Difícilmente pueden describirse las horas que Severine pasó esperando la vuelta de Pierre. Su terror y su impaciencia se equilibraban mutuamente. ¿Lo sabría ya? Es posible que Husson conociese la dirección de la clínica, y que, directamente desde casa de Madame Anaïs… Recordó que los dos eran miembros del mismo club deportivo. Ciertamente, Pierre iba a ese club con poca frecuencia. Pero ¿qué le impediría ir precisamente aquel mismo día?
El pavor, llevado hasta el extremo, tiene de común con los celos que, para quien lo sufre, las más pequeñas probabilidades se convierten en certidumbres absolutas. Las sucesivas hipótesis que acudían en torbellino a la imaginación de Severine se metamorfoseaban automáticamente en hechos incontestables. Ya ni siquiera dudaba de que el desastre era inminente. Y aquel miedo total, perfecto, ininteligente dio como resultado, desde los primeros instantes de su martirio, la convicción irreparable, definitiva de que Husson se disponía a contárselo todo a Pierre. ¿Qué principio o qué moral podían detener a un hombre así? ¿Acaso no había experimentado ella misma en su propio cuerpo la vanidad de los «frenos» de la moral? ¿No se había deshecho Husson de toda consideración hacia ella cuando la trató como su «compañera» en perversidad? Era indudable: Husson hablaría. ¿Cuándo? El momento dependía únicamente del demonio interior que determinaba los actos de aquel hombre. Un demonio, tal vez, inesperado y caprichoso, como el que ella llevaba dentro…
Miserable criatura de ojos secos e inflamados, nadie como ella podía medir la impotencia y el encarnizamiento con que rememoró su impía y lastimosa lujuria. No sentía remordimiento alguno; ni se arrepentía de nada. En todos sus pasos vacilantes sintió con demasiada fuerza la presencia de una mano inhumana que la guiaba y la llevaba de pozo en pozo, cada vez más abajo, en su carne hundida, más allá de los límites de la voluntad. Reconstruía ahora todas las etapas de aquella senda ardiente y fangosa, y comprendió que todo volvería a repetirse si la suerte le permitiera recomenzar. Lo sentía y lo sabía. De esta forma, en sus últimos momentos, a un paso del final definitivo, se le negaba incluso la dulce herida del arrepentimiento. Del mismo modo le era negada también la liberación de sentir odio hacia Husson. Aquel hombre, igual que ella, se limitaba única y exclusivamente a seguir el camino que le habían mostrado y abierto las divinidades prohibidas y mortales.
Iba a ser castigada por una culpa que sin duda era suya, pero en la que había caído como quien se desliza cuando el vértigo se apodera de un cerebro debilitado. La inminencia de aquella injusticia hacía que el espanto de Severine no tuviese únicamente su origen en lo que iba a ocurrirles a Pierre y a ella, sino también en la percepción de un tenebroso universo que había venido empleando en contra suya larvas, mixturas secretas, gnomos, gigantes, fantasmas y filtros. Y Severine gimió cansada, casi inerte, como un niño perdido.
El impulso instintivo de defender su amor hasta en el absurdo era tan fuerte en ella que, adivinando la proximidad de Pierre, tuvo fuerzas para reanimar artificialmente su cara descompuesta. Sin embargo no se sintió capaz de salir a su encuentro. Oyó todos sus movimientos en el vestíbulo: ahora se quitaba el sombrero; ahora, como siempre, se detenía ante el espejo de la sala… Todos aquellos movimientos adivinados repercutían sobre el pecho de la mujer con apagados vuelcos de corazón. Los pasos de Pierre denotaban tranquilidad… Reteniendo la respiración, Severine se volvió hacia la puerta por la que se disponía a entrar en el dormitorio. Cada segundo acentuaba en ella la funesta certidumbre de que ya lo sabía todo. ¿Había alguna razón para que Husson aplazase su confidencia? Sentía en su interior la fuerza de alientos incontrolables. Le pareció que grandes insectos revoloteaban sobre sus sienes. De repente, como si algo los hubiese espantado, cesaron su ataque y se dispersaron. El picaporte de la puerta comenzó a girar.
