el derecho divino de los reyes, la ejecución de Carlos I, los años de Cromwell y la restauración de la monarquía. Ahora, estaba preparada para escribir sobre la suerte de los regicidas, aquellos que planearon, firmaron o ejecutaron la sentencia de muerte de Carlos I e iban a conocer la pronta justicia de su hijo, Carlos II.
Su primera visita a la mañana siguiente fue al Archivo Nacional de Chancery Lane. Harold Wilcox, el bibliotecario encargado de los documentos, sacó de buena gana montones de papeles viejos. A Judith le pareció que siglos de polvo habían ocupado sus páginas.
Wilcox admiraba profundamente a Carlos II.
—Un muchacho de casi sólo dieciséis años cuando tuvo que huir del país por primera vez para librarse de la amenazadora suerte de su padre. Un tipo inteligente. El príncipe se escabulló por entre las líneas de los Cabezas Rapadas en Truro, embarcó hacia Jersey y continuó hasta Francia. Regresó para acaudillar a los realistas, volvió a escapar a Francia y permaneció allí y en Holanda hasta que Inglaterra recuperó el juicio y solicitó su vuelta.
—Estuvo cerca de Breda. He estado allí —replicó Judith.
—Un lugar interesante, ¿verdad? Y si se fija usted, verá que muchos habitantes de la ciudad poseen rasgos de las características de los Estuardo. A Carlos II le encantaban las mujeres. Fue en Breda donde firmó la famosa declaración en que prometía la amnistía para los verdugos de su padre.
—No mantuvo su promesa. En realidad, aquella declaración fue una mentira cuidadosamente expresada.
—Lo que él escribió era que ampliaba el perdón cuando fuese querido y merecido. Pero ni él ni sus consejeros consideraron que todos merecían esa gracia. Veintinueve hombres fueron juzgados por regicidio, el asesinato de un rey. Otros se entregaron y fueron enviados a prisión. Aquellos a quienes se encontró culpables fueron colgados, desollados y descuartizados.
Judith asintió con la cabeza.
—Sí, pero nunca hubo una explicación clara para el hecho de que el rey también asistiese a la decapitación de una mujer, Lady Margaret Carew, que estaba casada con uno de los regicidas. ¿Qué crimen cometió ella?
Harold Wilcox frunció el entrecejo.
—Siempre hay rumores en torno a los hechos históricos —respondió—. Yo no me ocupo de los rumores.
*****
El crudo y glacial frío de los días anteriores había dado paso a un sol brillante y a una brisa casi suave. Cuando salió del Archivo Nacional, Judith caminó un kilómetro y medio hasta Cecil Court y pasó el resto de la mañana curioseando por las librerías antiguas de la zona. Había muchos turistas y pensó que la temporada turística duraba ahora doce meses. Y entonces se dio cuenta de que a los ojos de los británicos también ella era una turista.
Con los brazos llenos de libros, decidió almorzar rápidamente en alguno de los pequeños salones de té próximos a Covent Garden. Mientras se abría camino por el atestado mercado, se detuvo a mirar a los malabaristas y a los bailarines con zuecos, que parecían particularmente alegres en el inesperado respiro del agradable día.
Y entonces sucedió. El gemido continuado y penetrante de las sirenas de los bombardeos aéreos hizo estallar el aire. Las bombas que corrían hacia ella oscurecieron el sol, el edificio de detrás de los malabaristas se convirtió en una masa derruida de ladrillos rotos y fuego. No podía respirar. El calor del humo le abrasaba el rostro y obstruía sus pulmones. Sus brazos quedaron sin fuerza y los libros cayeron por el suelo.
Frenéticamente alargó el brazo, buscando a tientas una mano.
—Mami —murmuró—. Mami, no puedo encontrarte. Un sollozo le subió por la garganta mientras las sirenas se alejaban, el sol volvía y el humo desaparecía. Cuando sus ojos recuperaron la visión, se dio cuenta de que estaba agarrada a la manga de una mujer pobremente vestida, que llevaba una bandeja de flores de plástico.
—¿Está usté bien, reina? —Le preguntaba la mujer—. No irá a desmayarse ahora, ¿verdá?
—No, no. Ya estoy bien.
Consiguió recoger los libros y dirigirse hacia un salón de té. Sin preocuparse por la carta que la camarera le ofrecía, pidió té y tostadas. Cuando le sirvieron el té las manos le temblaban todavía con tanta violencia que apenas podía sostener la taza.
Al pagar la cuenta, sacó de su billetero la tarjeta que el doctor Patel le había dado en la fiesta de Fiona. Había visto una cabina telefónica en Covent Garden. Le llamaría desde allí.
Rogó que estuviera mientras marcaba el número.
La recepcionista no quería pasar la comunicación al doctor.
—El doctor Patel acaba de ver a su último paciente y no visita por las tardes. Puedo darle una hora de visita para la próxima semana.
—Dele mi nombre. Dígale que es una urgencia.
Judith cerró los ojos. El gemido de las sirenas de los bombardeos. Iba a suceder de nuevo.
Y entonces escuchó la voz del doctor Patel:
—Tiene usted mi dirección, señorita Chase. Venga inmediatamente.
Cuando llegó a su consulta en Welbeck Street, había recuperado algo del control sobre sí misma. Una mujer delgada, de unos cuarenta años, vestida con una bata blanca de laboratorio y con el pelo rubio recogido en un austero moño la hizo pasar.
—Soy Rebecca Wadley —dijo—, la ayudante del doctor Patel. El doctor está esperándola.
La recepción era pequeña y el despacho muy grande, con paneles de color cereza, una pared llena de libros, un escritorio de roble macizo, varias cómodas butacas y en el rincón un discreto sofá reclinable, tapizado. Parecía el estudio de un erudito. No había nada que sugiriese una atmósfera clínica.
Judith asimilaba subconscientemente los detalles del lugar cuando, a sugerencia del doctor, dejó las bolsas sobre una mesa de mármol, próxima a la puerta de la recepción. Instintivamente, echó una mirada al espejo que había sobre la mesa y se asustó al ver su cara mortalmente pálida, los labios cenicientos y las pupilas de sus ojos dilatadas.
—Sí, tiene usted el aspecto de alguien que está saliendo de un shock —le dijo el doctor Patel—. Venga. Siéntese. Dígame exactamente qué ha sucedido.
La actitud algo jovial que había mostrado en la fiesta había desaparecido. Tenía los ojos serios y su expresión era grave mientras escuchaba. La interrumpió algunas veces para aclarar lo que ella estaba contándole.
—Usted fue encontrada errando por Salisbury cuando era una niña de menos de dos años. O no había comenzado todavía a hablar o era incapaz de hacerlo debido al shock. No llevaba ninguna identificación. Eso me sugiere que debía de ir usted acompañada de un adulto. Desgraciadamente, la madre o la niñera llevarían por lo general la identificación de los niños si viajasen juntos.
—Mi vestido y mi jersey eran hechos a mano —dijo Judith—, y no creo que eso sugiera que fui abandonada.
—Me asombra que permitiesen su adopción —apuntó Patel—, especialmente a un matrimonio americano.
—Mi madre adoptiva era miembro del servicio femenino de la Marina británica que me encontró. Estaba casada con un oficial de Marina americano. Permanecí en el orfanato casi hasta los cuatro años, antes de que se les permitiera acogerme.
—¿Ha estado usted en Inglaterra anteriormente?
—Unas cuantas veces. Después de la guerra, mi padre adoptivo, Edward Chase, estuvo en el cuerpo diplomático. Vivimos en el extranjero en muchos países hasta que fui al colegio. Visitamos Inglaterra e incluso volvimos al orfanato. Curiosamente, no tengo ningún recuerdo de ello. Parecía como si siempre hubiese estado con ellos, y nunca me preocupó. Pero hace años que han muerto y hace cinco meses que estoy viviendo en Inglaterra, inmersa en la historia inglesa. Es como si todos mis genes ingleses se estuvieran agitando. Me siento en casa aquí. Pertenezco aquí.
—De modo que todas las barreras defensivas que levantó en su cerebro cuando era una niña muy pequeña están siendo atacadas… —susurró Patel—. A veces sucede, pero creo que detrás de estas alucinaciones hay más de lo que a usted puede parecerle. ¿Sabe Sir Stephen que ha venido a verme?
Judith negó con la cabeza.
—No. En realidad, le molestaría mucho.
—Creo que «charlatán» es la etiqueta adecuada para mí, ¿no es así?
Judith no respondió. Las manos le temblaban todavía. Las apretó fuertemente sobre su regazo.
—No importa —repuso Patel—. Aquí veo tres factores. Usted está absorta en la historia inglesa, en cierto modo obligando a su mente a retroceder al pasado. Sus padres adoptivos han muerto y ya no tiene un sentimiento de deslealtad hacia ellos si busca a su familia originaria. Y, finalmente, vivir en Londres está acelerando estos episodios. El episodio de la estatua de Peter Pan en Kensington Gardens, que usted imaginó ver que un niño tocaba, probablemente puede ser explicado con facilidad. Podría muy bien haber jugado allí de niña. Las sirenas de los bombardeos, los bombardeos. Puede usted haber vivido bombardeos, aunque eso no explicaría que fuese abandonada en Salisbury. Y, ahora, ¿quiere usted que la ayude?
—Sí. Usted dijo ayer que puede hacer regresar a las personas a la más temprana infancia.
—No siempre con éxito. Las personas de carácter, y yo ciertamente diría que usted es una de ellas, se resisten a la hipnosis. Tienen la sensación de que la hipnosis significa rendir su voluntad a la de otra persona. Por ello podría necesitar su autorización para utilizar una droga suave en caso de que fuese necesaria para desbloquear esa resistencia. Piénselo. ¿Puede usted volver la semana que viene?
—¿La semana que viene?
Desde luego, no hubiera debido esperar que pudiera atenderla de inmediato. Judith intentó esbozar una sonrisa.
—Llamaré a su recepcionista mañana por la mañana para pedirle hora.
Se dirigió hacia la mesa en la que había dejado su bolso de bandolera y los libros.
Y la vio. Vio a la misma criatura. Esta vez corriendo por la habitación. Tan cerca que pudo ver el vestido que llevaba. Y el jersey. Las mismas prendas que ella vestía cuando la encontraron en Salisbury, las prendas que estaban ahora guardadas en un armario de su piso en Washington.
Se adelantó rápidamente para ver la cara de la niña, pero la criatura, con una masa de rizos dorados flotando alrededor de su cabeza, desapareció.
Judith se desmayó.
Cuando recobró el conocimiento, se encontraba tendida sobre el sofá del consultorio de Patel. Rebecca Wadley sostenía un frasco bajo su nariz. El acre olor del amoníaco echó atrás a Judith. Apartó el frasco.
—Estoy bien —dijo.
—Dígame lo que ha sucedido —le ordenó Patel—. ¿Qué vio usted?
De forma vacilante, Judith describió la alucinación.
—¿Me estoy volviendo loca? —preguntó—. Esta no soy yo. Kenneth siempre decía que yo tenía más sentido común que todo el resto de Washington. ¿Qué está ocurriéndome?
—Lo que está sucediendo es que se halla usted cerca de un descubrimiento, más cerca de lo que yo creía. ¿Cree que se siente lo suficientemente fuerte como para comenzar el tratamiento ahora? ¿Firmará usted las autorizaciones necesarias?
—Sí, sí.
Judith cerró los ojos mientras Rebecca Wadley le explicaba que iba a desabrocharle el cuello de la blusa, quitarle las botas y cubrirla con una manta ligera. Pero su mano se mantuvo firme mientras firmaba los documentos que Wadley le presentó.
—Está bien, señorita Chase, el doctor va a comenzar el procedimiento —dijo Wadley—. ¿Se encuentra usted cómoda?
—Sí.
Judith notó que le subían una manga, le ponían una almohadilla alrededor del brazo y el pinchazo de una aguja en la mano.
—Judith, abre los ojos. Mírame. Y entonces siente cómo empiezas a relajarte.
Stephen, pensó Judith mientras miraba la cara, ahora indefinida, de Reza Patel. Stephen…
El espejo decorativo de detrás del sofá era, en realidad, un cristal unidireccional que hacía posible observar y filmar las sesiones de hipnosis desde el laboratorio sin distraer al paciente. Rebecca Wadley se dirigió de prisa hacia el laboratorio. Conectó una cámara de vídeo, la pantalla de televisión, el sistema de intercomunicación y las máquinas que controlarían el pulso y la presión sanguínea de Judith.
Observó con atención la disminución del latido del corazón y el descenso de la presión mientras Judith comenzaba a sucumbir a los esfuerzos de Patel por hipnotizarla.
Judith se sintió arrastrada, se sintió responder a las amables sugerencias de Patel de que se relajase y cayese en un sosegado sueño. No, pensó. No. Comenzó a luchar contra la sedante somnolencia.
—No responde. Se resiste —dijo Wadley, en voz baja.
Patel asintió con la cabeza y apretó el émbolo unido a la aguja hipodérmica clavada en la mano de Judith, introduciendo una pequeña cantidad de droga en la paciente.
Judith deseaba abrirse paso hacia la conciencia. Su cuerpo le advertía que no se abandonase. Luchaba por abrir los ojos.
De nuevo Patel descargó fluido desde el émbolo hacia la aguja hipodérmica.
—Está usted en la dosis máxima, doctor. No dejará que la hipnotice. Está saliendo de la hipnosis.
—Deme la ampolla de litencum —ordenó Patel.
—Doctor, no creo…
Patel había utilizado la droga litencum para acabar con el bloqueo psicológico en casos profundamente perturbados. Tenía las mismas características que la sustancia utilizada en el tratamiento de Ana Anderson, la mujer que afirmaba ser la Gran Duquesa Anastasia.
Era la droga que, administrada en cantidad suficiente, Patel estaba seguro de que recrearía el Síndrome de Anastasia.
Rebecca Wadley, que veneraba a Reza Patel como a un genio y le amaba como hombre se asustó.
—Reza, no lo haga —le rogó.
Judith oía sus voces vagamente. La sensación de sopor empezaba a desaparecer. Se movió.
—Deme la ampolla —le ordenó Patel.
Rebecca fue a buscarla, la abrió mientras volvía corriendo al despacho desde la parte trasera del laboratorio y observó cómo Patel extraía una gota de ella y la inyectaba en la vena de Judith.
Judith sintió que se escurría. La habitación se desvaneció. Estaba oscuro, hacía calor y era arrastrada de nuevo.
Wadley volvió al laboratorio y consultó los monitores. El latido del corazón de Judith volvió a hacerse más lento. Su presión sanguínea estaba bajando.
—Ya le ha hecho efecto.
El doctor asintió con la cabeza.
—Judith, voy a hacerte algunas preguntas. Será fácil responderlas. No experimentarás ni pesar ni dolor. Te sentirás cómoda y descansada, como si estuvieses flotando. Empezaremos por esta mañana. Háblame de tu nuevo libro. ¿Verdad que estuviste investigando?
Ella se encontraba en el Archivo Nacional, hablando con el bibliotecario, contándole a Patel la restauración de la monarquía y el hecho de que en su primera investigación había captado un incidente que la fascinaba.
—¿Cuál era ese incidente, Judith?
—El rey asistió a la decapitación de una mujer. Carlos II fue notablemente misericordioso. Fue generoso con la viuda de Cromwell, incluso perdonó al hijo de Cromwell, que se había convertido en Lord Protector. Dijo que ya se había derramado suficiente sangre en Inglaterra. Las únicas ejecuciones a las que asistió fueron las de los hombres que firmaron la sentencia de muerte de su padre. Entonces, ¿por qué habría de estar tan enojado con una mujer como para decidir asistir a su ejecución?
—¿Eso te fascina?
—Sí.
—¿Y después de dejar el Archivo Nacional?
—Fui a Covent Garden.
Rebecca Wadley observaba y escuchaba mientras el doctor Patel hacía regresar a Judith hasta el momento de su boda con Kenneth, hasta su decimosexto cumpleaños, su quinto cumpleaños, el orfanato, su adopción.
Mientras escuchaba, Wadley se dio cuenta de que Judith Chase no era una mujer ordinaria. La claridad de sus recuerdos resultaba sorprendente incluso al retroceder cada vez más en su infancia. Wadley pensó nuevamente que no importaba cuántas veces observase aquel procedimiento; siempre sentía temor al observar cómo una mente se abría y revelaba sus secretos, al escuchar a un adulto seguro de sí mismo y complejo hablar con la estructura simple y confusa del lenguaje de un niño pequeño.
—Judith, antes de que te llevaran al orfelinato, antes de que te encontrasen en Salisbury… dime lo que recuerdas.
Nerviosamente, Judith sacudió la cabeza de lado a lado.
—No. No.
El monitor mostraba que el latido del corazón de Judith se aceleraba.
—Intenta bloquearle —dijo Wadley, rápidamente. Luego, horrorizada, observó que Patel ponía otra gota de la ampolla en el émbolo—. Doctor, no.
—Está casi allí. No puedo dejarlo ahora.
Wadley miró fijamente la pantalla de televisión. El cuerpo de Judith se encontraba en un estado de relajación total. El latido de su corazón era menor de cuarenta, su presión sanguínea de setenta sobre cincuenta. Peligroso, pensó Wadley, demasiado peligroso. Sabía que en Patel había un fanático, pero nunca le había visto actuar tan temerariamente.
—Dime lo que te asustaba, Judith. Inténtalo.
Judith respiraba con jadeos poco profundos y rápidos. Ahora, sus frases eran fragmentadas y su voz tenía el tono suave aunque agudo de una criatura muy pequeña. Iban a ir en tren. Iba de la mano de mamá. Empezó a gritar, con el gemido asustado de un niño.
—¿Qué sucede? Cuéntamelo —sugirió Patel, con voz amable.
Judith se agarró a la manta y con una cadencia infantil empezó a llamar a su madre.
—Vuelven otra vez, como cuando estábamos jugando. Mamá dijo: ¡Corre, corre! Mamá no me cogió de la mano. Está tan oscuro… Subo corriendo las escaleras. El tren está allí… Mamá dijo que íbamos a subir al tren.
—¿Subiste al tren, Judith?
—Sí. Sí.
—¿Hablaste con alguien?
—No había nadie allí. Estaba tan cansada. Quería dormirme para que mamá estuviese allí cuando me despertase.
—¿Cuándo te despertaste?
—El tren se detuvo. Era otra vez de día. Bajé las escaleras… No recuerdo después.
—Está bien. No pienses más en ello. Eres una niñita inteligente. ¿Puedes decirme tu nombre?
—Sarah Marrish.
«Marsh o Marrish», pensó Rebecca. Ahora el habla de Judith era la de una criatura de dos años.
—¿Cuántos años tienes Sarah?
—Dos.
—¿Sabes cuándo es tu cumpleaños?
—Cuatro de mayo.
Rebecca subió el volumen del aparato, tomando notas, esforzándose por interpretar las palabras infantiles que farfullaba.
—¿Dónde vives, Sarah?
—En Kent Court.
—¿Eres feliz allí?
—Mamá llora mucho. Molly y yo jugamos.
—¿Molly? ¿Quién es Molly, Sarah?
—Mi hermana. Quiero a mamá. Quiero a mi hermana.
Judith empezó a llorar.
Rebecca examinó el monitor.
—El pulso se acelera. Está resistiéndose de nuevo.
—Vamos a dejarlo ya —dijo Patel. Tocó la mano de Judith—. Judith, ahora vas a despertarte. Te sentirás descansada y reanimada. Recordarás todo lo que me has dicho.
Rebecca suspiró de alivio. Gracias a Dios, pensó. Sabía que el deseo de Patel de experimentar con litencum ardía en su interior. Fue a desconectar el aparato de televisión y luego miró con asombro el rostro crispado de angustia de Judith mientras gritaba:
—¡Basta! ¡No le hagáis eso a ella!
Las agujas de los monitores saltaban de modo errático.
—Arritmia cardíaca —dijo Rebecca, bruscamente.
Patel agarró las manos de Judith.
—Judith, escúchame. Debes obedecerme.
Pero Judith no podía escucharle. Estaba subida a un patíbulo, en el exterior de la Torre de Londres, el diez de diciembre de 1660…
Horrorizada, observó cómo una mujer, con un vestido verde oscuro y una capa, era conducida más allá de las puertas de la Torre por en medio de una multitud que la escarnecía. La mujer parecía tener unos cuarenta y tantos años. Su cabello de color castaño lucía hebras grises. Caminaba erguida, ignorando a los guardias que se apiñaban en torno a ella. Sus rasgos, hermosamente esculpidos, estaban rígidos en una máscara de furia y odio. Tenía las manos atadas por delante con unas cuerdas delgadas como alambres que herían sus muñecas. Una cicatriz en la yema del pulgar, en forma de media luna y de un rojo vivo, brillaba a la luz temprana de la mañana.
Mientras Judith observaba, la multitud se apartó para dejar paso a docenas de soldados que marchaban en formación hacia un recinto cubierto, cerca del patíbulo. Las filas se separaron para permitir que un hombre joven y delgado, con sombrero de plumas, calzones oscuros y chaqueta bordada, se adelantara. La multitud le vitoreó entusiasmada, cuando Carlos II levantó su mano para saludar.
Como en una pesadilla, Judith vio a la mujer que era conducida al patíbulo detenerse ante un palo largo en el que se había colocado una cabeza humana.
—Sigue —le ordenó un soldado, empujándola hacia adelante.
—¿Le niegas a una esposa que se despida? —El tono de la mujer era de un desprecio glacial.
Los soldados la empujaron hasta el lugar donde ahora se sentaba el rey. El dignatario que estaba de pie junto a él leyó de un pergamino: «Lady Margaret Carew, Su Majestad ha considerado indelicado que seáis colgada, desollada y descuartizada».
Las personas de la multitud más cercanas al recinto empezaron a abuchear.
—¿Acaso no tiene ella las mismas entrañas que mi mujer? —vociferó uno.
La mujer les ignoró.
—Simon Hallett —dijo, con amargura—, traicionaste a mi marido. Me traicionaste a mí. Aunque tenga que escaparme del infierno, encontraré la forma de castigarte a ti y a los tuyos.
—Ya es suficiente.
El capitán de la guardia agarró a la mujer e intentó empujarla hacia la plataforma en la que el verdugo esperaba. En un último gesto desafiante, la mujer volvió la cabeza y escupió a los pies del rey.
—¡Embustero! —gritó—. Prometiste clemencia, embustero. Es una pena que no te cortasen la cabeza cuando cortaron la de tu padre.
Un soldado le abofeteó la boca y la arrastró hacia adelante.
—Esta muerte es demasiado buena para ti. Yo te quemaría en la hoguera si pudiese hacerlo.
Judith se quedó boquiabierta cuando vio que ella y la prisionera tenían un sorprendente parecido.
Obligaron a Lady Margaret a arrodillarse.
—No volverás a quitarte esto —se burló un soldado, cubriéndole el cabello con un capuchón blanco.
El verdugo levantó el hacha, que quedó un momento en suspenso sobre el tajo. Lady Margaret volvió la cabeza. Sus ojos se dirigieron hacia los de Judith, exigiendo, apremiando. Judith gritó:
—¡Deténgase! ¡No le haga eso!
Corrió por la plataforma, se echó al suelo y abrazó a la condenada mujer mientras el hacha caía.
Judith abrió los ojos. El doctor Patel y Rebecca Wadley estaban junto a ella. Les sonrió.
—Sarah —dijo—. Ése es mi verdadero nombre, ¿verdad?
—¿Qué recuerdas de lo que nos has dicho, Judith? —preguntó Patel. Su tono era cauto.
—Kent Court. Esa es la calle de la que hablé, ¿no? Ahora me acuerdo. Mi madre. Estábamos cerca de la estación de tren. Me llevaba cogida de la mano, y a mi hermana también. Las voladoras, supongo que quería decir las bombas voladoras, llegaron. Un zumbido como de aviones por encima de la cabeza. Las sirenas. El sonido de los motores se detuvo y luego había gente gritando por todas partes. Algo me dio en la cara. No pude encontrar a mi madre. Corrí y subí al tren. Y mi nombre… Sarah, eso es lo que les dije. Y Marsh o Marrish.
Se levantó y cogió la mano de Patel.
—¿Cómo puedo agradecérselo? Al menos tengo algún lugar en el que empezar a buscar. Aquí mismo, en Londres.
—¿Qué es lo último que recuerda antes de que la despertase?
—Molly. Doctor, yo tenía una hermana. Aunque haya muerto aquel mismo día, aunque mi madre haya muerto aquel día, ahora sé algo de ellas. Voy a buscar los registros de nacimientos. Voy a encontrar a la niña que fui.
Judith se abrochó la blusa, se bajó la manga y se pasó los dedos por el pelo, se inclinó y cogió las botas.
—Si no puedo encontrar mi certificado de nacimiento, ¿podría volver a hipnotizarme? —le preguntó.
—No —respondió Patel, con firmeza—. Al menos, no por algún tiempo.
*****
Cuando se hubo marchado Judith, Patel se dirigió a Rebecca.
—Enséñame los últimos minutos de la cinta.
Con pesimismo, observaron cómo la expresión de Judith pasaba del shock y el horror a la cólera amarga, y escucharon de nuevo su grito: «¡Deténgase! ¡No le haga eso!».
—¿Hacerle qué? —Se preguntó Rebecca—. ¿Qué estaba experimentando Judith Chase?
El ceño de Patel estaba fruncido y sus ojos llenos de preocupación.
—No tengo ni idea. Tenías razón, Rebecca. No debería haberle inyectado nunca el litencum. Pero quizá esté bien. No recordaba la experiencia que había tenido, fuera cual fuese.
—No lo sabemos —le dijo Wadley. Puso la mano sobre su hombro—. Reza, he intentado advertirte. No debes experimentar con nuestros pacientes, por mucho que quieras ayudarles. Judith Chase parece estar bien. Quiera Dios que así sea.
Rebecca hizo una pausa.
—He observado una cosa. Reza, ¿tenía Judith una pequeña cicatriz en forma de media luna en la yema de su pulgar derecho cuando llegó aquí? Cuando busqué la vena de su mano para aplicarle la aguja hipodérmica no la vi. Pero mira esta última imagen antes de que despertase. Ahora tiene una.
*****
Stephen Hallett no reparaba en la hermosa campiña inglesa, ni en sus prematuros indicios primaverales en la soleada tarde, mientras le conducían a Chequers, la hacienda de la Primera Ministra. La Primera Ministra se había dirigido allí tras su breve aparición en la fiesta de Fiona. Su repentina invitación de aquella mañana sólo podía tener un significado: por fin iba a anunciarle su intención de retirarse. Iba a indicarle su preferencia respecto a su sucesor para el liderazgo del partido.
Stephen sabía que, a no ser por una mancha en su expediente, él hubiera constituido la elección inevitable. ¿Cuánto tiempo seguiría persiguiéndole aquel terrible escándalo de hacía treinta años? ¿Habría estropeado ahora sus posibilidades? ¿Sería la Primera Ministra lo suficientemente generosa como para confesarle que no podía apoyarle o tenía la intención de comunicarle su apoyo?
Su chófer desde hacía tiempo, Rory, y su guardaespaldas de la Agencia Especial de Scotland Yard, Carpenter, eran hombres profundamente inteligentes y él percibía que comprendían la importancia de la reunión. Cuando se detuvieron ante la imponente mansión, Carpenter bajó y le saludó mientras Rory mantenía abierta la puerta del coche.
*****
La Primera Ministra estaba en la biblioteca. Aunque el calor del sol inundaba la hermosa estancia, vestía una gruesa chaqueta de lana, y la energía vital que siempre la había caracterizado parecía faltarle de algún modo. Al saludarle, incluso su voz había perdido su vigor habitual.
—Stephen, no es bueno perder el placer por la lucha. Estaba regañando a mi psique por traicionarme tanto.
—¡Por supuesto, Primera Ministra!
Stephen se interrumpió. No la insultaría con falsos sentimientos. Su patente cansancio había sido durante meses el tema de especulación de los medios de comunicación.
La Primera Ministra le hizo ademán de que se sentase.
—He tomado una decisión que es muy difícil. Voy a retirarme de la vida pública. Diez años en este oficio son suficientes para cualquiera. Yo también quiero pasar más tiempo con mi familia. El país está preparado para unas elecciones y el líder del partido que sea reelegido debe encabezar la campaña. Stephen, creo que eres mi sucesor ideal. Tienes lo que hace falta.
Stephen esperó. Le parecía que la palabra siguiente sería «pero». Se equivocaba.
—No hay duda de que la Prensa desenterrará el antiguo escándalo. Yo, personalmente, he hecho que lo investigaran de nuevo.
El antiguo escándalo. A los veinticinco años, Stephen había empezado a trabajar en la empresa de su suegro como abogado. Un año más tarde, su suegro, Reginald Harworth, fue condenado a cinco años de cárcel.
—Tú fuiste completamente exculpado —dijo la Primera Ministra—, pero un asunto tan desagradable como ése tiene el don de reaparecer constantemente. Sin embargo, no creo que el país deba ser privado de tu capacidad y de tus servicios por tu desafortunado suegro.
Stephen notó que cada músculo de su cuerpo estaba tenso. La Primera Ministra se hallaba a punto de respaldarle.
La expresión de su cara se hizo severa.
—Quiero una respuesta directa. ¿Hay algo en tu vida privada que pudiera poner en apuros al partido, que pudiera costamos las elecciones?
—No.
—¿Ninguna de esas prostitutas que encuentran la forma de vender la historia de su vida a los periódicos? Eres un hombre atractivo, y viudo.
—Me ofende la sugerencia. Primera Ministra.
—No te ofendas. Tengo que saber. Judith Chase. Me la presentaste anoche. Me encontré con su padre, su padre adoptivo, supongo, en varias ocasiones a lo largo de los años. Parece intachable.
La mujer del César debe ser intachable, pensó Stephen. ¿No fue eso lo que Judith dijo anoche?
—Espero y deseo casarme con Judith. Ambos hemos acordado que no deseamos publicidad personal en este momento.
—Muy sensato. Bien, cuenta con mi bendición. Sus padres adoptivos eran de clase alta y tiene el atractivo de ser una huérfana de guerra británica. Es de los nuestros. —La Primera Ministra sonrió, con una sonrisa que reanimó todo su ser—. Felicidades, Stephen. Los laboristas nos asediarán, pero ganaremos. Serás el próximo Primer Ministro y ninguna persona estará más contenta que yo de verte presentarte ante Su Majestad. Ahora, por el amor de Dios, sé un buen chico y sírvenos un buen whisky escocés. Necesitamos elaborar los planes cuidadosamente.
