Después de innumerables vueltas, rodeos y paradas, Albert se detuvo en la plaza de la Bastilla.
—Ahora, arréglatelas por tu cuenta —dijo a Severine.
Ella no comprendió.
—Que bajes —insistió Albert con voz amenazadora—. No es un buen momento para llamar la atención.
Severine obedeció sin rechistar y, cuando el coche se disponía a reemprender la marcha, preguntó:
—¿Y Marcel?
El hombre la miró con ira, pero su buena fe era tan evidente que se limitó a gruñir:
—Lee esta tarde los periódicos.
El Ford arrancó y desapareció rápidamente.
—Tengo que volver —dijo Severine en voz alta.
Dos transeúntes que volvieron la cabeza para sonreír a aquella muchacha que hablaba sola, sacaron a Severine del estado de estupor en que se encontraba. Toda su vida sensible estaba concentrada en la imagen de Marcel, de espaldas a ella, curvado como un felino, preparado para el ataque. Los vaivenes y la carrera sin objeto del coche no hicieron más que aumentar su estado de perplejidad. Creyó estar condenada a correr indefinidamente en aquel automóvil equívoco que conducía un hombre crispado y mudo. Pero, he aquí que, ahora, se veía en la necesidad de reemprender un camino cuyo destino ignoraba. Cuando azuzó, como a un perro enfurecido, a Marcel, pensó que acababa de levantar un muro, o de abrir un precipicio, o de colocar un no sabía qué infranqueable entre ella y el porvenir. Pensó que no hay criatura viva capaz de zafarse de la cadena fatal de los acontecimientos. Penosamente, a tientas, en medio de un tormento tan denso como el caos de su espíritu, se esforzó inútilmente en engarzar lo que acababa de vivir con lo que iba a vivir de ahora en adelante.
Estaba segura de que Marcel había matado. Esta circunstancia no le produjo ninguna emoción. Los hombres y sus gestos eran signos abstractos cuyo sentido provisional tenía que descifrar. Marcel había matado a Husson. Husson se disponía a contar a Pierre algo que era indispensable que éste no supiese jamás. Su terror ya no tenía sentido. Husson había dejado de hablar para siempre. Por lo tanto, ya nada tenía que temer. Podía volver a mirar de frente a Pierre. Es más: debía volver a verle lo antes posible. Ya era hora de ir a casa. Pierre no tardaría en ir a comer.
En su apartamento, no se sintió con fuerzas para extrañarse de la tardanza de su marido. Se echó en la cama e, inmediatamente, se durmió. Ni siquiera logró despertarla el timbrazo que, dos horas después, resonó en el silencio de la casa. Tampoco oyó los golpes de su doncella en la puerta del dormitorio, ni se dio cuenta de que entró en él y se acercó al lecho.
—Madame, madame —llamó la sirvienta cada vez más alto, hasta que Severine abrió los ojos—. Ha venido un doctor, un compañero del señor, que trae… malas noticias.
Su primer pensamiento —aquel breve descanso la devolvió de nuevo a su angustia— fue que Husson había tenido tiempo de hablar antes de morir, y que ahora Pierre no quería volver a casa.
—No quieto ver a nadie —dijo.
—Por favor, madame, debe ir. Tiene que ir. —La voz de la doncella era tal que saltó de la cama y se dirigió a la sala.
La esperaba un interno del hospital. Estaba intensamente pálido.
—Madame, ha ocurrido un accidente incomprensible…
Se detuvo, como si buscase palabras que no lograba encontrar. Esperó una interrupción, una pregunta. Le dio miedo la rigidez de la mujer.
—Ante todo, le ruego que se tranquilice, no ha pasado nada irremediable —prosiguió rápidamente—. El asunto es que le han…; al doctor Serizy le han herido…, le han dado un navajazo en la sien.
—Han herido… ¿A quién?
Se abalanzó sobre el joven médico con tal energía que éste apenas si fue capaz de repetir:
—Al doctor Serizy.
—¿A Pierre? ¡Está usted equivocado!
—Trabajo desde hace un año con él, madame —dijo con rostro compungido—. Todos le queremos mucho allí, en el hospital… Sí, es verdad: le ha herido un joven que ha sido detenido. Llevaron inmediatamente al doctor a nuestro servicio de guardia. Aún está sin conocimiento, pero su corazón… En resumen, hay muchas posibilidades de que salga adelante. Ya hemos avisado a nuestro director, el profesor Henri. Probablemente ya habrá llegado al hospital. Permítame que la acompañe, madame.
Incluso ante la fachada del hospital, Severine seguía sin poder concebir que Pierre, en aquel edificio donde había cuidado de la salud de tantos y tantos cuerpos, se encontraba ahora a merced de otros hombres vestidos con batas blancas, en una absurda inversión de papeles. Reconoció el porche donde estuvo esperando a Pierre el primer día que fue a casa de Madame Anaïs, y este recuerdo confirmó su incredulidad. Para cerrar de un modo tan estricto el círculo encantado sólo contaba con malos sueños.
Cuando vio al profesor Henri, toda su nube protectora se desvaneció. Más de una vez, Pierre y ella habían cenado en su casa, y le vino a la memoria la alegría con que Pierre le llamaba su «patrón», haciendo concurrir en aquella palabra el afecto y el respeto que sentía por él. La palabra resonó ahora en su cerebro, conservando intacta la entonación con que su marido solía pronunciarla. Se sintió desfallecer cuando vio al profesor caminar a su encuentro… Ya no tuvo tiempo para reflexionar. El cirujano cogió entre las suyas las manos de la mujer.
