El Ángel perdido

(The Lost Angel, 1986).

La noche antes de Nochebuena nevaba; un continuo flujo de pequeñas bolitas azotaba el aire, se asentaba sobre las ramas desnudas y se agrupaba encima de los tejados. Al amanecer, la tormenta empezó a amainar y un sol incierto se abrió camino a través de las nubes.

A las seis, Susan Ahearn se levantó de la cama, puso el termostato e hizo café. Temblando, apretó la taza entre sus manos. Tenía siempre tanto frío… Probablemente era por todo el peso que había perdido desde que Jamie desapareció.

Cincuenta kilos no eran suficientes para cubrir su metro setenta y dos; sus ojos, del mismo azul verdoso que los de Jamie, parecían demasiado grandes para su cara; sus pómulos se habían hecho prominentes; incluso su pelo castaño se había oscurecido convirtiéndose en un moreno oscuro que acentuaba la pálida y ojerosa mirada, ahora habitual en ella.

Se sentía infinitamente mayor de sus veintiocho años; hacía tres meses había pasado ese importante cumpleaños siguiendo otra pista falsa. La niña descubierta en un hospicio de Wisconsin no era Jamie. Volvió a meterse corriendo bajo las mantas mientras el aire caliente silbaba y retumbaba en la aislada casa, a treinta y cinco kilómetros al oeste de Chicago.

El dormitorio tenía una extraña apariencia de inacabado. No había cuadros en las paredes, ni cortinas en las ventanas, ni alfombras, ni esteras sobre el suelo de madera de pino. Había unas cajas cerradas amontonadas de cualquier manera en el rincón, al lado del armario. Jamie había desaparecido justo antes de que fueran a dejar aquella casa.

Había sido una noche larga. Había pasado la mayor parte despierta, intentando vencer el miedo que era su constante compañero. ¿Y si no encontraba nunca a Jamie? ¿Y si Jamie se convertía en uno de esos niños que, simplemente, desaparecen? Ahora, para conjurar la vaciedad de la casa, el desnudo quejido del viento, el crujir de las ventanas, Susan empezó a fingir.

—Eres muy madrugadora —dijo.

Se imaginó a Jamie con su camisón de franela rojo y blanco, cruzando trabajosamente la habitación y subiéndose a la cama con ella.

—Tienes los pies helados…

—Ya lo sé. La abuela diría que voy a coger un catarro de muerte. La abuela siempre dice eso. Tú dices que la abuela es pesimista. Cuéntame la historia de Navidad.

—No me digas lo que dice la abuela. Su sentido del humor no es fantástico. —Con sus brazos alrededor de Jamie, arropándola con las mantas—. Ahora te contaré lo que haremos en Nueva York en Nochebuena. Después de nuestro paseo por Central Park en un coche de caballos, almorzaremos en el «Plaza», que es un hotel grande y bonito. Y justo al otro lado de la calle…

—Iremos a ver la tienda de juguetes.

—La tienda de juguetes más famosa que hay en el mundo. Se llama «F A O Schwarz». Tiene trenes, muñecas, marionetas, libros y de todo.

—¿Podré escoger tres regalos…?

—Creí que eran dos. Bueno, que sean tres.

—Y entonces le haremos una visita al niño Jesús en St. Pat…

—En realidad es la catedral de St. Patrick, pero los irlandeses somos una gente muy cordial. Todo el mundo le llama St. Pat…

—Cuéntame lo del árbol… y lo de los escaparates como del país de las hadas…

Susan se tomó el último trago de café con un nudo en la garganta. El teléfono empezó a sonar e intentó dominar el salvaje brinco de esperanza mientras lo cogía. ¡Jamie! ¡Que sea Jamie!

Era su madre que la llamaba desde Florida. El tono abatido que se había convertido en la voz con la que hablaba normalmente su madre desde la desaparición de Jamie era muy marcado aquel día. Con determinación, Susan hizo que su voz sonase positiva.

—No, mamá. Ni una palabra. Pues claro que te hubiera telefoneado… Es difícil para todos nosotros. No, estoy segura de que quiero quedarme aquí. No olvides que llamó una vez por teléfono… Por el amor de Dios, mamá. No, no creo que esté muerta. Dame un respiro. Jeff es su padre. A su modo, la quiere…

Colgó llorando, mordiéndose el labio para no deshacerse en una cólera histérica, con todos los demonios desatados. Ni siquiera su madre sabía lo malo que era realmente.

Hasta el momento, se habían presentado seis cargos para el arresto de Jeff. El empresario con el que creyó casarse era en realidad un ladrón internacional de joyas. La razón de aquella remota casa en aquel remoto barrio era porque había sido un buen escondite para él. Se había enterado de la verdad la primavera anterior, cuando unos agentes del FBI habían ido a arrestar a Jeff, justo después de que se hubiera marchado en uno de sus «viajes de negocios». No volvió nunca, de modo que ella puso la casa en venta. Estaba haciendo planes para trasladarse a Nueva York… los cuatro años que había pasado allí en la Facultad habían sido los más felices de su vida. Luego, unas cuantas semanas después de su desaparición, Jeff fue al jardín de infancia de Jamie y se la llevó. Aquello había sucedido hacía siete meses.

Camino del trabajo, Susan no podía librarse del miedo que la llamada de su madre había provocado. ¿Crees que Jamie está muerta? Jeff era totalmente irresponsable. Cuando Jamie tenía seis meses la dejó sola en la casa para salir a buscar cigarrillos. Cuando tenía dos años no se dio cuenta de que se había metido en el agua hasta por encima de la cabeza. Un guarda la salvó. ¿Cómo podía estar cuidándola ahora? ¿Por qué la había querido?

La oficina inmobiliaria tenía un aspecto alegre con la decoración navideña. Las dieciséis personas con las que trabajaba formaban un grupo agradable y Susan agradecía las miradas esperanzadoras que le ofrecían cada mañana. Todos querían oír buenas noticias sobre Jamie. Aquel día, nadie estaba interesado en trabajar mucho, pero ella se mantenía ocupada revisando papeles para futuros cierres. Todo lo que llevaba era un recordatorio continuo. Los Wilkes, una pareja que compraba su primera casa porque esperaban un hijo; los Conway, que vendían su gran casa para trasladarse más cerca de sus nietos.

Mientras terminaba de hablar con la señora Conway, notó que las familiares lágrimas le subían a los ojos y volvió la cabeza.

Joan Rogers, la agente de la mesa contigua, estaba leyendo una revista. Con una punzada de dolor, Susan vio el título del artículo: «Los niños no son siempre ángeles el día de Navidad». Caprichosas fotografías de niños vestidos de blanco y con halos salpicaban la página.