*****
Cuando dejó la consulta de Patel, Judith fue directamente al piso. En el taxi se dio cuenta de que iba murmurando: «Sarah Marsh, Sarah Marrish». Va a gustarme mi verdadero nombre, pensó encantada. Mañana empezaría la búsqueda de su certificado de nacimiento. Sólo le quedaba esperar haber nacido en Londres. Si sus recuerdos eran fieles, saber su nombre y su fecha de nacimiento haría la búsqueda infinitamente más fácil. No resultaba extraño que no hubieran podido averiguar su origen. Si se había subido en un tren en Londres y se había bajado perdida en Salisbury y después había bloqueado sus recuerdos de lo sucedido, ello explicaba por qué nadie la había reclamado. Estaba segura de que su madre y Molly debieron morir aquel día. Pero primos…, pensó Judith. ¿Quién sabe?, puedo tener una gran familia viviendo justo al volver la esquina.
—Ya hemos llegado, señorita.
—¡Oh! —Judith se puso a buscar torpemente su billetero—. Estaba absorta, me parece.
En el piso se hizo una taza de té y se dirigió resueltamente hacia su mesa de trabajo. Sí, al día siguiente tendría tiempo suficiente para comenzar la búsqueda de Sarah Marrish. Hoy era mejor seguir siendo Judith Chase y ponerse de nuevo a escribir su libro. Estudió las notas que había tomado en el Archivo Nacional y se preguntó de nuevo por la mujer, Lady Margaret Carew, que había sido ejecutada en presencia del rey, y por cuál habría sido su crimen.
Eran casi las seis cuando telefoneó Stephen. El fuerte timbre del teléfono, tan distinto a los de América, sobresaltó a Judith por la concentración total en la que se sumía cuando escribía. Asombrada por el rato que había pasado, se percató de que, salvo por la luz de la mesa, el piso estaba a oscuras. Buscó a tientas el teléfono.
—¿Diga?
—Cariño, ¿sucede algo? Pareces inquieta. —La voz de Stephen sonaba preocupada.
—¡Oh!, no. Es sólo que cuando escribo estoy en otro mundo. Tardo uno o dos minutos en volver a la tierra.
—Por eso es por lo que eres tan buena escritora. ¿Cenamos hoy en mi casa? Tengo noticias bastante interesantes.
—Y yo tengo noticias interesantes para ti. ¿A qué hora?
—¿Te va bien a las ocho? Te enviaré el coche.
—A las ocho está bien.
Colgó el receptor, sonriendo. Sabía que a Stephen le disgustaba malgastar el tiempo al teléfono y, sin embargo, siempre conseguía ser breve sin parecer brusco. Decidió que ya había trabajado bastante por aquel día y fue encendiendo las lámparas al pasar por el salón y por el estrecho pasillo hacia su dormitorio.
Esto es otra cosa terriblemente inglesa que tengo, pensó unos minutos más tarde mientras se relajaba en agua muy caliente y perfumada. Me encantan estas largas bañeras de hierro fundido, con patas.
Tenía tiempo de tomarse un breve descanso, no, una siesta, decidió cubriéndose con el edredón. ¿Cuáles serían las noticias de Stephen? Parecía casi evasivo, de modo que no podía tener que ver con las elecciones, ¿o sí? No, desde luego que no. Ni siquiera él tenía tanta sangre fría.
Judith escogió para vestirse un estampado de seda que había comprado en Italia. Siempre había pensado que los colores vivos no se diferenciaban del efecto de las pinturas vertidas indiscriminadamente sobre una paleta. Era un vestido para alegrar la ahora nublada noche de enero. Era un vestido para dar noticias alegres.
—Stephen, ¿te gusta el nombre de Sarah?
Se dejó el pelo suelto, rozándole el cuello del vestido. El collar de perlas que había sido de su madre, de su madre adoptiva. Los pendientes de perlas y de diamantes, el estrecho brazalete de diamantes. Una noche festiva. Y no aparentas la edad que tienes, le dijo a su imagen. Y luego pensó: hoy he tenido dos años. Quizá eso ayuda a recuperar un toque de juventud. Sonriendo por la posibilidad se miró las manos, intentando decidir qué anillos ponerse.
Y entonces la vio. El ligero contorno de la cicatriz en forma de luna en la yema de su pulgar. Frunciendo el ceño, intentó recordar cuánto tiempo la había tenido allí. Cuando era una adolescente se había pillado con la puerta de un coche y se había hecho un gran corte y magulladuras. Las cicatrices de la cirugía plástica habían tardado mucho en desaparecer.
Y ahora una de ellas vuelve, pensó. ¡Fantástico!
Eran las ocho menos cinco. Sabía que el coche estaría abajo esperando. Rory siempre llegaba pronto.
*****
La casa de Stephen en la ciudad se hallaba en Lord North Street. No quiso contar a Judith las noticias hasta haber cenado y haberse instalado en el confortable sofá de alto respaldo de la biblioteca. Ardía el fuego y una botella de «Don Perignon» se enfriaba en una cubeta de plata. Había dado permiso a los criados para que se fueran y cerrado las puertas de la biblioteca. Con solemnidad, se levantó, abrió el champán, llenó los vasos y le alargó uno.
—Un brindis.
—¿Por qué brindamos?
—Por unas elecciones generales. Porque la Primera Ministra me ha asegurado que me apoyará para que sea su sucesor como líder del partido.
Judith se levantó de un salto.
—Stephen, oh, Dios mío, Stephen.
Tocó con su copa la de Stephen.
—Gran Bretaña es muy afortunada.
Sus labios se encontraron uniéndose. Luego, él le advirtió.
—Cariño, ni una insinuación de esto a nadie. El plan es que durante las próximas tres semanas aproximadamente, me ocupe de preparar la estrategia de la campaña, haciendo apariciones políticas, haciéndome muy patente en las conferencias sobre terrorismo de la CEE, y reuniendo apoyo calladamente.
—En Washington se llama a esto desarrollar un alto perfil. —Los labios de Judith rozaron su frente—. ¡Dios mío, qué orgullosa me siento de ti, Stephen!
Él rió.
—Un perfil alto es exactamente el objetivo. Después, la Primera Ministra anunciará su decisión de no volver a ser candidata. La primera batalla se dará cuando el partido elija un nuevo líder. Hay competencia, pero con su apoyo debería de ir bien. Una vez que me elijan líder del partido, la Primera Ministra irá a ver a la reina y le pedirá que se disuelva el Parlamento. Las elecciones generales son aproximadamente un mes después.
La rodeó con sus brazos.
—Y si nuestro partido gana las elecciones y me convierto en Primer Ministro, no puedes imaginarte lo que significará saber que estás aquí al final del día. Cariño, nunca me había dado cuenta de lo solo que había estado durante todos los años en que Jane estuvo tan enferma hasta aquella noche en que te conocí, en casa de Fiona. Tan exquisitamente vestida, tan ingeniosa y bonita. Y tus ojos, con aquella sombra de tristeza…
—Ahora no están tristes.
Volvieron a sentarse en el sofá, él con sus largas piernas estiradas sobre la mesa de cuero de cóctel, ella acurrucada a su lado.
—Cuéntame todos y cada uno de los detalles de tu entrevista con la Primera Ministra —le pidió.
—Bien, puedo asegurarte que en los primeros momentos estaba seguro de que iba a darme de lado lo más amablemente posible. No creo que te haya hablado nunca de mi suegro.
Mientras Judith escuchaba el relato de Stephen sobre el escándalo y sobre su temor a que pudiera costarle el apoyo de la Primera Ministra, se dio cuenta de que no podía contarle su visita al doctor Patel, de que no podía pedirle su ayuda para descubrir su origen. No era de extrañar que se hubiera opuesto de forma tan vehemente a su deseo de encontrar a su familia natural. Y eso sería todo lo que los periódicos necesitarían, saber que la futura esposa del Primer Ministro estaba yendo a la consulta del polémico Reza Patel.
—Y, ahora, tus noticias —le dijo Stephen—. Me dijiste que tenías buenas noticias.
Judith sonrió y tocó su cara con la mano.
—Recuerdo cuando Fiona me dijo que me ponía a tu lado en la cena. Dijo que eras absolutamente sorprendente. Tenía razón. Mis noticias palidecen después de oír las tuyas. Iba a explicarte una charla interesantísima que he tenido con el bibliotecario del Archivo Nacional. Parecía encantarle el hecho de que Carlos II tuviera ojo para las señoras.
Levantó los labios hacia los de él, le rodeó con sus brazos y sintió la vehemencia de su respuesta. ¡Oh, Dios mío!, pensó, estoy tan enamorada de él. Se lo dijo.
*****
El viernes por la tarde fueron a la casa de campo de Stephen, en Devon. En las tres horas de viaje, le habló de la heredad de Edge Barton.
—Está en Branscombe, un bonito y antiguo pueblo. Construido en los tiempos de la conquista normanda.
—Hace aproximadamente novecientos años —interrumpió dulcemente Judith.
—Tengo que recordar que trato con una historiadora. La familia Hallett adquirió la heredad cuando Carlos II volvió al trono. Me imagino que encontrarás alguna referencia sobre ello en tu investigación. Es un lugar realmente encantador. No me siento muy orgulloso de mi antepasado, Simon Hallett. Por lo visto, era un sujeto bastante marrullero. Pero creo y espero que te gustará Edge Barton tanto como a mí.
La heredad estaba situada sobre un saliente, cerca de un boscoso y estrecho valle. Detrás de los montantes de las ventanas brillaban las lámparas, que proyectaban rayos de luz sobre la piedra exterior. El tejado de pizarra tenía un resplandor oscuro bajo la luna creciente. A la izquierda, la fachada de un ala de tres pisos, que Stephen decía que era la parte más antigua del edificio, se alzaba majestuosamente por encima de las copas de los árboles. Stephen señaló la puerta en arco con un montante y rejas brillantes, cerca del ala derecha de la mansión.
—Los anticuarios siempre están queriendo comprarla. Por la mañana podrás ver los restos del foso. Ahora está seco, pero parece que era una defensa muy efectiva hace mil años.
La investigación para su libro había familiarizado a Judith con las casas antiguas, pero cuando el coche se detuvo ante la puerta principal de Edge Barton, se dio cuenta de que, fuera cual fuese la sensación que experimentaba, era totalmente distinta a sus reacciones ante otras casas históricas.
Stephen estudiaba su rostro.
—Bien, querida. Parece que la apruebas.
—Siento como si estuviese llegando a casa.
Cogidos del brazo, exploraron el interior de la casa.
—He pasado demasiado poco tiempo aquí durante años —explicó Stephen—. Jane estaba tan enferma que prefería Londres, donde sus amigos podían visitarla fácilmente. Yo venía solo y apenas me quedaba lo suficiente para atender a mi distrito electoral.
El salón, el comedor, el gran vestíbulo, la chimenea Tudor en el dormitorio que estaba encima del salón, la escalera normanda del ala antigua, las magníficas ventanas con molduras cóncavas, la lisa y blanda piedra Beer en el pasillo superior, que generaciones de niños habían cubierto de dibujos de barcos y personas, de caballos y perros, iniciales, nombres y fechas. Judith se detuvo a examinarlos mientras un sirviente subía por las escaleras. Había una llamada telefónica para Sir Stephen.
—En seguida vuelvo, cariño —murmuró él.
Un par de iniciales parecían arder en la pared. V.C., 1635. Judith pasó las manos por encima de las iniciales.
—Vincent —murmuró—. Vincent.
Aturdida, volvió al vestíbulo y a las escaleras que conducían al salón de baile del cuarto piso. Estaba completamente oscuro. Escudriñando la pared, encontró la luz y luego observó cómo la sala se llenaba de gente vestida con la ropa formal del siglo XVII. La cicatriz de su mano empezó a resplandecer. Era el 18 de diciembre de 1641…
—Edge Barton es una casa magnífica, Lady Margaret.
—No puedo no estar de acuerdo. —El tono de Margaret Carew era frío al dirigirse al joven petimetre, cuyo cabello, cuidadosamente rizado, apacibles rasgos y fatua vestimenta no podían ocultar la impresión de malicia y falsedad que emanaban de Hallett, hijo bastardo del duque de Rockingham.
—Vuestro hijo, Vincent, nos mira ceñudo. No me parece que me apruebe —dijo.
—¿Tiene alguna razón para no aprobaros?
—Quizá note que estoy enamorado de su madre. Realmente Margaret, John Carew no es hombre para vos. Teníais quince años cuando os casasteis con él. A los treinta y dos sois más bella que cualquier otra mujer de este salón. ¿Qué edad tiene John? ¿Cincuenta? Y es prácticamente un tullido desde su accidente de caza.
—Y es el marido a quien amo muchísimo.
Margaret atrajo la atención de su hijo y le hizo una señal con la cabeza. Rápidamente, cruzó el salón hasta llegar a ella.
—Madre.
Era un chico guapo, alto y bien desarrollado pura sus dieciséis años. Sus rasgos manifestaban claramente que era un Carew pero, como Margaret le recordaba en broma, podía estarle agradecido a ella por su gruesa melena de cabello castaño y por sus ojos azul verdoso. Eran características de la familia Russell.
—Simon, vos conocéis a mi hijo Vincent. Vincent, ¿te acuerdas de Simon Hallett…?
—Sí.
—¿Y qué recuerdas de mí exactamente, Vincent? —La sonrisa de Hallett era condescendiente.
—Os recuerdo, señor, como absolutamente indiferente a los nuevos impuestos que amenazan a todas las personas en esta sala. Pero, como mi padre ha observado, cuando un hombre no tiene nada sobre lo que pagar impuestos, es muy fácil prometer lealtad a un monarca que cree en el derecho divino de los reyes. ¿No es un hecho, señor Hallett, que es la esperanza de vuestra casta que las propiedades que son confiscadas por impago de impuestos por la corona algún día sean concedidas a los defensores del rey? ¿A vos mismo? Mi padre ha observado que vuestros ojos son codiciosos cuando acompañáis a vuestros amigos a la heredad de Edge Barton. ¿Es cierto, pues, que esta casa ejerce una gran fascinación sobre vos, así como vuestro evidente interés por mi madre?
El rostro de Hallett estaba rojo de ira.
—Sois un impertinente.
Lady Margaret se rió y cogió el brazo de su hijo.
—No, es un joven muy sagaz. Os ha dado exactamente el mensaje que le pedí que os diera. Tenéis razón, señor Hallett, mi esposo, Sir John, no está bien, y es por eso por lo que he decidido no molestarle para que hable con vos. No volváis a entrar de nuevo en esta casa bajo el pretexto de acompañar a amigos mutuos. No sois bien recibido aquí. Y si sois tan íntimo del rey como nos queréis hacer creer, decidle a Su Majestad que la razón por la que tantos de nosotros nos hemos apartado de su corte es porque no podemos sufrir la burla que hace del Parlamento, su pretensión de derecho divino, su indiferencia hacia las necesidades y derechos legítimos de su pueblo. Mi familia ha servido tanto en la Cámara de los Lores como en la de los Comunes desde que fue creado el Parlamento. La sangre de los Tudor corre por nuestras venas, pero eso no significa que vayamos a volver a los tiempos en los que el único derecho que el monarca reconocía era su sola voluntad e intención.
La música llenó la sala. Margaret volvió la espalda a Hallett, sonrió a su esposo que estaba sentado con algunos amigos, con su bastón al lado, y fue a la pista de baile con su hijo.
—Tienes la gracia de tu padre —dijo—. Antes de su accidente, acostumbraba a decirle que era el mejor bailarín de Inglaterra. Vincent no le devolvió la sonrisa.
—Madre, ¿qué va a pasar?
—Si Su Majestad no acepta las reformas que exige el Parlamento, habrá guerra civil.
—Entonces lucharé al lado del Parlamento.
—Quiera Dios que cuando tengas edad para la lucha, ya esté arreglado. Incluso Carlos debe saber que posiblemente no pueda ganar esta batalla de conciencia.
Judith abrió los ojos. Stephen la llamaba. Sacudió la cabeza y corrió hacia la escalera.
—Aquí arriba, cariño.
Cuando él llegó a su lado, le rodeó el cuello con sus brazos.
—Siento como si siempre hubiese conocido Edge Barton. No se dio cuenta de que la cicatriz de su mano, que había llegado a adquirir un intenso tono carmesí, había desaparecido de nuevo hasta convertirse en un contorno pálido y casi imperceptible.
*****
El lunes, Judith fue en coche hasta Worcester para visitar el escenario del último gran combate de la Guerra Civil. Había tenido lugar en aquella ciudad, en 1651. Fue primero a la Comandancia, el edificio de madera que había servido de cuartel general a Carlos II. Totalmente restaurado ahora, tenía uniformes, yelmos y mosquetes que los visitantes eran invitados a tocar. Al levantar el uniforme de un capitán del ejército de Cromwell tenía conciencia de un sentimiento de tremenda tristeza. Una presentación audiovisual evocaba con realismo el histórico combate y los acontecimientos que llevaron al mismo. Con los ojos ardiéndole, miró la película, sin darse cuenta de que tenía los puños apretados.
Un ayudante le dio un mapa de lo que el museo llamaba el «Camino de la Guerra Civil», en el que señalaba la marcha de la batalla de Worcester. Le explicó:
—Las tropas realistas fueron completamente derrotadas en la batalla de Naseby. La guerra se terminó efectivamente aquel día, ganada por Cromwell y sus parlamentaristas. Pero continuó todavía. El último gran choque de armas fue aquí. Los realistas estaban comandados por el joven Carlos. Con sólo veintiún años, y los historiadores dicen que fue «un incomparable ejemplo de valor», pero no sirvió de nada. Habían perdido quinientos oficiales en Naseby y no se recuperaron nunca.
Judith dejó la Comandancia. El día era típico de enero, frío, algo crudo. Llevaba una «Burberry» con la solapa levantada alrededor del cuello. Se había hecho un moño y le habían quedado sueltos unos mechones que ahora enmarcaban su rostro ceniciento y sus ojos de pupilas dilatadas.
Siguió el mapa mientras paseaba por la ciudad, haciendo una pausa para consultar sus propias notas y para anotar impresiones. En la parte superior de la catedral de Worcester se quedó mirando, recordando que era desde aquel punto preciso desde donde Carlos II había observado los preparativos de Cromwell para la batalla. Y cuando era evidente que la batalla estaba perdida, las tropas realistas se lanzaron a una matanza en un ataque final contra los parlamentaristas para cubrir la huida de su futuro monarca. Fue aquí donde Carlos comenzó su largo y angustioso viaje por Inglaterra para refugiarse en Francia.
Una pena que se escapase, pensó amargamente, mientras la cicatriz de su mano empezaba a resplandecer. Ya no veía el invernal paisaje de Worcester. Era una noche cálida de julio de 1644 y ella se dirigía en un carruaje cerrado hacia Marston Moor con la esperanza de encontrar a Vincent todavía vivo…
Un redoble de tambores acompañaba a un pequeño destacamento de tropas de cabezas redondas. Al ver aproximarse el carruaje, dos centinelas se adelantaron y le impidieron el paso con palos largos.
Lady Margaret descendió del carruaje. Llevaba un traje de día de corte sencillo, de fino lino de color azul oscuro con un cuello fruncido. Una capa a juego le caía suelta desde los hombros. Excepto su anillo de casada, no llevaba joyas. Su grueso pelo castaño, ahora algo plateado, estaba recogido en la nuca. Sus ojos, los ojos azul verdoso de la aristocrática familia Russell, aparecían oscurecidos por el dolor.
—Por favor —suplicó—. Sé que muchos de los heridos no están siendo atendidos. Mi hijo luchó aquí.
—¿En qué lado?
La pregunta del soldado iba acompañada de un tono burlón.
—Es un oficial del ejército de Cromwell.
—Por vuestro aspecto hubiera creído que era un caballero. Pero lo siento, señora, hay demasiadas mujeres ya buscando en estos campos. Tengo órdenes de no permitir que pasen más. Nosotros nos encargaremos de los cuerpos.
—Por favor —suplicó Margaret—. Por favor.
Un oficial se adelantó:
—¿Cuál es el nombre de vuestro hijo, señora?
—Capitán Vincent Carew.
El oficial, un lugarteniente de unos treinta y tantos años, parecía sombrío.
—Conozco al capitán Carew. No le he visto desde que terminó la batalla. Estaba con la carga contra el regimiento de Langdale. Es en el barrizal de la derecha. Quizá deberíais comenzar la búsqueda allí.
Los campos estaban cubiertos de muertos y moribundos esparcidos. Mujeres de todas las edades se movían entre ellos, buscando a sus maridos, hermanos, padres e hijos. Arma rotas y caballos muertos evidenciaban la fiereza de la batalla. El cálido y húmedo aire de la noche estaba plagado de insectos, que zumbaban alrededor de los cuerpos caídos. Podían oírse esporádicos gritos de agonía y de dolor cuando se encontraban los cuerpos de los seres queridos.
Margaret se incorporó a la búsqueda. Muchos de los cuerpos estaban boca abajo, pero no tenía que darles la vuelta. Buscaba un cabello castaño que no se adaptase al sencillo corte redondo adoptado por tantos en el ejército de Cromwell, un cabello que todavía se rizaba grueso y suelto alrededor de una cara juvenil.
Delante de ella, una joven de unos diecinueve años se dejó caer sobre las rodillas y echó los brazos alrededor de un soldado muerto, con el uniforme de caballero. Gimiendo, le meció en sus brazos.
—Edward, esposo mío.
Margaret tocó el hombro de la muchacha en un gesto de simpatía sin palabras. Y entonces vio lo que había sucedido. El soldado muerto tenía todavía cogida la espada entre sus manos. Sobre ella había trozos de ropa adheridos. Unos cuantos metros más allá, un joven oficial parlamentarista estaba en el suelo, con el pecho partido. Margaret palideció porque supo instintivamente que los retales rotos de su túnica eran como los trozos de la espada. La cabeza con el cabello castaño. Las hermosas y patricias facciones tan parecidas a las de su padre. Los ojos azul verdoso de la familia Russell que la miraban fijamente sin ver.
—Vincent, Vincent.
Se arrodilló a su lado, acunó su cabeza contra su pecho, contra el pecho que veinte años antes sus labios de niño habían buscado.
—Entonces lucharé al lado del Parlamento.
—Quiera Dios que para cuando tengas edad para la lucha, ya esté arreglado. Incluso Carlos debe saber que posiblemente no pueda ganar esta batalla de conciencia.
La joven, la espada de cuyo marido había matado a Vincent, comenzó a gritar:
—¡No… no… no!
Margaret se la quedó mirando. Es joven, pensó. Encontrará otro marido. Yo no tendré nunca otro hijo. Con infinita ternura, besó los labios y la frente de Vincent y lo depositó en el cenagoso barrizal. El cochero la ayudaría a llevar su cuerpo hasta el carruaje. Por un momento, se quedó junto a la llorosa muchacha.
—Es una pena que la espada de su esposo no cayera en el corazón del rey —dijo—. Si fuese mía, hubiese encontrado allí su blanco.
Judith se estremeció. El sol había desaparecido y el viento era cada vez más fuerte. Se dio cuenta de que había un grupo de turistas junto a ella. Uno de ellos intentó atraer la atención del guía.
—¿En qué año fue ejecutado Carlos I?
—Fue decapitado el 30 de enero de 1649 —respondió Judith—. Cuatro años y medio después de la batalla de Marston Moor. —Entonces sonrió—. Lo siento, no pretendía interferir.
Bajó corriendo las escaleras, anhelando ahora estar fuera de aquel lugar, llegar a su hogar, a su piso, encender un fuego y tomarse un jerez. Es curioso, pensó mientras iba en coche por entre el tráfico, siempre en aumento, cuando empecé este libro sentía mucha más simpatía por los realistas. Creía que los Estuardos hasta Mary eran o muy tontos o muy falsos y que Carlos I era las dos cosas, pero que no debería haber sido ejecutado. Cuanto más profundizo en la investigación, más creo que los miembros del Parlamento que firmaron su sentencia de muerte tenían razón, y si yo hubiese estado allí me hubiese puesto en fila para firmarla con ellos…
Al día siguiente, con el corazón latiéndole furiosamente, Judith subió el pequeño escalón de la puerta giratoria del Archivo Nacional, St. Catherine’s House, en Kingsway. Ojalá sea éste el sitio, rogó en silencio, recordando las historias que sus padres adoptivos le habían contado sobre cómo las autoridades habían escrutado los registros de las parroquias en Salisbury y habían puesto su foto en las comunidades próximas, esperando encontrar a su familia. Pero si hubiese nacido en Londres y subido al tren accidentalmente… Ojalá sea verdad, pensó. Que sea verdad.
Había planeado ir a aquella oficina el día anterior, pero cuando miró en su agenda y se dio cuenta de que había proyectado la visita a Worcester, decidió atenerse a su programa sin dudar. ¿Lo hizo porque temía llegar a un punto muerto, que el recuerdo del bombardeo cerca de la estación, los nombres de Sarah y Molly Marsh o Marrish fueran sólo detalles que su mente hipnotizada había ofrecido caprichosamente?
En la oficina de información, hizo una cola inesperadamente larga. Por retazos de conversaciones comprendió que la mayoría de las personas de la cola estaba buscando a sus antepasados. Cuando, finalmente, llegó al empleado, le dijeron que los registros de nacimientos estaban en la sección primera, registrados en grandes volúmenes, con los distintos años indicados.
—Cada año se divide en cuatro trimestres y en los libros se indica marzo, junio, setiembre, diciembre —le informó el empleado—. ¿Qué fecha quiere usted…? ¿Mayo, cuatro o catorce? Entonces debe mirar en el volumen de junio. Tiene los registros de abril, mayo y junio.
La sala era un hormiguero de actividad. El único lugar que había para sentarse era en una de las largas mesas. Judith se quitó la capa con capucha verde oscuro que había comprado impulsivamente aquella mañana, en «Harrods».
—¿Es preciosa, verdad? —Le había dicho la vendedora—. Y es perfecta para este tiempo tan variable. No es demasiado pesada, pero con un suéter debajo es muy cálida.
Llevaba sus prendas favoritas: un suéter de punto, pantalones elásticos y botas. Ajena a las miradas de admiración que la seguían, bajó el libro señalado como junio 1942.
Para su consternación, encontró que bajo los nombres Marrish y Marsh no había ninguna Sarah, ni tampoco una Molly. ¿Habría sido simple fantasía todo lo que había dicho bajo hipnosis? Volvió a la cola y, finalmente, llegó hasta el empleado.
—¿No hay una ley por la que un nacimiento debe ser registrado en el período de un mes a partir de la fecha de nacimiento del niño?
—Así es.
—Entonces, tengo el libro adecuado.
—¡Oh!, no necesariamente. El año 1942 era tiempo de guerra. Muy posiblemente el nacimiento no fue registrado hasta el trimestre siguiente, o incluso después.
Judith volvió al banco y comenzó a pasar el dedo por las páginas de Marrish y Marsh, buscando por la segunda inicial, S. O quizá Sarah fuese mi segundo nombre, pensó. Las personas llaman a un niño por su segundo nombre si el primero es igual que el de su madre. Pero no se incluía ninguna hembra Marsh o Marrish con esa inicial. Cada línea llevaba el apellido y el nombre del recién nacido, el apellido de soltera de la madre y el barrio en el que el nacimiento tuvo lugar. Esa información estaba junta en una lista con el volumen y el número de la página del índice, que se necesitaban para conseguir copias del certificado de nacimiento. Así que sin el nombre correcto voy a dar a un callejón sin salida, pensó.
No se marchó hasta la hora de cerrar. Para entonces le dolían los hombros por las horas que había estado examinando los libros. Los ojos le ardían y la cabeza le palpitaba. No iba a ser un procedimiento fácil. Si al menos pudiera conseguir la ayuda de Stephen. Él podía poner personal que ayudara en la tarea. Quizá había forma de buscar documentos de los que ella no sabía nada… Y quizá su mente le había gastado una jugarreta y Sarah Marrish o Marsh era una invención de su imaginación.
*****
Había una llamada de Stephen en el contestador automático. Al oír su voz, se animó. Rápidamente, marcó el número de teléfono privado de su oficina.
—¿Quemándote las pestañas? —le preguntó cuándo le pusieron con él.
Él rió:
—Podría preguntarte lo mismo. ¿Cómo fue en Worcester? ¿Impresionada por nuestra falta de amor fraterno?
Ella le había dado a entender que iba a volver a Worcester aquel día. Indudablemente, no iba a contarle lo de la búsqueda de su familia de origen.
Dudó y luego respondió apresuradamente:
—La investigación fue algo lenta hoy, pero eso es parte del juego. Stephen, ¿disfrutaste el fin de semana tanto como yo?
—No he dejado de pensar en él. Es como un oasis para mí en estos momentos.
El sábado y el domingo en Edge Barton habían ido a montar a caballo. Stephen tenía seis caballos en su cuadra. Su propio caballo, Market, un caballo castrado, negro como el carbón, y Juniper, una yegua, eran sus favoritos. Ambos eran saltadores. A Stephen le había encantado que Judith mantuviese su mismo paso mientras paseaban por la heredad, saltando las vallas.
—Me dijiste que sabías montar un poco —le recriminó.
—Antes montaba mucho. Apenas he tenido tiempo en los últimos diez años.
—Realmente no se nota. Me quedé parado cuando me di cuenta de que no te había advertido de aquel arroyo. A no ser que el jinete se dé cuenta, los caballos tienen tendencia a plantarse.
—Lo esperaba —había respondido ella.
Cuando volvieron a la cuadra, desmontaron y, cogidos del brazo, se dirigieron paseando hacia la casa. Una vez fuera de la vista de los mozos de la cuadra, Stephen la rodeó con sus brazos.
—Judith, es definitivo. Dentro de tres semanas la Primera Ministra anunciará que se retira y se elegirá al nuevo líder del partido.
—Tú.
—Tengo su apoyo. Como ya te he dicho, hay otros clamando por el puesto, pero debería ir bien. Las semanas siguientes hasta las elecciones van a ser frenéticas. Tendremos muy poco tiempo para estar juntos. ¿Puedes aceptarlo?
—Claro que sí. Y si puedo dedicarme al libro mientras estés ocupado haciendo campaña, tanto mejor. Y, a propósito, Sir Stephen, estoy encantada de verte con ropa de montar en lugar de con un traje serio o de etiqueta. Un toque de Ronald Colman, creo. Antes me encantaba ver películas viejas por la noche y él era mi favorito sin discusión. Empiezo a sentirme un poco como los amantes de Random Harvest. Smithy y Paula se volvieron a encontrar de nuevo aproximadamente a nuestra edad.
*****
—¡Judith! —La voz de Stephen procedía de un lugar que parecía lejano.
—Lo siento, Stephen. Estaba pensando en ti y en el fin de semana preguntándome si en este momento te pareces a Ronald Colman.