De no haber tenido perfecta conciencia de que aquel respiro era provisional, Severine hubiese bendecido los tormentos que le precedieron. La vida volvió a su cuerpo como un surtidor cerrado al que devuelven de improviso la energía. Pierre, frente a ella, sonreía. La besó. Nada tenía que temer hasta el día siguiente. El vaho de felicidad que subió a sus ojos le proporcionó la pureza y la delicadeza de las lágrimas.
Pasaron juntos la noche. Cuando Pierre cayó dormido, ella se incorporó levemente. No quería ni necesitaba el sueño. ¿Acaso no acunan sus recuerdos en sus últimas horas de vida quienes se saben condenados irremisiblemente a muerte? Severine escuchó la respiración de Pierre.
«Es mío; aún es mío», se dijo. «Pero se va a ir tan pronto…».
Su cuerpo y su rostro, su gran corazón lleno de ella, todo aquel conjunto armónico que Severine amaba por encima de todas las cosas, pronto sería devastado. E, inclinada sobre la cabeza de su marido, murmuró casi inconscientemente:
—Mi amor, mi niño, cuando te cuenten todo, no sufras demasiado. ¿Por qué, por qué? Te quiero más que nunca. Jamás hubiese sabido cómo te quiero sin todo eso. No sufras demasiado. No podría, no podría…
Se desplomó sobre la almohada. Y lloró por él, por ella y por la condición humana que separa la carne y el alma como si fueran dos partes irreconciliables, esa miseria que cada uno de nosotros conlleva y que jamás perdona al compañero o compañera de lecho.
Rememoró toda su vida en común. Volvieron a su memoria detalles ínfimos que creía olvidados para siempre. Acarició los hombros, los cabellos de su marido, repitiendo, como si fuera una frase de encantamiento:
—No sufras. Haz conmigo lo que quieras, pero tú no sufras.
Vio despuntar el día en medio de sus recuerdos, sus sobresaltos angustiosos y sus súplicas. Ya en otra ocasión, la mañana siguiente a su primera visita a casa de Madame Anaïs, creyó ver en aquella luz indecisa el fin de su esperanza. Sintió lástima por el terror infantil de aquel día. Qué ingenua fue entonces, creyéndose descubierta sin que nadie poseyese ni el más mínimo indicio. En cambio, ahora… Otro hombre podía corromper, con el más sucio fango, la vida más justa y sana que conocía. Y podía hacerlo con sólo pronunciar una palabra. Y la pronunciaría. Husson no desperdiciaría una ocasión tan perfecta para satisfacer ese deseo que le contraía los párpados.
Dejó de pensar. Pierre se despertaba. ¡Qué corta había sido la noche!
Severine no escatimó ingenio para retardar la marcha de su marido al hospital. Imaginaba las calles sembradas de peligros. Veía a Husson o a un mensajero suyo al acecho en cada esquina. Pero Pierre tenía que irse.
—Hoy comerás en casa, ¿verdad? —preguntó cuando ya se disponía a salir—. Vendrás a comer… ¿Me lo prometes?
Y la mañana comenzó a transcurrir martilleando, gota a gota, segundo a segundo, el corazón de Severine. En cualquiera de aquellas ínfimas fracciones de tiempo la verdad podía llegar a oídos de Pierre. Y aún quedaban tantas horas… Husson… Pierre. Pierre… Husson. Imaginaba sucesiva y alternativamente los dos rostros, y el que ella amaba palidecía mortalmente, mientras el otro, frente a él, se agrandaba, frío y vitrificado.
Todos los esfuerzos de su espíritu se concentraban en este punto extremo que, barrenando su cerebro, le abría el camino de la demencia. Comprendió que no podría soportar mucho tiempo aquella tensión, aquel asalto. Era indispensable que Pierre no la abandonara. ¿Por qué no proponerle un viaje? No aceptaría. Aquélla era su mejor arma, pero ya no le servía. ¿La mejor arma? Después de todo, tendrían que regresar a París, y Husson les estaría esperando, siempre, siempre…
Cuando oyó las campanadas del mediodía, los pensamientos de Severine se tiñeron de una angustia aún más intensa que la de la víspera. El tiempo iba corroyendo sin descanso la breve tregua que le había sido concedida. Se cernía el peligro como una tormenta. Cada hora conducía fatalmente al momento que Husson había elegido. La convicción de que tal momento ya estaba fijado enturbió los ojos de la mujer. Y sintió que ni siquiera la presencia de Pierre sería capaz de desatar el nudo que la estrangulaba.