Susan se la quedó mirando, luego extendió la mano y arrebató frenéticamente la revista de las manos de Joan. El ángel de la parte superior derecha. Una niñita. Con el pelo tan rubio que era casi blanco…, pero los ojos, la boca, la curva redonda de su mejilla…

—Jamie —murmuró Susan. Abrió el cajón de su mesa de golpe, buscó apresuradamente en su interior y encontró un rotulador brillante. Con dedos temblorosos, cubrió el rubio cabello de la niña de la fotografía con el tono marrón cálido del rotulador y observó que la imagen del ángel se hacía idéntica a la fotografía enmarcada que había sobre su mesa.

*****

Jamie miraba pensativamente por la ventana del dormitorio la fría escena invernal del exterior e intentaba no escuchar las voces que se peleaban. Papá y Tina volvían a estar enfadados. Alguien del edificio de apartamentos había enseñado a papá su fotografía en la revista.

Papá estaba gritando:

—¿Qué estás intentando conseguir? Acabaremos todos en la cárcel. ¿Cuántas veces más ha posado?

Habían llegado a Nueva York al final del verano y papá empezó a hacer muchos viajes sin ellas. Tina decía que se aburría y que bien podía posar de modelo. Pero la mujer a quien se dirigió dijo:

—No necesito a nadie más de su tipo, pero la pequeña puede servirme.

Posar para la fotografía del ángel había sido fácil. Le habían pedido que pensara en algo agradable, de modo que había pensado en Nochebuena y en cómo mamá y ella habían planeado pasarla en Nueva York aquel año. Ahora, ella se encontraba en Nueva York y estaba cerca de todos los sitios a los que ella y mamá habían pensado ir…, pero no era lo mismo, en absoluto, con papá y Tina.

—¡Te he preguntado cuántas veces ha posado! —gritó papá.

—Dos o tres veces —gritó Tina.

Aquello era una mentirijilla. Había ido al estudio montones de veces mientras papá estaba fuera. Pero cuando él se hallaba en Nueva York, Tina les decía que estaba ausente.

En aquel momento. Tina decía:

—¿Qué esperas que haga mientras estás fuera? ¿Leer al doctor Seuss y jugar a las cartas?

Abajo, en la calle, la gente se apresuraba como si tuviera frío. Había nevado durante la noche, pero la nieve se había fundido bajo las ruedas de los coches y se había convertido en sucios montones de fango. Sólo con el rabillo del ojo podía ver Central Park, donde la nieve era tan bonita como se suponía.

Jamie se tragó el nudo en la garganta. Sabía que el niño Jesús llegaba en Nochebuena. Cada día había rezado para que aquel año, cuando Dios trajese al niño Jesús, trajese también a mamá. Pero papá le había dicho que mamá estaba todavía muy enferma. Y aquella noche iban a subir otra vez a un avión y a irse a otro sitio. Tenía un nombre parecido a bananas. No. Era Ba-ha-mas.

—¡Jamie!

La voz de Tina parecía muy enfadada cuando la llamó. Sabía que a Tina no le gustaba. Siempre estaba diciéndole a papá:

—Ella es hija tuya.

Papá estaba sentado a la mesa con su albornoz. La revista con su fotografía estaba tirada en el suelo y él leía el periódico. Normalmente, decía: «Buenos días, princesa», pero hoy ni se dio cuenta de que le daba un beso. Papá no se portaba siempre mal con ella. La única vez que la había abofeteado fue cuando intentó telefonear a mamá. Acababa de escuchar la voz de mamá al teléfono diciendo: «Por favor, deje un mensaje», cuando papá la pilló. Ella pudo decir: «Espero que estés mejor, mamá, te echo de menos» antes de que papá colgase de golpe el teléfono y la abofetease. Después de aquello, cerraba el teléfono con candado siempre que él o Tina no estaban allí. Papá dijo que mamá estaba tan enferma que le haría daño intentar hablar, pero mamá no parecía enferma cuando dijo: «Por favor, deje un mensaje».

Jamie se sentó a la mesa donde esperaban los cereales y el zumo de naranja. Eso era todo lo que Tina ponía en la mesa para ella.

Papá frunció el ceño y pareció furioso cuando leyó en voz alta:

—Los sirvientes creen que el más bajo de los dos ladrones puede haber sido una mujer. —Luego, papá dijo—: Te dije que aquel traje era una revelación.

Tina se inclinó por encima de su hombro. Llevaba la bata abierta y se le veía el camisón. Tenía todo el pelo enmarañado y hacía anillos de humo mientras leía:

Quizás un trabajo desde dentro. ¿Qué más quieres?

—Será mejor que nos vayamos —dijo papá—. Hemos trabajado demasiado en esta ciudad.

Jamie pensó en todos los apartamentos que habían ido a ver.

—¿Tenemos que irnos a Ba-ha-mas? —preguntó. Parecía tan lejos. Cada vez más lejos de mamá—. Me gustó el apartamento de ayer —se apresuró a decir. Jugó con los cereales, dando vueltas a la cuchara—. ¿Te acuerdas que le dijiste a aquella señora que pensabas que era exactamente lo que estabas buscando?

Tina rió.

—Bueno, en cierto modo lo era, nenita.

—Cállate.

Papá parecía muy enfadado. Jamie recordaba cómo el día anterior, la mujer que les había enseñado el apartamento había dicho que qué familia tan bonita eran. Papá y Tina iban muy arreglados, con la ropa que se ponían cuando iban a ver apartamentos, Tina llevaba el pelo recogido en un moño y no se había maquillado demasiado.

Después del desayuno. Tina y papá fueron a su dormitorio. Jamie decidió ponerse los pantalones púrpura y la camisa de manga larga a rayas que llevaba el día en que papá fue a la escuela a decirle que mamá estaba enferma y que tenía que llevarla a casa. Aunque se le estaban quedando pequeños, le gustaban más que nada de su ropa nueva. Recordaba cuándo se los había comprado mamá.

Se cepilló el pelo y se sorprendió de ver lo raro que parecía ahora. Era exactamente del mismo color que el de Tina y cuando salían papá hacía que llamase «madre» a Tina. Ella sabía que Tina no era su madre, pero a mamá siempre la llamaba «mamá», de modo que no le molestaba demasiado. Era un nombre distinto para una persona distinta.

Cuando volvió a la sala de estar, papá y Tina estaban vestidos para salir. Papá llevaba una maleta que parecía pesada.

—No me desagradará dejar esta casa esta noche —decía.