—Siento decepcionarte, cariño, pero la comparación es desfavorable para el difunto señor Colman. ¿Qué vas a hacer esta noche?
—Preparar algo para cenar y ponerme a escribir a máquina. El trabajo de campo es necesario, pero ciertamente no ayuda a que el manuscrito crezca.
—Bien, acábalo. Judith, las elecciones serán el 13 de marzo. ¿Te gustaría una discreta boda en el mes de abril, preferentemente en Edge Barton? Es, sin duda, el lugar del mundo entero en el que más en casa me siento. Ha significado para mí retiro, solaz y paz desde que nací. Y noto que tú ya has captado algo de esa sensación.
—Ya lo sé.
Cuando Judith colgó el receptor, pensó en las ganas que tenía de prepararse algo sencillo, irse a la cama y leer un rato. Pero había dedicado un precioso día a hacer compras en «Harrods» y al Archivo Nacional.
Decidió no mimarse y se duchó, se puso un pijama cálido y una bata, calentó una lata de sopa y volvió a su escritorio. Examinó el manuscrito con satisfacción: el primer tercio lo dedicaba a los acontecimientos que llevaron a la guerra civil, la parte central a la vida en Inglaterra durante la guerra, a los vaivenes de los progresos de la batalla, a las ocasiones desperdiciadas de reconciliación entre el rey y el Parlamento, y a la captura, juicio y ejecución de Carlos I. Ahora, estaba en el momento de la vuelta de Carlos II de su exilio en Francia, su promesa de libertad religiosa, «libertad para la objeción de conciencia», el juicio a los hombres que firmaron la sentencia a muerte de su padre.
Carlos volvió a Inglaterra el día en que cumplía 30 años, el 29 de mayo de 1660. Judith cogió la pluma para subrayar sus notas acerca del número de solicitudes que recibió de los realistas asediándole con peticiones de títulos y de las heredades confiscadas a los cromwelianos.
La cabeza le palpitaba. La cicatriz de la mano derecha empezó a resplandecer.
—¡Oh!, Vincent —murmuró.
Era el 24 de setiembre de 1660…
En los dieciséis años transcurridos desde la muerte de Vincent, Lady Margaret y Sir John vivieron sosegadamente en Edge Barton. Sólo la ejecución del rey y la derrota de las tropas realistas habían ofrecido algún consuelo a Lady Margaret. Almenas, la causa por la que su hijo había muerto había resultado victoriosa. Pero en aquellos años ella y John se habían distanciado. Ante su airada insistencia, él había firmado a regañadientes la orden de ejecución para el rey, y nunca se lo había perdonado a sí mismo.
—El exilio hubiese sido suficiente —le había dicho muchas veces, con tristeza—. Y, en su lugar, ¿qué hemos conseguido? Un Lord Protector que se comporta con la actitud de la realeza y cuyas puritanas maneras han despojado a Inglaterra de la libertad religiosa y de todas las alegrías que una vez conocimos.
Al amar a su esposo casi tanto como odiaba al rey ejecutado, al ver a John desmejorarse hasta convertirse en un anciano desmemoriado, sabiendo que no podría perdonarla por haberle obligado a convertirse en un regicida, y el añorar cada día a su hijo perdido habían cambiado a Margaret. Sabía que se había convertido en una mujer amargada. Su cólera se hizo legendaria y su espejo le decía que ya no se parecía en nada a la bella y joven hija del duque de Wakefield que había sido tan celebrada en la corte cuando se casó con Sir John Carew. Sólo cuando se sentaba con John y le escuchaba hablar cada vez más del pasado era capaz de recordar lo feliz que había sido su vida en otros tiempos.
Carlos II había vuelto a Inglaterra en mayo. Dijo que ya había sido derramada bastante sangre y ofreció un perdón general, excepto para los hombres que estuvieron directamente implicados en el asesinato de su padre. Cuarenta y uno de los cincuenta y nueve que firmaron la sentencia de muerte seguían vivos. Carlos prometió una consideración especial a aquellos que se entregasen.
Margaret no confiaba en el rey. Era evidente que a John le quedaba poco tiempo de vida. Su mente se debilitaba. A menudo pedía que Vincent le acompañase a dar un paseo a caballo. Había comenzado a mirar de nuevo el rostro de Margaret con el profundo amor que le había demostrado durante tantos años. Hablaba de ir a la corte y hacía planes para el baile anual en Edge Barton. Su respiración superficial y su palidez cenicienta indicaban a Margaret que su corazón se debilitaba.
Con la ayuda de un puñado de leales criados ideó una estratagema. John partiría hacia Londres para entregarse al rey. Los agricultores arrendatarios y los lugareños verían salir al carruaje de la hacienda. Y cuando fuese de noche, el carruaje volvería. Habían preparado un apartamento para John en las habitaciones ocultas que antiguamente eran conocidas como escondrijos de sacerdotes. Allí, en tiempos de la reina Isabel I, miembros del clero católico habían encontrado refugio cuando intentaban escapar hacia Francia. Luego, harían que el carruaje volviera a un lugar remoto cerca de la carretera hacia Londres y que pareciese que había sido atacado por salteadores de caminos para que se supusiera que sus ocupantes habían sido asesinados.
El plan funcionó bien. El cochero fue generosamente pagado y se marchó a las colonias de América. El sirviente personal de John se quedó con él en el oculto refugio. Margaret entraba furtivamente en la cocina por la noche y con la ayuda de Dorcas, una anciana fregona, preparaba comida para ellos.
Cuando llegaron noticias de la suerte de los regicidas que habían sido colgados en Charing Cross, desollados y descuartizados, Margaret supo que había tomado la única decisión posible. John moriría en paz en Edge Barton.
Acompañado por un contingente de soldados realistas, Simon Hallett llegó en la madrugada del 2 de octubre. Margaret acababa de volver a su habitación. Había pasado la noche con John, envolviendo su frágil cuerpo con sus brazos, sintiendo el frío que precedía a la muerte. Sabía que sólo le quedaban semanas o quizá días de vida. Apresuradamente, cogió una bata, abrochándosela mientras bajaba corriendo las escaleras.
Habían pasado dieciocho años desde la última vez que viera a Simon Hallett. Cuando la guerra terminó, él fue a unirse al rey en su exilio en Francia. Ahora, sus en otro tiempo frágiles facciones se habían hecho más gruesas. La arrogancia había reemplazado a la expresión taimada que tanto la repugnaba.
—Lady Margaret, qué alegría veros de nuevo —dijo burlonamente cuando ella abrió la gran puerta de madera. Sin esperar su permiso, entró y miró a su alrededor—. Edge Barton no ha sido bien cuidada desde la última vez que estuve aquí.
—Mientras vos estabais en Francia languideciendo a los pies de vuestro real amo, otros ingleses permanecían en su tierra pagando elevados impuestos para compensar el coste de la guerra.
Margaret esperaba que sus ojos no revelasen su terror. ¿Sospechaba Simon Hallett que el carruaje de John no había sido asaltado por bandidos? La orden que les dio a los soldados confirmó su miedo.
—Busquen en cada rincón de esta casa. Tiene que haber un escondrijo de sacerdotes. Pero tengan cuidado. No causen daños. Tal como está costará bastante restaurar debidamente la propiedad. Sir John se esconde aquí, en algún sitio. No nos iremos sin él.
Lady Margaret reunió todo el desprecio y el desdén que ardía en su alma.
—Estáis completamente equivocado —dijo a Simon—. Mi esposo os haría frente con una espada si estuviese aquí.
«Y lo harías, John —pensó—, pero no estás aquí. Vives en un feliz pasado…».
Habitación por habitación, la búsqueda continuó por la gran casa. Se abrieron armarios, se comprobaron paredes buscando sonidos huecos que indicasen pasadizos escondidos. Pasaron las horas. Margaret estaba sentada en el gran vestíbulo, cerca del fuego que un criado había encendido, preguntándose si atreverse a esperar. Simon recorría la casa cada vez más impaciente. Finalmente volvió al vestíbulo grande. Dorcas acababa de llevarle a Margaret té y pan. Margaret supo que todo había terminado cuando la mirada de Simon se quedó reflexivamente fija sobre la anciana mujer. De un gran salto atravesó la estancia, agarró a la criada por los brazos y se los retorció por detrás.
—Tú sabes dónde está —dijo—. Dímelo ahora.
—No sé lo que queréis decir, señor, por favor.
Dorcas temblaba. Su ruego se convirtió en un grito cuando Simon le retorció de nuevo los brazos y el horripilante sonido de un hueso roto resonó en la gran estancia.
—Le diré dónde está —gritó—. Ya no más, más no.
—Pues hazlo, entonces.
Retorciéndole el brazo todavía. Simon apremiaba a la sollozante anciana a que subiera la gran escalera.
Unos momentos después, dos soldados arrastraban el esposado cuerpo de Sir John Carew escaleras abajo. Simon Hallett guardaba su espada en la vaina.
—Aquel criado no vivió para lamentar su insolencia —dijo a Margaret.
Aturdida, se levantó y corrió hacia su esposo.
—Margaret no estoy bien —dijo John, con tono perplejo—. Hace mucho frío. Pide que alimenten el fuego. Y envíame a Vincent. No he visto al muchacho en toda la mañana.
Margaret le rodeó con sus brazos.
—Te seguiré a Londres.
Mientras los soldados sacaban a John a empujones de la casa, ella miró a Simon.
—Incluso esos locos pueden ver su estado. Y si quieren juzgar a alguien, que me juzguen a mí. Fui yo quien pidió a mi esposo que firmase la sentencia de muerte del rey.
—Gracias por vuestra información. Lady Margaret. —Hallett se volvió al oficial—. Habéis sido testigo de su confesión.
A Margaret le impidieron asistir al juicio de su esposo. Los amigos se lo contaron.
—Dijeron que se estaba haciendo el loco, pero que había conseguido tramar un inteligente plan de fuga. Lo condenaron por regicida y la sentencia deberá ser llevada a cabo dentro de tres días.
Colgado en Charing Cross. Su cuerpo, desollado y descuartizado. Su cabeza exhibida en un palo.
—Debo ver al rey —dijo Margaret—. Debo hacerle comprender.
Sus primos no la habían comprendido ni tampoco perdonado por ponerse del lado de los parlamentaristas, pero ella pertenecía a una de las grandes familias de Inglaterra. Consiguieron una audiencia.
El día que John debía ser ejecutado Margaret fue introducida en presencia de Carlos II. Había oído decir que el rey había dicho a sus consejeros que estaba cansado de las ejecuciones y que no quería ninguna más. Ella rogaría que se le permitiera a Sir John morir en paz en Edge Barton y se ofrecía a sí misma en su lugar.
Simon Hallett se hallaba a la derecha del rey. Parecía divertido mientras Margaret hacía una gran reverencia.
—Sire, antes de que escuchéis a Lady Margaret, que puede ser muy persuasiva, ¿puedo presentaros a otros testigos?
Horrorizada, Margaret vio cómo el capitán de la guardia que había arrestado a John entraba y decía al monarca:
—Lady Margaret juró que ella había pedido a su esposo que firmase la sentencia de muerte de Su Majestad.
—Pero si eso es exactamente lo que he venido a deciros. Sir John no quería firmarla. Nunca me ha perdonado que le urgiese a hacerlo —gritó.
—Majestad —intervino Simon Hallett—. La vida entera de Sir John Carew, su servicio militar, sus años en el Parlamento, le muestran cómo un hombre de fuertes convicciones, no como alguien que pueda ser influido por una esposa insistente. No os lo digo para excusarle a él, sino para haceros comprender que a pesar de vuestra naturaleza generosa y clemente, estáis mirando la cara de una mujer que es tan culpable como si ella misma hubiese firmado el imperdonable documento. Y hay otra persona más que os rogaría que atendieseis: Lady Elizabeth Sethhert.
Entró una mujer de unos treinta años. ¿Por qué le parecía conocida?, se preguntaba Margaret. Pronto comprendió la razón. Era el esposo de Lady Elizabeth quien había matado a Vincent.
—Nunca lo olvidaré, Majestad —dijo Lady Elizabeth, mirando fijamente a Margaret con un desdén despiadado—. Mientras sostenía a mi esposo entre mis brazos, contenta de que hubiese dado su vida al servicio de Vuestra Majestad, esta mujer dijo que era una pena que su espada no se hubiese hundido en el corazón del rey. Luego, dijo: «Si fuese mía, hubiese encontrado allí su blanco». Cuando se fue pregunté su nombre a un oficial parlamentarista, puesto que ella era claramente una mujer de rango. Nunca he olvidado el horror de aquel momento y he explicado muchas veces esta historia, que es por lo que Simon Hallett la conoce.
El rey volvió su mirada hacia Margaret. Ella había oído decir que él se consideraba un estudioso de la fisonomía, que podía leer los caracteres de las personas estudiando sus caras. Ella dijo:
—Sire, estoy aquí para reconocer mi culpa. Haced conmigo lo que queráis, pero perdonad a un anciano enfermo e ido.
—Sir John Carew es lo suficiente inteligente como para simular locura, Sire —dijo Hallett—. Y si con vuestro benevolente perdón se le permite volver a Edge Barton, pronto se verá milagrosamente restablecido. Luego, él y su mujer seguirán uniendo sus cabezas con sus camaradas revolucionarios peligrosos y de alto rango. Estos bribones traman para Vuestra Majestad la misma suerte que sufrió nuestro anterior monarca, vuestro padre.
Aturdida Margaret miró fijamente a Simon.
—¡Embustero! —Gritó Margaret a Simon—. ¡Embustero! —Intentó precipitarse hacia el rey—. Majestad, mi esposo, tened misericordia de mi esposo.
Simon Hallett se arrojó sobre ella, golpeándola contra el suelo y cubriéndola con su cuerpo. Ella vio el destello de un puñal en la mano de Simon. Pensando que quería apuñalarla, Margaret intentó arrancárselo. El puñal le hizo un profundo corte en la yema del dedo pulgar; luego. Simon la obligó a apretar sus dedos alrededor del puñal mientras la obligaba a ponerse en pie.
Margaret sabía que era inútil protestar. De la herida le brotaba sangre mientras le ataban las manos y era apartada de la presencia real. Simon la siguió.
—Dejadme tener unas palabras con Lady Margaret —dijo a los guardias—. Apartaos por favor.
Él murmuró:
—Ahora mismo Sir John cuelga de la cuerda en Charing Cross y le están arrancando las entrañas. El rey ya me ha nombrado baronet. Como recompensa por haber salvado su vida de vuestro loco ataque, solicitaré y me será concedido Edge Barton.
Durante el fin de semana. Reza Patel había intentado repetidamente telefonear a Judith. Cuando el contestador automático se ponía en marcha, no dejaba ningún recado. Quería parecer espontáneo cuando le sugiriese que fuese a su consulta para revisarle la presión sanguínea, para estar seguro de que la droga hipnótica no le había afectado psíquicamente.
El lunes ella tampoco estaba en su piso. El martes por la noche, él y Rebecca se quedaron una vez terminada la consulta y estudiaron de nuevo la cinta de la hipnosis de Judith.
—Psíquicamente sucedió algo —dijo Patel a Rebecca—. Lo sabemos. Mira su cara. Hay cólera, odio en ella. ¿Qué clase de criatura evocó Judith? ¿Y desde dónde? Si mi teoría es correcta, el espíritu, la esencia de la Gran Duquesa Anastasia literalmente aplastó a Ana Anderson. ¿Le sucederá eso a Judith Chase?
—Judith Chase es una mujer muy fuerte —le recordó Rebecca—. Por eso necesitaste tanta droga para hacerla volver a la infancia. Sabes que no puedes estar seguro de que, fuera lo que fuese lo que experimentó, no terminase cuando la despertaste. No lo recordaba. ¿No es presuntuoso estar tan seguro de que has demostrado el Síndrome de Anastasia?
—¡Ojalá estuviese equivocado! Pero no lo estoy.
—Entonces, ¿no puedes volver a hipnotizar a Judith y hacerla regresar al punto en el que ella trajo la esencia que lleva y ordenarla que la abandone allí?
—No sé adónde la estaría enviando. —Patel negó con la cabeza—. Déjame intentar llamarla de nuevo.
*****
Esta vez respondieron al teléfono. Él hizo un gesto afirmativo a Rebecca, indicándole que Judith contestaba. Inclinándose por delante de él, Rebecca apretó el botón del altavoz del contestador automático.
—¿Sí?
Rebecca y Patel se miraron, perplejos. Era la voz de Judith y, sin embargo, no lo era. El timbre era distinto, el tono brusco y altanero.
—¿La señorita Chase? ¿Judith Chase?
—Judith no está aquí.
—Su nombre —susurró Rebecca.
—¿Podría usted decirme su nombre, señora? ¿Es usted amiga de la señorita Chase?
—¿Amiga? Apenas.
La comunicación se cortó.
Patel ocultó la cabeza entre sus manos.
—Rebecca, ¿qué he hecho? Judith tiene dos personalidades. La nueva conoce la existencia de Judith, y ya es la dominante.
*****
Stephen Hallett no llegó a su casa hasta medianoche. Había tenido reuniones durante todo el día. Los rumores sobre la decisión de la Primera Ministra se extendían por todas partes. No se había equivocado al creer que su elección como líder del partido sería discutida. Hawkins, un ministro joven, fue especialmente crítico.
—Sin negar los méritos evidentes de Stephen Hallett, debo advertirles a todos que el antiguo escándalo será resucitado. Los periódicos tendrán con ello un día interesante. No lo olviden, Stephen estuvo a unos pasos de ser procesado.
—Y fui exculpado —respondió rápidamente Stephen.
Había ganado la escaramuza. Ganaría la elección para convertirse en el líder del partido. Pero, Dios, pensó mientras se desnudaba fatigosamente, qué carga tener que vivir bajo la sombra del delito de otro hombre. Al meterse en la cama, miró el reloj. Medianoche. Demasiado tarde para llamar a Judith. Cerró los ojos. Gracias a Dios ella era quien era y lo que era. Gracias a Dios ella comprendía por qué no podía permitirle que comenzase una investigación para encontrar a su familia de origen. Sabía que le había pedido mucho al hacerle aquella petición. Él la recompensaría por ello durante el resto de su vida, se prometió mientras comenzaba a ser arrastrado por el sueño.
La cama de columnas que había sido de su familia durante casi trescientos años crujió al acomodarse en ella. Stephen pensó en la felicidad de compartir aquella cama con Judith, en el orgullo que sentiría cuando ella le acompañase como su esposa en los actos oficiales. Su último pensamiento consciente fue que lo mejor de todo serían los momentos íntimos que pasaban juntos en su amado refugio, Edge Barton…
*****
A las doce y diez, Judith levantó la vista, vio la hora y se sorprendió al darse cuenta de que la sopa que había en la bandeja a su lado estaba fría y de que estaba helada hasta los huesos. Concentrarse es una cosa, pero esto es una locura, pensó mientras se dirigía hacia la cama. Se quitó rápidamente la bata y, agradecida, estiró las mantas tapándose hasta el cuello. Aquella maldita cicatriz de su mano. Brillaba mucho. Mientras la miraba, iba palideciendo. El que todas las viejas cicatrices comiencen a aflorar debe demostrar que una se va haciendo vieja, pensó, alargando la mano y apagando la luz.
Cerró los ojos y empezó a pensar en el deseo de Stephen de una boda en abril. Eso sería dentro de diez u once semanas. Acabaré este maldito libro y luego iré de compras, se prometió. Se dio cuenta de que estaba encantada de que Stephen hubiese sugerido que se casaran en Edge Barton. En aquellas semanas pasadas el recuerdo de todos sus años de infancia con sus padres adoptivos, todos los años que había vivido en Washington con Kenneth, se había desvanecido cada vez más. Era como si su vida hubiese comenzado la noche en que conoció a Stephen, como si cada fibra de su ser reconociese que Inglaterra era su hogar. Tenía cuarenta y seis años, Stephen cincuenta y cuatro. La familia de Stephen era longeva. Podían intentar pasar juntos veinticinco buenos años, pensó. Stephen. El porte formal y a veces formidable que era el disfraz de un hombre solitario, incluso, increíblemente, de un hombre bastante inseguro. Saber lo de su suegro explicaba tantas cosas…
Necesito saber mi verdadero nombre, Stephen, pensó mientras cerraba los ojos. A menos que lo estuviese inventando totalmente, ahora puedo estar cerca de ese saber. Si es cierto que fui separada de mi madre y de mi hermana en un bombardeo, conoceré de algún modo el resto de la historia. Probablemente, ambas murieron aquel día. Me gustaría poder poner flores en sus tumbas, pero te prometo solemnemente que no desenterraré a oscuros primos que puedan avergonzarte. Se quedó dormida con el feliz pensamiento de que le encantaría su vida como Lady Hallett.
Judith trabajó en su despacho toda la mañana siguiente, contemplando con gran satisfacción el creciente montón de páginas al lado de su máquina de escribir. Sus amigos escritores le decían que se debía a sí misma un ordenador.
*****
—Cuando termine ésta —decidió—, me tomaré un tiempo libre. Entonces podré aprender a utilizar un ordenador. No debe de ser tan difícil acostumbrarse a usarlo. Kenneth siempre me llamaba «señora manilas», decía que debía de haber sido ingeniero. Pero —reconoció mientras se estiraba enérgicamente— el andar por ahí investigando no siempre se presta a encontrar una impresora.
Cuando ella y Stephen se casaran, conseguiría una. A él le daba mucho miedo que ella no fuese feliz cuando estuviese ocupada asistiendo a actos oficiales con él o no lo suficientemente ocupada cuando se viese abandonada a sus propios recursos. Esperaba impaciente ambos aspectos de aquella vida. Los diez años durante los que habían estado casados ella y Kenneth habían sido maravillosos, pero tan agitados, con los dos estableciéndose en sus carreras. La aplastante decepción de no haber tenido nunca un hijo. Luego, aquellos diez años de su viudedad, en los que el trabajo había sido su objetivo y su salvación. ¿He estado siempre corriendo?, se preguntó. ¿No he estado nunca totalmente en paz hasta ahora?
El sol entraba a raudales. ¡Oh!, estar en Inglaterra ahora que abril está ahí. O enero, o cualquier otro mes en Inglaterra le agradaba por completo. Toda la mañana había estado escribiendo sobre el período de la Restauración cuando, como anotó Samuel Pepys en su Diario, había muchísimas hogueras y las campanas de la iglesia de St. Mary-le-Bow tañían alegremente. Se brindaba por el rey y en los pueblos se veían mayos[1] de nuevo. Brillantes colores sustituían a las grises ropas de los puritanos, y el rey y la reina montaban a caballo en Hyde Park.
A la una, Judith decidió salir, pasear por la zona de los alrededores del Whitehall Palace e intentar percibir el alivio del pueblo de que la monarquía hubiese sido restaurada sin otra guerra civil. En especial, deseaba visitar la estatua del rey Carlos I. La estatua ecuestre más antigua y más bella de Londres, que durante la época de Cromwell había sido dada a un chatarrero, a quien se le ordenó que la destruyese. El chatarrero, reconociendo su inmenso valor y permaneciendo leal al monarca muerto, no la destruyó, sino que la mantuvo escondida hasta la vuelta de Carlos II. Se encargó una magnífica base para la estatua y fue finalmente colocada en Trafalgar Square, enfocada directamente hacia Whitehall, en el lugar en el que Carlos había sido ejecutado.
Había estado trabajando en bata toda la mañana. Se duchó rápidamente, se pintó los labios y los ojos y se secó el pelo con la toalla, pensando que lo llevaba demasiado largo.
—No es que se vea mal —admitió, mientras se examinaba críticamente ante el espejo—. Pero con casi cuarenta y siete años, creo que sería mejor que me inclinase por el aspecto sofisticado. —Enarcó las cejas—. No parece que tengas cuarenta y siete años, pequeña. —La imagen que veía era satisfactoria: cabello castaño oscuro con reflejos de oro. Había sido rubia de pequeña. La tez inglesa. El rostro ovalado, los ojos grandes y azules—. Me pregunto si me parezco a mi verdadera madre —pensó.
Se vistió apresuradamente con unos pantalones gris oscuro, un suéter blanco de cuello alto y botas.
—Mi uniforme —se dijo—. No podré ir al centro así cuando esté casada con Stephen.
Vaciló entre la «Burberry» o la capa nueva. La capa. Cogió la bolsa con los cuadernos y el material de referencia que podía necesitar y salió.
Elegante y sereno, cabalga
muy cerca de su propio Whitehall:
Sólo el viento de la noche se corre:
Ni multitudes ni rebeldes alborotan.
Judith recordó los versos del poema de Lionel Johnson mientras estaba en Trafalgar Square y estudiaba la magnífica estatua del rey ejecutado. La imponente figura, pelo largo hasta los hombros, pulcra barba, cabeza erguida y porte principesco, tenía realmente una expresión serena. El semental sobre el que cabalgaba parecía piafar. Su casco delantero derecho estaba levantado, como si se sintiera impaciente por galopar.
—Y, no obstante, Carlos I era tan odiado —pensó Judith—. ¿Cómo hubiese sido el mundo hoy en día si hubiese conseguido destruir el Parlamento?
Detrás de ella oyó acercarse a uno de los inevitables grupos turísticos. El guía esperó hasta que sus pupilos estuvieron reunidos en un semicírculo a alrededor para empezar su discurso.
—Lo que ahora llamamos Trafalgar Square formaba parte originalmente de Charing Cross —explicaba—. Con mucha propiedad, esta estatua fue erigida en el lugar exacto en el que muchos de los regicidas fueron ejecutados, una sutil forma de venganza del rey muerto, ¿no les parece? Las ejecuciones no eran una bonita forma de morir. A los condenados se les colgaba, se les arrancaban las entrañas cuando todavía estaban vivos y se les descuartizaba.
John muriendo así… Un anciano enfermo, aturdido…
—El 30 de enero fue el día en que decapitaron al rey. Vengan aquí el próximo martes y verán las coronas que la «Royal Stuart Society» pone en el pedestal. Es una tradición desde que la estatua fue colocada aquí. A veces, los turistas y los escolares agregan sus propias coronas. Es muy emotivo.
—La estatua debería ser arrasada y los imbéciles que ponen coronas castigados.
El guía se volvió hacia Judith.
—Perdone, señora, ¿me preguntaba usted algo?
Lady Margaret no respondió. Pasó la bolsa con los libros a la mano izquierda y con la derecha, en la que resplandecía la cicatriz, en forma de media luna, buscó las gafas oscuras y se bajó la capucha de la capa de modo que cubriera a medias su rostro.
Durante un rato anduvo sin rumbo por el malecón Victoria abajo, a lo largo del Támesis, hasta que llegó al Big Ben y a las casas del Parlamento. Allí esperó, contemplando fijamente los edificios, totalmente ignorante de los transeúntes, algunos de los cuales la miraban con curiosidad.
Sus propias palabras le sonaban en los oídos: «La estatua debería ser arrasada y los imbéciles que ponen coronas castigados».
—Pero ¿cómo, John?, ¿cómo lo haré?
Con indecisión bajó por Bridge Street, cruzó Parliament Street, giró a la derecha y se encontró en Downing Street. Las casas del final de la manzana rodeadas de policías. Una de ellas era el 10 de Downing Street. La residencia de la Primera Ministra. El futuro hogar de Stephen Hallett, descendiente de Simon Hallett. Margaret sonrió con amargura.
—He tardado tanto tiempo —pensó—. Y por fin estoy aquí para hacer justicia por John y por mí misma.
—Primero la estatua —decidió. El 30 de enero ella, con otros, pondría coronas. Pero la suya tendría un explosivo escondido entre las hojas y los capullos.
Recordó la pólvora que durante la guerra civil destruyó tantos hogares. ¿Qué explosivos se utilizaban ahora? Unas tres manzanas más allá, pasó por delante de un solar, se detuvo y vio cómo un joven sudoroso y fornido blandía un mazo. Un frío helado hizo estremecer su cuerpo. El hacha siendo levantada, bajando violentamente. El horrible momento de agonía, la lucha para quedar flotando en esta existencia, esperando, sabiendo siempre que de algún modo volvería. El reconocimiento de que el momento había llegado cuando Judith Chase corrió para salvarla.
El fornido trabajador se había dado cuenta de que le miraba. Un silbido penetrante salió de sus labios. Ella sonrió seductoramente y le hizo señas para que se le acercase. Cuando ella le dejó, fue con la promesa de que se encontraría con él en su pensión a las seis.
Desde allí se dirigió a la Biblioteca Central, junto a Leicester Square, donde un atento auxiliar depositaba libros delante de ella, murmurando los títulos mientras los iba dejando: «La conspiración de la pólvora», «Autoridad y conflicto en el siglo XVII», «La historia de los explosivos».
Aquella noche, en los sudorosos brazos del obrero, entre caricias y lisonjas, Margaret le confió que necesitaba destruir un deteriorado garaje en su propiedad del campo y que, sencillamente, no tenía dinero para alquilar a una compañía para que lo demoliese. Rob era tan inteligente. ¿Podría ayudarla a conseguir algo del material que necesitaba y enseñarla a utilizarlo? Le pagaría bien.
La boca de Rob estrujó los labios de ella.
—Eres una señora de dinamita. Ven a verme aquí mañana por la noche, amor. Mi hermano viene de Gales. Trabaja allí en una mina. Para él es fácil conseguir lo que necesitas.
Había dos llamadas de Stephen en el contestador automático cuando Judith llegó al piso a las diez de la noche. Cuando a las nueve y media entró en una taberna del Soho, se sorprendió por lo tarde que era. Aterrorizada, se dio cuenta de que su último recuerdo consciente era hallarse junto a la estatua del Carlos I. Eso había sido sobre las dos. ¿Qué había hecho en las horas intermedias? Había pensado buscar de nuevo en las partidas de nacimiento.
«Eso fue probablemente lo que hice —pensó—. Al fracasar de nuevo, ¿pude haber tenido alguna clase de reacción psicológica?». No consiguió encontrar respuesta a esta pregunta.
Con ceño preocupado, escuchó la solicitud urgente de Stephen de que le llamase.
—Pero primero me daré una ducha —decidió.
Le dolía el cuerpo y se sentía vagamente sucia. Se desabrochó la capa con energía. ¿Qué le había hecho comprarla? Se daba cuenta de que ahora no se sentía cómoda con ella. Al apretarla en el fondo del armario, tocó ligeramente la «Burberry».
—Tú eres más de mi estilo —dijo en voz alta.
Dejó que el agua de la ducha le lavase la cara, el pelo y el cuerpo. Agua caliente, su jabón y su champú delicadamente perfumados y estremecedora agua fría. Por alguna razón inexplicable, una cita de Macbeth le vino a la cabeza:
«¿Lavará todo el gran océano de Neptuno esta sangre de mis manos?».