Pero Severine siguió luchando contra el invisible e inminente adversario.
—Estoy triste —dijo a su marido cuando se aseguró de que aún no había hablado con Husson—. Quédate conmigo esta tarde. Puedes llamar a la clínica y avisar que no puedes ir hoy.
Habló con el encanto de una niña enferma. Él no supo negarse.
Pierre se sorprendió de las extrañas, frecuentes y ávidas miradas con que su mujer parecía envolverle. Aquel fuego, aquella intensidad en los ojos le producía el sentimiento de la precariedad miserable de su descanso. ¡Y qué descanso! Cada vez que sonaba el timbre del teléfono su corazón se detenía. Hasta que, no pudiendo resistir más, decidió contestar ella misma las llamadas.
—Así me distraigo —explicó tímidamente.
Llegó la hora del correo. Cuando Pierre, antes de abrirlas, examinaba las cartas recibidas, Severine temió desvanecerse.
—¿Alguna novedad? —preguntó al cabo de unos minutos, que empleó en dar firmeza a su voz y a su compostura.
—No —respondió él, ignorando qué peso insoportable quitaba de las espaldas de su mujer.
Llegó la noche. Se acostaron juntos. Sólo el contacto del hombre que iba a perder tranquilizó un poco a Severine. Desconfiaba del peligro que acechaba incluso en el interior de su casa. No pudo dormir. Pasó la noche escuchando aquella respiración llena de salud que muy pronto dejaría de oír para siempre.
Volvió a ver la amanecida. «Es la última», pensó. A menos que tuviese el valor de… Durante un instante estuvo casi decidida. ¿No sería mejor que lo supiese así, por ella? Pero no tardó en comprender que no era capaz. No duró mucho su aturdimiento; la propia intensidad del miedo que la tenía postrada la hizo volver en sí. Tenía por delante unas cuantas horas que había de utilizar a toda costa: debía luchar, reflexionar. Iría a ver a Husson y le suplicaría… No… Todo lo contrario. Sería el más grave error que podía cometer. Husson se complacería al verla aterrorizada, lo mismo que hizo cuando la vio revolcarse en el cieno de su lecho de prostituta mendigando silencio… No, no le suplicaría. Todo lo contrario. Era imprescindible que él creyese que no tenía ningún miedo, ni de él, ni de sus palabras, ni de nada. Y Severine, tal era su desesperanza, se agarró casi aliviada a esta tabla de salvación.
Aquella misma mañana, Husson telefoneó a casa de los Serizy. Sabía que Pierre estaba en el hospital y que Severine se pondría al teléfono. Se dejó arrastrar por la curiosidad; no pudo soportarla por más tiempo. ¿Seguiría creyéndole capaz de la infamia de una delación?
«Si confía en mi discreción», pensaba Husson, «yo mismo confirmaré su confianza. Si no confía en mí, la tranquilizaré».
Pero la actitud de Severine no correspondió a ninguno de los dos extremos de la alternativa. Absolutamente convencida de que Husson quería hablar con Pierre, y fiel al único método de lucha que había aceptado unas horas antes, respondió secamente:
—Mi marido no está en casa.
Y colgó el receptor.
Husson tomó aquella maniobra desesperada como síntoma de un orgullo que aún no ha sido doblegado. Severine se sentía humillada; pero humillarla una sola vez no era bastante. Husson se dijo que merecía la pena insistir en el juego.
«Acabará viniendo a suplicarme», pensó.
Aproximadamente una hora después de que Husson telefonease, la doncella comunicó a Severine que un joven deseaba hablar con ella.
—No me ha dicho su nombre —añadió—. Tiene un aspecto extraño con sus dientes todos de oro.
—Hazle entrar.