Era un hombre de baja estatura, nervioso y que se conservaba extraordinariamente joven.
—Hija mía, no te preocupes —dijo—. Respondo de su vida. Respecto de lo demás, hasta mañana no podemos vaticinar nada.
—¿Puedo verle?
—Naturalmente. Todavía no ha salido del coma…
El interno que la acompañó hasta el hospital condujo a Severine junto a Pierre. Entró en la habitación con paso firme, pero a pesar de lo mucho que su imaginación aceptó en los minutos precedentes, no pudo llegar hasta la cama del herido. No era la frente vendada, ni el color macilento del rostro de Pierre lo que le impidió aproximarse a él. Fue la inmovilidad de los miembros, que no era ni la del sueño ni la de la muerte, lo que provocó a lo largo y a lo ancho de la piel de la mujer un inmenso escalofrío en el que el miedo y la lástima no eran los únicos ingredientes, sino que se entremezclaban con ellos una desgarradora sensación de arrepentimiento, y, también, aunque Severine no se atrevía a reconocerlo, otra sensación paralela de repulsión. ¿Aquella masa inerte y sin vigor, con una absurda mueca en la boca y los párpados no cerrados sino caídos, era el rostro ágil y seguro de su marido? Un relajamiento casi ridículo dominaba unos músculos que, sólo unas horas antes, había contemplado llenos del más generoso resplandor de la juventud.
No podía saber qué era lo que amenazaba a su marido, pero leyó en los rasgos que asustaban su instinto animal de salud, que el castigo por haber armado un brazo enamorado y salvaje tomaba una forma mucho más cruel que todas las que hasta entonces había padecido.
—No comprendo nada —murmuró—. Quiero irme de aquí.
Un hombre la esperaba a la puerta.
—Ruego me disculpe por interrogarla en un momento tan penoso, pero no hago más que cumplir con mi obligación: soy el encargado de hacer la encuesta previa. Su marido aún no puede hablar, y tal vez usted podría aclarar ciertos puntos.
Severine se apoyó en la pared. Ni siquiera había pasado, hasta entonces, por su cabeza la idea de que era cómplice de Marcel.
—¡Por favor! —exclamó el interno—. ¿Qué quiere usted que sepa la señora? El señor Husson ha dicho bien claro que el ataque iba contra él, y que lo ocurrido, por tanto, se debe a la casualidad.
Apartó un momento al comisario y le dijo en voz baja:
—No dudo que usted está cumpliendo con su obligación, pero creo que por ahora debe disculpar a esta pobre mujer. Apenas puede sostenerse en pie.
Severine vio alejarse al policía y, con dificultad, comprendió que por el momento seguiría en libertad. Preguntó con timidez:
—Le he oído nombrar a Husson. ¿Habló usted con él?
—Creo que ya se lo dije, madame…
Severine recordó confusamente que, en el trayecto de su casa al hospital, el joven hizo un rápido relato de los hechos; pero nada de todo aquello logró penetrar su conciencia. Le rogó que volviese a contarle todo desde el comienzo. Entonces comprendió, con terrible viveza, cuál fue la consecuencia del salto felino que vio formarse en los músculos y la nuca de Marcel. Se mordió los labios para ahogar un sollozo:
«Fui yo», pensó. «Fui yo quien lo apuñaló».
Como si su sentimiento de culpabilidad agravase el peligro que amenazaba a Pierre, murmuró:
—Va a morir.
—Le ruego se calme: no va a morir. ¿No ha oído al profesor? Serizy se restablecerá; no debe tener ninguna duda en este sentido.
—¿Por qué no se mueve?
—Es lo normal, después de semejante trauma. Pero vivirá, se lo aseguro.
Pasó el resto del día junto a la cabecera del herido. Pierre siguió inmóvil durante todo aquel tiempo. Más de una vez, asustada, Severine se inclinó sobre su pecho para escuchar los latidos del corazón. El pálpito era suave y regular. Entonces se sentía más tranquila, y algo en su interior le prohibía seguir pensando en el extraño abandono de los músculos del herido.
Al caer la tarde llegó el profesor Henri para cambiar el vendaje y examinar la herida. Severine clavó la mirada en el sombrío agujero. Por allí se escapó la amada sangre y por allí huyó también algo más valioso que aún no lograba definir con precisión.
Conocía bien el arma que produjo aquella lesión. Cuando se acostaba, Marcel tenía la costumbre de poner bajo la almohada un revólver y una navaja automática de cachas color beige. La tuvo más de una vez en sus manos, y le agradaba hacer saltar la veloz y sonora hoja de acero.
—Convendría que se fuera a dormir a casa —dijo el profesor—. Respondo de que Serizy estará bien atendido. Creo que debe conservar todas las energías para mañana. Su vida ya no corre peligro… Es mañana lo que importa… Veremos cómo responde. Mientras tanto, usted debe descansar.
Obedeció con secreta satisfacción. Pero no volvió a su casa. Se había ido acumulando en ella durante todo el día un deseo sordo e irresistible, cuyo sentido no logró clarificar hasta que dio la dirección de Husson al taxista. La impulsó hacia este hombre una especie de fuerza de gravedad. Sintió que toda su vida tendía hacia él: Husson fue el comienzo; Husson desencadenó el final; Husson era el único que lo sabía todo.
En cuanto le tuvo delante supo que la estaba esperando.
—Estaba seguro —dijo con voz ausente.