A Jamie tampoco le gustaba estar allí. Sabía que era agradable vivir a sólo una manzana de Central Park, pero aquel apartamento era oscuro y desordenado, el mobiliario era viejo y la estera tenía un roto. Papá siempre decía a las personas que les enseñaban sus apartamentos lo deseosos que estaban de tener una residencia realmente adecuada en Nueva York.

—Tina y yo vamos a salir un momento —dijo papá—. Cerraré la puerta con llave para que estés segura. Lee o mira la televisión. Luego, Tina te llevará a comprar ropa de verano para las Bahamas y podrás escoger un par de regalos de Navidad. ¿A que será divertido?

Jamie consiguió devolverle la sonrisa y sus ojos revolotearon alrededor del teléfono.

Papá había olvidado poner el candado. Cuando se fueran llamaría otra vez a mamá. Quería hablar con mamá de las Navidades. Papá no se enteraría.

Esperó unos minutos para asegurarse de que se habían marchado. Luego, cogió el auricular. Había repetido el número cada noche antes de dormirse para no olvidarlo. Incluso sabía que había que marcar el «1» primero. Pronunciando los números en voz alta, marcaba mientras decía:

—Uno… tres, uno, cinco, cinco, cuatro…

La llave giró en la puerta. Oyó a papá maldecir y dejó caer el teléfono antes de que él se lo quitara. Él escuchó, oyó la señal de llamada, colgó el receptor y puso el candado en él antes de decir:

—Si no fuese Nochebuena, te daría un tortazo.

Había vuelto a marcharse. Jamie se encogió en la gran butaca, se abrazó las piernas y puso la cabeza sobre las rodillas. Sabía que era demasiado mayor para llorar. Tenía casi cuatro años y medio. A pesar de eso, tuvo que morderse el labio para evitar que le temblase. Pero al cabo de un minuto, pudo jugar a hacer ver.

Mamá estaba con ella e iban a tener su Nochebuena especial. Primero irían a dar un paseo en caballo por Central Park. Los caballos tintinearían porque llevaban cascabeles. Luego almorzarían en el gran hotel. Inquieta, se dio cuenta de que no podía recordar el nombre del hotel. Frunció el ceño, intentando con todas sus fuerzas volver a recordarlo. Podía ver el hotel en su imaginación. Ella había hecho que papá le enseñase dónde estaba. Así pudo recordar. El «Plaza». Después del almuerzo, atravesarían la calle para ir a la tienda de juguetes. «F A O Swarzzz»… Escogería dos juguetes. No, pensó Jamie, mamá había dicho que podía escoger tres.

—Bajaremos por la Quinta Avenida para hacerle una visita al niño Jesús y luego…

Tina decía que era una pelmaza preguntando siempre dónde estaba todo. Pero, ahora, sabía exactamente cómo ir a la Quinta Avenida desde allí y cómo encontrar todos los sitios que mamá y ella habían planeado ver juntas. Mamá había ido al colegio en Nueva York. Pero de eso hacía mucho tiempo… Quizá mamá hubiese olvidado cómo ir a los sitios, pero Jamie lo sabía. Cerró los ojos, deslizó su mano en la de mamá y dijo:

—El árbol grande y bonito está bajando por allí…

*****

El número de teléfono de la revista estaba en la cabecera. Los dedos de Susan volaban sobre el disco: 212… Olvidando que las demás personas de la oficina estaban agrupándose alrededor de su mesa, esperó mientras el teléfono continuaba sonando. Que no hayan cerrado hoy, que no hayan cerrado.

La telefonista que, finalmente, respondió, intentó ser servicial.

—Lo siento, pero no hay ya casi nadie. ¿Una niña modelo? Esa información debería hallarse en el departamento de contabilidad y está cerrado. ¿Puede usted llamar el veintiséis?

Con un torrente de palabras, Susan le contó lo de Jamie.

—Tiene usted que ayudarme. ¿Cómo pagan a una niña que hace de modelo? ¿No tienen ustedes una dirección?

La telefonista interrumpió.

—Espere. Tiene que haber algún modo de saberlo.

Los minutos pasaban. Susan agarraba con fuerza el auricular, apenas consciente de que alguien la cogía por los hombros. Joan, la querida Joan, que estaba leyendo el artículo.

Cuando la recepcionista volvió, estaba exultante.

—He encontrado a uno de los directores en casa. Los niños que utilizamos para ese artículo eran de la Agencia de Modelos Lehman. Aquí está el número.

Pusieron a Susan con Dora Lehman. Al fondo, podía oír el ruido de una fiesta de Navidad. La voz estridente, pero cordial, de Lehman dijo:

—Sí, Jamie es una de mis niñas. Tiene que estar por aquí. Hizo un gran trabajo la semana pasada.

—¡Está en Nueva York! —gritó Susan. Percibió confusamente los vítores que daban a sus espaldas.

Dora Lehman no tenía la dirección de Jamie.

—Esa tal Tina recogía aquí los cheques de Jamie. Pero tengo un número de teléfono. Debía utilizarlo sólo si tenía un trabajo verdaderamente importante. Tina me dijo que simulara que tenía un número equivocado si contestaba su marido.

Susan garabateó el número, con gran impaciencia, y consiguió no colgar mientras la señora Lehman la animaba a pasarse por allí con Jamie cuando fuese a Nueva York.

Joan le impidió llamar.

—Sólo conseguirás ponerles sobre aviso. Tenemos que hablar con la Policía de Nueva York. Ellos pueden averiguar la dirección. Tú saca un billete de avión.

Después de todos los meses de espera, poder hacer algo. Alguien buscó los horarios de vuelo. El siguiente avión que podía tomar salía de O’Hare a medianoche. Pero cuando intentó hacer una reserva, la empleada casi se rió.

—No hay ni una plaza vacante para salir hoy de Chicago —informó.

Suplicando, consiguió finalmente hablar con un vicepresidente.

—Usted saldrá de aquí —dijo—. Subirá a ese vuelo aunque tengamos que despachar al piloto.

Joan había acabado de hablar con la Policía de Nueva York cuando Susan colgó el teléfono. A Susan le costó un poco percibir que la cara de Joan estaba sombría, que la excitación había desaparecido de sus ojos.

—Jeff acaba de ser arrestado por un robo que él y esa Tina, la mujer con la que vive, cometieron anoche. Un vecino creyó ver a Jamie y a la mujer llegar en taxi mientras le conducían a él a un coche patrulla. Si Tina sabe que Jeff está detenido, Dios sabe adónde irá con Jamie.

Papá y Tina no estuvieron fuera mucho tiempo. Jamie conocía las horas y ambas manecillas estaban en las once cuando volvieron. Tina le dijo que se pusiera el abrigo porque iban a ir a «Bloomingdale’s».