En otras circunstancias, la aparición de Marcel en su propia casa la hubiera aniquilado. Pero, en el estado de ánimo en que se encontraba, apenas si le produjo un asomo de sorpresa. Únicamente Husson ocupaba su pensamiento, y esta idea fija la hundía en una profunda indiferencia respecto de cualquier otro acontecimiento. Marcel… Hippolyte… Eran personas que tenían reacciones naturales, fáciles de prever y prevenir, personas cuyas necesidades eran sencillas y podían satisfacerse sin dificultad. Pero aquel otro, macilento, demacrado, frío, que obtenía su placer sirviéndose no de la entrega de un cuerpo, sino de la doma de un alma…
—Hola, Marcel —exclamó Severine con extraña simpatía.
Aquel recibimiento ahogó las violentas palabras que él llevaba preparadas. El abandono de sí misma, la tristeza hondísima que se desprendía de Belle de Jour le exasperaban, le llevaban al extremo de la incomodidad que le producía el elegante salón en que se encontraban. La miró fijamente, confundido entre una ira que se iba disipando y una admiración creciente. Al fin lograba situar a aquella chica cuyos gustos, maneras y lenguaje siempre le produjeron un confuso y maravilloso sentimiento de inferioridad. Marcel calló.
—¿Qué hay, Marcel? —insistió ella con la misma afabilidad ausente.
—¿No te extrañas de verme aquí? ¿No te interesa saber cómo te he localizado?
Severine hizo un gesto tan desgarrado que él sintió malestar. Quería a aquella mujer más que nunca, más de lo que había imaginado que pudiera querer a nadie.
—¿Qué te ocurre, Belle de Jour? —y la atrajo hacia su cuerpo delgado y peligroso con un movimiento delicado y silencioso.
Ella se zafó, temerosa.
—No me llames con ese nombre. Ya no hace ninguna falta.
—Lo que tú quieras. Yo no he venido para crearte problemas, de verdad. —Marcel había olvidado por completo el chantaje que unos instantes antes estaba dispuesto a hacer—. Yo quería saber por qué te fuiste, y qué tengo que hacer para volver a verte y estar contigo. Porque yo quiero volver…, que tú vuelvas… conmigo.
Severine inclinó la cabeza con afectuosa extrañeza. No creía que aún pudiese alguien pensar en su futuro.
—Todo ha terminado, Marcel.
—¿Qué es «todo»?
Él lo dirá.
Encogió la espalda con un aire tan enajenado que Marcel tuvo miedo. Estrujó fuertemente entre sus manos los dedos de la mujer, como si de esta forma pretendiese sacarla del funesto estado de postración en que estaba sumergida.
—Habla claro —dijo.
—Ha ocurrido una gran desgracia, Marcel. Mi marido lo va a saber todo muy pronto, si no lo sabe ya.
—Sí, ya sé que estás casada —dijo el joven con voz sombría, y no era posible distinguir lo que en su voz había de celos y de respeto—. ¿Es ése?
Señaló una fotografía. Era el retrato de Pierre que más le gustaba a Severine. El azar había reproducido en aquel cartoncillo sus ojos con toda la verdad que contenían en la vida, con toda su franqueza y su juventud. Al ver de nuevo aquel rostro se sorprendió. Desde hacía mucho tiempo estaba habituada a mirar aquella fotografía con el tono neutro de una costumbre.
Ahora, la visión reverdecía como una mirada última y eternamente nueva. La pregunta de Marcel transformó aquella imagen transparente y cotidiana en algo vivo, nuevo y vibrante. Sintió un escalofrío, y gimió:
—No es posible, no es posible; dime que no es posible. Nadie puede separarme de él.
Y añadió convulsivamente:
—Vete, vete en seguida. Está a punto de venir…
—Escúchame. Yo puedo ayudarte.
—No, no, nadie puede ayudarme.
Le empujó hasta la puerta con tal frenesí, que él no intentó resistirse. Marcel dijo:
—Espero tus noticias. Hotel Fromentin, en la calle Fromentin. Basta con que preguntes por Marcel. Si no vas a buscarme cuando pasen dos días vuelvo a por ti.
Antes de marcharse, hizo repetir a Severine su dirección.