—¿Qué me habrá hecho pensar en eso? —se preguntó Judith—. Naturalmente —pensó mientras se secaba con la toalla— esa maldita cicatriz ha vuelto a brillar.
Con su bata de toalla atada a su esbelta cintura, una toalla enrollada en su húmedo pelo y los pies metidos en unas cómodas zapatillas, Judith se dirigió al teléfono para llamar a Stephen.
Su voz le dijo al instante que estaba dormido.
—Cariño, lo siento mucho —dijo.
Él la interrumpió:
—Si me despierto por la noche, me sentiré mucho mejor sabiendo que he hablado contigo. ¿Qué has estado haciendo, querida?, Fiona me llamó. Te esperaba esta noche. ¿Ha pasado algo?
—Dios mío, Stephen, se me olvidó por completo. —Judith se mordió la lengua nerviosamente—. El contestador iba grabando las llamadas y acabo de comprobar ahora los recados.
Stephen rió.
—Una dama muy sincera. Pero será mejor que hagas las paces con Fiona, cariño. Ya estaba bastante enfadada por no haberme podido mostrar como el potencial líder del partido. Quizá deberíamos dejar que nos dé una fiesta de compromiso después de las elecciones. Le debemos muchísimo.
—Le debo el resto de mi vida —dijo Judith, sosegadamente—. La llamaré a primera hora de la mañana. Buenas noches, Stephen. Te quiero.
—Buenas noches, Lady Hallett. Te quiero.
«Desprecio a una mentirosa —pensó Judith mientras colgaba el teléfono—, y acabo de mentir».
A la mañana siguiente iría a ver al doctor Patel. No existía una Sarah Marrish o Marsh en el libro de registros en mayo de 1942. ¿Se habría inventado todo lo que le había contado? Y, si era así, ¿le estaba gastando su mente otras jugarretas a ella? ¿Por qué había perdido siete horas hoy?
*****
A las diez en punto de la mañana siguiente, la recepcionista del doctor Reza Patel quebrantaba su orden de no pasarle llamadas telefónicas para anunciarle que la señorita Chase estaba al teléfono y que era una emergencia. Rebecca y él habían estado hablando de nuevo sobre el potencial peligro del estado de Judith. Patel apretó los botones del altavoz y de grabación del aparato telefónico. Rebecca y él escucharon ávidamente mientras Judith les contaba lo de la laguna de siete horas en su memoria.
—Creo que debería usted venir inmediatamente —dijo Patel—. Si lo recuerda, firmó usted una autorización para que yo pudiera grabar su sesión. Me gustaría que viese esa cinta. Quizá la ayudara. No tengo razones para creer que los recuerdos de su infancia no fueran exactos. Y no se preocupe demasiado por lo que considera una pérdida de memoria. Es usted una mujer con un tremendo poder de concentración. Eso era evidente cuando comencé la hipnosis. Usted misma me dijo que pueden transcurrir horas cuando está trabajando sin que se dé cuenta en absoluto de que van pasando.
—Eso es cierto —asintió Judith—. Pero una cosa es estar en mi despacho cuando eso sucede y otra muy distinta es estar en Trafalgar Square a las dos y encontrarme en una taberna del Soho a la nueve y media. Ahora mismo salgo hacia su consulta.
Aquel día llevaba pantalones beige, botas marrones y un suéter de cachemira beige con un pañuelo marrón, beige y amarillo anudado sobre el hombro. Percibió la «Burberry» cálida y cómodamente familiar mientras se la abrochaba y se ponía el cinturón, lamentando de nuevo las trescientas libras que se había gastado en la capa.
En la consulta de Patel, una asombrada Rebecca le preguntaba:
—¿No estarás pensando en enseñarle esa cinta?
—Sólo hasta el momento de su regreso a la infancia. Rebecca, ya está haciendo preguntas. Tiene que concentrarse en ese aspecto de la sesión y no en lo que puede haberle sucedido. Todavía no sabemos cómo ayudarla. No lo sabremos a menos que de algún modo conozcamos a quién está albergando. De prisa, haz un duplicado de la cinta hasta el momento en que empiezo a darle instrucciones para que despierte.
*****
En el taxi de camino a la consulta de Patel, Judith se dio cuenta de que estaba muy preocupada. Había utilizado una droga con ella.
Recordaba una serie periodística que hizo sobre el LSD y sus efectos. Intentó recordar las consecuencias de la utilización del LSD. Alucinaciones, pérdida de memoria, pérdida del sentido.
—¡Oh, Dios! —pensó—. ¿Qué me he hecho a mí misma?
Pero cuando, poco tiempo después, miraba el monitor de televisión, se sintió vivamente impresionada por lo que observaba. El hábil interrogatorio de Patel, su narración de cumpleaños, su casamiento con Kenneth, sus padres adoptivos. La forma en que Patel trabajaba hacia atrás para llevarla a su temprana infancia. Su evidente renuencia a hablar sobre el bombardeo. Notó que las lágrimas le subían a los ojos cuando, en su estado hipnótico, lloraba por su madre y su hermana. Y entonces se dio cuenta de algo. De los nombres. Molly. Marrish.
—Detenga la cinta, por favor —pidió.
—Desde luego.
Rebecca apretó el botón de «parada» en el mando a distancia que sostenía en la mano.
—¿Puede ir hacia atrás? ¿Saben?, recuerdo que tenía un defecto de habla cuando era una niña. Me contaron que tuve grandes dificultades con el sonido p. En la cinta, no estoy segura de si oí que el nombre de mi hermana era «Molly» o «Polly». Y suba el volumen cuando dije «Marrish», o «Marsh». No está muy claro, ¿verdad?
Observaron atentamente.
—Es posible —dijo Patel—. Podría haber estado intentando decir algo como «Parrish».
Judith se levantó.
—Al menos es otra vía para buscar… cuando acabe con Marsh y Marrish, y March, y Markey, y Markham y Marmac y Dios sabe cuántos más. Doctor, dígame francamente: ¿hay algo que yo debiera saber acerca de ese tratamiento? ¿Por qué perdí aquellas horas ayer?
Ella notó que Patel sopesaba sus palabras. Se sentó a la mesa maciza de despacho, jugando con un abridor de cartas. En el rincón, ella vio la mesa y el espejo. Cuando tuvo la visión de una criatura pequeña, se dirigía hacia aquella mesa.
Reza Patel advirtió la mirada de Judith en dirección a la mesa y supo exactamente lo que estaba pensando. Con un alivio instantáneo, se dio cuenta de que había encontrado una forma de responderle.
—Vino a verme la semana pasada porque estaba teniendo alucinaciones recurrentes, que yo preferiría llamar rupturas de memoria. El proceso sigue, quizá de una forma ligeramente distinta. Ayer estaba usted camino del Registro de Nacimientos. Ya había sentido allí una intensa decepción. Yo diría que probablemente volvió y buscó infructuosamente en los registros por segunda vez. Creo que ésa es la razón por la que su mente hizo de nuevo lo que se ha enseñado a hacer. Se bloqueó. Judith, puede usted haber captado algo significativo hoy. Quizá el nombre que intentaba pronunciar es Parrish y no Marrish, o un nombre similar a Parrish. Se ha sentido frustrada por no poder encontrar rápidamente la información que quiere. Se lo ruego, dese más de una oportunidad. Sea consciente de cualquier cosa inusual, una escena retrospectiva, una sensación de haber perdido horas, de un nombre o de un pensamiento que cruce por su mente que le parezca inadecuado para usted. La mente tiene una forma extraña de intentar ofrecernos claves cuando exploramos el subconsciente.
Tenía sentido, pero Judith repitió su pregunta:
—Entonces, ¿no tenía nada que ver con el tratamiento, con la droga que utilizó y que pudiera estar causándome algún tipo de reacción ahora?
Rebecca examinó el mando a distancia de televisión que todavía sostenía. Reza Patel levantó los ojos y miró directamente a los de Judith.
—Absolutamente, no.
Cuando Judith se marchó, Patel le preguntó a Rebecca con desesperación:
—¿Qué podía decirle?
—La verdad —respondió Rebecca, con calma.
—¿Qué bien le haría aterrorizarla?
—Yo creo que lo que estarías haciendo sería advertirla.
Judith volvió directamente al piso. No quería arriesgarse a ir al Registro General de nuevo aquel día. En su lugar se instaló en el despacho, con sus cuadernos abiertos a su alrededor y con la antigua máquina de escribir, que conocía el tacto de sus dedos, en la mesilla de la izquierda. Trabajó ininterrumpidamente hasta primera hora de la tarde, percibiendo el consuelo y la seguridad de saber que el libro iba bien. A las dos se preparó apresuradamente un bocadillo y una taza de té y llevó la bandeja a su escritorio. Una larga tarde escribiendo podría hacer que completase el capítulo siguiente. Iba a cenar tarde con Stephen.
A las cuatro y media empezó a mecanografiar de nuevo sus notas sobre el juicio de los regicidas:
«Algunos dirían que sus juicios fueron justos, que se les dio más consideración de la que ellos le habían ofrecido a su rey. De pie en la atestada sala de justicia, por encima de los gritos de la turba realista, proclamaron tenazmente su obligación de conciencia, su fe en que su Dios les juzgaría con benevolencia».
Sus dedos cayeron del teclado. La cicatriz de su mano comenzó a palpitar. Judith echó hacia atrás la silla y miró el reloj. Tenía una cita, ¿no era así?
Lady Margaret se dirigió apresuradamente al armario y cogió la capa verde.
—Pensaste que podías esconderla, Judith —dijo, con sarcasmo.
Se la abrochó al cuello, pero antes de ponerse la capucha se recogió el pelo y se hizo un moño. Volvió rápidamente a por el gran bolso de Judith, encontró las gafas oscuras y se marchó del piso.
Rob la estaba esperando en su habitación. En el alféizar de la ventana había dos latas de cerveza.
—Llegas tarde —le dijo.
Lady Margaret le sonrió con coquetería.
—No por mi gusto. No siempre es fácil escaparse.
—¿Dónde está tu casa, preciosa? —preguntó mientras le desabrochaba la capa y le ponía los brazos alrededor.
—En Devon. ¿Trajiste lo que habías prometido?
—Hay mucho tiempo para eso.
Una hora más tarde, echada a su lado en la arrugada cama, Margaret escuchaba con arrebatada atención lo que Rob explicaba:
—Ahora ya sabes que podrías volar a los cielos con este material, así que ten presente lo que te enseño. Te he traído lo suficiente como para echar abajo Buckingham Palace, pero tengo que admitir que me he encaprichado de ti. ¿Lo mismo mañana por la noche?
—Pues claro. Y te prometí pagarte por las molestias. ¿Te parecen bien doscientas libras?
A las nueve menos diez, Judith levantó la cabeza.
«Dios mío —pensó—. El coche llegará en cualquier momento».
Entró apresuradamente en la habitación para cambiarse y luego decidió ducharse.
«Es sólo que estoy tan condenadamente rígida —pensó— por estar tanto rato sentada».
No podía entender por qué otra vez aquella noche se sentía como sucia.
El lunes 30 de enero era frío y claro, el sol radiantemente brillante, el aire seco y estimulante. Los profesores mantenían una preocupada vigilancia sobre una procesión de colegiales reunidos detrás de los estudiantes que habían sido escogidos para colocar la corona en la estatua de Carlos I.
Ya había allí amontonadas otras ofrendas florales. Las cámaras disparaban y grupos de turistas acompañados escuchaban atentamente el drama de la vida y la muerte del rey ejecutado.
Lady Margaret ya había colocado su ofrenda. Ahora escuchaba cínicamente cómo un niño de doce años, con gafas y tímidamente orgulloso, comenzaba a recitar el poema de Lionel Johnson.
—«Junto a la estatua del rey Carlos en Charing Cross» —anunció.
Un policía estaba cerca, sonriendo ante los serios rostros de los niños. Los dos que llevaban la corona eran evidentemente conscientes de su importancia.
«Están bien restregados y brillantes —pensó—. Niños británicos bien adiestrados y educados, honrando a su monarca maltratado».
El policía dirigió una mirada a las coronas que ya había amontonadas contra el pie de la estatua. Sus ojos se entrecerraron. Humo. Había humo filtrándose lentamente a través del montón de flores.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Todos atrás!
Se lanzó hacia adelante, corriendo por delante de los niños.
—Dad la vuelta os digo. Atrás.
Atemorizados y confundidos, los niños se dieron la vuelta y el círculo alrededor de la estatua se hizo más amplio.
—¡Atrás! ¿No me oís? —atronó—. Despejad el sitio.
Ahora, los turistas, comprendiendo el peligro, comenzaron a alejarse precipitadamente.
Petrificada de ira, Margaret vio cómo el policía apartaba las coronas, cogía el paquete de color marrón que había colocado debajo de sus flores y lo arrojaba a la zona despejada. Gritos y chillidos de temor se mezclaron con la explosión mientras la metralla caía sobre la multitud.
Mientras se escabullía, Margaret vio que un turista registraba la escena con una cámara de vídeo. Ajustándose más la capucha sobre el rostro, desapareció entre las multitudes de transeúntes que corrían para ayudar a los niños heridos. El Big Ben estaba dando las doce.
Estaba perdiendo demasiado tiempo paseando, pensó Judith mientras entraba por la puerta giratoria de la oficina del Registro General a las doce y media. Admitía que había trabajado en su escritorio casi desde el amanecer. Con todo, no debería haberle llevado casi una hora ir caminando hasta allí desde el piso. Esa hora hubiera estado mejor empleada examinando los registros.
Cada vez se hacía más difícil ocultar a Stephen lo que estaba haciendo. Su interés en la investigación al principio la había encantado. Ahora que con regularidad se pasaba horas en la oficina del Registro General y en la Biblioteca estudiando documentos de los bombardeos de Londres de 1942, sabía que parecía demasiado vaga cuando Stephen le preguntaba sobre sus actividades.
«Y me estoy volviendo tremendamente descuidada —pensó. No sabía cómo había perdido doscientas libras de su billetero».
Mientras Judith seguía el familiar camino hacia los estantes de registros pensó:
—¡Dios mío! Algo más… no me he acordado de llamar a Fiona. Cuando haga una pausa, lo haré desde aquí.
Cuidadosamente evitó ir al archivo de la P hasta que estuvo segura de que no había ningún nacimiento del mes de mayo registrado bajo ninguna derivación posible del nombre Marrish que se le hubiera podido escapar en cualquier volumen de 1942.
Una mujer anciana le hizo sitio amablemente en la abarrotada mesa.
—Absolutamente espantoso, ¿verdad? —le comentó.
Ante la perpleja expresión de Judith, añadió:
—Hace media hora alguien intentó volar la estatua de Carlos I. Hay docenas de niños con cortes y magulladuras. Hubieran muerto a no ser por un perspicaz policía que vio el humo y se percató de que algo no iba bien. Es vergonzoso, ¿verdad? Esos terroristas se merecen la pena de muerte y, déjeme que se lo diga, sería mejor que el Parlamento lo afrontase.
Asombrada, Judith le pidió más detalles.
—Yo estuve allí el otro día —dijo—. El guía turístico hablaba de la ceremonia de ofrenda de coronas a la estatua en el día de hoy. La gente que coloca bombas por ahí debe de estar loca.
Sacudiendo todavía la cabeza en un gesto de incredulidad, bajó de nuevo los volúmenes trimestrales de 1942 y consultó sus notas. Pensó en la cinta que Patel le había dado.
«Dije mayo claramente —pensó—. Cuato podía solamente ser cuatro. Pero ¿quise decir cuatro, o catorce, o veinticuatro? Evidentemente estaba intentando decir bomba voladora. Su investigación le había mostrado que la primera bomba cayó en Londres el 13 de junio de 1944. Una cayó cerca de la estación de Waterloo el 24 de junio. «Recuerdo que subí a un tren —pensó Judith—. Llevaba sólo una rebeca fina sobre el vestido, de modo que debía de hacer calor. Supongamos que íbamos a Waterloo aquel día. Mi madre y mi hermana resultaron muertas. Yo vagué por la estación y me subí a un tren. Me encontraron a la mañana siguiente en Salisbury. Eso explicaría por qué nadie de Londres que pudiera haberme conocido vio mi foto».
Había dicho que vivía en Kent Court. Un bombardeo había caído sobre Kensington High Street el 13 de junio de 1944. Unos cuantos días más tarde, otro había alcanzado Kensington Church Street. Kensington Court era una calle residencial de la vecindad.
La estatua de Peter Pan estaba en Kensington Gardens, el parque contiguo a la zona. Una de sus alucinaciones había sido ver a una niña pequeña tocar la estatua de Peter Pan. Sus planos y su investigación habían demostrado que si había vivido en la zona de Kensington era posible que hubiese presenciado el primero de los ataques aéreos.
Judith se sintió temblar. Estaba sucediendo de nuevo. La mesa y los estantes desaparecieron. La sala se oscureció. La niñita. Podía verla tropezando por entre los escombros, podía escuchar sus sollozos. El tren. La puerta abierta. Los paquetes y los sacos amontonados dentro.
La imagen desapareció, pero esta vez Judith se dio cuenta de que la había recibido con agrado.
—Estoy haciendo descubrimientos —pensó, triunfante—. Era algún tipo de vagón de mercancías. Por eso no me vio nadie. Me eché sobre algo desigual y me quedé dormida. Las fechas coinciden.
Al día siguiente, 25 de junio de 1944, Amanda Chase, miembro del servicio femenino de la Marina, que era esposa de un oficial de la Marina norteamericana, Edward Chase, se encontró con una niña de dos años que vagaba sola por Salisbury, con su vestido fruncido hecho a mano y su suéter de lana tiznados y sucios. La niña, callada y con los ojos muy abiertos, incapaz de hablar, primero recelosa y luego deseosa de encontrar unos brazos amigos. La niña sin identificación. La niña que nadie reclamó. Amanda y Edward Chase visitaban a la niñita, a quien llamaban Judith, en el orfanato, la llevaban de excursión. Cuando empezó a hablar les llamaba mamá y papá. Dos años más tarde, después de que los esfuerzos por encontrar a su familia de origen acabasen sin éxito, a Amanda y Edward Chase se les permitió adoptar a Judith.
Judith aún recordaba el día que les esperaba para que la recogiesen en el orfanato.
—¿De veras puedo vivir con vosotros?
Amanda, con sus sonrientes ojos castaños, la abrazaba.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido para encontrar a quien fuera que te dejase, pero ahora eres nuestra.
Edward Chase, el hombre que se convirtió en su padre, alto, tranquilo y cariñoso.
—Judith, hay una expresión que se utiliza excesivamente en la adopción: «Te escogemos». En este caso es totalmente apropiada.
«Fueron tan buenos conmigo —pensó Judith, con renovadas esperanzas al empezar otra larga y tediosa búsqueda de registro de nacimientos—. Fui tan feliz con ellos».
Edward Chase, un graduado de Annápolis, decidió hacer de la Marina su carrera. Después de la guerra, pasó a ser Agregado Naval Militar de la Casa Blanca. Judith tenía vagos recuerdos de la búsqueda de los huevos de Pascua en los jardines de la Casa Blanca, del presidente Truman preguntándole qué iba a ser de mayor. Después, Edward Chase pasó a ser Agregado militar en Japón, luego embajador en Grecia y en Suecia.
¿Quién podía haber deseado unos padres más amantes? se preguntaba Judith mientras abría el libro por la sección con nombres que empezaban por M. Tenían unos treinta años cuando la adoptaron, murieron con un año de diferencia hacía ocho años, y dejaron sus considerables bienes a su «amada hija, Judith».
Y ahora, mientras intentaba encontrar a quienes la habían engendrado, se daba cuenta de que su fallecimiento la había liberado de un sentimiento de culpa o de deslealtad. Pasaron las horas. Marsh. March. Mars. Merrit. No había ninguna derivación de Marrish, ni de ningún nombre que comenzase con M en los registros de mayo de 1942 que pusiese «Sarah» como primer o segundo nombre. Era el momento de mirar bajo la P, esperando que quizás, sólo quizás, hubiese intentado decir «Parrish».
Sus dedos recorrieron las páginas de los nombres que comenzaban por P hasta que encontró el nombre de Parrish. Parrish, Ann, Distrito Knightsbridge; Parrish, Arnold, Distrito Piccadilly. Y entonces lo vio.
NombreDistrito Vol. Pág.
de la madre
Parrish Mary Elizabeth Travers Kensington 6B32
¡Parrish! ¡Kensington!
«¡Oh!, Dios», pensó.
Manteniendo su índice en aquella línea, recorrió el resto de la página. Parrish, Norman, Distrito Liverpool; Parrish, Peter, Distrito Brighton; Parrish, Richard, Distrito Chelsea; Parrish, Sarah Courtney. Nombre de la madre, Travers; Distrito Kensington, Vol. 6B, página 32.
Sin atreverse a creer que entendía lo que estaba leyendo, Judith fue corriendo hasta la empleada de la mesa.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
La empleada tenía una pequeña radio transistor sobre la mesa, con el volumen tan bajo que era casi inaudible. A regañadientes, se apartó de las noticias de la «BBC».
—Terrible, la bomba —dijo. Hizo una pausa—. Lo siento. ¿Cuál era su pregunta?
Judith señaló los nombres Mary Elizabeth y Sarah Courtney Parrish.
—Nacieron el mismo día. El nombre de soltera de su madre era el mismo. ¿Quiere eso decir que podían haber sido gemelas?
—Eso parece, ciertamente. Y se tiene mucho en cuenta quién es la mayor. A menudo significa quién hereda el título, ¿sabe? ¿Quiere usted comprar los certificados de nacimiento completos?
—Sí, desde luego. Y otra pregunta. ¿No es Polly un diminutivo de Mary en Inglaterra?
—Muy a menudo. Mi propia prima, por ejemplo. Ahora, para obtener los certificados de nacimiento tendrá que rellenar los impresos adecuados y pagar cinco libras por cada uno. Le pueden ser enviados por correo.
—¿Cuánta información proporcionan?
—¡Oh!, bastante —respondió la empleada—. La fecha y el lugar del nacimiento. El nombre de soltera de la madre. El nombre del padre y su ocupación. La dirección.
Judith volvió al piso aturdida. Al pasar por delante de un quiosco vio los llamativos titulares que hablaban de la bomba en Trafalgar Square. Fotografías de niños ensangrentados llenaban la primera página. Enferma por la visión, Judith compró el periódico y lo leyó en cuanto llegó a casa. Al menos, pensó, ninguna de las heridas era mortal. El diario dedicaba amplio espacio a las noticias de la tormentosa sesión del Parlamento. El ministro del Interior, Sir Stephen Hallett, había pronunciado un dramático discurso: «Hace mucho que sostengo la necesidad de la pena de muerte para los terroristas. Estas personas despreciables han puesto hoy una bomba en un lugar que sabían que sería visitado por escolares. Si uno de esos niños hubiese muerto, ¿no deberían los terroristas estar ahora preocupados por sus propios cuellos? ¿Está de acuerdo el partido laborista, o tenemos que continuar consintiendo a estos aspirantes a asesinos?
Otro artículo decía que el explosivo era gelignita y que se había comenzado una gran investigación para descubrir las compras y comprobar los informes de robo del mortal ingrediente.
Judith dejó el periódico y miró el reloj. Eran casi las seis. Sabía que Stephen llamaría y que sería mejor que pudiera decirle que se había puesto en contacto con Fiona.
Fiona estaba demasiado interesada en los sucesos del día como para estar enfadada porque Judith la hubiera olvidado.
—Querida, ¡qué espantoso!, ¿verdad? El Parlamento en un tumulto horroroso. Cuando se convoquen las elecciones, la pena de muerte será un tema, con toda certeza. No puede hacer sino beneficiar a nuestro querido Stephen. La gente está, sencillamente, indignada. Pobre rey Carlos. Deduzco que querían hacer añicos su estatua. Hubiera sido una vergüenza. La estatua ecuestre más absolutamente encantadora del reino. Pero hay unas cuantas estatuas que no me importaría ver en el chatarrero. En algunas de ellas parece como si los caballos tirasen de un carro en lugar de ser montados por reyes. Bueno.
Stephen llamó quince minutos más tarde.
—Cariño. Llegaré muy tarde esta noche. Tengo una reunión con el comisario de Scotland Yard y su gente.
—Fiona me contó lo del tumulto del Parlamento sobre la bomba. ¿Ha reivindicado el atentado algún terrorista?
—Hasta ahora no. Es por eso por lo que me reúno con Scotland Yard. Como ministro del Interior, los actos de terrorismo están bajo mi jurisdicción. Yo esperaba, como nación civilizada, que cuando prohibimos las ejecuciones hubiese sido para siempre, pero hoy ciertamente se demuestra la necesidad de la pena de muerte. Creo que sería un factor disuasorio.
—Supongo que mucha gente estará de acuerdo contigo, pero yo temo no poder estarlo. Pensar en una ejecución me hiela la sangre.
—Hace diez años yo lo veía exactamente del mismo modo —dijo Stephen, sosegadamente—. Ya no. No cuando tantas vidas inocentes están en constante peligro. Cariño, tengo que darme prisa. Intentaré no llegar demasiado tarde.
—Llegues cuando llegues, estaré esperándote.
*****
Reza Patel y Rebecca Wadley estaban a punto de salir a cenar cuando sonó el teléfono de su consultorio. Rebecca lo cogió.
—Señorita Chase, qué agradable escucharla de nuevo. ¿Cómo está usted? El doctor está aquí.
Con un movimiento que se había convertido en automático, Patel pulsó los botones del altavoz y de grabación. Rebecca y él escucharon mientras Judith les contaba su descubrimiento.
—Estaba deseando hablar de ello —dijo, feliz—, y me di cuenta de que usted y Rebecca son las dos únicas personas vivas que me conocen y pueden entender lo que está sucediendo. Doctor, es usted milagroso. Sarah Courtney Parrish. Un nombre muy bonito, ¿no le parece? Cuando reciba los certificados de nacimiento tendré una dirección. ¿No es increíble que Polly fuese mi hermana gemela?
—Se está usted convirtiendo en una detective muy buena —advirtió Patel, intentando parecer animado.
—Investigación —rió Judith—. Al cabo de un tiempo se aprende cómo seguir los hilos. Pero tengo que dejarlo por unos días. Mañana debo escribir a máquina y hay una exposición en la National Portrait Gallery que quiero ver. Tiene muchas escenas de corte de la época de Carlos I. Debe de ser interesante.
—¿A qué hora irá usted? —preguntó rápidamente Patel—. Tengo pensado ir a visitar la exposición. Quizá pudiéramos tomar un té.
—Fantástico. ¿Qué le parece a las tres?
Cuando colgó el receptor, Rebecca preguntó a Patel:
—¿Qué sentido tiene encontrarse con ella en la galería?
—No tengo ninguna razón para pedirle que vuelva de nuevo aquí y me gustaría ver si detecto en ella algún indicio de modificación de la personalidad.
*****
Judith se puso un pijama de seda de color melocotón y zapatillas a juego, se deshizo el moño y se cepilló el pelo dejándolo suelto sobre los hombros, se volvió a maquillar y se puso agua de colonia «Joy» en las muñecas. Preparó una ensalada y huevos revueltos de cena. Con una taza de té, puso los platos en la inevitable bandeja y comió distraídamente mientras esbozaba el siguiente capítulo. A las nueve, dispuso una bandeja con queso, galletitas y las copas de brandy, y luego volvió a su despacho.
Eran las once y cuarto cuando llegó Stephen. Tenía la cara gris de cansancio. En silencio, la rodeó con sus brazos alrededor.
—¡Dios mío, qué agradable es estar aquí!
Judith le hizo un masaje en los hombros y le besó. Luego, abrazados, fueron a sentarse en el sofá de damasco rojo oscuro, demasiado relleno, que evidentemente era una posesión muy apreciada de Lady Beatrice Ardsley. Un viejo cobertor que cubría el respaldo y los brazos estaba metido entre el armazón y los cojines y caía luego protectoramente sobre ellos, hasta el suelo. Judith sirvió el brandy y alargó una copa a Stephen.
—Realmente creo que en honor del futuro Primer Ministro debería quitar este gastado cobertor y confiar en que no pondrás los pies sobre el precioso canapé de Lady Ardsley.
Fue recompensada con el amago de una sonrisa.
—Ten cuidado. Si cierro los ojos, estoy seguro de que acabaré aquí acurrucado toda la noche. Qué día más infernal, Judith.
—¿Cómo fue la reunión con Scotland Yard?
—Bastante bien. Afortunadamente, un turista japonés estaba filmando sin parar con su cámara de vídeo y tendremos la película. También había muchas personas en la zona tomando fotos. Los medios de comunicación están solicitando que se entreguen todas esas fotos a la Policía. Habrá una sustanciosa recompensa si cualquiera de ellas lleva al arresto y a la condena de quien lo hizo. Fue una suerte que la bomba empezase a humear al cabo de uno o dos minutos de ser colocada. Es posible que obtengamos una fotografía de alguien situándola al pie de la estatua.
—Eso espero. Las fotos de esos niños sangrando eran desgarradoras.
Judith estaba a punto de decir que le recordaban las alucinaciones que había tenido sobre la niña cogida en los bombardeos y cerró los labios. Era duro, pensó, no decir al hombre que tanto amaba que creía saber cuál era su verdadera identidad.
Había un modo seguro de no revelarle su secreto. Deslizándose sobre el sofá, puso sus brazos alrededor del cuello de Stephen.
*****
El comisario adjunto Philip Barnes era jefe de la Brigada Antiterrorista de Scotland Yard. Era un hombre delgado, de habla serena, cercano a los cincuenta años, de escaso cabello moreno y de ojos castaños, que más parecía un predicador de campo que un oficial de Policía de categoría superior. Sus hombres habían aprendido rápidamente que la voz serena podía convertirse en un arma mordaz cuando tenían que aguantar un rapapolvo por cualquier cosa, desde una falta hasta un increíble patinazo. Con todo, respetaba a Barnes hasta el punto de dispensarle un temor reverencial, y algunos incluso tenían la valentía de que sinceramente les gustase.
Aquella mañana, el comisario adjunto Barnes estaba colérico y contento a la vez. Colérico porque los terroristas seleccionasen un objetivo tan sin sentido como la estatua ecuestre, y porque escogieran un día en que la estatua iba a estar rodeada de niños y turistas; contento porque no había habido muertos ni mutilados. También se sentía frustrado:
—No tiene sentido que los libios o los iraníes hayan ido a por la estatua —decía—. Si el IRA quisiera poner una bomba en un monumento hubiese ido a por Cromwell. Él fue quien diezmó su país, no el pobre y viejo Carlos.
Sus hombres aguardaron, sabiendo que no esperaba ninguna respuesta.
—¿Cuántas fotografías han entregado? —preguntó.