Era divertido ir de compras con Tina. Hasta Jamie se dio cuenta de que la dependienta que les vendió la ropa se sorprendía de que Tina actuase como si no le importara lo que compraba. Dijo:

—¡Oh!, necesita un par de bañadores, pantalones cortos y camisas. Con eso tendrá suficiente.

Luego, fueron al departamento de juguetes.

—Tu padre ha dicho que podías escoger un par de cosas —dijo Tina.

Ella realmente no quería nada. Las muñecas, con sus ojos de botones brillantes y vestidos rizados, no parecían tan bonitas como la muñeca de trapo de Minnie Mouse con la que acostumbraba a dormir en casa. Pero Tina se enfadaba tanto cuando decía que no quería nada que señaló unos libros y los pidió.

Cogieron un taxi de vuelta al apartamento, pero cuando el conductor frenó junto a la acera. Tina empezó a actuar de un modo extraño. Había dos coches de Policía aparcados allí y Jamie vio a papá andando entre dos policías. Ella empezó a señalarle, pero Tina le pellizcó la rodilla y dijo al conductor:

—He olvidado una cosa. Llévenos de nuevo a «Bloomingdale’s», por favor.

Jamie se encogió en el asiento. Papá había hablado aquella mañana de la Policía. ¿Tenía problemas, papá? No se atrevió a preguntárselo a Tina. Tina estaba enfurruñada y los dedos con los que pellizcaba la rodilla de Jamie todavía seguían en el aire, listos para volver a hacerlo.

De nuevo en «Bloomingdale’s», Tina hizo compras sólo para ella. Compró una maleta, un vestido, un abrigo y un sombrero, y un par de grandes gafas oscuras. Cuando Tina lo hubo pagado todo, quitó las etiquetas y dijo a la dependienta que había decidido estrenar su ropa nueva.

Cuando salieron de «Bloomingdale’s», parecía una persona distinta. Su chaqueta de visón blanco y los pantalones de cuero estaban en la maleta. El abrigo nuevo era negro, como el que llevaba cuando iban a mirar apartamentos; el sombrero le cubría todo el pelo y las gafas oscuras eran tan grandes que apenas se le veía la cara.

Jamie tenía tanta hambre… Durante todo el día sólo había tomado los cereales y el zumo de naranja. La calle estaba llena. La gente pasaba llevando paquetes. Algunos parecían preocupados y cansados, otros felices. Había un Papá Noel en la esquina y la gente dejaba dinero en la caja que había junto a él.

Cerca de la esquina vio un puesto de perritos calientes con una sombrilla encima. Tímidamente, Jamie tiró de la manga de Tina.

—¿Puedo comer… Estaría mal que te pidiera…? —Por algún motivo tenía un gran nudo en la garganta. Tenía tanta hambre… No sabía por qué papá estaba con los policías y sabía que no le gustaba a Tina.

Tina intentaba hacer señas a un taxi.

—Eres una pelmaza —contestó—. Bueno, pero de prisa.

Jamie pidió un perrito caliente con mostaza y una «Coca-Cola». El taxi llegó antes de que el hombre le añadiese la mostaza y Tina exclamó:

—¡Rápido! ¡Ponle la mostaza!

En el taxi, Jamie intentó comer con cuidado para no dejar caer ninguna miga. El conductor se volvió y dijo a Tina:

—Sé que la niña no puede leer, pero ¿y usted?

—¡Oh!, lo siento, no me había dado cuenta.

Tina señaló el cartel.

—Eso dice que no puedes comer en este taxi. Espera a que lleguemos a Port Authority.

Port Authority era un edificio enorme, muy enorme, con muchísima gente. Se pusieron a hacer una cola muy larga. Tina seguía mirando a su alrededor, como si temiese algo. Cuando llegaron al mostrador, preguntó por los autobuses que iban a Boston. El hombre dijo que había uno a las dos y veinte que podían coger. Entonces, un policía empezó a caminar hacia ellas. Tina volvió la cabeza y exclamó en voz baja:

—¡Oh, Dios mío!

Jamie se preguntaba si el policía iría a hacerlas subir a un coche en la forma en que se habían llevado a papá. Pero no se acercó a ellas en absoluto. En lugar de eso, empezó a hablar con dos hombres que discutían a gritos. Mamá le decía que los policías eran sus amigos, pero ella sabía que en Nueva York era distinto, porque papá y Tina tenían miedo de ellos.

Tina la llevó a un sitio donde había algunas personas sentadas en una hilera de sillas. Una anciana estaba dormida con la mano sobre su maleta. Tina le dijo:

—Ahora, Jamie, espérame aquí. Tengo que ir a un recado y puede que me lleve tiempo. Acábate el perrito caliente, la «Coca-Cola» y no hables con nadie. Si alguien habla contigo, dile que estás con esa señora.

Jamie se alegró de sentarse y tener ocasión de comer. El perrito caliente estaba frío y hubiera deseado que tuviese mostaza pero, con todo, estaba bueno. Observó a Tina subir por la escalera mecánica.

Esperó mucho, mucho tiempo. Al cabo de un rato, le pesaron los ojos y empezó a quedarse dormida. Cuando se despertó, había mucha gente que pasaba corriendo, como si llegasen tarde para algo. La anciana junto a la que estaba sentada la sacudía.

—¿Estás sola? —parecía preocupada.

—No. Tina va a volver. —Le costaba hablar. Estaba todavía muy dormida.

—¿Hace mucho que estás aquí?

Jamie no estaba segura, así que volvió a responder:

—Tina va a volver.

—Muy bien, entonces. Tengo que coger mi autobús. No hables con nadie hasta que Tina vuelva.

La anciana cogió su maleta como si pesara y se marchó.

Jamie tenía que ir al lavabo. Tina se enfadaría mucho si no la esperaba, pero no podía aguantar sin ir al lavabo. Se preguntó dónde estaría y cómo podría encontrarlo si no podía hablar con nadie. Luego, oyó que la mujer que estaba sentada detrás de ella decía a su amiga:

—Vamos al retrete antes de marcharnos.

Jamie sabía que aquello quería decir que iban a ir al lavabo. Tina siempre hablaba del retrete. Cogió el paquete con sus vestidos nuevos y sus libros y las siguió muy de cerca para que pareciera que iba con ellas.