La condujo a un salón lujoso y tranquilo. Aunque estaban en pleno verano, grandes leños ardían en la chimenea. Husson se sentó ante el fuego y dejó caer sus largas manos.
—No hay novedades, ¿no es así? —hablaba con rara, casi pintoresca, distracción—. Acabo de telefonear al hospital. Se puede decir que está allí sustituyéndome.
Severine calló. Un bienestar desconocido se insinuaba en ella. La única compañía que podía soportar en aquellos momentos era la de Husson. Él poseía las únicas palabras que era capaz de entender.
Husson miró alternativamente el fuego y sus manos extendidas frente a las llamas. Daba la impresión de que deseaba meterlas dentro, fundirlas. Prosiguió:
—Cuando Pierre cayó tuve la certeza de que no iba a morir. Había algo peor en la atmósfera.
Levantó penosamente la mirada hacia Severine, y preguntó:
—¿Estabas tan plenamente convencida de que iba a hablar?
Un veloz movimiento de pestañas fue la única respuesta de la mujer.
—¡Cuánto le amas! —prosiguió Husson tras un corto silencio—. Un tipo como yo no podía imaginar que fuese posible un amor así. De ahí parte todo el error. No preví un sentimiento de esta especie.
Pensó Severine: «Era incapaz de entender mi parte mejor, como Pierre no podría entender la peor… Si se hubiese dado cuenta… Pero si se hubiese dado cuenta, no sería Pierre».
—Y el otro, con su navaja —dijo Husson—. Qué grado de pasión hace falta para…
Tembló y tuvo que acercarse más al fuego.
—Soy el único que no tiene papel, un papel digno en esta historia —murmuró—. Los tres estáis heridos de muerte; y yo sobrevivo, intacto. ¿Por qué? ¿En nombre de qué? ¿Para que pueda proseguir mis pequeñas «experiencias»?
Rió por lo bajo y, después de una breve pausa, prosiguió con aire pensativo:
—¡Qué bien nos encontramos ahora los dos juntos! Nadie, en todo el mundo, ni los amantes más ávidos, tiene necesidad mutua, como ahora tú de mí y yo de ti. Esta noche, sólo esta noche.
—Dime una cosa —rogó Severine—. Cuando viste a Marcel, ¿pensaste que era yo quien lo enviaba?
Husson corrigió:
—Pensé que éramos «nosotros» quienes lo enviábamos.
Se abandonó a ensoñaciones sin objeto. Le llamó la atención el ruido de una respiración reposada y rítmica. Sobre el diván, Severine dormía profundamente.
«Cuántos insomnios, cuántos tormentos han preparado tu sueño», pensó Husson. «Y mañana…».
Recordó los temores del profesor Henri, y la investigación judicial que estaba siendo iniciada sobre el caso. ¿Cómo defendería aquella pobre mujer lo poco que le quedaba de claridad? Él la ayudaría; pero ¿qué podía y qué no podía evitar?
Se acercó a Severine. Dormía con sueño profundo e inocente. ¿Era ésta la misma mujer que se postró una tarde ante él sobre el edredón de una cama de aquel burdel al que la había enviado? ¿Era él el mismo hombre que respondió con un gesto perversamente evasivo —el gesto que de verdad causó la herida de Pierre— a la miserable súplica de Belle de Jour? Su propio misterio, el que tantas veces había escrutado con punzante y vana avidez, reposaba ahora sobre los finos y castos rasgos de Severine.
Y le acarició los cabellos enternecido, y buscó en la casa la manta más cálida para extenderla sobre su cuerpo dormido. Husson parecía estar cuidando de una hermanita suya extenuada y enferma.
Severine durmió nueve horas de un tirón. Despertó con un sentimiento puramente físico de fuerza recobrada. Pero pronto se arrepintió de aquel descanso. El agotamiento la mantuvo abotargada; ahora, recuperada la frescura de sus sensaciones, volvió con redoblada energía su verdadera, su única angustia: la salud de Pierre. Todo lo que la llevó a casa de Husson era fútil y miserable: debilidad y neurosis. Sintió vergüenza al recordar su conversación con él, tan amistosa y plena.
Entró Husson. Experimentó el mismo malestar. También había dormido profundamente. Las sombras ya habían huido. La vida dio aquella noche un paso adelante. Toda la perspectiva se había trastocado. Los gestos y las palabras dictadas por una visión de grandes leyes funestas no eran ya más que testigos engorrosos para sensibilidades que no estaban hechas a su medida.
—Hay noticias —dijo—. Su vida está fuera de peligro, pero…
Severine no quiso oír más. Pierre había recobrado el conocimiento, y ella no estaba allí para recibir los primeros destellos de su vuelta a la vida. ¡Con qué impaciencia debía estar esperándola!
Durante el trayecto sólo pudo pensar en la sonrisa de Pierre cuando la viese entrar en la habitación del hospital. Todo en él serían gestos apenas iniciados, imperceptibles, pero que ella sabría reconstruir. La triste senda de Belle de Jour estaba a punto de terminar. Él sanaría pronto, y ella se lo llevaría lejos de allí, de todo aquello. Y volverían los días bajo la sombra de los grandes árboles, los jugueteos en las playas, las canciones de montaña en las nieves lisas. Iría a su encuentro, le sonreiría, le tendería las manos.
Pierre tenía los ojos abiertos, pero no reconoció a su mujer. Al menos así lo creyó ella. De otra forma era inexplicable que en su rostro no se manifestara ni el gesto ni la expresión de la más mínima vibración emotiva. El golpe fue terrible para la mujer.