—Docenas —respondió su ayudante principal, el teniente Jack Sloane. Sloane era alto y delgado, de un color neutro, cabellos del color de la arena, ojos azul claro, con el aspecto fuerte de un atleta durante todo el año. Hermano de un baronet, era amigo íntimo de Stephen. La casa de campo de su familia, Bindon Manor, estaba a unos diez kilómetros de Edge Barton.
—Algunas todavía hay que revelarlas, señor. Lo están haciendo ahora. También tenemos aquella cinta, cuando quiera usted verla.
—¿Y lo de la investigación del explosivo?
—Pudiera ser que tuviéramos ya una pista. El capataz de una cantera de Gales ha estado buscando cierta cantidad de gelignita desaparecida.
—¿Cuándo se dio cuenta de que había desaparecido?
—Hace cuatro días.
El teléfono sonó. El secretario del comisario adjunto Barnes tenía instrucciones de no pasar ninguna llamada, excepto las de una persona.
—Sir Stephen —dijo Barnes, incluso antes de coger el teléfono.
Rápidamente, contó a Stephen lo de la gelignita desaparecida, lo de las fotografías de los turistas, lo de la cinta.
—Estamos a punto de verla, señor. Le informaré si es prometedora.
Cinco minutos después, en el laboratorio, estaban viendo la cinta. Esperaban los resultados habituales y desiguales de un fotógrafo aficionado y se sorprendieron gratamente al ver un trozo claro y bien enfocado. El panorama del área de Trafalgar Square. El primer plano de la estatua y de su pedestal. Las ofrendas florales ya colocadas en él.
—Pare —ordenó Sloane.
El operador de la videocámara, familiarizado con aquella clase de órdenes, congeló la imagen al instante.
—Vuelva atrás uno o dos cuadros.
—¿Qué ve usted? —preguntó el comisario adjunto Barnes.
—Ese rastro de humo. Cuando fue tomada esa cinta, la bomba ya estaba allí.
—¡Qué pena que la cámara no captara a la persona colocándola! —explotó Barnes—. Bien. Siga.
Los colegiales. Los turistas. Los estudiantes llevando la corona. El tímido comienzo del poema. El policía corriendo hacia la estatua, obligando a los niños a apartarse de ella.
—Ese hombre debería ser propuesto para la Cruz de San Jorge —murmuró Barnes.
La gente dispersándose. La explosión. La cámara girando para tomar una panorámica.
—Párela.
De nuevo, el operador detuvo la cámara y retrocedió a los fotogramas anteriores.
—Esa mujer de la capa y las gafas oscuras. Era consciente de que la filmaban. Miren la forma en que se ajusta la capucha alrededor de la cara. Todos los demás adultos de la multitud corren a ayudar a los niños. Ella se apartaba. —Sloane se volvió a los ayudantes—. Quiero que saquen su fotografía de cada fotograma de esta cinta. Amplíenla. Veamos si podemos identificarla. Podríamos estar sobre algo.
Alguien dio repentinamente la luz.
—Y de paso —añadió Sloane—. Presten especial atención en comprobar si alguno de los turistas captó a la mujer de la capa en sus instantáneas.
*****
Aquella tarde, mientras Judith se vestía para ir a la National Portrait Gallery, decidió de mala gana ponerse un traje gris pálido, tacones y el abrigo de marta. En los pocos días transcurridos desde que Stephen había sido elegido líder del partido, habían salido varios perfiles suyos en distintos periódicos y todos se referían a él como el mejor partido y el soltero maduro más atractivo de Inglaterra. Desde Heath no había habido ningún Primer Ministro soltero, apuntaba un diario, y había rumores sin confirmar de que Sir Stephen tenía un interés romántico que complacería a los ingleses.
Ese comentario procedía del columnista de chismes Harley Hutchinson.
«Así que es mejor que no salga con aspecto de un hippy de Greenwich Village», pensó Judith suspirando, mientras se cepillaba cuidadosamente el cabello y se ponía sombra de ojos y rímel. Luego, se colocó una aguja de plata en forma de rosa en la solapa del traje y estudió su imagen.
Veinte años antes se había casado con Kenneth con el tradicional vestido blanco y el velo. ¿Qué se pondría cuando se casara con Stephen? Un sencillo vestido de tarde. Con un grupo muy reducido de amigos presentes. Habían sido casi trescientos en la recepción que el Chevy Chase Country Club hacía todos aquellos años.
«Que suceda dos veces en una vida —pensó—. Nadie merece tanta felicidad».
Cambió su billetero y su estuche de maquillaje al bolso gris de ante que hacía juego con sus zapatos de tacón y desenterró una versión más pequeña de su enorme bandolera.
«Elegante o no, necesito mis cuadernos», pensó, con pesar.
La National Portrait Gallery estaba en St. Martin’s Place y Orange Street. La exposición especial era de escenas de corte desde los Tudor hasta los Estuardo. Los cuadros habían sido cedidos de colecciones privadas de toda Gran Bretaña y la Commonwealth, y las figuras menores de los cuadros que podían ser identificadas estaban enumeradas en placas enmarcadas. Cuando Judith llegó a la galería estaba todavía muy atestada y, divertida, observó cómo la gente miraba con curiosidad las listas impresas en las placas, evidentemente esperando localizar a algún antepasado durante largo tiempo olvidado.
Estaba especialmente interesada en ver las escenas de corte en las que Carlos I, Oliver Cromwell y Carlos II aparecían retratados. Yendo hacia atrás, comparó el alegre vestido del «Alegre Monarca» reinstaurado, Carlos II, con las vestiduras severas y sin lujos, al estilo puritano, de los íntimos de Cromwell. Las escenas de corte de Carlos I y su consorte, Henrietta Maria, eran especialmente fascinantes. Ella sabía que, ignorando la inflexible desaprobación de los puritanos, la reina Henrietta se había deleitado con las exhibiciones teatrales. Un cuadro en particular atrajo su atención: el escenario era Whitehall Palace. El rey y la reina estaban evidentemente vestidos para una exhibición teatral. Abundaban cayados de pastor, alas de ángel, halos y espadas de gladiadores.
—Señorita Chase, ¿cómo está usted?
Judith había estado bebiendo en el cuadro.
Sobresaltada, se volvió y vio al doctor Patel. Su rostro de facciones apacibles sonreía, pero ella se dio cuenta de que la expresión de sus ojos era seria. Tocó suavemente su brazo.
—Doctor, parece usted muy sombrío.
Él se inclinó ligeramente.
—Y yo estaba pensando que está usted muy hermosa. —Bajó la voz—. Lo diré de nuevo. Sir Stephen es realmente un hombre afortunado.
Judith negó con la cabeza.
—Aquí no, por favor. Por lo que veo, este lugar está lleno de Prensa.
Se volvió hacia el cuadro.
—¿No es fascinante? —le preguntó. Cuando uno piensa que esto fue pintado en 1640, justo antes de que Su Majestad disolviese el Parlamento Corto.
Reza Patel se quedó mirando el cuadro. Debajo, la placa decía:
«Artista desconocido. Se cree que fue pintado entre 1635 y 1640».
Judith señaló a una pareja bien parecida, de pie, junto al rey sentado.
—Sir John y Lady Margaret Carew —dijo a Patel—. Ambos estaban preocupados aquel día. Sabían lo que sucedería si el rey disolvía el Parlamento desde su comienzo. Su familia estaba terriblemente dividida respecto a la lealtad en aquel tiempo.
Patel leyó la información de la placa. Aparte del rey y la reina, de su hijo mayor, Carlos, duque de York, y de media docena de parientes reales, las demás figuras del cuadro estaban sin identificar.
—Su investigación debe ser excelente —le dijo—. Debería usted habérsela ofrecido a los historiadores de aquí.
Lady Margaret se dio cuenta de que no hubiera debido hablarle a Reza Patel acerca de John y de sí misma. Apartándose bruscamente de él, se apresuró a salir de la galería. En la puerta, él la alcanzó y la detuvo.
—Señorita Chase, Judith. ¿Qué ocurre?
Ella le amedrentó con la mirada. Con tono altivo, le dijo:
—Judith no está aquí ahora.
—¿Quién es usted? —preguntó él, apremiante. Asombrado, observó la cicatriz, de un rojo violento en su mano derecha.
Ella señaló el cuadro.
—Ya se lo he dicho. Soy Lady Margaret Carew.
Apartándose de él, salió afuera apresuradamente.
Aturdido, Patel volvió hasta el cuadro y estudió la figura que Judith había indicado como la de Lady Margaret Carew. Vio que había un asombroso parecido entre ella y Judith.
Enfermo de aprensión, dejó la galería, ajeno al agradable murmullo de la conversación de las personas que intentaban saludarle.
—Al menos —se dijo—, sé quién está presente en el cuerpo de Judith.
Ahora tendría que saber lo que le había sucedido a Margaret Carew e intentar prever su siguiente movimiento.
El viento se había vuelto cortante. Giró para bajar por St. Martina Place y notó que le cogían del brazo.
—Doctor Patel —rió Judith—. Cuánto lo siento. Estaba tan absorta mirando los cuadros que me dirigía a casa sin recordar que habíamos pensado ir a tomar el té. Perdóneme.
Su mano derecha. Mientras Reza Patel observaba, la cicatriz se desvanecía hasta convertirse en una línea apenas perceptible.
*****
El siguiente día, el 1 de febrero, trajo una abundante y fría lluvia. Judith decidió quedarse en el piso y trabajar en su despacho. Stephen llamó para decir que iba a Scotland Yard y luego al campo.
—«Vota conservador, vota Hallett» —bromeó—. Es una pena que no puedan contar con tu voto, yanqui.
—Lo tendrías —le dijo Judith—. Y quizá puedas utilizar esto. Mi padre acostumbraba a decirme que en Chicago la mitad de las pobres almas del cementerio seguían estando en las listas de votantes.
—Tendrás que enseñarme cómo se hace —rió Stephen. Su tono cambió—. Judith, voy a ir a Edge Barton unos días. El problema es que apenas estaré en casa, pero ¿te gustaría venir? Saber que estás allí al final del día significaría mucho para mí.
Judith dudó. Por una parte, deseaba desesperadamente volver a Edge Barton. Por otra, la preocupación total de Stephen por la cercana campaña la dejaba libre para intentar descubrir su pasado tranquilamente. Finalmente, dijo:
—Me gustaría estar allí. Quiero estar contigo, pero no trabajo igual fuera de mi despacho. Apenas nos veríamos, así que creo que es mejor que no me mueva. Para cuando lleguen las elecciones, tengo intención de enviar por correo un manuscrito terminado a mi editor. Si puedo conseguir eso, te lo aseguro, me sentiré como una mujer nueva.
—Una vez acaben las elecciones, no seré paciente, cariño.
—Eso espero. Dios te bendiga, Stephen. Te quiero.
*****
En Scotland Yard se había dispuesto una sala para exponer las instantáneas ampliadas que habían sido entregadas. Varias de ellas contenían una vaga visión de la mujer de las gafas oscuras y la capa. Ninguna de las fotos ofrecía mucho más que un perfil. La capucha de la capa cubría casi enteramente el rostro de la mujer, incluso antes de que ella la ajustase al ver la cámara de vídeo. Todas las fotografías en las que aparecía habían sido ampliadas y se había tomado su imagen de ellas.
—Aproximadamente un metro setenta —observó el teniente Sloane—. Bastante delgada, ¿no creen? No más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Pelo oscuro y boca colérica. No es de mucha ayuda, ¿verdad?
El inspector David Lynch entró en la sala, con pasos enérgicos.
—Creo que tenemos algo, señor. Acaba de llegar otro juego de fotografías. Mire esto, ¿quiere?
Las nuevas fotografías mostraban a la mujer de la capa colocando una corona en la base de la estatua de Carlos I. La cámara había cogido el ángulo del paquete color marrón debajo de la corona.
—Bien hecho —aprobó Sloane.
—Eso no es ni la mitad —repuso Lynch—. Hemos estado preguntando en las obras locales. Un encargado nos informó bajo cuerda de que una mujer muy atractiva con una capa oscura estuvo coqueteando con uno de su equipo, Rob Watkins, y de que Watkins alardeaba de que ella iba a su alojamiento.
Lynch aguardó, disfrutando evidentemente de lo que estaba a punto de decir.
—Acabamos de hablar con la patrona de Watkins. No hace ni diez días que tuvo un visitante. Fue dos tardes sobre las seis y se quedó un par de horas en su habitación. La señora tenía pelo oscuro, gafas oscuras, parecía rondar los cuarenta años y llevaba una capa verde oscuro con una capucha, una muy cara, dice la mujer. También llevaba unas botas de cuero muy caras, llevaba un bolso de bandolera muy grande y, como dice la patrona, «se creía la mismísima reina, a juzgar por sus maneras. Muy altiva».
—Creo que será mejor que tengamos una charla con el señor Rob Watkins inmediatamente —decidió Sloane. Se volvió a un ayudante—. Coge todas las fotografías ampliadas de la señora con la capa. Veamos si podemos hacer que este tipo la distinga entre la multitud sin darle ninguna ayuda.
—Otra cosa interesante —prosiguió Lynch—. La patrona dice que la mujer era inglesa sin duda, pero que tenía un acento extraño, o una extraña forma de hablar.
—¿Qué se supone que significa eso? —espetó Sloane.
—Por lo que yo deduzco era la entonación de su habla lo que parecía raro. La patrona dice que era como escuchar una de esas viejas películas en las que la gente utiliza palabras como «en verdad».
Movió la cabeza ante la expresión del rostro del teniente Sloane.
—Lo siento, señor. Yo tampoco lo entiendo.
*****
El 10 de febrero, la Primera Ministra hizo el anuncio tan esperado. Solicitaría a Su Majestad la reina que disolviera el Parlamento. No se presentaría a la reelección.
El 12 de febrero, Stephen era elegido líder del Partido Conservador. El 16 de febrero, la reina disolvía el Parlamento y la campaña comenzaba.
Judith bromeaba con Stephen diciéndole que si quería verle ponía el televisor. Cuando conseguían verse era normalmente en casa de él. Su coche la recogía y Rory daba la vuelta a la casa hasta la entrada posterior. De aquella forma era posible eludir la atención de los medios de comunicación, siempre presentes.
A pesar de eso, Judith se daba cuenta de que era una bendita coincidencia que Stephen estuviese fuera haciendo campaña al mismo tiempo que ella terminaba su libro. Esperaba ansiosamente el momento en que llegasen los certificados de nacimiento. Su humor iba de la expectación al miedo. ¿Y si Sarah Parrish era sólo alguien que ella había conocido de pequeña? ¿Entonces, qué?
Sabía que cuando estuviese casada con el Primer Ministro de Inglaterra, siempre se la reconocería. No sería posible ninguna misión privada, como ésta entonces.
Stephen la llamaba temprano cada mañana y de nuevo tarde por la noche. A menudo, tenía la voz ronca de pronunciar discursos. Ella podía notar su cansancio cuando hablaban.
—Va a ser mucho más reñido de lo que esperábamos, cariño —le dijo—. Los laboristas están luchando duro, y después de más de una década de Gobierno conservador hay muchos que votarán un cambio por cambiar.
La preocupación de su voz era suficiente para que Judith le absolviera completamente de egoísmo por no ayudarla a investigar su identidad. Ella sólo podía comparar su decepción si no se convertía en primer ministro con la que sería su propia angustia si ella se sentase de repente delante de su máquina de escribir y viese que ya no podía hacerlo, que el don había desaparecido…
Para reconciliar su necesidad de terminar el libro con la de continuar su investigación, Judith ponía el despertador cada vez más temprano. Ahora se levantaba a las cuatro de la mañana, trabajaba hasta mediodía, se preparaba un bocadillo y una taza de té y trabajaba hasta las once.
Cada unos cuantos días paseaba por la zona de Kensington, pensando que, con la suficiente concentración, uno de los antiguos edificios de pisos que se alineaban en las preciosas calles podría de repente parecerle familiar. Ahora deseaba poder ver a la niña fantasma corriendo delante de ella, corriendo hasta la entrada de la morada que podía haber sido su hogar. En las alucinaciones que había experimentado, ¿se había visto a sí misma o a Polly?, se preguntó, y fue recompensada por el inmediato pensamiento: «Yo siempre seguía a Polly. Ella corría más…». La ventana que daba al pasado se estaba abriendo un poco más… ¿Por qué tardaban tanto en llegar los certificados de nacimiento?
No era la temporada social en Londres. Fiona luchaba duramente por su propio puesto en el Parlamento. Las fiestas y las cenas para las que Judith recibía invitaciones eran fáciles de rechazar. Prestaba una cuidadosa atención al tiempo y estaba segura de no tener más lapsus de memoria. El doctor Patel la telefoneaba regularmente, y le divertía que su tono al principio de la conversación fuese siempre aprensivo, como si esperase que ella le informase de alguna siniestra aberración.
El 28 de febrero, terminó el primer borrador de su libro, lo leyó de principio a fin y vio que se necesitaría volver a redactar muy poco antes de enviarlo a su editor. Aquella noche llegó Stephen de Escocia, donde había estado haciendo campaña a favor de los candidatos conservadores.
Hacía casi diez días que no se habían visto. Cuando le abrió la puerta, se quedaron un momento mirándose. Stephen suspiró mientras la abrazaba antes de besarla. Judith sintió el calor y la fuerza de sus brazos, el latir de su corazón, mientras él la atraía hacia sí. Sus labios se encontraron y los brazos de ella estrecharon su cuello. De nuevo se daba cuenta de que a pesar de lo profundamente que había amado a Kenneth, en los brazos de Stephen sentía la consumación de todo lo que era posible entre un hombre y una mujer.
Tomando unas copas compararon notas, estando ambos de acuerdo en que el otro parecía exhausto.
—Cariño, estás demasiado delgada —le dijo Stephen—. ¿Cuánto peso has perdido?
—No me he fijado. No te preocupes, lo volveré a recuperar cuando el libro esté listo. Y, por cierto, Sir Stephen, usted también ha perdido unos cuantos kilos.
—Los americanos creen que tienen un mercado para los pollos de goma. Se equivocan. Será mejor que llame a casa y les diga que nos esperen a cenar.
—No es preciso. He mandado a buscar todo lo necesario. Muy sencillo. Chuletas, ensalada y una patata al horno maravillosamente grande para la energía de hidratos de carbono. ¿Será suficiente?
—Y sin ni un componente para desearme suerte o importunarme con los impuestos.
Trabajaron juntos en la diminuta cocina, Judith preparando la ensalada y Stephen proclamándose un maestro en asar chuletas a la perfección. Stephen, arremangado y con un delantal de chef envolviéndole, le parecía a Judith desprenderse visiblemente de las arrugas de fatiga de alrededor de sus ojos.
—Cuando era un muchacho —dijo—, mi madre daba los domingos libres a todos los sirvientes a no ser que tuviéramos invitados de fin de semana. Le encantaba bajar a la cocina y cocinar para mi padre y para mí. Siempre he echado de menos aquellos maravillosos días en los que estábamos totalmente solos. Sugerí que continuásemos la tradición cuando Jane y yo nos casamos.
—¿Qué dijo Jane? —preguntó Judith, sospechando la respuesta.
Stephen rió entre dientes:
—Se quedó consternada.
Echó otra ojeada a las chuletas.
—Unos tres minutos más, creo.
—La ensalada está lista para llevar a la mesa. Las patatas y los panecillos ya están allí.
Judith se enjuagó las manos, se las secó y tomó la cara de Stephen entre sus palmas.
—¿Te gustaría restablecer la antigua tradición? Cuando no soy esclava de la máquina de escribir soy una buenísima cocinera.
Cuatro minutos después, todavía el uno en los brazos del otro, Stephen olfateó y luego exclamó con voz alarmada:
—¡Dios mío, las chuletas!
*****
La búsqueda de la mujer que había colocado la bomba al pie de la estatua del rey Carlos había llegado a un punto muerto. El joven obrero de la construcción, Rob Watkins, había sido interrogado implacablemente, pero en vano. Identificó rápidamente a la mujer con la capa oscura en las fotos tomadas en la estatua del rey Carlos como la mujer a quien había dado la gelignita, pero se atuvo obstinadamente a su historia de que Margaret Carew le había dicho que tenía intención de utilizarlo para demoler una antigua casa de su propiedad de Devonshire. El entorno de Watkins fue investigado de forma exhaustiva. Scotland Yard llegó a la conclusión de que era exactamente lo que parecía ser: un obrero que se tenía por un conquistador, absolutamente desinteresado por la política y de la clase de persona cuyo hermano cogería cualquier cosa que necesitase de una cantera. La repisa de la chimenea de la casa de campo de sus padres en Gales estaba recién hecha con costosas placas de mármol que casaban exactamente con el mármol utilizado en el último trabajo del hermano.
A regañadientes, el comisario adjunto Philip Barnes estuvo de acuerdo con su ayudante principal, el teniente Jack Sloane, en que Watkins había sido engañado por la mujer de cabellos oscuros de la capa. La insistencia de Watkins en que la mujer que se hacía llamar Margaret Carew tenía una cicatriz reluciente en la yema de su pulgar derecho era la única clave en la que podían poner alguna esperanza.
La información de Watkins no se dio a los medios de comunicación. Se le acusó de recibir bienes robados y quedó detenido bajo fianza, que no pudo reunir. La acusación de colaboración con terroristas estuvo suspendida sobre su cabeza, pendiente de su futura cooperación. A cada policía de Inglaterra se le dio una fotografía ampliada de la mujer de cabellos oscuros de unos cuarenta años, con una cicatriz en la mano.
A medida que las elecciones iban acercándose, la historia de la bomba en la estatua fue perdiendo el interés público. Después de todo no había habido ningún malherido. Ningún grupo la había reivindicado. El humor negro empezó a surgir en los programas de televisión.
—El pobre y viejo Carlos. No contentos con haberle cortado la cabeza, trescientos años más tarde intentan hacerlo estallar. Denle un respiro.
Después, el 5 de marzo, hubo una explosión en la Torre de Londres en la sala donde se exhibían las joyas de la corona. Cuarenta y tres personas resultaron heridas, seis de gravedad, y un guardia y un turista americano de edad resultaron muertos.
*****
En la mañana del 5 de marzo, Judith pensó que no estaba satisfecha con su descripción de la Torre de Londres. Le parecía que no había conseguido transmitir el miedo pavoroso que debieron experimentar los regicidas y sus cómplices, quienes fueron instalados allí. Sabía que una visita al lugar que estaba describiendo podía ayudarla a menudo a encontrar la disposición de ánimo que trataba de describir.
El día era brillante y ventoso. Se abrochó la «Burberry», se anudó un pañuelo de seda, sacó los guantes de los bolsillos y decidió no llevar su bolso de bandolera. Las largas horas de trabajo la estaban afectando, admitió, y el peso del bolso hacía que le doliera el hombro. En lugar de cogerlo, guardó dinero y un pañuelo en el bolsillo. No tenía intención de tomar notas. Sencillamente, quería pasear por la Torre.
Como de costumbre, los inevitables turistas llenaban los patios y las salas. Los guías explicaban en una docena de lenguas las historias del enorme palacio.
—En 1066, cuando el duque de Normandía fue coronado rey de Inglaterra, comenzó de inmediato a fortificar Londres frente a un posible ataque. En su origen, la Torre de Londres fue concebida y construida como un fuerte, pero unos diez años después se edificó una enorme torre de piedra que fue conocida como la Torre de Londres.
Era una historia que ella conocía bien, pero Judith se encontró siguiendo al grupo mientras éste era guiado por las torres y piezas seleccionadas para la visita. La pieza de la Bloody Tower en la que Sir Walter Raleigh estuvo prisionero durante trece años fascinaba a los turistas.
—Es más grande que mi propio estudio —comentaba una mujer joven.
«Es un alojamiento mejor que el que muchos de los pobres desgraciados tenían —pensó Judith, y se dio cuenta de que estaba helada y temblando. Una sensación de pánico y temor la invadió y se apoyó contra la pared—. Sal de aquí —se dijo, y luego pensó—: No seas ridícula, ésta es la sensación que quiero comunicar en el libro».
Con las manos apretadas en los bolsillos, siguió con la visita hasta la Jewel House en los antiguos cuarteles de Waterloo, donde se guardaban las joyas de la corona.
—Desde el tiempo de los Tudor esta torre albergó a prisioneros de alcurnia —explicó el guía—. Durante los años de Cromwell el Parlamento hizo fundir los ornamentos de la coronación y vendió las piedras preciosas. Una lástima. Pero cuando Carlos II fue reinstaurado, todas las galas reales que pudieron encontrarse se reunieron y se hicieron nuevos ornamentos para su coronación en 1661.
Judith cruzó lentamente la cámara inferior de la Jewel House, deteniéndose para mirar la Cuchara de la Unción, la Espada del Estado, la Corona de San Eduardo, la Ampolla del Águila que contenía los santos óleos para ungir al monarca, el Cetro, que tenía el diamante Estrella de África…
«El Cetro y la Ampolla fueron hechos para su coronación —pensó Margaret—. John y yo oímos hablar de todo aquel boato. Óleos para ungir el pecho de un embustero, un cetro para ser sostenido por una mano vengativa, una corona para ser colocada sobre la cabeza de otro déspota».
Bruscamente, Margaret pasó apresuradamente delante del Alabardero Real.
«La sala donde me tuvieron está en la Torre Wakefield —pensó—. Me dijeron que tenía suerte de no estar en el calabozo mientras esperaba la ejecución. Dijeron que el rey era misericordioso hasta ese punto sólo porque yo era la hija de un duque que había sido amigo de su padre. Pero encontraron maneras de torturarme. ¡Oh, Dios! Hacía tanto frío y se deleitaban en describirme la muerte de John. Murió llamándonos a Vincent y a mí y pusieron su cabeza en un palo donde pudiera verle camino de mi ejecución. Hallett lo planeó todo. Hallett me visitó y se burló de mí con sus relatos de la vida de Edge Barton».
—Señorita Chase, ¿se encuentra usted bien?
La solícita voz del guardia siguió a Margaret mientras corría ciegamente escaleras de caracol arriba, apartando a los grupos de turistas que se movían lentamente. En el patio se pasó la mano por la frente, notando que la cicatriz era tan reluciente como lo había sido mientras estuvo prisionera allí.
«Hallett me cogió la mano y examinó la cicatriz —recordó—. Me dijo que era una pena que una mano tan bella estuviese tan herida».
Dándose la vuelta, se quedó mirando los antiguos Cuarteles de Waterloo.
—La corona y las joyas creadas para Carlos II nunca serán puestas sobre la cabeza ni en las manos de Carlos III —prometió.
—De nuevo la mujer con la capa verde oscuro —espetó el comisario adjunto Barnes—. Se ha alertado a todos los policías de Londres para que estén vigilantes y ha conseguido colocar una bomba en la Torre de Londres, ¡nada menos! ¿Qué le pasa a nuestra gente?
—Habían muchísimos turistas, señor —repuso Sloane, con calma—. Una mujer en medio de un grupo no sobresale, y este año se llevan mucho las capas. Me imagino que los policías estarían alerta durante las primeras semanas y que, luego, puesto que no hubo más incidentes, relegarían a la mujer al fondo de sus mentes…
Llamaron a la puerta y el inspector Lynch entró precipitadamente. Sus superiores vieron que estaba agitado.
—Acabo de venir del hospital —anunció—. El segundo guardia de la Jewel House no sobrevivirá, pero está lo suficientemente consciente como para hablar. No hace más que repetir un nombre: Judith Chase.
—¡Judith Chase! —exclamaron a la vez y con el mismo asombro Philip Barnes y Jack Sloane.
—¡Pero hombre, por Dios! —exclamó Barnes—. ¿No sabe quién es? La escritora. Absolutamente maravillosa. —Frunció el ceño—. Un momento. Me parece que he leído que está escribiendo un libro sobre la guerra civil, sobre el período entre Carlos I y Carlos II; quizá tengamos algo. Su fotografía está en la parte posterior de su último libro; lo tenemos en casa. Que alguien salga y lo compre. Podemos comparar la fotografía de la señora con las que tenemos y enseñárselas a Watkins. ¡Judith Chase! ¿En qué clase de mundo vivimos?
Jack Sloane dudó y luego dijo:
—Señor, es muy importante que nadie sepa que estamos investigando a Judith Chase. Yo compraré el libro. No quiero que ni su secretario conozca nuestro interés por ella.
Barnes frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Como sabe, señor, la casa de mi familia está en Devonshire, a unos ocho kilómetros de Edge Barton, la casa de campo de Sir Stephen Hallett.
—¿Y?
—La señorita Chase fue huésped de Sir Stephen en Edge Barton el mes pasado. Se rumorea que en cuanto pasen las elecciones, se casarán.
Philip Barnes se dirigió hacia la ventana y miró al exterior. Era un gesto que sus hombres conocían. Estaba sopesando y analizando el posible desastre. Sir Stephen, como ministro del Interior, era el ministro del gabinete a quien concernía la administración de justicia. Sir Stephen, si era elegido Primer Ministro, sería uno de los hombres más poderosos del mundo. Un indicio de escándalo sobre él podía cambiar fácilmente el curso electoral.
—¿Qué dijo el guardia exactamente? —preguntó a Lynch.
Lynch sacó su cuaderno.
—Tomé nota, señor. «Judith Chase. Volvió. Cicatriz».
La fotografía de Judith, cortada de la solapa del libro, fue mostrada a Rob Watkins.
—¡Es ella! —exclamó. Luego, mientras sus asombrados oyentes esperaban, su expresión se hizo incierta—. No. Miren sus manos. No hay cicatriz. Y la boca, y los ojos. Es como… diferente. ¡Oh!, se parecen. Como si fueran hermanas.
Apartó la fotografía y se encogió de hombros.
—No me importaría salir con ésta. Vean si pueden ustedes proporcionármela.
*****
Horrorizada, Judith se enteró de la explosión de la bomba en la Torre de Londres cuando puso la televisión para ver las noticias de las once.
—Estuve allí esta misma mañana —dijo a Stephen cuando él la telefoneó, unos minutos después—. Sólo quería percibir la atmósfera. Stephen, esa pobre gente. ¿Cómo puede ser alguien tan cruel?
—No lo sé, cariño. Doy gracias a Dios de que no estuvieses en esa sala cuando la bomba explotó. Sólo sé una cosa cierta. Si mi partido gana y me convierto en el Primer Ministro, voy a conseguir por fuerza la pena de muerte para los terroristas, al menos para los que causen víctimas.
—Después de hoy, más gente estará contigo, aunque yo aún no puedo. ¿Cuándo volverás a Londres, cariño? Te echo de menos.
—Seguramente no antes de una semana, pero, Judith, por lo menos estamos en la cuenta atrás. Diez días más hasta las elecciones y, entonces, gane o pierda, iniciaremos un tiempo que será nuestro.