En el lavabo había muchas personas, algunas de ellas con niños, de modo que fue fácil entrar y salir de uno de los inodoros sin que nadie le prestase atención. Se lavó las manos y dejó el sucio lavabo tan rápidamente como pudo. Por primera vez, se fijó en el gran reloj de la pared. La aguja pequeña estaba en las cuatro. La grande en la una. Eso quería decir que eran las cuatro y cinco. El hombre del mostrador le había dicho a Tina que el autobús siguiente salía a las dos y veinte.

Jamie se detuvo al darse cuenta de que Tina no había pensado en ningún momento coger aquel autobús con ella… Tina no iba a volver.

Jamie sabía que si se quedaba allí algún policía empezaría a hablar con ella. No sabía a dónde ir. Papá no estaba en casa y Tina se había marchado. Quizá si llamase a mamá, aunque estuviera enferma, enviaría a alguien a buscarla. Pero no tenía dinero. Tenía tantas ganas de ver a mamá. Sabía que iba a ponerse a llorar. Era Nochebuena y ella y mamá deberían estar juntas.

Las grandes puertas del final de la sala… La gente entraba y salía. Aquél debía de ser el camino para ir a la calle. El paquete era pesado. La cuerda de la caja atravesaba sus guantes. Ya sabía lo que podía hacer. El apartamento estaba entre la Calle 58 y la Séptima Avenida. Esa era la dirección que Tina y papá daban siempre al conductor del taxi. Si pudiera encontrar el apartamento, podía andar una manzana más hasta Central Park. Desde allí sabía ir al «Plaza». Jugaría a hacer ver. Haría ver que mamá estaba con ella y que habían paseado en coche de caballos por Central Park y que habían almorzado en el «Plaza». Luego, iría a la tienda de juguetes que había al otro lado de la calle, frente al «Plaza», como ella y mamá habían planeado. Bajaría por la Quinta Avenida y haría una visita al niño Jesús y vería el gran árbol y los escaparates de «Lord y Taylor’s».

Estaba fuera, en la calle. Se estaba haciendo oscuro y notaba el viento cortante en las mejillas. Tenía frío en la cabeza, sin gorro. Un hombre con un suéter gris y un delantal blanco vendía periódicos. No quería que supiera que estaba sola, de modo que señaló hacia una mujer que llevaba un niño en brazos y que luchaba por abrir la sillita de paseo.

—Tenemos que ir a la Calle 58 con la Séptima Avenida —dijo al hombre.

—Tienen un buen paseo —repuso. Movió la mano—. Está a dieciocho manzanas subiendo por ahí y una manzana hacia el otro lado.

Jamie esperó a que se pusiera a dar cambio a alguien para cruzar corriendo la calle y empezó a caminar por la Octava Avenida hacia arriba, una figura diminuta con un anorak rosa y un casquete de pelo rubio blanquecino enmarcándole la cara.

*****

El avión salió con retraso y tardó una hora y cuarenta minutos en llegar al aeropuerto de La Guardia. Eran las tres cuando aterrizaba. Susan corrió por la terminal, intentando cerrar los oídos a las alegres bienvenidas que recibían otros pasajeros que bajaban del avión.

Mientras el taxi culebreaba a través del tráfico del puente de la Calle 59, intentó no recordar que aquél era el día que ella y Jamie habían planeado pasar en Nueva York. Hacía frío y estaba nublado y el conductor le dijo que se esperaba que nevase otra vez.

Llevaba la visera del coche llena de fotografías de su familia.

—Terminaré después de esta carrera y me iré a casa con los niños. ¿Tiene usted niños?

En la Comisaría de Policía, el teniente Garrigan la esperaba en su despacho.

—¿Han encontrado a Jamie?

—No, pero puedo asegurarle que estamos vigilando todos los aeropuertos y estaciones de autobús. —Le enseñó una fotografía—. ¿Es este su antiguo marido, Jeff Randall?

—¿Es así como se llama ahora?

—En Nueva York es Jeff Randall, En Boston, Washington, Chicago y una docena de ciudades más, es otro. Parece que él y su amiga han estado haciéndose pasar por forasteros ricos que buscaban un piso de propiedad en Nueva York. Llevar con ellos a la niña les hacía actuar de forma más convincente. Él llevaba unos billetes de avión… Tenían planeado ir a Nassau en avión esta noche.

Susan vio la compasión en sus ojos.

—¿Puedo hablar con Jeff? —preguntó.

No había cambiado durante el último año. El mismo pelo castaño ondulado, los mismos inocentes ojos azules, la misma sonrisa dispuesta, los mismos modales protectores.

—Susan, qué alegría verte. Tienes muy buen aspecto. Más delgada, pero te sienta bien.

Parecían viejos amigos que se encontraban por casualidad.

—¿Dónde se ha llevado a Jamie esa mujer? —preguntó Susan. Apretó las manos, temerosa de golpearle la cara con los puños.

—¿De qué hablas?

Estaban sentados el uno frente al otro en la pequeña y atestada oficina. El aire imperturbable de Jeff hacía parecer un espejismo las esposas de sus muñecas. Los policías que le rodeaban podían haber sido estatuas, por el modo tan total de ignorarlos. El teniente estaba todavía detrás de su mesa y la compasión había desaparecido de sus ojos.

—Ya se expone usted a pasar en prisión bastantes años, como para añadir un cargo de secuestro —dijo—. Imagino que su ex esposa retiraría esa acusación si encontrásemos de inmediato a su hijita.

No iba a contestar a ninguna pregunta, ni siquiera cuando el dominio de Susan se vino abajo y le gritó:

—Te mataré si le ocurre algo.

Se mordió la mano para ahogar los sollozos que le subían mientras se llevaban a Jeff.

El teniente la condujo a una sala de espera en la que había un asiento de cuero y algunas revistas viejas. Alguien le trajo café. Susan intentó rezar, pero no podía encontrar palabras. Sólo un pensamiento se repetía en su mente, insistente: Quiero a Jamie. Quiero a Jamie.

A las cuatro y diez, el teniente Garrigan le informó de que un empleado de Port Authority recordaba que una mujer con una niña que coincidía con la descripción de Jamie había comprado billetes para el autobús de las dos y veinte que iba a Boston. Estaban enviando telegramas para que se registrase en alguna de las paradas de descanso. A las cuatro y media, se supo que no estaban en el autobús. A las cinco menos cuarto, Tina fue localizada en el aeropuerto de Newark cuando intentaba subir a un avión que se dirigía hacia Los Ángeles.

El teniente Garrigan intentó parecer optimista cuando contó a Susan lo que habían averiguado.

—Tina dejó a Jamie sentada en la sala de espera de la terminal de Port Authority. Uno de los policías de la estación se hallaba aún de servicio. Recuerda haber visto a una niña que responde a su descripción saliendo con dos mujeres.