Sin embargo, otro más terrible le esperaba unos segundos después. Inclinada sobre él, le miró los ojos y vio dentro, al fondo, una luz vacilante, una chispa temblorosa, una llamada y una queja inmensa, infinita. Aquel mudo llanto sólo podía dirigirse a ella. Él la reconocía. ¿Por qué aquel espantoso silencio, aquella rigidez? Severine retrocedió, miró a la enfermera, interrogó con los ojos al interno. Ambos bajaron la mirada.
—Pierre, Pierre, mi niño —exclamó en un grito—. Pronuncia una sola palabra, da un suspiro… Yo te quie…
—Le ruego que se calme, señora —murmuró con dificultad el interno—. Creo que él se está dando cuenta de todo.
—Pero ¿qué tiene? —gimió ella—. No, no me diga nada.
Nada sabían aquellas personas, aunque fueran los mejores médicos del mundo. Ella era la única que conocía hasta la más pequeña arruga de aquel rostro, y, por tanto, ella era la única persona que podía penetrar en el triste secreto de su inmovilidad. Dominando su terror, Severine volvió a la cabecera del lecho, cogió apasionadamente la cabeza de su marido y la atrajo hacia sí. Sus manos desvanecidas volvieron a depositarla sobre la almohada. Ni un solo movimiento, ni un pálpito en los rasgos de Pierre: la misma quietud abandonada de la víspera.
La reanimó un poco la mirada de Pierre. Sus claros ojos, que había visto risueños o graves, pensativos o enamorados, seguían vivos. ¿De qué tenía miedo? Aún estaba demasiado débil para moverse, para hablar. Eso era todo. Se había comportado como una loca al extrañarse de aquel modo, y como una cobarde al torturar a Pierre con sus gritos y sus sollozos.
—Querido mío, mi amor, te vas a curar muy pronto. Tus compañeros y el profesor están convencidos. Verás cómo todo cambia y te recuperas muy de prisa.
Calló angustiada. No tuvo más remedio que preguntar:
—¿Me oyes? Una señal para que yo pueda saberlo; haz una señal, sólo una, por pequeña que sea.
Un esfuerzo sobrehumano oscureció los ojos del herido, pero nada pudo llegar hasta la superficie de su rostro. Y Severine comenzó a comprender el verdadero significado de las reticencias del famoso cirujano y de sus discípulos. Era evidente que Pierre quería hablar y moverse y que algo ataba todo su cuerpo.
Severine estuvo mucho tiempo inclinada sobre los ojos de su marido, el único y silencioso lenguaje que le quedaba a aquella inteligencia tierna y profunda. Habló, preguntó e intentó leer la respuesta del hombre en la luz variable del fondo de las pupilas. Hasta que no pudo soportar más, y salió de la habitación estallando en sollozos.
En el pasillo, le dijo el interno que salió tras ella:
—No hay que desesperar. Sólo el tiempo puede decir la última palabra.
—Pero él no podrá quedar así para toda la vida. Es imposible. Es peor que…
Le vino a la memoria la frase de Husson: «Había algo peor en la atmósfera», y se calló.
—Durante la guerra —prosiguió sin entusiasmo el joven médico— se han dado muchos casos de curación completa, o casi completa, de la parálisis.
—Parálisis, parálisis —repitió mecánicamente Severine.
Al poder disponer de un nombre para la inmovilidad de Pierre, su mal le pareció como algo todavía más abrumador. Con aquella etiqueta, Pierre entraba en una categoría anónima, y quedaba sometido a las grises leyes de todo el mundo.
—Ahora que ya lo sabe, permítame un consejo —añadió el interno—. No le hable demasiado. Hay que procurar que se dé la menor cuenta posible de su estado.
—¡Él!
—Sin duda, no es fácil engañar a un hombre como Serizy. Pero le conviene dormir. Incluso los cerebros más ágiles, en la enfermedad…
—Eso es falso —gritó casi salvajemente Severine—. Él sigue igual. Su cerebro no ha perdido nada. Está intacto.
El interno vio en ella una resolución tan grande, un amor tan intenso, que sintió ganas de apretar la mano de la mujer como la de una camarada valiente.
Severine no abandonó la habitación. Pasó días y noches volcada sobre aquellos ojos que brillaban como fanales perdidos. Su propia vida le parecía que había sido abolida. No había drama comparable al que se estaba desarrollando, cerrado, encarnizado, dentro de los límites exactos e inmóviles de un cuerpo impotente para traducir los impulsos del espíritu que habitaba en él. ¡Qué inmensa victoria creyó lograr Severine cuando una mañana vio que los labios de Pierre temblaban imperceptiblemente! A pesar de que la vibración había sido casi imposible de discernir, Severine tuvo la certidumbre de que sus ojos no se habían equivocado esta vez. A lo largo de aquel día, la vibración volvió a repetirse y a afirmarse poco a poco. El profesor Henri palpó la frente del herido con un gesto mucho más vivo y expectante que los días precedentes.
Al día siguiente, Pierre logró pronunciar sílabas, y sus dedos pudieron formar pequeñas arrugas en la colcha. Severine se sintió como llena de un inmenso cántico. Ya no dudó de que la curación completa era posible y llegaría. La reserva de los médicos la irritó. Una semana después la autorizaron para llevarse a Pierre a casa. La herida estaba cerrándose. No tenía confianza más que en sí misma. Aunque toda la parte inferior del cuerpo de Pierre seguía tan inmóvil como al principio, podía, en cambio, realizar con los brazos y el torso muchos movimientos caóticos y desordenados, pero satisfactorios. Por otra parte, Pierre comenzaba a expresarse con relativa libertad, y dos experimentos demostraron que podía leer.