—Ganarás y yo estoy haciendo las últimas correcciones. Me siento enormemente satisfecha de lo que he escrito esta tarde sobre la Torre. Creo que realmente he conseguido transmitir lo que debió ser estar prisionero allí. Me encanta que el trabajo vaya realmente bien. Pierdo totalmente el sentido del tiempo y es una inmersión gloriosa.
Después de despedirse de Stephen, Judith se dirigió al dormitorio y se sorprendió de ver que las puertas de la segunda división del armario, la zona que Lady Ardsley había reservado para su ropa, estuviesen ligeramente entreabiertas. Probablemente no habían cerrado del todo desde el principio, pensó Judith, mientras las unía con firmeza hasta escuchar el clic de la cerradura. No vio la mochila barata que estaba medio escondida tras la hilera de elegantes vestidos y trajes de chaqueta a medida que constituían el guardarropa de Londres de Lady Ardsley.
*****
A las diez de la mañana siguiente, Judith se sobresaltó al oír sonar el timbre del interfono en el vestíbulo.
—Uno de los placeres de Londres es que nadie se presenta sin telefonear antes —pensó.
A regañadientes, dejó su escritorio y fue hasta al interfono. Era Jack Sloane, el amigo de Stephen de Devonshire, solicitándole unos minutos de su tiempo.
Mientras le observaba tomándose el café que prestamente había aceptado, pensó que era un hombre atractivo. De unos cuarenta y cinco años, aproximadamente. Muy británico, con su cabello claro y sus ojos azules. Apocado, con aquel toque de timidez que caracterizaba a tantos ingleses bien educados. Lo había encontrado en muchas de las fiestas de Fiona y sabía que trabajaba para Scotland Yard. ¿Era posible que los rumores acerca de ella y Stephen le hubiesen hecho empezar a inspeccionarla de una forma oficial? Esperó, dejando que él llevase la conversación.
—Fue algo terrible lo de la bomba de ayer en la Torre —explicó él.
—Espantoso —afirmó Judith—. Estuve allí por la mañana, exactamente unas horas antes de que sucediera.
Jack Sloane se inclinó hacia adelante.
—Señorita Chase, Judith, si me lo permite, es por eso por lo que estoy aquí. Aparentemente, uno de los guardias de la zona de las Joyas de la Corona la reconoció. ¿Habló con usted?
Judith suspiró.
—Voy a parecerle una idiota. Había ido a la Torre para conseguir la atmósfera adecuada para uno de los capítulos de mi nuevo libro, que no me parecía correcta del todo. Me temo que cuando estoy concentrada me vuelvo bastante introvertida. Si me habló, no le oí.
—¿A qué hora fue?
—Sobre las diez y media, creo.
—Señorita Chase, intente ayudarnos. Estoy seguro de que usted es una aguda observadora, incluso si, como dice, estaba usted concentrada en su propia investigación. Alguien consiguió introducir una bomba por la tarde. Era uno de esos artefactos de plástico, pero muy toscamente hecho, por lo que hemos visto. No pudo estar ahí más de unos minutos antes de que explotase. En el momento en que el guardia vio la bolsa y la cogió, explotó. Cuando pasó usted el control de seguridad para entrar en la Jewel House, ¿le pareció que los guardias estaban atentos cuando hizo usted pasar su bolso a través del equipo de detección?
—No llevaba bolso ayer. Sólo metí dinero en el bolsillo de mi gabardina —sonrió Judith—. Durante los últimos tres meses he estado investigando por toda Inglaterra y tengo el hombro cansado de tanto llevar libros y cámaras. Ayer vi que no necesitaba nada excepto dinero para el taxi y para la entrada, de modo que me temo que no puedo ayudarle.
Sloane se levantó.
—¿Le importaría coger mi tarjeta? —le preguntó—. A veces vemos algo y, de modo inconsciente, lo arrinconamos. Si hacemos que nuestras mentes lo busquen y lo recuperen, de forma parecida a como utilizamos los ordenadores, es sorprendente lo a menudo que surge información útil. Me alegro de que fuese tan afortunada como para no estar en la Torre en el momento de la explosión de la bomba.
—Estuve en mi escritorio toda la tarde —dijo Judith, indicándole el estudio con un gesto.
Sloane pudo ver el montón de páginas manuscritas junto a la máquina de escribir.
—Parece muy impresionante. Le envidio su talento.
Sus ojos recorrían el piso asimilando la distribución, mientras se dirigían hacia la puerta.
—Después de las elecciones y cuando las cosas se calmen, sé que mi familia tiene muchas ganas de conocerla.
«Sabe lo que hay entre Stephen y yo», pensó Judith. Sonriendo, le tendió la mano.
—Será muy agradable.
Jack Sloane dirigió una rápida mirada hacia abajo. Había una ligerísima señal de una antigua cicatriz, o quizá de una señal de nacimiento en la mano derecha, pero nada parecido a la cicatriz color rojo vivo y en forma de media luna que Watkins había descrito.
«Una mujer muy agradable», pensó, mientras bajaba por las escaleras. Una vez abajo, abrió la puerta exterior justo cuando una mujer anciana subía los escalones con un gran paquete de comestibles. Respiraba entrecortadamente. Sloane sabía que el ascensor no funcionaba.
—¿Puedo ayudarla? —le preguntó.
—¡Oh!, muchas gracias —jadeó la mujer—. Estaba preguntándome si podría subir los tres pisos, y sé perfectamente bien que el criado estará entre los ausentes, como de costumbre.
Luego le miró de hito en hito como si se preguntase si estaría tratando simplemente de tener acceso a su piso.
Jack Sloane sabía lo que estaba pensando.
—Soy un amigo de la señorita Chase, del tercer piso —explicó—. Acabo de dejarla.
El rostro de la mujer se animó.
—Estoy justo al otro lado del rellano. ¡Qué persona tan encantadora! Y tan bonita. Es una magnífica escritora. ¿Sabía usted que Sir Stephen Hallett la visita? ¡Oh!, no debería hablar de esto. Absolutamente descortés por mi parte.
Iban subiendo lentamente las escaleras, Jack con las bolsas. Intercambiaron los nombres. Martha Hayward, le dijo. Señora de Alfred Hayward. Por el matiz de tristeza con el que su voz pronunció el nombre, Jack estuvo seguro de que su esposo ya no vivía.
Depositó los comestibles en la mesa de la cocina de la señora Hayward y, una vez realizada su buena acción, se dispuso a marcharse. Al decir adiós, hizo una pregunta que no esperaba escuchar salir de sus labios.
—¿Lleva capa alguna vez la señorita Chase?
—¡Oh, sí! —respondió la señora Hayward, con entusiasmo—. No se la pone mucho, pero es preciosa. Verde oscuro. Cuando le dije el mes pasado cuánto me gustaba me dijo que la acababa de comprar en «Harrods».
*****
Reza Patel leyó los diarios de la mañana en su consulta. Temblándole la mano al levantar la taza, examinó las fotografías de los muertos y de las víctimas heridas en el atentado de la Torre de Londres. Afortunadamente, o desgraciadamente, la bomba no había llegado a su objetivo. La habían dejado donde más pudiese dañar las coronas reales y los ornamentos de la coronación, pero al cogerla el guardia hizo que la fuerza de la explosión tuviese lugar lejos del recinto de metal pesado donde se hallaban los inestimables tesoros. Las cajas de cristal se habían hecho añicos, pero su precioso contenido no había sido dañado. Tocar el paquete le había costado la vida al guardia y al turista más cercano a él.
Un artículo aparte explicaba la historia de los adornos reales, cómo habían sido rotos y desmantelados después de la ejecución de Carlos I y reconstruidos para la coronación de Carlos II.
—Carlos I y Carlos II otra vez —dijo Patel, con voz angustiada—. Es Judith, lo sé.
—Judith no, Lady Margaret Carew —le corrigió Rebecca—. Reza, ¿no tienes la obligación de ir a Scotland Yard?
Dando un golpe con el puño, respondió:
—No, Rebecca, no. Tengo una obligación con Judith, de intentar liberarla de esta presencia maligna. Pero no sé si puedo hacerlo. Ella es la víctima más inocente de todas, ¿no lo ves? Nuestra única esperanza es su fuerte personalidad. Ana Anderson se hizo esclava de la esencia de la Gran Duquesa Anastasia gustosamente. Judith luchará inconscientemente por su propia identidad. Debemos darle tiempo.
Durante todo el día, Patel intentó repetidamente llamar a Judith, pero sólo le respondió el contestador automático. Justo antes de marchar de la consulta volvió a intentarlo. Respondió Judith, una Judith cuya voz rebosaba de alegría.
—Doctor Patel, he recibido los certificados de nacimiento. ¿Puede usted creer que llevaban una dirección equivocada? Por eso han tardado tanto en llegar aquí. Vivíamos en Kent House, en Kensington Court. ¿Recuerda? Intenté decirle que vivía en Kent Court. Eso está muy cerca, ¿verdad? Si es cierto el nombre de mi madre era Elaine. Mi padre era un oficial de la RAE, el lugarteniente Jonathan Parrish.
—Judith, ¡qué noticias tan buenas! ¿Cuál será el próximo paso?
—Mañana iré a Kent House. Quizás alguien recuerde algo sobre la familia, alguien que entonces fuese joven y que siga viviendo en el edificio. Si eso no funciona, buscaré cómo encontrar documentos de la RAF. Mi única preocupación sobre ello es que Stephen pueda enterarse, si empiezo a husmear en los registros del gobierno; y ya sabe usted cómo piensa.
—Lo sé. ¿Y cómo va el libro?
—En una semana más habré acabado de revisarlo. ¿Sabe que las encuestas señalan que los conservadores están subiendo? ¿No sería maravilloso que cuando yo acabe el libro él gane las elecciones y de regalo encuentre a la familia de la que procedo?
—Sería realmente maravilloso, pero no trabaje demasiado. ¿Ha tenido algún problema de lapsus de tiempo?
—Ni uno. Me siento ante la máquina de escribir y el día se convierte en noche.
Cuando Patel colgó, miró a Rebecca, que estaba al otro teléfono.
—¿En qué piensas? —le preguntó.
—Hay esperanzas. Cuando Judith termine ese libro ya no se concentrará más en la guerra civil. Encontrar sus raíces satisfará en ella un profundo deseo. Su matrimonio con Sir Stephen será una obligación a jornada completa. El control de Lady Margaret sobre su voluntad se desvanecerá. Esperemos y veamos.
*****
El teniente Sloane informó a Barnes, comisario adjunto de Scotland Yard. Sólo se permitió acompañarles en la sala al inspector Lynch.
—¿Ha hablado usted con la señorita Chase? —preguntó Barnes.
Sloane observó que durante las semanas que habían transcurrido desde la explosión de la primera bomba, el delgado rostro de Barnes había empezado a poblarse con hileras de arrugas que bajaban por sus mejillas y cruzaban su frente. Como jefe de la sección antiterrorista, Barnes informaba normalmente al Jefe de la brigada criminal, que era el oficial de más rango de Scotland Yard después del representante del gobierno. Sabía que Barnes había asumido la terrible responsabilidad de no informar a sus superiores de la posible conexión de Judith Chase con los atentados. Cualquiera de ellos hubiera acudido a Stephen Hallett sin dudarlo. Al representante del gobierno le desagradaba Stephen y recibiría con satisfacción cualquier oportunidad para estorbarle. Sloane admiraba la decisión de Barnes de mantener en silencio el nombre de Judith y, al mismo tiempo, no envidiaba sus consecuencias si resultaba un error.
La oficina estaba bastante caldeada, pero el frío y encapotado día hacía que Sloane desease una taza de café. Aborrecía el informe que sabía tenía que dar.
Barnes conectó el interfono e indicó a su secretario que no le pasase ninguna llamada, dudó y luego vociferó:
—Excepto las evidentes.
Apoyando la espalda en su silla, unió sus manos con los dedos hacia arriba, lo que siempre era una señal para su personal de que era mejor que hubiese respuestas a sus preguntas.
—Tú hablaste con ella, Jack —espetó Barnes—. ¿Qué hay de eso?
—No tiene ninguna cicatriz. Sí tiene una ligerísima señal en la mano derecha, pero hay que estar muy cerca de su mano para verla. Estuvo ayer en la Torre por la mañana, no por la tarde. No habló con el guardia, y si él le habló ella no le oyó.
—Entonces su historia encaja con el relato del guardia. ¿Pero qué quiso decir con lo de «volvió»?
—Señor —apuntó Lynch—. ¿No parece tratarse de la misma situación que señaló Watkins, no la misma mujer, sino otra con un tremendo parecido?
—Eso parece. Supongo que deberíamos dar gracias a Dios por no tener que preocuparnos por arrestar a la futura esposa del próximo Primer Ministro, si eso es lo que es —dijo Barnes—. Caballeros, obviamente, el hecho de que el guardia viese a la señorita Chase y de que ella confirmase que había estado en la Torre por la mañana debe formar parte del informe oficial. Pero no hay que poner énfasis, y lo repito, ningún énfasis, en «volvió». Está claro que alguien que se parece a la señorita Chase, la que dijo a Watkins llamarse Margaret Carew, es la mujer que estamos buscando, pero para ser justos tanto con la señorita Chase como con Sir Stephen, su nombre no debe ser mezclado en esto.
El teniente Sloane pensó en su antigua amistad con Stephen y en lo preocupada que se había mostrado Judith Chase cuando habló con ella del atentado.
Ceñudo, en voz baja, dijo:
—Hay un hecho que deben conocer. Judith Chase tiene una capa verde oscuro, cara, que compró en «Harrods» hace aproximadamente un mes.
*****
Judith se detuvo delante de Kent House, 34 Kensington Court, y alzó la vista hacia los almenados antepechos y la adornada torre de un edificio de pisos que había sido diseñado en el estilo Tudor. Mary Elizabeth Parrish y Sarah Courtney Parrish habían sido llevadas a aquella casa después de su nacimiento en el hospital Queen Mary. Llamó al timbre del portero y se preguntó, mientras miraba el mármol deslucido del suelo del vestíbulo, si su mente estaría gastándole jugarretas. ¿Recordaba haber corrido por aquel mármol hasta aquella escalera hacía tanto tiempo?
La mujer del portero rondaba los sesenta años. Llevaba un jersey largo sobre una falda de lana deformada y unos zapatos azules y blancos de cuero de imitación en los pies; su agradable rostro estaba sin maquillar pero enmarcado por un blanco pelo ondulado. Entreabrió la puerta.
—Me temo que no tenemos ni un solo piso por alquilar —dijo.
—No he venido por eso.
Judith entregó su tarjeta a la mujer. Ya había pensado en lo que diría.
—Mi tía tenía una amiga muy querida que vivió en este edificio durante la guerra. Se llamaba Elaine Parrish. Tenía dos niñas pequeñas. Hace mucho tiempo de esto, pero mi tía esperaba poder encontrarlas.
—¡Oh, reina!, no creo que haya ni siquiera documentos. El edificio ha sido vendido una y otra vez y, ¿de qué serviría guardar archivos de gente que se trasladó? ¿Cuántos años hará de eso? ¡Cuarenta y cinco o cincuenta! ¡Es imposible!
La esposa del portero empezó a cerrar la puerta.
—Espere, por favor —le suplicó Judith—. Sé lo ocupada que está pero ¿y si yo le pagara la pérdida de tiempo?
La mujer sonrió.
—Soy Myrna Brown. Entre, ¿quiere? Hay algunos documentos antiguos en el cuarto del almacén.
Dos horas más tarde, con las uñas estropeadas, sintiéndose polvorienta y sucia por los mugrientos archivos, Judith dejó la oficina y buscó a Myrna Brown.
—Me temo que tiene usted razón. Es totalmente imposible. Ha habido un cambio total en los veinte años de documentos que tiene usted aquí. Sólo hay una cosa. El piso 4.º B. Por lo que parece, no hay ningún registro de cambio de inquilinos hasta hace cuatro años.
Myrna Brown hizo un gesto con las manos.
—Debo de estar tonta. Pues claro. Hace sólo tres años que estamos aquí, pero el portero que se retiró nos habló de la señora Bloxham. Tenía noventa años cuando, finalmente, dejó su piso para ir a una residencia. Más despierta que el hambre, dicen, y se fue protestando, pero su hijo no quería que estuviese sola más tiempo.
—¿Cuánto hacía que estaba aquí? —Judith sintió que se le secaba la boca.
—¡Oh!, desde siempre. Supongo que vino recién casada, con veinte años.
—¿Vive aún?
—No tengo ni la menor idea. No es probable, diría yo. Pero nunca se sabe, ¿verdad?
Judith tragó saliva. Tan cerca. Tan cerca. Para guardar la compostura, echó un vistazo por la pequeña salita con su papel pintado de brillantes flores, su duro sofá de tela de crin y silla a juego, los aparatos de calefacción eléctrica colocados bajo las ventanas largas y estrechas.
Los aparatos de calefacción. Polly y ella habían hecho una carrera. Ella tropezó y cayó contra el calefactor. Podría recordar el horrible olor del cuero cabelludo quemado, la sensación de su pelo al pegarse sobre la superficie de metal. Y, luego, unos brazos sosteniéndola, calmándola, llevándola escaleras abajo y pidiendo ayuda. La voz joven y atemorizada de su madre.
—Seguramente, enviarán el correo de la señora Bloxham a algún sitio.
—La oficina de correos no puede dar direcciones pero ¿por qué no llamamos a la administración del edificio? Ellos podrían tenerla.
Bastante avanzada la tarde, Judith cruzaba en un coche alquilado las verjas de la Preakness Retirement Home de Bath. Había telefoneado de antemano. Muriel Bloxham seguía viviendo allí, le dijeron, pero se encontraba bastante desmemoriada.
La supervisora la acompañó a la sala «social». Era una zona soleada, de grandes ventanas y cortinas y alfombras luminosas. Cuatro o cinco ancianos sentados en sillas de ruedas se apiñaban alrededor de un aparato de televisión. Tres mujeres que parecían tener cerca de ochenta años hablaban y hacían punto. Un hombre de rostro demacrado y pelo blanco miraba fijamente hacia adelante, efectuando movimientos de dirección con la mano. Al pasar por delante de él, Judith vio que estaba canturreando para sí en un tono notablemente preciso.
—¡Dios mío! —pensó—. Esta pobre gente…
La supervisora debió ver la expresión de su rostro.
—No hay duda de que algunos de nosotros vivimos más tiempo del que nos corresponde, pero le aseguro que todos nuestros huéspedes están muy cómodos.
Judith se sintió reprendida.
—Ya lo veo —repuso en voz baja.
Estoy tan cansada, pensó. El final del libro, el final de la campaña, quizás el final de la pista. Sabía que la supervisora pensaría probablemente que era un familiar de la anciana señora Bloxham… quizás un familiar con complejo de culpabilidad, que estaba haciéndole una apresurada visita obligada.
Se encontraban en la ventana que daba a una zona parecida a un parque.
—Bueno, señora Bloxham —dijo la supervisora, con voz cordial—. Hoy tenemos compañía. ¿No es estupendo?
La mujer, delgada pero erguida en su silla de ruedas, respondió:
—Mi hijo está en Estados Unidos. No espero a nadie más. —Su voz era firme y cuerda.
—Pero, bueno, ¿es ésa forma de tratar a un visitante? —bramó la supervisora.
Judith tocó el brazo de la supervisora.
—Por favor. Estaremos bien.
Había una pequeña mesa y una silla. La sacó y se sentó junto a la anciana.
«¡Qué rostro tan maravilloso! —pensó—. ¡Y qué ojos tan inteligentes todavía!».
El brazo derecho de Muriel Bloxham descansaba sobre la manta que la cubría. Se veía fina y arrugada.
—Y bien, ¿quién es usted? —preguntó Bloxham—. Sé que me estoy volviendo vieja, pero no la reconozco. —Su voz era débil, pero muy clara. Sonrió—. Tanto si la conozco como si no, agradezco su compañía.
Después, una mirada preocupada cruzó su rostro.
—¿Debería conocerla? Me dicen que me estoy volviendo olvidadiza.
Judith se dio cuenta de inmediato de que hablar resultaba un esfuerzo para la anciana. Tendría que llegar a las preguntas inmediatamente.
—Soy Judith Chase. Creo que usted podría haber conocido a mis parientes hace mucho tiempo y quisiera preguntarle por ellos.
Bloxham levantó su mano izquierda y dio una palmada en el rostro de Judith.
—¡Es usted tan bonita! Es americana, ¿verdad? Mi hermano se casó con una americana, pero eso fue hace mucho tiempo.
Judith cerró su mano sobre la mano fría y de venas azuladas de la anciana.
—Yo hablo de hace mucho tiempo —dijo—. Fue durante la guerra.
—Mi hijo estuvo en la guerra —repuso la señora Bloxham—. Le hicieron prisionero, pero al menos volvió. No como otros. —Inclinó la cabeza sobre su pecho y sus ojos se cerraron.
«No sirve de nada —pensó Judith—. No va a recordar».
Se quedó mirándola mientras la respiración de Muriel Bloxham se hacía regular. Judith se dio cuenta de que se había quedado dormida. Mientras la señora Bloxham dormitaba, examinó cada uno de los rasgos de la anciana.
—Blammy se preocupaba por Polly y por mí. Hacía pastelillos y nos leía cuentos.
Pasó casi media hora hasta que Muriel Bloxham abrió los ojos.
—Lo siento. Esto es lo que ocurre cuando se es tan vieja —dijo. De nuevo sus ojos estaban despiertos.
Judith sabía que no podía perder el tiempo.
—Señora Bloxham, intente pensar. ¿Recuerda una familia nombrada Parrish que vivía en Kent House durante la guerra?
Bloxham negó con la cabeza.
—No. No he oído nunca ese nombre.
—Inténtalo Blammy —suplicó Judith—. Inténtalo.
—Blammy.
El rostro de Muriel Bloxham se animó.
—Nadie me ha llamado así después de las gemelas.
Judith intentó no levantar la voz.
—Las gemelas.
—Sí. Polly y Sarah. Unas niñitas tan bonitas. Elaine y Jonathan se instalaron allí cuando se casaron. Ella, tan rubia; él, de pelo oscuro, alto y guapo. Estaban muy enamorados. Él fue abatido una semana después de que nacieran las gemelas. Yo iba a ayudar a Elaine. Tenía el corazón destrozado. Luego, después de que aquellas bombas cayeran tan cerca, decidió llevarse a las niñas al campo. Ninguno de los dos tenía familia, ¿sabe? Yo dispuse que se alojase con unos amigos míos en Windsor. El día que se marcharon, cayó una bomba cerca de la estación.
La voz de la señora Bloxham se estremeció.
—Terrible. Terrible. Elaine muerta, la pequeña Sarah destrozada, como otros. Ni siquiera pudieron encontrar su cuerpo. Y Polly tan malherida…
—¡Polly no murió!
La cara de la señora Bloxham se quedó sin expresión.
—¿Polly?
—Polly Parrish, Blammy. ¿Qué le sucedió? —Judith notaba que sus ojos se llenaban de lágrimas—. Puedes recordar.
Blammy empezó a sonreír.
—No llores, cariño. Polly está bien. A veces me escribe. Tiene una librería en Beverley, en Yorkshire. Parrish Pages se llama.
—Lo siento, señorita, pero tendrá que marcharse. La he dejado quedarse pasada la hora de visita —intervino la supervisora, con aire de desaprobación.
Judith se levantó, se inclinó y besó la cabeza de la anciana.
—Adiós, Blammy, Dios te bendiga. Vendré otra vez a verte.
Al marcharse, oyó a Muriel Bloxham contarle a la supervisora lo de las gemelas que acostumbraban a llamarla Blammy.
*****
El vasto mecanismo de compilación de información de Scotland Yard comenzó calladamente la investigación sobre la vida de Judith Chase. Al cabo de unos cuantos días, los resultados se amontonaban sobre la mesa del teniente Sloane. Documentos que llegaban hasta la infancia, informes psicológicos, artículos que había escrito para el Washington Post, menciones sociales, notas de la escuela, actividades, clubes, entrevistas discretas con compañeros de trabajo en Washington, con su editor, con su contable.
—Todo viene a ser un canto de alabanza —comentó Sloane a Philip Barnes—. No hay un solo indicio de protesta antigubernamental ni de afiliaciones radicales desde que nació. Tres veces presidenta de su clase en el internado, presidenta del consejo estudiantil en Wellesley, voluntaria en campañas de alfabetización, generosa en las caridades. Es fantástico que no hiciésemos el tonto, señor, revelando que estábamos investigándola.
—Sólo hay una cosa que me llama la atención. —Barnes tenía el libro del año del internado abierto. En su clase de pintura, junto a la habitual breve biografía había una frase que subrayó—:
Señorita manitas. Dice que será escritora, pero esperen y observen si no acaba construyendo puentes.
—Esas bombas eran toscas, pero muy efectivas. Si Watkins sólo suministró la gelignita, se precisaba una habilidad mecánica bastante decente para montarlas de forma que escapasen a la detección.
—No creo que eso sea significativo, señor —intervino Sloane—. Mis dos hermanas tienen una habilidad mecánica natural, pero dudo que la utilizasen con propósitos terroristas.
—No obstante, quiero que la vigilancia de la señorita Chase continúe día y noche. ¿Tienen Lynch o Collins algo que informar?
—En realidad no, señor. Pasa la mayor parte de su tiempo en el piso, pero ayer fue a Kent House, en Kensington Court. Preguntaba por una familia que vivió allí hace muchos años… personas que conoció su tía.
—¿Su tía? —Barnes levantó bruscamente la cabeza—. No tiene familia.
Sloane frunció el ceño. Eso era lo que había estado preocupándole.
—Debería haber informado de eso, pero fue desde Kent House hasta una residencia de Bath y habló con una mujer muy anciana, así que parecía algo inocente.
—¿Por quién estaba preguntando?
—No podemos estar seguros, señor. Cuando Lynch intentó hablar con la anciana, estaba ausente. Parece que su mente va y vuelve.
—Entonces le sugiero que visite a esa anciana y vea si puede usted hablar con ella. No lo olvide, Judith Chase era una huérfana de guerra británica. Por lo que sabemos, ha dado con personas del pasado que podrían estar influyendo en ella.
Barnes se levantó.
—Sólo faltan seis días para las elecciones. Todavía están reñidas, pero creo que los conservadores las ganarán. Por ello es por lo que necesitamos dejar absolutamente limpia a Judith Chase antes de que nos encontremos en la embarazosa situación de echar abajo al nuevo gobierno ¡antes incluso de que entre en funciones!
Cuando Judith volvió a casa desde Bath, se sentía como si se hubiese esforzado emocional y físicamente hasta un punto más allá del agotamiento. Tomó un baño caliente, disfrutándolo durante veinte minutos, y después se puso un camisón y una bata. Al mirarse en el espejo vio que estaba mortalmente pálida, que necesitaba urgentemente arreglarse el cabello y que tenía una cara tan delgada que ya no le sentaba bien.
—Tendré que darme un día libre —pensó—. Mañana iré a hacerme un tratamiento facial, una manicura y a arreglarme el pelo…
Dejaría el libro durante un día o dos y luego repasaría las hojas que había apartado para corregir. Y mañana visitaría Parrish Pages, en Beverley, y descubriría si Blammy tenía razón en lo de Polly Parrish…
«¡Polly, viva! Mi hermana —pensó—. Ahora, sólo me daré una vuelta por allí».
Sabía que no podía darse a conocer a Polly hasta que supiese más de ella. Pero, luego, después de la campaña, Stephen podría hacer que la investigasen. No pondría ninguna objeción a ello mientras nadie conociese la razón de la investigación.
—Pero ella será excelente —se prometió Judith mientras se metía en la cama, demasiado cansada incluso para calentarse un plato de sopa—. Qué casualidad que esté también en el mundo del libro… Me pregunto si habrá intentado escribir alguna vez…
Dormía tan profundamente que el teléfono sonó una docena de veces antes de que pudiera oírlo. La voz preocupada de Stephen la hizo despertar.
—Judith, estaba empezando a preocuparme. ¿Tan cansada estás?
—Tan feliz —respondió—. Voy a tomarme un par de días libres para aclarar las ideas, luego envolveré el libro y lo entregaré.
—Cariño, finalmente no volveré a Londres hasta las elecciones. ¿Te importa?
Judith sonrió.
—Casi me alegro. Tengo un aspecto horrible. Unos cuantos días más me darán la oportunidad de lograr estar presentable.
Se volvió a dormir pensando: Stephen, te quiero… Polly, soy yo… Soy Sarah…
Margaret sentía debilitarse su dominio sobre Judith. Con el libro ahora terminado, sabía que Judith apartaría su atención de la guerra civil. Margaret había utilizado su energía para prepararse para el momento en que pudiera conquistar a Judith. Ahora, sabía que podía copiar la forma de hablar de Judith sin la entonación que Rob Watkins había encontrado tan divertida. Se sentía familiarizada con el mundo de Judith. Hoy se había dado cuenta de lo que para Judith había pasado desapercibido. Las seguían.
Había tanto que hacer. Había elegido ya dónde colocaría la siguiente bomba. ¿Tendría poder para volver a vencer a Judith?
El inspector Lynch pasó buena parte del día siguiente frente al salón de peluquería de «Harrods». Cuando Judith salió, a las cinco en punto, tenía el cabello luminoso, la cara resplandeciente y sus uñas eran elegantes óvalos. Se la veía descansada y feliz.
—Condenada pérdida de tiempo —pensó Lynch, mientras la seguía hasta un restaurante en el que tomó un plato de humeante pasta y bebió Chianti; luego, volvió directamente a su casa—. Es tan terrorista como mi abuela —murmuró para sí, ocupando su puesto en un coche, al otro lado de la calle, ante la puerta del edificio de Judith. Su relevo, Sam Collins, llegaría pronto. A Collins, un oficial de toda confianza, le habían dicho que se había recibido un anónimo implicando a la señorita Chase en los atentados y que, aunque lo consideraban ridículo, tenían que seguir en ello. Le habían advertido que era «estrictamente confidencial».
Aquella noche, Lynch observó que se encendía la luz en la ventana delantera de Judith. Aquello debía de ser el estudio, según la descripción del piso que había hecho el teniente Sloane, de modo que debía estar trabajando de nuevo. Unos minutos después, llegó Collins.
—Vas a tener una noche tranquila, te lo prometo —le dijo Lynch—. No es una trotacalles.
Collins asintió con la cabeza. Era un hombre grueso que daba la impresión de llevar un cubo de comida en la mano. Lynch sabía que también era asombrosamente ágil.