—Pueden haberla llevado a cualquier parte —murmuró Susan—. ¿Qué tipo de gente no llevaría a una niña perdida a la Policía?

—Algunas mujeres se llevarían a una niña perdida primero a casa y preguntarían a sus maridos qué hacer —respondió el teniente—. Créame, es mucho mejor para usted que haya sucedido eso. Quiere decir que está a salvo. No me gustaría pensar que Jamie está vagando sola por Manhattan hoy. Hay muchísimos tipos raros por las calles durante las fiestas. Intentan encontrar a niños que se han separado de los adultos.

Debió ver el terror en la cara de Susan, porque añadió rápidamente:

—Intentaremos hacer un llamamiento por las emisoras de radio y poner su fotografía en las noticias de la noche. Esa tal Tina dice que Jamie conoce la dirección del apartamento y el número de teléfono. Tenemos un oficial en la casa por si llama alguien. Quizá le gustara esperar allí. Está sólo a unas manzanas de distancia. La enviaré en un coche patrulla.

Un policía joven veía la televisión en la sala de estar. Susan recorrió el apartamento y vio un plato con unos cuantos cereales secos sobre la mesa del comedor y los libros para colorear amontonados a un lado. La habitación más pequeña… La cama estaba por hacer, con la huella de una cabeza sobre la almohada. Jamie había dormido allí aquella noche. El camisón estaba doblado sobre la silla. Lo cogió y lo apretó contra sí como si Jamie fuera a materializarse de algún modo. Jamie había estado allí hacía sólo unas cuantas horas, pero la sensación de su presencia no se hallaba en aquella habitación.

Susan sintió que se le cerraban los pulmones, los labios le temblaban y la histeria le subía por el pecho. Fue hacia la ventana, la abrió y sorbió el aire fresco. Miró hacia abajo y pudo ver el tráfico de la Séptima Avenida. Hacia la izquierda. Central Park South estaba lleno de caballos y de carruajes. Los ojos se le empañaron al ver a una familia girar desde la Séptima Avenida hacia Central Park South. La madre y el padre iban delante. Sus tres hijos les seguían, los dos chicos empujándose el uno al otro y la niña pequeña siguiéndoles muy de cerca.

Nochebuena. Ella y Jamie debían haber estado allí, juntas. Iban a pasar un día especial. Un pensamiento repentino, irracional, atravesó la mente de Susan: ¿Y si a pesar de todo Jamie no estuviera con aquellas mujeres…? ¿Y si estuviera sola?

El policía, con su atención totalmente desviada de la televisión, anotó los lugares que ella nombraba.

—Llamaré al teniente —prometió—. Peinaremos la Quinta Avenida buscándola.

Susan cogió su gabardina.

—Yo también.

*****

Los pies de Jamie estaban tan cansados. Había andado, andado y andado. Al principio contaba cada manzana, pero luego vio que los letreros de las esquinas indicaban los números. Cuarenta y tres, cuarenta y cuatro. No le gustaba andar por allí. No había ningún escaparate bonito y las mujeres que se apoyaban contra los edificios o en los umbrales vestían igual que Tina.

Tuvo buen cuidado en pasear cerca de madres y padres y de otros niños. Mamá se lo había dicho:

—Si alguna vez te pierdes, acércate siempre a alguien que vaya con niños.

Pero ella no quería hablar con ninguna de aquellas personas. Quería jugar a hacer ver.

Cuando llegó a la Calle 58 la reconoció. Lo supo por las tiendas. Aquél era el sitio donde compraban la pizza. Aquél era el quiosco donde papá compraba los diarios. E) apartamento estaba en aquella manzana.

Un hombre se le acercó y le cogió la mano. Ella intentó apartarse, pero no pudo.

—¿Estás sola, verdad, preciosa? —murmuró.

Él no quería soltarle la mano. Sonreía, pero por alguna razón daba miedo. Era difícil verle los ojos porque eran muy pequeños. Llevaba una chaqueta sucia y los pantalones le colgaban. Sabía que no debía decirle que estaba sola.

—No —contestó, rápidamente—. Mamá y yo tenemos hambre. —Y señaló la pizzería y una señora que estaba comprando pizza miró hacia allí y esbozó una sonrisa.

El hombre soltó su mano.

—Creí que necesitabas ayuda.

Jamie esperó hasta que él cruzó la calle y luego empezó a correr manzana abajo. Cuando estuvo tres edificios más allá, vio detenerse un coche de Policía delante de la casa del apartamento. Por un momento, tuvo miedo de que hubieran ido a cogerla también a ella. Pero entonces una mujer salió y se metió corriendo dentro del edificio y el coche se marchó. Se frotó los ojos con el dorso de la mano. Era tan de niña pequeña llorar.

Cuando llegó al edificio del apartamento, mantuvo baja la cabeza. No quería que alguien la viese y quizá la detuviese y se la llevase también a la cárcel. Pero la caja era tan pesada… Al pasar por delante del edificio, se detuvo un minuto y puso la caja detrás de los maceteros de piedra. Quizá pudiera dejarla allí un momento. De todos modos, aunque alguien la cogiera, ella no iba a necesitar ni un traje de baño ni pantalones cortos. No iba a ir a Ba-ha-mas.

Era mucho más fácil caminar sin la caja. Giró por la esquina y miró hacia atrás. El hombre de la chaqueta sucia estaba siguiéndola. Eso le dio un poco de miedo. Se puso contenta porque algunas personas pasaron por su lado, una madre, un padre y dos hijos. Se apresuró a caminar cerca de ellos. El grupo llegó a la esquina y giró a la derecha. Ella sabía que aquél era el camino por el que se suponía debía ir. Central Park estaba al otro lado de la calle. Se quedó mirando a unas personas que se apeaban de uno de los carruajes. Ya podía empezar a jugar al juego de hacer ver.

*****

Susan pasó de prisa por Central Park South, yendo de uno a otro de los conductores de los cabriolés. Los arreos de los caballos estaban entretejidos de cintas y cascabeles. Los carruajes se iluminaban con luces rojas y verdes.

Los conductores querían ayudar. Todos examinaron la fotografía de Jamie en la revista.

—¡Qué niña tan bonita… Parece un ángel!

Todos prometieron mantenerse alerta. En el «Plaza», Susan habló con el portero, con los recepcionistas, con las azafatas del «Palm Court». El vestíbulo estaba radiante de decoraciones navideñas. El restaurante «Palm Court», en el centro del vestíbulo, se hallaba atestado de personas bien vestidas que tomaban cócteles, de compradores retrasados, cansados, que disfrutaban de un té y unos exquisitos bocadillos.