Nunca había imaginado Severine que pudiera proporcionarle una alegría tan diáfana el simple hecho de cuidar de un hombre caído. Se negaba a admitir que la boca de Pierre tenía que hacer increíbles muecas para lograr articular una palabra, y que para trasladar una mano necesitaba hacer antes el movimiento contrario al que deseaba realizar. Si estaba instalado en su dormitorio, si sonreía, aunque su sonrisa fuese rara e incompleta, cuando miraba sus libros, esto demostraba que Pierre iba a restablecerse del todo. Sólo hacía falta una cosa: paciencia. Y Severine se daba cuenta de que la suya era ardiente e infinita, dispuesta al triunfo costase lo que costase.
Pronto olvidó que ella, la encargada de cuidar a Pierre, había llevado hacía muy poco tiempo otra mujer distinta dentro de sí: una mujer prostituida y homicida. Pero un día después se vio en la necesidad de tener que recordar esta circunstancia.
La joven y servicial doncella de Severine, visiblemente apurada, le rogó que le dedicara unos minutos. Necesitaba urgentemente hablar con ella.
—De ningún modo quiero molestarla, señora —dijo—. Por respeto, no le he dicho nada los primeros días a su regreso del hospital… Pero yo no puedo esperar más. ¿Ha leído usted los periódicos?
—No —dijo Severine; y no mintió.
—Quiero decir: ¿ha visto usted el retrato del asesino?
La dejó terminar, pero no escuchó sus últimas palabras. No era necesario. La doméstica reconoció a Marcel por las fotografías de los periódicos.
Le pareció que la sala en que se encontraban, los muebles y aquella mujer que continuaba hablando (oyó vagamente: «Jeta de oro»), seguían el impulso de una oscilación amplia y regular, que también se apoderó seguidamente de ella. Tuvo que sentarse.
—Comprendo que la señora esté asustada, igual que yo —dijo finalmente la doncella—. No he querido decir nada a nadie antes de hablar con usted, pero ahora debo cumplir con mi obligación y voy a informar al juzgado.
Tentáculos invisibles cercaron de nuevo a Severine. ¿Aún no había sufrido bastante? ¿Qué nuevo tributo tenía que pagar?
—Quiero que usted me lo diga: ésa es mi obligación, ¿no es verdad?
—Naturalmente —contestó Severine, sin saber qué decía.
Inmediatamente se apercibió de las consecuencias de su respuesta: los interrogatorios, la acusación de complicidad y la prisión. Y Pierre, a medias todavía dentro de su sudario de carne, conocería lo que tan caro le había costado a ella intentar ocultarle. Era casi ridículo.
—Espere un momento… No. No debe hacer eso.
La extrañeza y el aire de desconfianza que adquirió la cara de la doméstica devolvieron la sangre fría a Severine.
—Sí; su… nuestro testimonio no perderá nada porque lo aplacemos dos o tres días. Por ahora no puedo ausentarme de aquí, como usted bien sabe. Le ruego que espere.
—Como desee la señora; pero siento remordimientos por haber esperado todo este tiempo.
Otra vez acudió a ella aquel sentimiento que creyó haber esquivado para siempre: el espíritu de animal acosado. Otra vez perseguida, acorralada, a merced de… Y esta vez no era un hombre quien seguía sus movimientos, sino la jauría que la sociedad destinaba para estos casos. ¿Quién socorrería a Pierre, quién le sonreiría, le divertiría, le daría de comer y le dormiría? Solicitaba el destino más humilde, y se lo negaban.
Llegó hasta ella la idea de la muerte y, en aquel momento, su alma extenuada acogió con descanso el frío liberador. Creyó oír un ruido en la habitación donde Pierre se encontraba y se aprestó al combate: su amor estaba amenazado de muerte. Invadió a la mujer una cólera sombría, un rabioso sentimiento de desafío.
—Iré hasta el final, iré adonde tenga que ir; pero nadie le hará daño nunca.
Telefoneó a Husson rogándole que fuese a verla.
«Él es mi cómplice», pensó. «Y él lo sabe bien. Me ayudará».
Husson escuchó con atención.
—Es más grave de lo que imaginas —dijo—. Se nota que no has leído ni un solo periódico. La verdad es que la policía está sobre la pista.
—¿Qué pista?
—La que conduce directamente a ti, o casi… La boca de ese chico reluce mucho y no le pasa desapercibida a la gente. La policía ha comprobado con facilidad que Marcel iba todos los días a la calle Virene en busca siempre de la misma persona. Anaïs y sus chicas me reconocieron por las fotografías. Era inevitable. Se impone, por tanto, relacionar mi visita con tu desaparición. En resumen, la policía ha deducido que Marcel se lanzó contra mí a causa de una mujer de la casa de Madame Anaïs. Por otra parte, un agente y varios transeúntes que pasaban por allí han declarado haber visto a una mujer escapando en un coche justamente a la hora del atentado. Otros testigos aseguran que ese mismo coche estaba parado con el motor en marcha y, sin duda, esperando a un viajero que llevaba una rara prisa. Los periódicos están atestados de detalles como éstos. Parece como si todos los elementos del caso estuviesen calculados aposta para despertar la curiosidad de la gente: el ataque a plena luz del día y en un sitio concurrido… Marcel y toda su serie de apodos…, el coche misterioso y, sobre todo, la mujer. No hay periódico que no tenga a Belle de Jour en sus titulares.