*****
Judith no había pensado trabajar pero después del masaje, el tratamiento facial, la pedicura, la manicura y el arreglo del pelo se sintió tan agradablemente reanimada que creyó que podría ser capaz de revisar las páginas que había señalado para corregir. La alegría de la llamada telefónica que había hecho por la mañana a Beverley la había mantenido resplandeciente durante todo el día. En información le habían dado con presteza el número de Parrish Pages. Había telefoneado y preguntado a qué horas estaba abierta la librería. Luego, como de pasada, había inquirido:
—¿Polly Parrish es todavía la propietaria?
La respuesta había sido:
—¡Oh, sí! Pronto estará aquí. ¿Quiere que la llame ella?
—No es preciso, gracias.
Durante todo el día, Judith había estado pensando:
—Mañana. La veré mañana. Y unos cuantos días más y las elecciones habrán terminado.
Durante las pasadas semanas, había apartado de su mente el pensamiento de los años que le aguardaban con Stephen. En aquel momento, deseaba ir a Edge Barton y pasar días y semanas ininterrumpidas con él.
—¿Días y semanas ininterrumpidas cuando Stephen fuese Primer Ministro? —Judith sonrió tristemente—. ¡Serían afortunados si tenían horas ininterrumpidas!
Apoyando la barbilla en la mano, miró con cariño la diminuta biblioteca de Lady Ardsley, la pieza que ella utilizaba como estudio. Volúmenes antiguos se mezclaban con novelas renacentistas, chucherías victorianas junto a excelentes porcelanas antiguas, un pequeño tapete almidonado descansaba sobre una mesa jacobina verdaderamente hermosa.
Edge Barton, con sus enormes techos altos y salas prodigiosamente grandes, con sus gráciles ventanas y puertas antiguas… El interior precisaba un cuidado delicado y amoroso, el toque de una mujer.
Algunos de los muebles deberían ser tapizados de nuevo. Los cortinajes precisaban ser sustituidos. Judith pensó en lo estupendo que sería dar su toque personal a Edge Barton…
Ponte de nuevo a trabajar. El Royal Hospital.
Era como si una orden pasase por su mente. Sorprendida, se cepilló el cabello hacia atrás y vio que la cicatriz de su mano estaba ligeramente rosada.
—Voy a ir a ver a un cirujano plástico para esta condenada cicatriz —afirmó—. Es absurdo cómo viene y se va.
Pasó rápidamente el manuscrito hasta el último capítulo, donde había marcado el párrafo sobre el Chelsea Royal Hospital. Un edificio precioso y maravillosamente conservado, construido por Carlos II como residencia para veteranos y soldados inválidos.
Los veteranos de Carlos II. ¡Los Simon Halletts del mundo agarrados a las faldas del monarca feliz! Así es como le llamaban, el monarca feliz.. Vincent caído en la batalla, John ejecutado, yo misma engañada y asesinada… y el monarca feliz construyendo una residencia para sus soldados en la que pudieran vivir «como en una residencia o en un monasterio».
Margaret apartó el manuscrito, empujando deliberadamente algunas partes del mismo al suelo, alrededor del escritorio. Se levantó rápidamente, se dirigió al dormitorio y cogió del armario la bolsa que Rob Watkins le había dado. La luz era mejor en la cocina. Llevó allí la bolsa y extendió el contenido sobre la mesa.
Fuera, Sam Collins observaba con creciente interés la sucesión de luces que se encendían en el piso de Lady Ardsley. Judith Chase debía haber salido del estudio sin apagar la luz, de modo que probablemente pensaba volver allí. Eran sólo las ocho menos cuarto. ¿Significaba la luz del dormitorio que se iba a dormir, o quizás a ponerse una ropa más cómoda? Observó que la luz de la cocina se encendía y después consultó el esquema del piso que Sloane le había dado. Las ventanas del estudio, de la cocina, de la sala y del dormitorio daban todas a la calle; la puerta de entrada y el vestíbulo que unían las habitaciones se encontraban en la parte trasera.
Sam observó que el tiempo empezaba a cambiar rápidamente. La noche había sido al principio clara, con estrellas y la luna en cuarto creciente. Ahora, estaba llena de espesas nubes y el aire húmedo amenazaba lluvia. Los escasos transeúntes andaban de prisa, evidentemente ansiosos por llegar rápidamente a sus destinos.
Desde la intimidad de su indefinido coche, Sam siguió vigilando el piso de Lady Ardsley. Mientras lo hacía, la luz de la cocina y después la del dormitorio se apagaron.
«Probablemente sólo se cambió de ropa y se hizo una taza de té», pensó, y empezaba apoyar la cabeza sobre el respaldo cuando se quedó inmóvil. La sombra de la ventana del estudio se había movido. Por un instante, tuvo una clara visión de Judith Chase. Miraba directamente a su coche. Parecía llevar ropa de calle.
Sam se replegó hacia el oscuro interior del coche.
—Sabe que estoy aquí —afirmó—. Está pensando en salir.
Había inspeccionado la zona en su primera noche de trabajo y sabía que había una puerta de servicio en la parte trasera del edificio y un estrecho patio que podía ser utilizado para salir a la calle contigua por entre los edificios.
Esperó un momento y, luego, pensó que Judith dejaría encendida la luz del estudio. Se deslizó fuera del coche y corrió por la acera de cemento que separaba las casas. La puerta trasera se abrió y Judith salió. Sam retrocedió y echó una ojeada por la parte lateral del edificio. Había luz suficiente para ver que vestía una capa oscura.
«Aquel indicio podía tener un objetivo —pensó—. ¡Podía realmente tener alguna relación con los atentados! ¿Qué va a hacer ahora? ¿A reunirse en secreto con terroristas? Con satisfacción, se imaginaba a sí mismo resolviendo el caso del terrorista de Londres. No perjudicará a la antigua carrera», pensó…
Margaret se movió con presteza por entre las calles poco transitadas. El hombre de Scotland Yard estaría ahora sin duda dormitando en su coche. Debajo de la capa llevaba el paquete que había preparado. Iba inocentemente metido en una pequeña cesta de hacer la compra del mercado cercano, con uvas y manzanas a la vista en la apertura que había entre las asas, la clase de cesta con la que uno entraría en un hogar de veteranos. Pronto habría finalizado el horario de visitas. Apenas le quedaba tiempo suficiente.
Silenciosamente, Sam Collins seguía a la delgada figura que cruzaba rápidamente la ciudad dirigiéndose hacia el Támesis. Casi media hora después, cuando ella giró por la Royal Hospital Road, abrió los ojos sorprendido. ¿Qué estaba tramando? ¿Pensaba sólo visitar a un pensionista? ¿Había notado que la estaban siguiendo y había decidido utilizar la puerta trasera sólo para librarse de la molestia de un perseguidor? Llevaba una capa verde oscuro, pero la misma mujer de Sam le había comentado lo mucho que se llevaban las capas aquella temporada y había comprado una para el cumpleaños de su hija.
En el vestíbulo en forma de cúpula del magnífico edificio había un desfile de gente que se movía rápidamente. El reloj de la recepción indicaba las ocho y veinte. Sam observó que Judith se dirigía directamente hacia allí y dejaba sobre el mostrador una pequeña cesta de frutas.
«Cuando le dieran el pase de visitante preguntaría a la recepcionista por el nombre del pensionista a quien visitaba», pensó. Luego, aquel instinto infalible le hizo dirigirse al mostrador y quedarse tras ella, como si él también fuese a solicitar un pase.
—Quisiera visitar a Sir John Carew —dijo Margaret, con voz baja y apremiante.
*****
Margaret se dio vuelta, con los ojos llenos de ira. Vio cómo el hombre corpulento, el hombre que debía haber estado siguiéndola, se quedaba mirando fijamente su mano. La cicatriz resplandecía en aquel momento, con un vivo color púrpura rojizo.
Agarró la cesta del mostrador de recepción y la lanzó al otro lado del vestíbulo, hacia tres mozos que acababan de bajar al vestíbulo.
Instintivamente, Sam supo que el paquete contenía una bomba. En segundos se halló al otro lado de la pieza, lanzándose a cogerlo…
Margaret estaba en el patio cuando explotó la bomba, reduciendo el vestíbulo a escombros que volaban, paredes que se desplomaban y víctimas que gritaban. Los cristales de las ventanas se hicieron añicos. Un trozo dentado le rozó la mejilla mientras se deslizaba hacia la oscura protección de la lluvia, que caía moderadamente.
Reza Patel y Rebecca estaban viendo la televisión en su piso cuando transmitieron la noticia de la tragedia en el Royal Hospital. Cinco muertos, doce heridos graves. Patel, con la cara pálida, telefoneó a Judith. Ella respondió de inmediato.
—Estoy en mi despacho, doctor. Trabajando como de costumbre. —A Patel, su voz le sonó alegre y normal. Luego, Judith se puso a reír—: Sólo espero que mis lectores no reaccionen hacia mi libro como lo he hecho yo esta noche. Me he quedado literalmente dormida leyéndolo.
«He debido quedarme prácticamente inconsciente», pensó Judith, colocando una página que había pasado por alto al recoger el manuscrito del suelo. Apagó la luz del estudio, fue al dormitorio y se desnudó rápidamente. Stephen le había dicho que tenía una reunión hasta muy tarde y que no intentaría llamarla aquella noche.
Se dio cuenta de que le dolían las piernas.
«Uno pensaría que he estado corriendo en la maratón», pensó.
Creyó que una aspirina podría ayudarla a relajarse. Por un momento, se examinó en el espejo del armario mientras buscaba la caja de aspirinas. Su nuevo peinado estaba deshecho. Los rizos de alrededor de la cara se le habían ensortijado y, al echarlos hacia atrás, observó que se encontraban ligeramente húmedos.
«La calefacción del estudio debe de estar demasiado alta —pensó—. Pero yo no sudo nunca…».
Se puso crema en la cara y se asustó al ver una gota de sangre en su mejilla. Tenía un pequeño rasguño. Ella no recordaba haber sentido ningún dolor durante el tratamiento facial, pero la estheticienne tenía las uñas realmente largas…
Al volver a la cama, vio irritada que las puertas del armario de Lady Ardsley estaban de nuevo ligeramente entreabiertas.
«Las ataré —pensó—. ¿No sería terrible que se pasara un día por aquí y pensase que registro sus cosas?».
En la cama, con las luces apagadas, intentó relajarse, pero le dolían las piernas, tenía palpitaciones en la cabeza y una sensación abrumadora de depresión se había apoderado de ella.
«Es por todo el trabajo —pensó—. Y por no haber hablado con Stephen esta noche».
Murmuró: «Stephen y Polly», pero los nombres no la aliviaron. Desconsolada, sintió como si ambos se alejasen de ella.
*****
Unas profundas arrugas de pesar y cólera estaban grabadas en el rostro del comisario adjunto Barnes. El teniente Sloane y el inspector Lynch, con los ojos enrojecidos de fatiga, lograban mantenerse erguidos en las sillas del despacho de Barnes. Sabían que por muy grave que fuese el problema, Barnes no reconocería la evidencia del cansancio. Ambos habían permanecido en el escenario del atentado toda la noche, pero sin resultado. Un doctor que venía por el pasillo había visto un paquete cruzar volando el vestíbulo y a un hombre corpulento ir corriendo tras él. El instinto le hizo saltar hacia atrás, una reacción que indudablemente le había salvado la vida. Las otras víctimas heridas no habían visto a nadie que llevase un paquete. Los tres mozos a cuyos pies había caído la bomba, la recepcionista y el inspector Collins estaban muertos.
—La cuestión —dijo vivamente Barnes— es si Collins iba siguiendo a Judith Chase. Todas las pruebas apuntan hacia ese hecho. La única posibilidad distinta es que alguien saliera de su piso o de otro piso de su edificio e hiciera sospechar a Collins. ¿Ha telefoneado usted a la señorita Chase, Jack?
—Sí, señor, hace aproximadamente una hora. Utilicé la misma débil excusa de que estábamos desesperados por descubrir cualquier pista, por pequeña que fuera, y le pregunté si había recordado algo inusual cuando estuvo en la zona de las joyas de la corona.
—¿Y su respuesta?
—Franca. Absolutamente nada. Repitió lo mucho que se concentra cuando está investigando. Que olvida casi por completo todo lo que sea ajeno a ello.
—¿Detectó algún nerviosismo en su tono?
Lynch frunció el entrecejo.
—Nerviosismo no, señor. Alicaída, más bien. Dijo que había terminado su libro y que le había supuesto un gran esfuerzo. Tenía la intención de quedarse en la cama todo el día, leerlo y enviarlo luego a su agente.
Barnes golpeó la mesa con el puño, un gesto que advertía a sus subordinados que tendrían que aguantar un rapapolvo.
—¿Por qué demonios no nos notificó Collins que dejaba el coche? No le hubiera llevado más de treinta segundos utilizar el teléfono del coche.
—Quizá no tuvo esos treinta segundos, señor.
—O quizá no se molestó en hacerlo. Maldita sea, Sam era uno de nuestros mejores hombres. Salvó una docena de vidas cuando se echó sobre esa bomba. Jack, esa anciana que Judith Chase visitó, ¿qué te dijo exactamente?
—Nada en absoluto, señor. Ni un solo pensamiento coherente. La supervisora me dijo que puede estar absolutamente lúcida y que luego desvaría durante días en un momento dado. La única información que conseguí fue que, en cuanto la señorita Chase se marchó, la señora Bloxham le habló a la supervisora de unas hermanas gemelas de dos años, Sarah y Polly, que acostumbraban a llamarla Blammy.
—¡Gemelas! —saltó el inspector Lynch, olvidando su cansancio—. Señor, como usted sabe, Judith Chase fue encontrada dando vueltas por Salisbury cuando tenía dos años. Nadie la reclamó, aunque era una niña muy bien vestida. ¿Es posible que haya estado intentando encontrar, o que haya podido encontrar, a su familia de origen? ¿Y que haya dado con una hermana gemela?
Barnes se mordió el labio inferior y retiró con impaciencia los mechones de pelo que habían caído sobre su frente.
—¿Una hermana gemela que pueda parecérsele mucho y que pueda tener alguna filiación política peligrosa? Podría tener sentido. Dios, pasado mañana es el día de las elecciones. Tenemos que resolver esto. Judith Chase estaba haciendo preguntas a esa anciana hace sólo dos días. No parece que haya encontrado todo lo que está buscando. De modo que no podemos suponer que ya esté en contacto con personas de su pasado. Si no lo está —y si nosotros podemos descubrir quiénes son y si es necesario advertirla de que no se ponga en contacto con ellas— podemos ser capaces de mantenerla a ella y a Sir Stephen fuera de este asunto. O, si las ha encontrado y de algún modo ha ido a dar con malas compañías, quiero saberlo antes de que Sir Stephen se convierta en el Primer Ministro. ¡Jack!
Sloane se levantó.
—Señor.
—Vuelva a esa residencia. Consiga un psiquiatra. Dígale lo que está usted intentando averiguar. Quizás él tenga una forma de hacerle preguntas a la señora Bloxham si ése es su nombre. Chase interrogó a la mujer del portero de Kent House el otro día, ¿no es así?
—Sí.
—Vaya a ver otra vez a la mujer del portero. También quiero una investigación sobre todos los pensionistas del Royal Hospital, anoche. Descubra quiénes tuvieron visitas que pudieron haberse ido sobre las ocho y media. Hable con esos visitantes. Alguien puede haber visto a Collins y a quien quiera que él siguiera, entrando. Y, por el amor de Dios, asegúrese de que Judith Chase no da un paso sin que alguien vaya detrás de ella.
El teléfono del despacho de Barnes sonó con insistencia. La voz de su secretario era sofocada.
—Siento interrumpirle. El representante del gobierno quiere que sepa que Sir Stephen ha convocado una reunión de urgencia para conocer la marcha de la investigación.
*****
Stephen telefoneó a Judith a las nueve de la mañana siguiente, despertándola del profundo y rendido sueño en el que había caído. Al oír su voz, su mano apretó fuertemente el teléfono. Sentía como si hubiese estado nadando en agua caliente y oscura, intentando llegar a tierra. Haciendo un esfuerzo por despertarse, murmuró su nombre y después se apoyó sobre el codo mientras él decía:
—Estoy en el coche, cariño, a sólo diez minutos. Voy a una reunión de urgencia con Scotland Yard. Tengo que volver directamente al campo, pero ¿qué me dices de una taza de té para un hombre que está loco por verte?
—Stephen, ¡qué maravilloso! Pues claro.
Judith colgó el teléfono y se levantó apresuradamente de la cama. En el espejo del cuarto de baño vio que tenía los ojos hinchados de sueño. Una gota de sangre seca señalaba el pequeño corte de la mejilla.
—Tengo un aspecto horrible —pensó.
Tirando de los grifos de la ducha, se quitó el camisón, cogió un gorro de baño y dejó caer el agua primero caliente y luego fría a propósito para sacudirse el letargo.
Una ligera base de maquillaje cubrió el arañazo. Un toque de colorete le ayudó a ocultar la palidez de su rostro y un rápido cepillado alisó el perdido peinado. Una túnica suelta de lana suave con un vivo estampado en naranja, azul, lila y fucsia sobre fondo negro la envolvió en color. Fue corriendo a la cocina, preparó el café y empezó a poner la mesa pequeña de delante de la ventana. Vio algo en el suelo y se inclinó para recogerlo. Era un trozo de alambre retorcido. ¿De dónde procedía?, se preguntó mientras lo tiraba a la papelera. Sonó el interfono. Lo cogió y dijo:
—El café está servido, señor. Suba ahora mismo.
Cuando abrió la puerta a Stephen, se echaron el uno en brazos del otro.
Entre sorbos de café y bocados de tostadas con mermelada, Stephen le contó la horrible noticia del atentado en el Royal Hospital.
—Trabajé hasta tarde y no puse la televisión —dijo Judith—. Stephen, ¿qué clase de mente depravada coloca una bomba en un hogar de veteranos?
—No lo sabemos. Normalmente, algún grupo reivindica la autoría. Cuando eso no sucede, a menudo es una verdadera suerte encontrar al autor. La indignación de la opinión pública es enorme esta mañana. Incluso Buckingham Palace ha expresado de manera oficial su honda preocupación y ha enviado también su condolencia a las víctimas.
—¿Tendrá esto algún efecto sobre las elecciones?
Stephen sacudió la cabeza.
—Querida, odio pasar el resto de mi vida pensando que llegué al cargo porque alguien estaba haciendo estallar Londres, pero mi inflexible postura sobre la pena de muerte para los terroristas está ciertamente marcando una diferencia en las urnas. Los laboristas no cambiarán todavía de parecer sobre la pena de muerte y su clamor a favor de la vida sin libertad provisional parece bastante débil a una nación que tiene que preguntarse si la próxima vez que sus hijos hagan una salida con la escuela para ver un monumento, o vayan al hospital para una amigdalectomía saltarán por los aires.
Los cinco minutos que Stephen había dicho que podía quedarse se convirtieron en treinta. Cuando se fue, dijo:
—Judith, creo sinceramente que voy a ganar las elecciones. Si esto ocurre y cuando esto ocurra, seré llamado a Buckingham Palace y Su Majestad me pedirá que forme un nuevo gobierno. No sería apropiado que vinieses a esa reunión, ¿pero irías conmigo en el coche?
—No hay nada que desee más.
—Yo deseo muchísimo más, pero ése será un buen comienzo para el resto de nuestras vidas.
Stephen la besó de nuevo y cogió el tirador de la puerta. Con un movimiento involuntario, Judith tocó su brazo y le hizo volverse de nuevo hacia ella.
—¿Has escuchado alguna vez aquella antigua canción déjame quedarme, déjame quedarme en tus brazos? —le preguntó, casi con tristeza.
Durante un largo minuto él la apretó contra sí, y Judith se escuchó a sí misma rezar: por favor, no dejes que nada estropee esto. Por favor.
Cuando Stephen se fue, se sirvió otra taza de café y volvió a la cama.
«Probablemente tengo algún virus —insistió—. Por eso me encuentro tan mal. Sabía que aquel día no podría hacer el viaje a Yorkshire. Me tomaré el día libre y haré la revisión final del manuscrito. No quiero encontrarme así cuando vea a Polly».
Al mediodía sonó el teléfono. El doctor Patel deseaba saber cuándo tenía la intención de ir a Beverley.
—No iré hasta mañana —respondió Judith—. He decidido posponer el viaje hoy. Creo que debo tener algún microbio. Me siento muy dolorida. Pero puede usted estar seguro de que le llamaré en cuanto la vea.
Reza Patel intentó que su voz pareciese despreocupada.
—Judith, es usted una experta en el siglo xvii. Durante su investigación, ¿se encontró con el nombre de Lady Margaret Carew?
—Desde luego que sí. Una mujer fascinante. Por lo visto, persuadió a su marido para que firmase la sentencia de muerte de Carlos I, perdió a su único hijo en una de las grandes batallas de la guerra civil y luego intentó asesinar a Carlos II cuando éste volvió al trono. Estaba tan condenadamente furioso que se apartó de su camino para asistir a su ejecución.
—¿Conoce la fecha de la ejecución?
—La tengo en alguna parte de mis notas. ¿Por qué lo pregunta?
Patel había previsto la pregunta.
—¿Recuerda cuando nos encontramos en la Portrait Gallery? Otro amigo estuvo allí y creyó reconocer a Lady Margaret en un retrato de grupo. Al menos, se parece mucho a la mujer a quien su rama de la familia repudió. Tiene curiosidad por saberlo.
—Lo buscaré en mis notas. Pero quizá debiera olvidarse de ella. Lady Margaret era muy problemática.
Cuando cortaron la comunicación, Patel se volvió a Rebecca.
—Sé que era peligroso, pero la única esperanza para Judith es hacerla volver al momento de la muerte de Lady Margaret. Si voy a hacer eso, debo saber exactamente cuándo murió. Judith no ha sospechado nada.
Rebecca Wadley se sentía como si constantemente estuviesen dándole el papel de Casandra.
—Mañana a esta hora, tanto si se da a conocer como si no, Judith estará segura de haber encontrado, no sólo a un pariente vivo, sino a una hermana gemela. ¿Por qué iba a volver a ponerse bajo hipnosis? ¿Estás pensando en decirle la verdad?
—¡No! —gritó Patel—. Desde luego que no. ¿No ves lo que eso le haría a Judith Chase? Se sentiría moralmente responsable, por mucho que yo le dijese. Tengo que encontrar un modo de hacerla volver sin que ella conozca la razón.
Rebecca tenía los periódicos de la mañana abiertos sobre la mesa. Estaban llenos de fotografías de la matanza del Royal Hospital.
—Será mejor que lo hagas pronto —dijo a Patel—. Te guste o no, ahora estás protegiendo a una asesina.
*****
El día en cama no ayudó a Judith. Una lectura exhaustiva de su manuscrito le permitió encontrar pequeños errores mecanográficos y frases repetitivas… e hizo que se diera cuenta de que, por una parte, era su mejor libro hasta el momento y, por otra, estaba mucho más en contra de Carlos I y Carlos II de lo que ella se hubiera propuesto jamás cuando empezó a escribirlo.
«He escrito una tesis a favor del parlamentarismo —pensó—, y ahora tendría que reescribir el libro entero para cambiarla».
De algún modo, no podía sentir la ola de alivio y de bienestar que normalmente acompañaba a la terminación de un libro.
Su sueño fue de nuevo agitado aquella noche y a las cinco de la mañana se rindió y permaneció despierta en el dormitorio excesivamente amueblado de Lady Ardsley.
—Hace seis meses, cuando llegué a Inglaterra, no tenía ni un solo ser humano a quien pudiera considerar familia. Ahora, voy a casarme con el hombre a quien amo y hoy veré a mi hermana gemela. ¿Por qué estoy llorando? —Con impaciencia, se secó las lágrimas de los ojos.
A las seis y media, se levantó para hacer los preparativos del viaje a Beverley. Iba a coger el tren de las ocho.
—Sólo son nervios —se dijo mientras se duchaba y se vestía—. Quiero ver a Polly y tengo miedo de verla.
Tuvo el fugaz pensamiento de que sería sensato llevar su capa nueva, porque la capucha le tapaba bastante la cara, pero por alguna razón pensó que era desagradable. En lugar de eso, cogió su vieja «Burberry» y buscó en el cajón un pañuelo liso y amplio que se anudó a la cabeza. Las grandes gafas oscuras y el pañuelo serían suficientes para ocultar su apariencia, pensó, en el caso de que ella y Polly se parecieran mucho la una y la otra. Camino de la estación se detuvo para hacer una copia de su manuscrito y envió el original, con una nota breve a su agente en Nueva York. Luego, se dirigió a Kings Cross para tomar el tren.
¿Imaginaba solamente —se preguntaba— que en aquel instante recordaba con claridad el momento en el que cayeron las bombas? Su mano buscando a tientas la de su madre, Polly gritando, la oscuridad, el sonido de pasos corriendo y ella detrás, sollozando, pensando que su madre la abandonaba. Al subir al tren, pudo percibir lo altos que habían sido los escalones para una niña de dos años. Al acomodarse junto a una ventana recordó, o creyó recordar, la sacudida del tren cuando salió de la estación de Waterloo. Podía notar el saco sobre el que estaba, duro y rígido. Sacas de correo, pensó, atestadas hasta arriba, cerradas con una cuerda. Tan absorta estaba en el recuerdo que no reparó en el hombre de rostro delgado, de unos cuarenta años, que se sentaba en un asiento detrás del suyo al otro lado del pasillo, ni sospechó que a pesar de que fingía estar absorto en el periódico de la mañana, el inspector David Lynch no le quitaba los ojos de encima. En Scotland Yard también se había producido un importante descubrimiento. El teniente Sloane había visitado la residencia y había encontrado a la señora Bloxham con la cabeza totalmente clara en sus recuerdos. Con la voz temblándole de emoción, le contó lo de las preciosas hermanas gemelas que vivían con su madre viuda en el piso contiguo al suyo, que la madre, Elaine Parrish, había muerto en un bombardeo cuando llevaba a las niñas al campo y que el cuerpo de la pequeña Sarah no había sido nunca encontrado, que Polly poseía su propia librería en Beverley, en Yorkshire. Cuando volvió a la oficina, su alegría por poder dar parte de la información se vio mitigada por la noticia de que Judith iba camino de Yorkshire y era seguida por el inspector Lynch.
*****
—Me hubiera gustado haber tenido la oportunidad de investigar a Polly Parrish antes de que la señorita Chase se diera a conocer a ella, si ése es su propósito —le dijo al comisario adjunto Barnes.
Había habido otro golpe de suerte, si podía llamársele así, le contaron a Sloane. El interrogatorio de los visitantes del hospital en la noche del atentado había dado resultados. Un hombre que se marchó a las ocho y veinte había cedido el paso a una mujer con una capa verde oscuro, que pasó de largo sin hacer siquiera un gesto con la cabeza. Recordaba haber visto una cicatriz brillante en su mano. A unos cuantos pasos de ella, un hombre corpulento cogió la puerta antes de que se cerrase.
—De modo que volvemos a tener a la señora de la cicatriz y de la capa —resumió Barnes—. Mañana traeremos a Judith Chase para interrogarla.
—¿Con qué pretexto? —preguntó Sloane.
—Con el pretexto de decirle que creemos que la persona que buscamos se le parece mucho y que queremos preguntarle si ha localizado a alguna persona de su familia de origen. También le preguntaremos si conoce a una mujer llamada Margaret Carew.
—¿Y si la conoce? —preguntó Sloane.
—Mañana son las elecciones. Advertiremos a Sir Stephen que se mantenga alejado de ella. Desde luego, si algún periódico conoce su compromiso, puede que aún tenga que dimitir de su puesto como líder del partido y eso significa que otra persona se convertirá en Primer Ministro.
—¡Una pena para él y para el país! —explotó Sloane.
—Una pena peor si la señora de la capa, quien quiera que sea, sigue con su sucio trabajo y se la vincula a él.
*****
El viaje duró tres horas. Judith hizo transbordo en Hull. Desde allí, el camino hasta Beverley fue corto. Mientras caminaba por el mercado era sólo vagamente consciente de la exquisita arquitectura eclesiástica que caracterizaba a la bella ciudad. Un policía la encaminó a Queen Mary Lane, la estrecha calle lateral en la que se encontraba la librería «Parrish». El viento era ligero pero cortante. Se echó el pañuelo hacia adelante y se levantó el cuello del abrigo. Ya llevaba puestas las grandes gafas oscuras. Pasó por delante de una farmacia, de una tienda de comestibles, de una floristería. Luego, vio el letrero. Parrish Pages. Estaba en la librería.
Judith abrió la puerta de la tienda y oyó el ligero tintineo de una campanilla anunciando su llegada. Una mujer joven, de rostro agradable y con grandes gafas redondas, estaba en la caja. Levantó la vista, sonrió y continuó atendiendo a un cliente.
A Judith le alegró ver que había al menos media docena de personas mirando los estantes. Le daba tiempo para observar el interior de la tienda. Era un espacio largo y bastante estrecho en el que cada metro había sido utilizado con provecho sin sacrificar la agradable atmósfera de una librería local. La parte trasera estaba dispuesta a modo de salita con un viejo sofá de piel, una silla de terciopelo de gran tamaño, y mesas auxiliares con lámparas de lectura. Había una mujer sentada, trabajando en una gran mesa de roble, una mujer cuyo perfil le hizo pensar a Judith que se estaba mirando en el espejo. Su corazón empezó a desbocarse y notó que las manos se le humedecían. ¡Polly! ¡Tenía que ser Polly!
—¿Busca usted algún libro en particular? —Era la mujer joven de la caja.
Judith tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
—Sólo miraba, pero estoy segura de que encontraré algo que necesite. Es una tienda muy agradable.
—¿Es la primera vez que viene, entonces? —La dependienta sonrió—. ¡Oh!, Parrish Pages es famosa. La gente viene de muy lejos. Y ¿ha oído hablar de la señorita Parrish?
Judith negó con la cabeza.
—Es una narradora muy conocida. La invitan a todas partes, pero prefiere tener su propio programa en la radio de aquí los domingos y durante la semana da dos clases de narración para niños. Es mucho más fácil hacerlo así que viajando. Está en su despacho. ¿Quiere usted conocerla?
—¡Oh, no! No quiero molestarla.
—No es una molestia. A la señorita Parrish le gusta conocer a nuevos visitantes.
Judith se sintió arrastrada a la parte posterior de la tienda. Estaba de pie delante de su mesa. Polly levantó la vista y Judith sintió que el corazón le latía con violencia en la garganta.
Polly tenía unos kilos más que ella. Su pelo castaño estaba generosamente jaspeado de plata. La cara no tenía maquillaje, pero era bonita de forma natural, con una expresión de fuerza y cordialidad a la vez.
—Señorita Parrish, tenemos a alguien que viene aquí por primera vez —dijo la dependienta.