Una tarde más. Y una noche.
Severine cenó y habló sirviéndose de un automatismo inconsciente. El torbellino en que había caído alcanzaba ahora su mayor intensidad, haciendo recorrer a Severine su más ancha y superficial circunferencia. Contemplaba ahora todo el hueco del embudo, al fondo del cual las espirales recién surgidas se cerraban. Y siempre, a su lado, flotaban, como máscaras de cartón, los rostros de Pierre y de Husson.
Al final de su tercera noche de insomnio, Severine se hallaba en tal estado de extenuación que sintió deseos, en fugitivos estallidos de luz, de que todo acabase de una vez.
Todavía en la cama, Pierre abrió el correo de la mañana. Lo leyó detenidamente y, al cabo de un rato, exclamó:
—Es curioso: ¡después de seis meses de silencio!
La carta era de Husson. Pierre la leyó en voz baja:
Querido amigo:
Tengo que hablarte. Sé que estás muy ocupado. Para no trastornar tu ruta habitual, y dado que me encontraré precisamente en estos parajes, te esperaré mañana a las doce y media en la explanada de Notre-Dame. Si no me equivoco, ésa es tu hora de salida del hospital.
Mis más respetuosos saludos a Madame Serizy…
—La carta es de ayer. Por lo tanto se refiere a hoy…
—No irás, ¿verdad? No vayas —casi gritó Severine, agarrándose al cuerpo de Pierre, como si intentase sujetarlo.
—No tengo más remedio, querida. Debo ir. Sé que no simpatizas nada con Husson, pero eso no es una razón para que me comporte groseramente con él.
Comprendió que Pierre no cedería: era para él algo sagrado el mantenimiento de relaciones libres y leales con los hombres que estimaba. Severine se sintió llevada a una deriva fúnebre.
Su resignación duró mientras Pierre permaneció en el apartamento. Cuando sintió a su alrededor un silencio como el de la muerte, cuando vio y oyó —porque lo vio y lo oyó— a Husson comenzar su relato, comenzó a recorrer la habitación con exclamaciones y gestos de loca.
—No quiero… Iré… De rodillas… Dirá… Pierre… Socorro. Dirá: Anaïs, Charlotte, Mathilde… Marcel… Marcel…
Repitió el nombre varias veces, al tiempo que un destello de inteligencia atenuaba el fuego de sus ojos.
—Marcel… Marcel… Calle Fromentin.
Aún estaba acostado cuando entró en su pequeño y sospechoso cuarto de Montmartre. El primer impulso de Marcel fue el de llevar a Severine a su casa. Ella ni siquiera se dio cuenta. Imperiosa como un destino, ordenó:
—Vístete.
Marcel quiso que le explicase, pero ella le detuvo:
—Te lo diré todo en cuanto te hayas vestido.
Cuando estuvo preparado, le preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las once.
—¿Nos da tiempo hasta las doce y media?
—¿Tiempo para qué?
—Para ir a la explanada de Notre-Dame.
Marcel mojó el pico de una toalla y la pasó por la frente y las sienes de Severine. Después llenó un vaso de agua.
—Bebe —dijo—. No sé qué te pasa, pero sí sé que no vas a durar mucho si sigues así. ¿Te sientes mejor?
—¿Llegaremos a tiempo? —repitió ella con impaciencia, sorda e inconsciente para todo lo que no fuese su objetivo.
Aquella especie de hipnosis era contagiosa. Marcel ni siquiera imaginó la posibilidad de discutir lo que Severine pugnaba por proponerle. Él era capaz de cualquier cosa, por indigna que fuese, si le servía para seguir a ciegas junto a aquella mujer. Tanto más ahora, que ella misma solicitaba su ayuda y su protección. No podía tratarse más que de esto: su instinto de chulo le reveló la muda súplica de la mujer. Y todo conspiraba para que él obedeciese: su amor, su violencia natural y la indómita ley de su medio, que prescribe a los hombres que profesionalmente viven del dinero de las mujeres el pagar esta asistencia con su audacia e incluso con su sangre.
—Tenemos una hora por delante. ¿Qué hay que hacer?