—Sigue contando, por favor. De prisa.
—Esto es todo lo que hay contra ti. Es mucho, créeme. A tu favor hay, desde luego, dos hechos importantes: ni el coche ni el conductor han podido ser localizados y, sobre todo, Marcel no ha dicho ni una palabra. Su silencio es casi heroico, porque si hablase proporcionaría al defensor pruebas de descargo fundamentales. Pero Marcel no abrirá la boca: se presiente. En definitiva, si la pista es la justa, la pista psicológica es falsa. La policía, el juez de instrucción y la prensa siguen pensando que Belle de Jour es…, te ruego que me disculpes…
—¡Cómo quieres que ahora me afecte eso!
—En fin: todos piensan que Belle de Jour es una mujer pública profesional. No has dejado ningún rastro de tu verdadera identidad en casa de Madame Anaïs; así que resulta problemático que te relacionen con ella. Pero, si la doncella declara, me temo que todo se vendrá abajo.
—¿Y si niego…, si digo que miente, que actúa por venganza?
—Te lo suplico —dijo Husson tomándole las manos—. Procura mantener clara la mente: no se trata únicamente de la chica. En cuanto salgas a relucir, Madame Anaïs te reconocerá, y sus mujeres…
—Charlotte…, Mathilde… y todos esos hombres —murmuró Severine.
Y comenzó a desgranar sus nombres como si un doliente rumor, haciéndose eco de su evocación, los trajese hasta ella: Adolphe… León… André… Louis, y más, muchos más…
—Y todo saldrá en los periódicos —dijo lentamente Severine—. Y llegará a las manos de Pierre… ¿Sabes que ahora ya puede leer? ¡Era tan feliz cuando lo descubrí!
Sonrió irónicamente, con una mueca socarrona que recordó misteriosamente el gesto de una boca con dentadura de oro; y balbució después:
—Esa mujer no hablará.
Pretendió retirar las manos que aún mantenía Husson entre las suyas. Pero él las oprimió con más fuerza, y dijo en voz baja:
—Severine, Marcel está en la cárcel. No puedes contar con él otra vez.
Se estremeció. Husson había adivinado su pensamiento…
—Tal vez podamos hacerla callar con dinero…
—No. Está conmigo desde hace mucho tiempo, y la conozco bien. Es curioso: a mi lado sólo admito personas honestas.
Husson abandonó las manos de Severine. Las suyas comenzaban a temblar. Salió de la casa sin ver a Pierre.
Después de la cotidiana visita del profesor Henri, Severine llamó a la doncella. Le dijo que el médico le había recomendado no salir de la casa durante bastante tiempo y que, en consecuencia, le rogaba renunciase a hacer su declaración o que la aplazase indefinidamente.
Observó a la muchacha. Estaba, evidentemente, cargada de sospechas. Obtuvo de ella nada más que una dilación provisional de una semana.
Severine nunca supuso que la tortura que padeció durante los días que precedieron al crimen pudiera ser superada después. Entonces comprendió que en estos dominios no hay límites. Recordó un proverbio que le tradujo Pierre en cierta ocasión: «Dios mío, no des al hombre todo el sufrimiento que es capaz de soportar». En verdad, Severine veía que el campo de su martirio se extendía hasta lo infinito. Cada hora le aportaba un nuevo dolor imprevisto, porque cada hora le demostraba la absoluta necesidad que Pierre tenía de ella.
La enfermiza sonrisa, la alegría de hombre castigado y empobrecido que chispeaba en sus ojos cuando la veía, todo cuanto constituyó su mejor regalo y su esperanza durante la estancia en el hospital, se convirtió ahora en un insoportable motivo de sufrimiento. ¿Qué sería de él cuando la detuviesen? ¿Qué le ocurriría cuando descubriese que ella, no contenta con degradar su amor, le arrebató también su juventud, su belleza y su fuerza sirviéndose del cuchillo de un amante que había conocido en el ejercicio de su oficio de ramera? ¡Qué bien habría hecho Husson si se lo hubiese contado el mismo día que lo descubrió!
Para defenderse de aquella miseria, Pierre hubiese podido contar con un cuerpo sano y con un trabajo en el que disfrutaba. Ella hubiese muerto, o, si la falta de valor le hubiese impedido desaparecer, viviría amontonada con Marcel. Un buen destino. Sepultura entre el fango de existencias proscritas y desplazadas. Con frecuencia oyó comentar en la calle Virene casos de mujeres con un brillante pasado que ahora estaban hundidas en una decadencia incontenible, bajo los efectos de la pérdida de la lozanía, sin más consuelo que el alcohol y las drogas.
Ella también hubiese desembocado en todo aquello… ¡El alcohol, las drogas! Sin embargo, ahora no tenía derecho a soñar, ni siquiera a tener pesadillas. Era imprescindible que su aspecto fuese divertido, alegre, sereno. Pierre estaba allí, a su lado. No exigía la presencia de su mujer de una manera permanente; incluso ni la solicitaba. Pero cuando ella abandonaba la habitación, el abatido rostro de Pierre expresaba, en su ansiosa fijeza, un ruego desesperado.
Iba a la habitación de al lado sólo con objeto de leer los periódicos. Ahora la fascinaban. Traían abundantes detalles sobre ella, mezcladas en dosis iguales la verdad y la fantasía. Era el enigma de Belle de Jour lo que centraba toda su curiosidad. Los periodistas interrogaron a Madame Anaïs y sus muchachas. Describieron minuciosamente los vestidos que Belle de Jour llevaba puestos. Hicieron conjeturas sobre su comportamiento, sobre las horas que cada tarde pasaba allí. Un día, un periodista se presentó en casa de los Serizy.