Polly Parrish sonrió y alargó la mano.
—Muchas gracias por haberse pasado por aquí.
Judith alargó su mano y se dio cuenta de que estaba teniendo contacto físico con su hermana gemela.
—Soy… soy Judith Kurner —dijo, utilizando instintivamente su nombre de casada.
Polly, pensó, Polly. Por un momento estuvo a punto de decir: «Soy yo, soy Sarah», pero sabía que tendría que esperar. Polly era una narradora conocida. Tenía su propio programa y aquella encantadora librería.
«¡Oh, Stephen! —pensó—. ¡No tendremos que esconder a este pariente!».
El inspector Lynch observaba desde el ángulo de un pasillo. Su boca se estrechó como para silbar. Excepto por el pelo, la mujer era exactamente igual que Judith Chase. Si se ocultaban las canas o se ponía una peluca oscura a Polly Parrish se tendría una imagen reflejada de Judith Chase. ¿No sería una bendición que cuando hicieran una inspección sobre Parrish pudieran vincularla a un grupo terrorista? Se dio cuenta al instante de que Judith no iba a darse a conocer a Parrish.
«Está aquí para examinarla —pensó—, ésa es la razón de ese pañuelo y las gafas oscuras. ¡Es bueno que tenga tanta sensatez!».
Lynch sabía que quería librar a Judith Chase de cualquier sospecha de que fuera la mujer de la capa. La lectura de sus libros y del informe que Scotland Yard había reunido sobre ella había hecho que le gustase y la admirase. Tenía que recordarse que debía seguir siendo completamente objetivo. Después, frunció el ceño:
Exactamente en el mismo momento en que Judith lo vio, se dio cuenta de que Polly Parrish estaba sentada en una silla de ruedas.
Eran casi las seis cuando Judith volvió al piso. Después de dejar a Polly había tomado el té en un pequeño restaurante que había en la esquina de la librería. La camarera irlandesa había respondido con locuacidad a sus hábiles pero aparentemente improvisadas preguntas. Polly Parrish se había criado allí, en Beverley. Una encantadora familia la había llevado a su casa cuando, finalmente, fue dada de alta en el hospital. Tenía la espina destrozada por un bombardeo que había matado a su madre y a su hermana. Vivía sola, en una preciosa casita, a sólo unos cuantos kilómetros de allí. Había aparecido en varias revistas y periódicos. Y, cuando contaba una historia, personas de todas las edades, desde los más pequeños hasta los mayores, se sentaban admiradas y escuchaban con deleite cada una de sus palabras.
—Señorita, se lo digo yo, es como si estuviese contando algo mágico.
—¿Cuenta las leyendas antiguas o inventa sus propias historias? —había conseguido preguntarle Judith a pesar de la tensión de su garganta.
—Ambas cosas. —Después, la camarera hizo una pausa en su narración y dijo—: ¿Sabe? No puedo dejar de pensar que está sola, ¿comprende?
Muchos amigos, pero nadie que le pertenezca realmente.
«Pues ahora ya tiene a alguien que le pertenezca realmente —pensó de nuevo Judith, mientras colgaba su abrigo—. ¡Me tiene a mí!».
En el viaje de vuelta a Londres, otros recuerdos fueron apareciendo en su conciencia. Ella y Polly jugando en el piso de Kent House.
«Teníamos unos cochecitos de muñeca blancos, iguales —recordó Judith—. La capota del mío era amarilla, la del de Polly, rosa».
El día siguiente era el día de las elecciones. En la estación compró los diarios más importantes. Todos predecían que los conservadores barrerían. Lejos de abrazar el clamor de los laboristas por el cambio, las encuestas mostraban que el votante medio estaba profundamente preocupado por el terrorismo y que la petición de Sir Stephen Hallett para la recuperación de la pena de muerte haría que muchos partidarios acérrimos de los laboristas cruzasen las líneas tradicionales de los partidos para asegurarse de que él se convertía en Primer Ministro.
*****
El libro estaba terminado. Había encontrado a Polly. Mañana, los conservadores ganaban las elecciones y, al día siguiente, Stephen se convertiría en Primer Ministro. ¿Cómo era posible, se preguntaba Judith, que no estuviera rebosante de alegría? ¿Por qué se sentía tan abrumadoramente triste, tan desesperanzada?
La fatiga de la batalla, pensó, mientras se preparaba una ensalada y una tortilla. Se sentó a la mesa de la cocina, leyendo los periódicos mientras comía y recordando que el día anterior por la mañana Stephen y ella habían estado sentados el uno al lado del otro sobre el estrecho asiento. Podía notar el calor de su hombro rozando el suyo, su mano sobre la suya, mientras tomaban el café. Dentro de unos cuantos días, ella estaría abiertamente a su lado. Pasadas las elecciones, se acabaría la necesidad del secreto. Sonrió mientras se servía té de la redonda tetera de porcelana… ¡Aquel molesto columnista Harley Hutchinson, probablemente intentaría afirmar que él lo sabía desde el principio!
Sólo cuando hubo terminado de lavar y secar los platos y una vez guardados entró en su estudio, vio que había un mensaje en el contestador. El teniente Jack Sloane de Scotland Yard le agradecería mucho que pasase por allí por la mañana. ¿Tendría la amabilidad de llamarle para quedar a una hora adecuada?
*****
A las once en punto del día de las elecciones, Sloane se encontraba en la oficina del comisario adjunto Barnes. El semblante de ambos hombres era grave.
—Es un asunto delicado —reconoció Barnes—. Aún no estoy preparado para decirle a la señorita Chase que estamos investigándola. Lynch dijo que Polly Parrish, la hermana, sería sin las canas del pelo una reproducción de Chase. ¿Ha examinado usted los registros de nacimiento y ha leído el expediente de la RAE sobre el padre?
Sloane asintió con la cabeza.
—No había otros hermanos.
—Eso no quiere decir que no pueda haber una prima, o una perfecta extraña que se parezca mucho a la señorita Chase. La única conexión directa que tenemos es que Collins estaba vigilando a Judith Chase y que se encontraba en el hospital cuando explotó la bomba. ¿Sabe usted lo que podría hacer un abogado con un testimonio de este tipo? Reuniría a media docena de mujeres parecidas a Chase y el caso se vendría abajo.
—Y, mientras tanto, habríamos destruido la reputación de Judith Chase.
—Exactamente.
—Esa cicatriz de la que hablan Watkins y los testigos del hospital…, ¿hay alguna posibilidad de que sea simulada, de que se la pinte en la mano como símbolo extraño de alguna clase?
—Hemos sometido a Watkins a un severo interrogatorio acerca de eso. Afirma haberla observado muy de cerca, notado su textura. Dijo que, obviamente, nadie se había molestado en coserla y que la piel estaba toda levantada y arrugada. Para aseverar esta afirmación mencionó que, cuando estuvo en la cama con ella, le pidió que se la restregase por la espalda, porque le producía una gran sensación.
La expresión de Jack Sloane mostraba su disgusto.
—Judith Chase no es la clase de mujer que se iría a la cama con ese patán.
—No sabemos quién es Judith Chase —replicó Barnes, abruptamente—. Y es el momento de que lo descubramos. Le dijo usted que a las once aquí, ¿no?
—Sí señor. Ahora mismo son exactamente las once.
Sloane esperaba que Judith no hiciera esperar al comisario adjunto: Barnes sentía pasión por la puntualidad. No tuvo que preocuparse. En aquel momento, el secretario anunció la llegada de Judith.
El vago desasosiego que había estado sintiendo durante los dos últimos días hizo que Judith se vistiera cuidadosamente. El día tenía un aire primaveral y se había puesto un traje de calle color fucsia, exquisitamente cortado, con una falda ligera y una chaqueta semientallada. Anudado al cuello llevaba un pañuelo negro y fucsia. En la chaqueta, había prendido una aguja de oro en forma de unicornio. Su pequeño bolso «Gucci» de piel negra hacía juego con sus elegantes zapatos de tacón bajo. Llevaba el pelo suelto alrededor de la cara y un maquillaje cuidadosamente aplicado resaltaba los tonos violeta de sus ojos azules.
Al verla, ambos hombres pensaron de inmediato que por su apariencia y modales sería la elección perfecta para convertirla en esposa del Primer Ministro.
Judith alargó la mano para saludar al comisario adjunto Barnes.
Cuando él la tomó, la estudió rápidamente. Ni rastro de cicatriz. Quizá sólo una ligerísima señal de una herida antigua, pero nada más. Indudablemente, no había ni piel levantada ni mancha. Notó un gran alivio… No quería que aquella mujer fuese la culpable.
El teniente Sloane observó la inspección minuciosa que Barnes hacía de la mano de Judith.
—Al menos eso quedará fuera —pensó.
Barnes fue directamente al grano. Su única pista sólida era que un obrero de la construcción había dado un explosivo a una mujer que se hacía llamar Margaret Carew y que aparentemente se parecía muchísimo a Judith.
—Por casualidad, ¿conoce usted, alguien con ese nombre?
—¡Margaret Carew! —exclamó Judith—. Hubo una que vivió en el siglo xvii. He encontrado su nombre en la investigación que he realizado.
Ambos hombres sonrieron.
—Eso no ayuda mucho —repuso Barnes—. También hay diez en el listín telefónico de Londres, tres en Worcester, dos en Baty, seis en Gales. Es un nombre bastante corriente. Señorita Chase, ¿recibió usted alguna visita el martes por la noche?
—¿El martes pasado por la noche? No. Fui a la peluquería, comí en un restaurante y volví directamente a casa. Estuve haciendo la corrección final de mi libro. Lo acabo de enviar. ¿Por qué lo pregunta? —Judith notó que las manos se le humedecían. No la habían invitado a acudir allí simplemente por haber estado en la Torre el mismo día de la explosión.
—¿No salió de su casa?
—No. Comisario, ¿qué está usted dando a entender?
—Señorita Chase, no estoy dando a entender nada. El obrero de la construcción que creemos dio el explosivo a la mujer que ha estado poniendo las bombas vio su fotografía en la solapa posterior de su libro y dijo que la persona que se hacía llamar Margaret Carew se le parece. Dijo con énfasis que no era usted. De hecho, esa mujer tiene una cicatriz en la mano. El guardia de la Torre, antes de morir, pareció decir que usted había vuelto, de modo que aquí tenemos de nuevo a una mujer que aparentemente se le parece. Tenemos instantáneas tomadas en el momento del atentado a la estatua ecuestre, y una mujer con una capa y gafas oscuras, que también se le parece, está en una de ellas colocando el paquete que contenía la bomba al pie de la estatua. Esa fotografía ha sido ampliada muchas veces, y la cicatriz es claramente visible. La cuestión es que hay alguien que se le parece muchísimo perpetrando esas locuras. ¿Tiene usted idea de quién podría ser?
«Saben lo de Polly», pensó Judith. Estaba totalmente segura de ello. Me han estado vigilando.
—¿Quiere usted decir alguien que se me parece lo bastante como para ser mi hermana gemela? Sólo que mi hermana gemela está inválida. ¿Cuánto hace que me siguen?
Barnes respondió a su pregunta con otra:
—Señorita Chase, ¿ha estado usted en contacto con otros miembros de su familia de origen, especialmente con alguno que se le parezca muchísimo?
Judith se levantó. La cicatriz, estaba pensando, la cicatriz. Lady Margaret Carew. Los momentos en blanco de los que había hablado a Patel.
—Sir Stephen asistió aquí hace unos días a una reunión de alto nivel para conocer la marcha de la investigación. ¿Salió a relucir mi nombre?
—No, no salió.
—¿Por qué? Debería estar informado de sus inquietudes. Sloane respondió por Barnes.
—Señorita Chase, incluso en las reuniones al más alto nivel hay filtraciones a la Prensa. Por usted, por Sir Stephen, no queremos que se pronuncie su nombre ni en un susurro en relación con esto. Pero usted puede ayudamos. ¿Tiene usted una capa verde oscuro?
—Sí. No la llevo mucho. Francamente, la que me compré en «Harrods» ha sido tan copiada que parece que la mitad de las mujeres de Londres la lleven esta temporada.
—Lo sabemos. ¿No ha prestado nunca la suya?
—No; no la he prestado. ¿Hay algo más que deseen ustedes de mí?
—No —respondió Barnes—. Por favor, señorita Chase, ¿puedo subrayar…?
—No se moleste en subrayar nada. —Por un acto de pura voluntad Judith consiguió mantener la voz firme.
En silencio, Jack le abrió la puerta. Cuando la cerró tras ella, miró a su jefe.
—Se puso pálida como una muerta bajo el maquillaje cuando mencioné la cicatriz —dijo Barnes—. Que intervengan su teléfono de inmediato.
*****
Cuando Judith volvió a su piso, telefoneó a la consulta de Patel. No había nadie allí. El servicio de contestador le informó de que los doctores Patel y Wadley asistían a un seminario de dos días en Moscú y de que no llegarían hasta bien entrada la noche, lo más pronto.
—Dígale que me llame, sea cual sea la hora en que se ponga en contacto con usted —dijo Judith.
Encendió la televisión y se quedó sentada delante de ella sin moverse. Hubo una parte que mostraba a Stephen votando en su distrito. El cansancio era patente en su rostro, pero en sus ojos había una expresión confiada. Por un momento, miró directamente a la cámara y a Judith le pareció que la miraba directamente a ella.
«Dios mío —pensó—, le quiero tanto».
Fue hasta su escritorio y abrió el almanaque, comprobando meticulosamente los días de los atentados con sus propios horarios. Con una desesperanza cada vez más profunda, observó que los atentados coincidían con momentos en los que, o bien se había quedado dormida en su mesa, o no se había dado cuenta del paso de muchas horas mientras trabajaba.
La semana anterior al inicio de los atentados, había experimentado intervalos de pérdida de memoria. Le había hablado de ellos al doctor Patel. ¿Por qué Patel le había preguntado la fecha exacta de la ejecución de Margaret Carew? ¿Y por qué se inflamaba aquella cicatriz de su mano?
Volvió a la televisión y ansiosamente esperó vislumbrar a Stephen. Ansiaba estar con él, sentir sus brazos alrededor de ella.
—Te necesito, Stephen —dijo, en voz alta—. Te necesito.
A las tres en punto, él la telefoneó. Su voz sonaba alborozada.
—Nunca se puede decir hasta que se ha terminado, cariño, pero todos los indicios apuntan a que lo hemos conseguido.
—Tú lo has conseguido. —De algún modo, consiguió parecer contenta y feliz—. ¿Cuándo estarás seguro?
—Las urnas no se cierran hasta las nueve y los primeros resultados no llegarán hasta casi la medianoche. Hasta primeras horas de la mañana no se conocerá la tendencia general. Los medios de comunicación predicen una victoria aplastante para nosotros, pero todos sabemos que puede haber contratiempos. Judith, me gustaría que estuvieras conmigo ahora. La espera sería más fácil.
—Sé lo que quieres decir. —Judith cogió con fuerza el teléfono al sentir que su voz se quebraba—. Te quiero, Stephen. Adiós, cariño.
Fue al dormitorio, se puso un camisón cálido y una bata de franela y se metió en la cama. Incluso con las mantas arropándola, no podía dejar de temblar. Una profunda desesperanza hacía su cuerpo pesado e inmóvil. Hasta hacerse una taza de té resultaba un esfuerzo demasiado grande. Hora tras hora estuvo mirando el techo, sin advertir que la luz se convertía en oscuridad.
A las seis de la mañana siguiente, el doctor Patel la llamó desde Moscú.
—¿Algo va mal?
La pregunta rompió lo último que le quedaba de dominio sobre sí misma.
—Usted sabe que sí —respondió—. ¿Qué me hizo? —Su voz se convirtió en un grito—. ¿Qué me hizo cuando estuve bajo hipnosis? ¿Por qué me preguntó sobre Margaret Carew?
Patel la interrumpió.
—Judith, estoy a punto de tomar un vuelo de regreso. Venga a mi oficina a las dos. Tiene que traer consigo la fecha exacta en la que murió Margaret Carew. ¿Tiene esa información?
—Sí, pero ¿por qué? ¡Quiero saber por qué!
—Tiene que ver con el síndrome de Anastasia.
Judith colgó el teléfono y cerró los ojos. El síndrome de Anastasia. No, pensó. No es posible.
Hizo un esfuerzo por salir de la cama, se levantó, se puso un suéter grueso y pantalones, hizo té y tostadas y encendió la televisión.
Poco después del mediodía, los laboristas reconocieron la derrota. Con los ojos ardientes de angustia, Judith vio a Stephen agradeciendo su victoria en el County Hall. Su discurso dando las gracias por una lucha limpia a sus partidarios locales y a sus oponentes fue muy vitoreado. Desde allí, fue conducido a Edge Barton donde una multitud de personas esperaban su llegada para felicitarle. Permaneció en los escalones estrechando manos, con el rostro lleno de sonrisas.
Judith se quedó mirándole, se quedó mirando la hermosa mansión de piedra que ella había esperado convertir de nuevo en su hogar.
¿De nuevo?, se extrañó.
Stephen saludó con la mano a la multitud por última vez y entró en Edge Barton. Un momento después, Judith oyó el timbre del teléfono.
Sabía que era Stephen. Esforzándose sobremanera, consiguió de nuevo parecer contenta y alborozada.
—Lo sabía, lo sabía. ¡Lo sabía! —gritó—. Felicidades, cariño.
—Ahora mismo voy a ir a Londres. A las cuatro y media me presentaré ante Su Majestad. Rory te recogerá en tu piso a las cuatro menos cuarto y te llevará a casa. Disfrutaremos de unos minutos para nosotros antes de salir hacia Palacio. Sólo quisiera poder llevarte conmigo, pero no sería apropiado. Vendremos a Edge Barton a pasar el fin de semana y haremos entonces nuestro propio anuncio. ¡Oh, Judith! ¡Por fin, por fin!
Con las lágrimas resbalando por sus mejillas y la voz quebrada, Judith consiguió convencer a Stephen de que lloraba de alegría.
Cuando colgó el receptor, empezó a registrar el piso.
*****
En Scotland Yard, el comisario adjunto Barnes y el teniente Sloane se encontraban en la oficina de Barnes, escuchando por décima vez la grabación de la conversación entre Judith y el doctor Patel.
Barnes escuchó asombrado cuando Sloane le explicó la teoría del síndrome de Anastasia de Patel.
—¿Hacer volver a gente de otras épocas? ¿Qué clase de disparate es ése? Pero ¿es posible que hipnotizase a Judith Chase y la enviase a esas expediciones de atentados? Tengamos una pequeña charla con él antes de que llegue allí la señorita Chase.
Cuando Judith llegó a la consulta del doctor Patel, tenía los labios pálidos. Sus ojos ardían en su rostro, de una palidez mortal. Colgada del brazo llevaba la capa verde oscuro. En la mano sostenía una bolsa abultada. No estaba enterada de que el comisario adjunto Barnes y el teniente Sloane se encontraban en el laboratorio detrás del cristal unidireccional, observándola y escuchándola.
—No pude dormir anoche —dijo a Patel—. Pensé una y otra vez en todo lo que me ha parecido inusual. ¿Sabe usted una cosa? Me sentía molesta porque las puertas del armario de Lady Ardsley reservados para su propio uso estaban siempre abiertas. La cuestión es que no se abrían por sí solas. Alguien las abría. Yo las abría. Ésta es mi capa. Que yo sepa, no la he llevado más de una o dos veces y sólo cuando hacía buen tiempo, pero hay barro en el dobladillo. Las botas que me pongo con ella están sucias. —Arrojó las botas y la capa sobre una silla—. Y mire esto: pólvora, cables. Con esto se podría hacer una bomba casera. —Con cuidado, depositó el paquete sobre la mesa antigua del espejo a juego, que estaba cerca de la puerta—. Me da miedo acercarme a esto pero ¿por qué lo tengo? ¿Qué me hizo usted?
—Judith, siéntese —ordenó Patel—. Cuando le mostré la cinta de su hipnosis, no se la mostré toda. Lo entenderá mejor si la ve entera ahora.
En el laboratorio, Rebecca Wadley observaba las incrédulas expresiones de los rostros de los oficiales de Scotland Yard, mientras veían la cinta de la hipnosis de Judith.
—Hasta aquí es hasta donde se la mostré antes —repuso Patel, en un momento dado—. Aquí está el resto.
Incrédula, Judith vio cómo la película mostraba el cambio en su actitud, su grito desesperado, su retorcimiento en el sofá.
—Le di demasiada droga. La envió al período de la historia en el que su mente estaba arraigada. Judith, ha demostrado usted mi teoría. Es posible evocar una presencia del pasado, pero no es un poder que pueda ser utilizado. ¿Cuándo murió Lady Margaret Carew?
«Esto no puede estar sucediéndome —pensó Judith—, esto no puede estar sucediéndome a mí».
—Fue decapitada el diez de diciembre de 1660.
—Voy a hacerla volver de nuevo a ese momento. Usted asistió a esa ejecución. Esta vez, apártese. No la presencie. No mire a la cara de Lady Margaret. El contacto ocular sería extremadamente peligroso. Déjela morir, Judith. Libérese de ella.
Patel apretó el botón de su escritorio y Rebecca salió del laboratorio llevando en una bandeja una aguja intravenosa y una ampolla que contenía el litencum. Sloane y Barnes observaban en silencio tras el cristal unidireccional, ocupado cada uno en sus pensamientos sobre las ramificaciones de lo que estaban presenciando.
Esta vez, Patel dio a Judith la máxima potencia de litencum inmediatamente, y los monitores mostraron que se hallaba en un estado de sedación que reducía las funciones de su cuerpo hasta casi el estado de coma.
Patel se sentó junto al sofá en el que se encontraba ella y puso la mano sobre su brazo.
—Judith, cuando usted estuvo aquí antes, sucedió algo muy malo. Presenció la ejecución de Lady Margaret Carew el 10 de diciembre de 1660. Está yendo hacia atrás, siendo arrastrada a través de los siglos hasta esa fecha y hasta el lugar de la ejecución. Cuando estuvo anteriormente aquí, tuvo usted compasión de Lady Margaret. Intentó salvarla. Esta vez, recuerde que debe darle la espalda. Deje que se vaya a su tumba. Judith, dígame. ¿Es el 10 de diciembre de 1660? ¿Se forma una imagen en su mente?
Lady Margaret subió los escalones hasta la plataforma, donde el verdugo esperaba. Casi había conseguido dominar a Judith, convertirse en ella, y ahora la habían hecho volver hasta este terrible momento. Morir ahora sería traicionar a Vincent y a John. Miró a su alrededor frenéticamente. ¿Dónde estaba Judith? No podía verla entre la multitud de rudas caras de campesinos, rojas por la excitación del momento… Para ellos era un día de paseo ver cómo su cabeza era separada de su cuerpo.
—Judith —llamó—. Judith.
—Hay tanta gente —decía Judith, en voz baja—. Todos gritan. Están deseando ver la ejecución. El rey está en un cercado. ¡Oh!, mira al hombre que está con él. Se parece a Stephen. Ahora sacan a Lady Margaret. Le escupe al rey. Está gritando a Simon Hallett.
No podría identificar a nadie a menos que Margaret Carew tuviese todavía un lazo con ella, pensó Patel.
—Judith, no te quedes. Da la vuelta. Corre.
Margaret vio la parte posterior de la cabeza de Judith. Judith intentaba abrirse paso entre la multitud, pero como la multitud empujaba hacia adelante, la obligaba a volver hasta la plataforma. Margaret estaba en el cadalso. Unas fuertes manos sobre sus hombros la obligaron a arrodillarse. La capucha blanca le fue apretada sobre el pelo.
—¡Judith! —gritó.
—Me está llamando. ¡No me volveré! ¡No lo haré! —gritó Judith. Agitó frenéticamente sus manos. Déjenme pasar. Déjenme pasar.
—Corra —ordenó Patel—. No se vuelva.
—¡Judith! —gritó Margaret—. Mira. Stephen está aquí. Van a ejecutar a Stephen.
Judith giró rápidamente y observó la suplicante y apremiante mirada de Lady Margaret Carew. Empezó a gritar, con un sollozo desesperado y espantoso.
—Judith, ¿qué es eso? ¿Qué sucede? —preguntó Patel.
—La sangre. La sangre que brota de su cuello. Su cabeza. La han matado. Quiero ir a casa. Necesito a Stephen.
—Está volviendo a casa, Judith. Ahora se despertará. Se sentirá sosegada, reconfortada y repuesta. Durante los próximos minutos recordará todo lo que ha sucedido y hablaremos de ello. Y, luego, lo olvidará. Lady Margaret no significará para usted nada más que un personaje que se menciona en su libro. Dejará su capa, las botas, los cables y la pólvora que trajo aquí. Tanto esto como las grabaciones sobre ello serán destruidas. Se casará con Sir Stephen Hallett y conocerá una gran felicidad con él. Ahora, despiértese, Judith.
Abrió los ojos e intentó sentarse. Patel la rodeó con su brazo.
—Muy despacio —advirtió—. Ha hecho usted un viaje largo y difícil.
—Ha sido tan horrible —murmuró—. Creía que sabía lo que les hacían a esas personas, pero ver lo enloquecida que estaba la multitud… Era una excursión para ellos. Pero doctor, ella se ha ido ahora. Se ha ido. Pero ¿tengo derecho a Stephen? Debo decirle lo que ha sucedido.
—Usted no recordará lo que ha sucedido. Vaya a ver a Stephen. Que sepa lo que tiene que saber de su hermana. Luego, reúnase con ella. Estoy totalmente seguro de que no podría ser su gemela y no ser como usted.
Le corrían las lágrimas por las mejillas. Se las secó con impaciencia y corrió al espejo.
—¿Por qué estoy llorando? —preguntó. Estaba perpleja—. Supongo que es porque soy tan feliz. —Se dirigió despacio hasta el espejo.
—Judith ya está olvidando —dijo Rebecca Wadley al comisario adjunto Barnes y al teniente Sloane.
—¿Espera usted que nos creamos lo que acabamos de ver? —espetó Barnes—. Esos archivos deberán comparecer todos. Enviaremos un policía para aseguramos de que no se toca nada. No es trabajo nuestro decidir los méritos de este caso.
Sloane observaba a Judith. Estaba poniéndose rímel en las pestañas. Podía ver su reflejo en el espejo de encima de la mesa antigua. Su sonrisa brillaba de felicidad.
—No debería haber tardado tanto —le dijo a Patel—. Stephen no puede estar esperándome. Voy a acompañarle a Palacio cuando vaya a presentarse ante Su Majestad. ¡Oh, doctor!, gracias por ayudarme a encontrar a mi hermana.
Saludó con la mano y se marchó. Sloane sintió frío en el estómago. Una cicatriz brillaba en su mano derecha. En el mismo instante, se dio cuenta de que la bolsa que había traído y colocado sobre la mesa antigua donde se había retocado el maquillaje estaba en un ángulo distinto.
—¡Dios! —gritó—. ¡Salgan de aquí!
Abrió de golpe la puerta del laboratorio, pero fue demasiado tarde. La bomba explotó con un estallido atronador. Pedazos de los cuerpos de Sloane, Barnes, Patel y Wadley se mezclaron con trozos de los archivos, grabaciones y cintas de la destrozada consulta. Luego, las llamas brotaron y todo el edificio se incendió por completo.
*****
Lynch siguió por las calles a la figura que se movía con rapidez. Oyó la explosión al dar la vuelta a la esquina, empezó a correr hacia atrás y luego se dio cuenta de que, a diferencia de otros transeúntes, Judith Chase no dejaba de caminar y ni siquiera volvía la cabeza en la dirección del sonido. En lugar de eso, paró un taxi. Lynch cogió otro y le ordenó que lo siguiera. Buscó en su bolsillo su teléfono portátil y llamó a la central.
Judith se bajó del taxi delante del edificio de pisos en el que vivía y entró en un «Rolls Royce» que la esperaba cuando Lynch se enteró de que el último atentado había tenido lugar en el 79 de Welbeck Street. ¡La dirección de Patel! Pidió que le pusieran con la oficina del teniente Sloane. El secretario le dijo que el teniente Sloane y el comisario Barnes habían ido juntos a ver a un tal doctor Patel. ¿Y su chófer? No, no tenían. Habían cogido uno de los coches sin distintivo.
«¡Dios mío, no! —pensó Lynch—. ¡Estaban en la consulta de Patel cuando la bomba explotó!».
*****
Había una multitud de periodistas y de cámaras ante la casa de Sir Stephen Hallett. Siempre era un momento histórico la presentación del nuevo Primer Ministro ante la Reina. Lynch esperó al otro lado de la calle, oculto por una furgoneta aparcada de la «BBC». Se dio cuenta de que allí nadie parecía saber lo del atentado en la consulta de Patel.
Unos minutos después, la limusina dio despacio la vuelta alrededor de la casa. El conductor aparcó en el bordillo. Las ventanas oscuras protegían el interior del coche de la intrusión de los transeúntes que miraban.
Lynch estaba seguro de que Judith Chase estaba en el coche. Hubo una oleada hacia adelante cuando la puerta delantera de la casa de Hallett se abrió y Sir Stephen salió rodeado de oficiales de seguridad. El chófer salió del coche y le dio la espalda mientras esperaba que el nuevo Primer Ministro bajase por el camino.
Lynch vio su oportunidad. Todo el mundo estaba de cara a la casa y dando las espaldas al coche. Levantando la solapa de su abrigo y bajando el ala de su sombrero, cruzó corriendo la calle y abrió la puerta.
—Señorita Chase… —Y entonces la vio. La vivida cicatriz en su mano derecha, que ella estaba en aquel momento retocando con maquillaje—. Usted es Margaret Carew —dijo, e introdujo la mano en su bolsillo…
Lady Margaret levantó la vista y vio el arma que la apuntaba. He llegado hasta aquí, pensó. Engañé a Judith utilizando el nombre de Stephen. La maté y volví, y ahora se ha terminado.
No se molestó en cerrar los ojos cuando Lynch apretó el gatillo.
El sonido del arma se perdió entre los vítores de la multitud mientras Stephen estrechando las manos de sus seguidores durante todo el camino, se acercaba al coche. Su guardaespaldas se introdujo en el asiento delantero y Rory le abrió la puerta.
—¿Todo arreglado, cariño? —preguntó Stephen, y luego gritó—: Judith, Judith, Judith.
Margaret notó unos brazos a su alrededor, unos labios que le rozaban las mejillas y escuchó un desesperado grito pidiendo ayuda. Se terminó, pensó. Luego, mientras llegaba la oscuridad final y ella se iba camino de la eternidad a buscar a John y a Vincent, supo que había obtenido la máxima venganza. Oyó los sollozos de Stephen, sintió que sus lágrimas se mezclaban con la sangre que se derramaba de su frente.