—Allí lo verás… Llegaremos tarde.
Comprendió que ella se calmaría cuando llegasen al lugar sobre el que todo su ser convergía.
—Ve delante —dijo él.
Metió la mano bajo la almohada y la escondió en un rápido movimiento dentro del bolsillo de la chaqueta. Alcanzó a Severine en el pasillo. Ella se dio cuenta de que Marcel no hizo caso de los taxis aparcados en la parada de la plaza Pigalle. Se dirigió hacia un pequeño garaje situado en una calle adyacente. Allí le vio discutir en voz baja con un hombre vestido con un mono manchado de grasa. Ella protestó. Era tarde. Marcel respondió brutalmente:
—No te metas en mis asuntos. ¿Quién eres tú para enseñarme lo que tengo que hacer?
Y añadió, dirigiéndose al hombre del mono manchado:
—Te espero, Albert. Servicio de amigo.
Unos minutos después subían a un Ford de segunda mano. Albert, con chaqueta, pero sin camisa iba al volante. Detuvo el automóvil ante el jardín, al lado de la isla de Saint-Louis. Era conveniente situarse allí, porque, como Severine le indicó, Pierre llegaría por el atrio de Notre-Dame.
—Tú nos esperas aquí el tiempo que haga falta.
Albert lanzó un gruñido.
—Sólo por ti o por Hippolyte haría yo una cosa como ésta.
Severine y Marcel entraron en la explanada.
—Habla —ordenó Marcel.
Severine miró su reloj de bolsillo: aún no eran las doce. Tenía tiempo, podía hablar.
—Un hombre fue el otro día a casa de Madame Anaïs. Es un amigo de mi marido. Le ha citado aquí a las doce y media para contárselo todo.
—¿Te acostaste con él?
—No.
—Seguro que lo hace por eso, el cerdo…
Y añadió, con voz fría y forzada:
—En resumen: que tú no quieres que se chive, ¿me equivoco? Si me lo hubieses dicho antes, ahora sería más fácil.
—No lo he sabido hasta esta mañana.
Marcel estaba emocionado por el hecho de que hubiese acudido a él sin ninguna vacilación.
—Tú, tranquila. Esto lo arreglo yo para siempre.
La llevó a un banco situado tras un frondoso bosquecillo que les permitía permanecer ocultos a quienes pasaran por el lado del atrio de Notre-Dame. Marcel encendió un cigarrillo, y, ambos quedaron callados.
—¿Y después? —preguntó Marcel—. Sí, después. Si todo nos sale bien serás mía, sólo mía. Con excepción de tu marido, naturalmente.
Ella afirmó resueltamente con la cabeza. ¿Quién la había ayudado alguna vez como lo estaba haciendo aquel muchacho?
Marcel siguió fumando sin volver a abrir la boca. De vez en cuando echaba una ojeada al espacio comprendido entre el banco en que se encontraban y el atrio de la catedral, y después al que había entre el atrio y el coche que los esperaba con el motor en marcha. Severine, desfallecida, no lograba hilvanar un solo pensamiento. Nunca como entonces había sentido con tal resignación que no se pertenecía a sí misma, juguete de fuerzas y decisiones ajenas.
—Doce y veinticinco —dijo Marcel, levantándose—. Pon mucha atención, y en cuanto le veas me haces una seña.
Severine, temblando, volvió la cabeza. A un centenar de pasos, en el paseo que daba a la verja por donde Pierre debía venir, estaba Henri Husson.
—¿Está ahí? —preguntó Marcel—. Dime quién es.
Severine no se atrevía. Acababa de ver en la frente de Marcel la misma cara que observó la noche del tugurio de Les Halles.
—Vamos, habla —ordenó con voz contenida y furiosa—. No te das cuenta de nada. Señálame quién es.
—No, no —balbució Severine—. Vámonos de aquí.
Pero no se movió. Pierre acababa de entrar en el jardín, emergiendo de la sombra de la catedral. Husson se dirigía hacia él.
—Es ése —murmuró Severine—. Ése tan flaco que va hacia mi marido.
Y con salvaje acento, como se azuza a un perro homicida, exclamó:
—¡Ve, Marcel!