Severine creyó que ya había sido descubierta, pero el reportero se interesó únicamente por el estado del herido. Aquella visita hizo caer a Severine en la cuenta de que Pierre no mejoraba.
Por la tarde, después del reconocimiento diario, el profesor Henri habló con mayor afabilidad que de costumbre:
—Serizy se quedará tal como está. Si recupera algo de sus facultades, me temo que será muy poco. Tal como usted intuyó, su inteligencia está intacta. Hará pequeños progresos en el habla, en el movimiento del cuello y en el de los brazos. Pero, de la base del tronco para abajo, todo está muerto.
—Gracias, doctor —dijo Severine.
Sintió ganas de reír, sin cesar, hasta la convulsión. He ahí adónde ella, sí, ella, había conducido a su propio marido: no podía vivir como los demás hombres, pero conservaba completas, intactas, todas sus facultades de sufrimiento.
Al día siguiente, obtenido el permiso del doctor, Pierre pidió que le trajeran los periódicos.
—Piensa demasiado en lo que le ocurrió. Esto le atormenta, y no creo que debamos privarle de las informaciones que solicita —dijo el médico a Severine.
El propio Pierre, dándose cuenta de las dudas de Severine, logró articular:
—No tengo miedo…
Quiso añadir una palabra cariñosa dedicada a ella, pero no pudo.
Sus manos vagaban sin sentido mucho tiempo antes de que pudiera situarlas donde deseaba. Por ello, Severine le ayudó a leer los periódicos, cambiándole las páginas. Con la típica curiosidad de los enfermos, Pierre se interesó vivamente por Belle de Jour, aquella mujer que había sido la causante fortuita de su desgracia. Apenas podía hablar, pero las expresivas miradas que interrogaban a Severine cada vez que aparecía el misterioso alias, torturaban a la mujer. A no mucho tardar, aquellos ojos verían su propia cara fotografiada al pie del famoso mote. El plazo que concedió la doncella estaba finalizando. Según le comunicó la muchacha, el martes por la mañana, el juez de instrucción añadiría al fajo de los documentos del caso el último eslabón. Aquel día era viernes. Quedaban cuatro.
El domingo, la doncella entró en el dormitorio para anunciar que tenía una llamada telefónica.
—Dice que es un tal Monsieur Hippolyte —dijo con un gesto de repugnancia—. Tiene también un acento raro.
Severine dudó antes de ponerse al habla. Pero tuvo miedo de provocar un nuevo incidente si no lo hacía. Hippolyte, sin dar explicaciones de ninguna clase, exigió una entrevista con ella inmediatamente, en el embarcadero del lago del Bosque de Bolonia.
Hippolyte observaba con curiosidad las pequeñas ondas que corrían por la superficie del agua. Cosa insólita, tenía las espaldas un poco encogidas, los hombros caídos, y sus mejillas parecían estar teñidas con arsénico. Cuando Severine le abordó, la enorme humanidad de él tembló un instante y sus labios se plegaron en un gesto retenido y exterminador. Pero la violencia desapareció casi instantáneamente.
—Sube —dijo con voz apagada, mostrando una barca.
Severine estaba convencida de que iba a matarla, y una inmensa paz la invadió. Hippolyte empezó a mover los remos. Movió los brazos con desgana, pero su fuerza era tal que, en unos segundos, se encontraron en medio del lago. Dejó que los remos flotasen a los flancos de la embarcación, y dijo con aire tranquilo y benévolo (conservó el mismo tono durante toda la conversación):
—Aquí podemos hablar. En un bar estaríamos vendidos…
La barca se perdió en medio de otras muchas. El aire estaba lleno de alegres gritos. Era una mañana de domingo en verano.
—Marcel me ha pedido que venga a verte —prosiguió Hippolyte—, y te diga que puedes estar tranquila. No te denunciará. Éste es su propósito. Te advierto que, yo, en su caso, lo primero que hubiese dicho a la policía sería tu nombre. Tiene un buen abogado; yo me encargué de buscarlo. Con Belle de Jour en el banquillo, Marcel no tendría nada que temer: nada de premeditación, drama pasional. Perfecto. A pesar de Marcel, yo pensé denunciarte por mi cuenta. Pero él me amenazó con contarle a la policía los dos hombres que he liquidado. Es de una pieza, y lo habría hecho.
Apretó las mandíbulas, que parecían haber perdido energía, y añadió:
—Puedes decir que tienes suerte, Belle de Jour. Albert te sacó del fregado, y yo no tengo más remedio que cerrar la boca. Ahora tengo que darte un encargo de parte de Marcel para ti: me ha dicho que te diga que le esperes. Saldrá pronto de chirona; quiere que seas su mujer. Tú me entiendes.
Miró con dureza a Severine. Ésta dejó escapar un gemido.
—No; todo es inútil. No hay nada que hacer. Pasado mañana, Juliette, irá al juzgado a declarar, y me arrestarán.
—¿Quién es Juliette?
—Mi doncella. Vio a Marcel en mi casa.
—Espera un momento —dijo Hippolyte.
Siguió una honda meditación. Sin que él se viera implicado en el asunto, una intervención imprevista, a cargo de una tercera persona, podía descubrir a Belle de Jour. El honor y los intereses de Marcel quedarían a salvo. Sin embargo, ¿aceptaría Marcel la neutralidad de Hippolyte? Hippolyte sopesó durante varios minutos las ventajas y los inconvenientes que aportaba la nueva circunstancia. Y, sin que Severine pudiera adivinarlo, en aquellas oscuras meditaciones se decidió el curso de su destino.