Susan sostenía la revista abierta por la fotografía de Jamie. Una y otra vez, preguntaba:

—¿La ha visto?

Por un momento, se entrevió en el espejo que había junto a los ascensores. La humedad había hecho que su pelo se rizase alrededor de la cara y en los hombros. Su cara estaba tan pálida, pero era la cara que Jamie tendría cuando creciese. Si crecía.

Nadie en el «Plaza» recordaba haber visto a una criatura sola. «P A O Schwarz» era su siguiente parada. La tienda de juguetes estaba llena de compradores de última hora, que adquirían osos de peluche, juegos y muñecas con avidez. Nadie recordaba haber visto a una niña que no fuera acompañada. Fue al segundo piso. Una dependienta examinó pensativamente la fotografía.

—No puedo estar segura. Estoy demasiado ocupada, pero había una niña pequeña que pidió coger una muñeca de trapo de Minnie Mouse. Su padre se la quiso comprar, pero ella dijo que no. Me pareció raro. Sí, realmente, tenía un gran parecido con esta niña.

—Pero estaba con su padre —murmuró Susan, añadiendo—: Gracias. —Y se dio la vuelta tan rápidamente que no oyó a la dependienta decir que, por supuesto, ella creyó que era su padre.

La dependienta se quedó con la vista clavada tras Susan cuando ésta entró en el ascensor. Pensándolo bien, ¿qué niña que evidentemente desea una muñeca no deja que su padre se la compre? Y había algo horripilante en aquel tipo. Ignorando a un cliente apremiante, la dependienta corrió desde detrás del mostrador para alcanzar a Susan. Demasiado tarde… Susan ya había desaparecido.

*****

Ver la muñeca de Minnie Mouse había hecho que a Jamie le entrasen ganas de llorar y llorar. Pero no podía dejar que aquel hombre le comprase un regalo. Ella lo sabía. Tenía miedo de que estuviera siguiéndola todavía.

Fuera de la tienda de juguetes, las calles ya no estaban tan llenas. Ella se imaginó que todos se iban a casa. En una de las esquinas, había gente cantando villancicos. Se detuvo y les escuchó. Sabía que el hombre que estaba siguiéndola también se había detenido. Las cantantes llevaban gorras en lugar de sombreros. Una de ellas le sonrió cuando acabó la canción. Jamie le devolvió la sonrisa y la mujer preguntó:

—Pequeña, no estás sola, ¿verdad?

No era realmente decir una mentirijilla, porque ella estaba imaginando que estaba con mamá. Jamie respondió.

—Mamá está conmigo. Está allí —y apuntó a la multitud de gente que miraba escaparates en una tienda y corrió hacia ella.

En la catedral de St. Patrick se detuvo y miró a su alrededor. Finalmente, encontró el pesebre. Había mucha gente de pie alrededor, pero el niño Jesús no estaba en la cuna. Un hombre ponía velas nuevas en los candelabros y Jamie oyó a una señora preguntar dónde estaba la estatua del Niño.

—Se pone durante la misa de medianoche —respondió el hombre.

Jamie consiguió encontrar un sitio justo delante de la cuna. Murmuró la oración que había repetido durante tanto tiempo.

—Cuando Tú vengas esta noche, trae también a mamá. Por favor.

Entraba mucha gente en la iglesia. El órgano empezó a tocar. A ella le gustaba mucho su sonido. Sería fantástico estar allí un rato sentada, allí que era bonito y se estaba caliente, y descansar. Pero, de algún modo, haberle dicho a la señora que cantaba que su mamá estaba con ella hacía que le pareciera real. Ahora, iría al árbol y, luego, a los escaparates de «Lord y Taylor’s». Después de eso, si el hombre todavía la seguía, quizá le preguntase qué tenía que hacer. Quizá si ella le gustaba lo bastante como para seguirla fuera que quería cuidarla realmente.

*****

Los ojos de Susan escrutaban los rostros de los niños al pasar. Una niña pequeña la hizo contener el aliento, con el pelo rubio y una chaqueta roja. Pero no era Jamie. Cada pocas manzanas, voluntarios vestidos como Santa Claus recogían dinero para caridad. A cada uno de ellos le enseñó la fotografía de Jamie. Un coro del Ejército de Salvación cantaba en la esquina de la Calle 53. Una de las cantantes había visto a una niñita que ciertamente se parecía a Jamie, pero la niña le había dicho que estaba con su madre.

El teniente Garrigan la alcanzó justo cuando estaba a punto de entrar en la catedral. Iba en un coche patrulla. Susan vio la compasión en sus ojos al verla sostener la fotografía.

—Me temo que está usted perdiendo el tiempo, Susan —dijo—. Un conductor de autobús de la «Trailways» dijo que dos mujeres y una niña pequeña iban en su trayecto de las cuatro y diez que salía de Port Authority, Eso concuerda con la hora en que el policía de la estación les vio salir.

Susan tenía los labios acartonados.

—¿Dónde fueron?

—Las dejó en Pascack Road, en Washington Township, Nueva Jersey. La Policía de allí está cooperando totalmente. Todavía creo que podemos esperar una llamada telefónica de esas mujeres… si es que se la llevaron ellas. La «CBS» acepta que haga usted un llamamiento especial justo antes de las noticias de las siete, pero tendremos que darnos prisa.

—¿Podríamos ir hasta la Quinta, a «Lord y Taylor’s»? —Preguntó Susan—. No sé… Tengo ese presentimiento.

Ante su insistencia, el coche patrulla fue despacio. La cabeza de Susan giraba de lado a lado mientras intentaba ver a los transeúntes a ambos lados de la calle. Con tono monótono, contó que una dependienta había visto a una niña parecida a Jamie, pero que aquella niña estaba con su padre; que una mujer del Ejército de Salvación que cantaba villancicos había visto a una niña como Jamie que estaba con su madre.

Insistió en que se detuvieran delante de «Lord y Taylor’s». Había gente haciendo cola pacientemente para pasar por delante de los escaparates, arreglados como si fueran un cuento de hadas.

—Sólo creo que si Jamie estuviese en Nueva York y recordara… —Se mordió el labio. Sabía que el teniente Garrigan pensaba que se comportaba de un modo absurdo.

La niña pequeña con el anorak azul y verde. Aproximadamente de la talla de Jamie. No. La niña casi escondida detrás del hombre corpulento. La estudió ansiosamente y luego negó con la cabeza.

El teniente Garrigan le tocó la manga.

—Creo de verdad que lo mejor que puede hacer por Jamie es emitir el llamamiento por televisión.

De mala gana, Susan aceptó.