Se inclinó ligeramente. Había tal expresión en su nuca, tensa, que Severine, asustada, huyó. Instintivamente corrió en dirección opuesta a la que tomó su amigo. De esta forma, involuntariamente, franqueó la verja por la que habían entrado media hora antes. Albert y su coche estaban allí.
—Sube —dijo el hombre con rencor.
Escucharon. Unos gritos confusos llegaron a sus oídos. Vieron cómo varias personas corrían, desde diversos puntos, al mismo lugar oculto por el bosquecillo. Albert esperó un poco más.
El rumor se fue haciendo más denso. Un sargento de la policía municipal pasó a toda carrera ante el coche, con dirección al jardín. Albert pisó a fondo el acelerador.
Husson escribió a Pierre previendo que su carta le causaría extrañeza y consultaría a Severine. No tenía la menor duda de que, entonces, ella le telefonearía o incluso iría a verle. Disfrutó por adelantado de la derrota de aquel obstinado orgullo. Terminaría de una vez un juego que comenzaba a producirle cansancio y vergüenza. Pero la mañana transcurrió sin ninguna noticia de Severine. Telefoneó a casa de los Serizy. Ella había salido. Le asaltó una duda: ¿Debía acudir a la cita con Pierre? En realidad, tenía bien preparada una historia para justificar ante Pierre su insólita llamada, pero no se trataba de esto: el silencio de Severine produjo en su ánimo la aprensión de un peligro que no lograba definir. Y fue esto lo que le decidió.
Como cualquier carácter noble corroído por una tara secreta, Husson buscaba la forma de redimir sus taras con el ejercicio intenso de todas las buenas cualidades que tenía. Puesto que la cita le inquietaba, era de todo punto necesario acudir a ella.
Estas tergiversaciones le hicieron llegar al jardín de Notre-Dame sólo unos minutos antes de la hora fijada. Acababa de llegar al paseo desde el que ya se divisa la orilla izquierda del río, cuando vio a Pierre caminando tranquilamente hacia él.
Fue en aquel momento cuando Marcel se lanzó.
De no estar plenamente decidido, le hubiese bastado el grito carnal y homicida de Belle de Jour para despertar en él la vehemencia necesaria para atacar. Aquel grito enardeció su espíritu de combate, la cálida sangre de su casta. La suerte le acompañaba siempre en asuntos tan difíciles como el que tenía delante. Ya nada le podía obligar a retroceder.
Corrió, con la mano derecha apretando las cachas de su navaja automática abierta en el bolsillo de la chaqueta. Calculó con toda lucidez: «Le rajo; salto el seto y corro por el césped; y antes de que tengan tiempo para pensar en mí, el coche de Albert ya está en marcha». Tenía absoluta confianza en su fuerza, en su agilidad y en la experiencia de Albert como conductor. Pero no contó con la intervención de Pierre, ni con la inquietud que vagamente dominaba al hombre que buscaba como víctima.
Mientras caminaba hacia Husson, vio Pierre a un hombre que se disponía a arrojarse sobre su amigo por la espalda con una navaja abierta en la mano. Lanzó un gritó de aviso. Con un movimiento que no hubiera podido ser tan veloz de no estar preparado por su instinto en acecho, Husson giró sobre sí mismo y esquivó la embestida. Un destello cegador pasó ante sus ojos. Marcel se rehízo con la agilidad de un gato y volvió a alzar el brazo armado. Pierre le hizo frente. Sólo pudo ver ante él una figura contraída y un rictus metálico. La cuchillada le alcanzó la sien izquierda.
Marcel hubiera podido escapar. Pero, al darse cuenta de que había herido al marido de Belle de Jour, quedó paralizado. Su pasmo no duró más de un segundo, pero bastó para perderle. Mientras Pierre vacilaba, Husson atrapó la muñeca que sostenía la navaja ensangrentada. Marcel intentó obligarle a soltar la presa, pero aquel flaco cuerpo estaba dotado de una fuerza descomunal. Algunos transeúntes corrieron hacia el lugar y se oían ya los silbatos de los agentes de policía. Marcel se entregó. A sus pies yacía un hombre inmóvil.