—La chica esa puede ir, si quiere, al juez —dijo, al fin—. Pero, si yo quiero, esto no cambia nada. Anaïs y sus chicas dirán lo que a mí me de la gana. Tú no tienes más que negar; y el juez te creerá a ti. Sin embargo, creo que conviene que la chica no hable. Es más cómodo.
—No le hagáis nada.
—No temas. Sólo zurro cuando no hay más remedio. Hablaré con ella. Será suficiente. La gente es razonable, si se le habla como es debido.
Dirigió la barca hacia el embarcadero. Antes de atracar, preguntó:
—¿Quieres algo para Marcel?
La mujer le miró larga e intensamente.
—Quiero que sepa —dijo— que, después de mi marido, no hay, ni habrá nunca, otro hombre al que quiera tanto como le quiero a él.
Aquellas palabras emocionaron a Hippolyte. ¡Poseían tal acento de verdad! El hombre bajó la cabeza y murmuró:
—He leído que tu marido ha quedado mal… ¡Y yo te dije que tenías mucha suerte! Lo habéis hecho mal, pequeña; no habéis dado una a derechas. Respecto a tu doncella: tú, tranquila. Vete con tu enfermo. ¡Mi pobre, mi pequeña golfa!…
De vuelta a casa, Severine encontró al profesor Henri sentado junto a Pierre.
—He aprovechado el domingo para quedarme un rato con Serizy —dijo el cirujano—. Le he explicado algunas cosas. Dentro de dos semanas le vas a llevar fuera, al Sur. El sol es indudablemente el mejor amigo de los músculos.
—¿Estás contento, mi amor? —preguntó Severine cuando el profesor se marchó.
Intentó poner alegría en sus palabras, pero la escena que acababa de vivir le arrebató la voz. Por una circunstancia incomprensible, no se sentía aliviada. Estaba segura de que la palabra de Hippolyte se cumpliría; y, en efecto, al día siguiente, Juliette comunicó a su señora que se iba de la casa. Severine intentó pagarle su sueldo, pero la muchacha no lo aceptó. Volvió la seguridad, pero no trajo consigo la alegría. Alrededor de Severine se deshacía todo un mundo, y se apoderó de ella una especie de vacío sin forma. Como el atleta que ha desplegado un esfuerzo sobrehumano en la carrera, Severine cayó al pie mismo de la meta.
Repitió con esfuerzo, penosamente:
—¿Estás contento?
Pierre no respondió. El crepúsculo oscurecía la habitación e impedía discernir las reacciones de aquel rostro que a duras penas lograba expresar sus emociones con sutiles movimientos que ya eran de por sí difíciles de captar a plena luz. Encendió la lámpara, se acurrucó entre los muslos de Pierre y comenzó nuevamente a descifrar el lenguaje de sus ojos.
Y padeció entonces la punzada más cruel de todas cuantas torturaron su mísero corazón. Descubrió en los limpios ojos de Pierre algo peor que el sufrimiento: descubrió la vergüenza, una vergüenza inmensa que empapaba los inmóviles miembros sin lograr escapar del sudario de piel en que estaba encerrada. En la mirada temerosa, infantil y llena de felicidad que Pierre le dedicó, estalló la vergüenza de un cuerpo en ruinas, la vergüenza de verse cuidado por ella como un recién nacido.
—Pierre, soy feliz —balbució—. Soy muy feliz contigo. Quiero cuidar de ti. Me gusta cuidarte.
Pierre intentó sacudir la cabeza de un lado a otro: quiso negar. Abortó el movimiento. Pudo murmurar con sus labios deformes:
—Pobre…, pobre… El Sur. Un cochecito… Una silla de ruedas… Perdón.
—Calla, por piedad, calla.
Era él quien pedía perdón; era él quien, durante toda su vida, se consideraría un fardo inútil y repulsivo; era él quien deseaba la muerte para poder liberarla de su carga.
—No me mires así —gritó Severine—. No puedo soportarlo…
Apoyó la frente sobre el pecho que antes tuvo una forma cálida y robusta. ¡Todo se volvía contra él! Cuanto más cuidase de él, más sufriría por sus cuidados.
Invadió a la mujer el desconcierto. Ya no sabía nada de nada… ¿Dónde estaba el verdadero bien, la verdadera salud? Imploró una luz, un choque, un rayo.
Se apretó fuertemente contra el pecho de Pierre, y sintió que él intentaba levantar la mano para acariciarle los cabellos. Aquellas manos de enfermo, intolerablemente confiadas, decidieron el fin de su lucha interior. Severine había sido capaz de soportarlo todo, pero esto era superior a sus fuerzas. No podía seguir callada.
Y habló.
¿Qué explicación puede tener un impulso como éste? ¿La imposibilidad de mostrar una virtud maquillada ante el hombre amado? ¿La necesidad —menos noble— de la confesión? ¿La esperanza subterránea de verse perdonada a pesar de todo y poder vivir sin la carga de un horrible secreto? Nadie puede contabilizar los elementos que, tras un horrible camino, se agitan y funden en un corazón humano que se precipita sobre los labios.
Transcurrieron tres años. Severine y Pierre viven ahora en una playita del Sur, muy tranquila. Desde que hizo su confesión, Severine no ha vuelto a oír la voz de Pierre.