*****

Jamie miraba a los patinadores. Pasaban casi rozando, dando vueltas a la pista por delante del árbol de Navidad, como muñecos vueltos a la vida. Antes de que papá se la llevase, mamá y ella habían ido a patinar a un estanque cerca de su casa… Mamá le había regalado unos patines de principiante.

El árbol era tan alto que se preguntaba cómo habrían podido ponerle luces. El año anterior, mamá se había subido a una escalera para arreglar su árbol y Jamie le había ido dando los adornos.

Jamie apoyó la barbilla entre las manos. Podía ver justo por encima de la baranda para mirar abajo a la pista. Con la imaginación empezó a hablar con su mamá.

—¿Podremos venir a esquiar aquí el año que viene? ¿Me vendrán todavía bien los patines? O quizá podremos darlos y comprar otros más grandes…

Podía ver a mamá sonreír y responder:

—Claro que sí, tesoro.

O, quizá de broma, diría:

—No, creo que te estrujaremos los pies para que te entren en los patines viejos.

Jamie se apartó del árbol. Le quedaba un único sitio más que ver, los escaparates de «Lord y Taylor’s». El hombre y la mujer de su lado iban cogidos de la mano. Tiró del brazo a la señora.

—Mi madre me ha pedido que le pregunte dónde está «Lord y Taylor’s».

Doce manzanas más. Eso era mucho, pero tenía que terminar el juego de hacer ver. Empezaba a nevar más fuerte. Metió las manos en las mangas e inclinó la cabeza para que la nieve no le entrase en los ojos. No miró para ver si el hombre todavía la seguía, sabía que así era. Pero, mientras caminase cerca de otras personas, no se acercaría demasiado.

*****

El coche patrulla se detuvo delante de los estudios de la «CBS», en la Calle 57, cerca de la Onceava Avenida. El teniente Garrigan entró con ella. Les enviaron arriba y un ayudante de producción habló con Susan.

—Vamos a llamar a esta sección «El ángel perdido». Haremos un primer plano de la fotografía de Jamie y luego podrá usted efectuar un llamamiento especial.

Susan esperó en un rincón del estudio de televisión. Algo parecía ir a estallar en su interior. Era como si pudiera escuchar la voz de Jamie llamándola. El teniente Garrigan esperaba con ella. Le cogió por el brazo.

—Dígales que enseñen la foto. Y que otra persona haga el llamamiento. Yo tengo que volver.

Un fuerte siseo le hizo comprender que había levantado la voz y que podía ser captada por los micrófonos. Sacudió la manga del teniente.

—Por favor, tengo que volver.

*****

Jamie esperaba en la cola para pasar por delante de los escaparates de «Lord y Taylor’s». Eran tan bonitos como mamá le había prometido, como cuadros de sus libros de cuentos de hadas, salvo que las figuras se movían, se inclinaban y saludaban. Se encontró devolviéndoles el saludo. Eran personas simuladas. Era casi como si ellas comprendieran el juego de hacer ver.

—El año que viene —murmuró Jamie—, mamá y yo volveremos juntas.

Quería quedarse allí, seguir viendo las preciosas figuras que se inclinaban, giraban y sonreían, pero alguien iba diciendo:

—Por favor, sigan hacia delante. Gracias.

El problema era que el juego se había terminado. Había estado en todos los sitios a los que mamá y ella habían pensado ir. Ahora no sabía qué hacer. Tenía la frente mojada de nieve y se apartó el pelo hacia atrás. Sentía el aire frío y húmedo en su cabeza.

No quería dejar de mirar los escaparates. Se apretó contra la cuerda para que la gente pudiera pasar.

—Te has perdido, ¿verdad, nena?

Levantó la vista. Era el hombre que había estado siguiéndola. Hablaba tan bajo que apenas podía oírle.

—Si sabes dónde vives, puedo llevarte a casa —susurró.

Un rayo de esperanza creció en su pecho.

—¿Llamaría usted, por favor, a mi madre? —preguntó—. Sé el número.

—Claro que sí. Vámonos ahora.

Quiso darle la mano.

—Por favor, sigan adelante —dijo, de nuevo, la voz.

—Vamos —murmuró el hombre—. Tenemos que irnos.

A Jamie le dolía algo. Era algo más que estar cansada, tener frío y hambre. Tenía miedo. Se pegaba al borde de los escaparates, se quedaba mirando las muñecas y murmuraba su oración al niño Jesús.

—Por favor, por favor, que mamá venga ahora.

*****

El coche patrulla se detuvo.

—Sé que piensa que estoy loca —dijo Susan. Su voz se fue apagando mientras examinaba la aún densa multitud alrededor de los escaparates. La nieve empezaba a caer con fuerza y la gente iba subiéndose los cuellos de los abrigos y echando hacia adelante los pañuelos y las capuchas. Había muchos niños en la cola, pero resultaba imposible ver sus caras porque se encontraban mirando los escaparates. Estaba abriendo la puerta cuando oyó al teniente Garrigan decir al conductor.

—Sam, ¿ves quién está en la cola? Es aquel tipo asqueroso que aborda a las criaturas para abusar de ellas y que no se presentó ajuicio. ¡Vamos!

Sobresaltada, Susan observó cómo iban corriendo por la acera, pasaban entre la cola, cogían por los brazos a un hombre delgado con una chaqueta sucia y le llevaban corriendo al coche patrulla.

Y, entonces, la vio. La pequeña figura que no se volvió como el resto de los asombrados espectadores, la pequeña figura con la cabeza del extraño pelo rubio blanquecino que le rodeaba las mejillas y el cuello, que sí eran familiares.

Deslumbrada, Susan se dirigió hacia Jamie. Con los brazos abiertos, hambrientos, se inclinó y escuchó mientras Jamie seguía rogando:

—Por favor, por favor, que mamá venga ahora.

Susan se puso de rodillas.

—Jamie —susurró.

Jamie creyó que todavía estaba jugando a hacer ver.

—Jamie.

No era el juego. Jamie se dio la vuelta y sintió que unos brazos la rodeaban. Mamá. Era mamá. Cerró sus brazos alrededor del cuello de mamá. Hundió su cabeza en el hombro de mamá. Mamá la estaba abrazando tan fuerte. Mamá la mecía. Mamá repetía su nombre una y otra vez.

—Jamie. Jamie.

Mamá estaba llorando. Y a su alrededor la gente sonreía y vitoreaba y aplaudía. Y en los escaparates de cuento de hadas, las bellas muñecas saludaban con la mano y se inclinaban.

Jamie acarició la mejilla de mamá.

—Sabía que vendrías —murmuró.