Por honestidad, o por efecto de un sentimiento más complejo, Marcel no se atrevió, durante unos días, a aprovecharse de las armas que acababan de proporcionarle contra Severine. Y, mientras seguía atrapado por la duda, una sombra nueva entró en acción.
Un jueves, hacia las cuatro de la tarde (Severine conservó grabados en la memoria hasta los menores detalles), madame llamó a sus tres chicas, advirtiéndolas que un cliente acababa de llegar.
—Poneos guapas. Es un señor muy distinguido, y quiere que todas vayáis con él.
Severine no tuvo ningún presentimiento mientras caminaba por el pasillo detrás de sus compañeras. Entró en la sala con paso tranquilo y los hombros erguidos con insolencia. El cliente, de espaldas a las recién llegadas, miraba a la calle a través de la ventana. La simple visión de sus hombros caídos, delgados y huesudos hizo retroceder a Severine. Un solo segundo más y hubiera tenido tiempo para abrir la puerta, para salir y esconderse bajo tierra. Severine no pudo terminar el impulso iniciado. El recién llegado giró con un rápido movimiento sobre sus pies, y Severine, abatida de un solo golpe, no tuvo fuerzas para dar ni un paso, ni para librarse del gemido que pugnaba por escapar de su garganta.
Los ojos cansados y sutiles de Henri Husson se detuvieron en ella. Todo ocurrió en un segundo, pero Severine tuvo la impresión de que lentamente habían lanzado sobre ella una trampa de la que nada ni nadie podía ayudarla a escapar. ¡Qué inocente y ligera era la contundente masa humana de Hippolyte al lado de la aguda punzada de aquella fugitiva mirada!
—Buenas tardes, señoritas —dijo Husson—. Les ruego que se sienten, por favor.
—¡Qué educado! ¿Verdad, Mathilde? —observó Charlotte.
El sonido de aquellas dos voces amables fue para Severine como una confrontación entre la vida de ellas dos y la suya. Aquello acabó de hundirla. Se deslizó sobre una silla, enlazadas las manos como si intentase retener entre los dedos crispados el pequeño resto de vida y de razón que aún creía conservar.
—¿Desea el señor beber algo? —preguntó Madame Anaïs.
—Naturalmente… Sirva todo cuanto apetezca a estas damas… Pero, antes de nada, ¿puedo saber sus nombres? Perfecto, perfecto. Señorita Charlotte, señorita Mathilde y… Belle de Jour. ¡Belle de Jour! Un curioso nombre. ¡Un nombre… diferente!
Ponía en juego todos los recursos musicales de su voz, todo su enervante encanto. Las manos de Severine se desenlazaron y sus brazos, fláccidos y vacilantes, cayeron a lo largo del cuerpo, inertes, como si estuviesen rellenos de paja.
Sirvieron las bebidas. Charlotte pretendió sentarse sobre las rodillas de Husson. Él, con toda cortesía, rehusó.
—Después, señorita —dijo—. Por ahora me complace enormemente seguir en compañía de todas ustedes, conversando.
Habló de mil cosas insignificantes, pero imprimiendo a ciertas frases una entonación estudiadísima y acerada. Cada una de aquellas palabras desgarraba un poco más el alma de Severine. Sabía perfectamente que era ella su destinataria. Dejó de sentir terror y vergüenza, pero se apoderó de su estómago un malestar indecible, aún más doloroso. Con igual dominio de la expresión, Husson provocó en Charlotte respuestas equívocas y groseras risas. Y jugó a aquel sutil contraste durante una hora larga, sin la menor tregua, en el curso de la cual sólo dirigió alguna que otra mirada, como casual, a Severine. Pero en el mínimo instante de aquellos encuentros irónicos y furtivos de sus ojos, Severine vio cómo los párpados de Husson se contraían en un tic repetido y frágil que descubría la sádica voluptuosidad que aquella situación le estaba proporcionando.
Pensó Severine:
«¿Hasta dónde será capaz de llegar con tal de satisfacerla y acrecentarla? Está obteniendo placer con esto, y soy yo quien se lo da. ¿Qué no hará?», preguntábase Severine, que conocía las simas sin luz adonde llevan la persecución de aquella divinidad.
Husson pagó las bebidas, puso unos cuantos billetes sobre la chimenea y dijo:
—Por favor, señoritas, les ruego que no lo tomen a mal, pero deseo que repartan entré ustedes este pequeño recuerdo. Hasta la vista.
Severine, aniquilada, vio cómo salía de la sala. En el instante mismo que dejó de verle, un impulso desesperado la obligó a correr tras él. Husson, ya en el vestíbulo, estaba despidiéndose de Madame Anaïs. ¿Pretendía de veras irse, o esperaba que Severine le llamara? Él mismo no lo sabía. Abandonó a sus mórbidos instintos la iniciativa que la encrucijada exigía de él. Sus instintos eran ya expertos en estos menesteres: conocía bien los senderos que conducen al placer difícil, ése que únicamente proporcionan ciertas expresiones del rostro y ciertas deformidades.
—Espere —balbució Severine adelantando una mano hacia Husson—. Tengo que… Es indispensable…
—Por favor, Belle de Jour —exclamó Madame Anaïs—. ¡Usted, que tiene tanta educación! ¿Qué va a pensar de usted el señor?
Husson se mantuvo callado unos segundos para observar hasta dónde llegaba aquella llamada al orden del ama. A continuación dijo:
—Desearía quedarme a solas con la señorita… Completamente a solas.
—Muy bien, señor. Pero ¿a ti qué te ocurre, Belle de Jour? Vamos, muévase, señorita. Indique al señor dónde está el dormitorio.
—No, en mi cuarto, no…
—Le ruego que no cambie de costumbres por mi causa, por favor —dijo Husson con una voz que por primera vez vacilaba.
Cuando la puerta del cuarto de Belle de Jour se cerró tras ellos, Severine se sintió presa de un fluido histérico más poderoso que todos sus controles.
—¿Cómo ha podido? ¿Cómo se atrevió a venir? No me diga que fue por casualidad… Usted sabía perfectamente que yo estaba aquí… Usted mismo me dio la dirección. ¿Por qué me la dio? ¿Por qué lo hizo?
No le dejó contestar: una sospecha le atravesó el cerebro de lado a lado.
—No pretenderá usted que va a conseguirme con este truco sucio y canalla. Antes abriré la ventana, gritaré y me tiraré a la calle… Que todo el mundo vea el espectáculo. No se me acerque. Ningún ser humano me ha dado nunca tanto asco como usted.
—¿Es tu cama? —preguntó cariñosamente Husson.
—Esto es lo que buscabas. Sí, ésta es mi habitación; y ésta es mi cama. ¿Qué más desea saber el señor? ¿Desea que le haga una demostración de lo que hago y cómo lo hago? ¿Tal vez… fotografías? Es usted más bajo que todos los que pasan por aquí.
Severine se detuvo: Husson la escuchaba con evidente delectación.
Cogió una mano de Belle de Jour. Ella ya no hablaba. Besó las yemas de sus largos y fríos dedos. Una especie de cansancio mezclado con agradecimiento, tristeza y piedad marchitó repentinamente su rostro.
—Todo lo que dices es cierto —susurró—. Pero ¿quién hay más indicado que tú para comprender y excusar mis debilidades?
Aquella respuesta aniquiló a la mujer. Se desplomó sobre la cama. Su aspecto de muchacha huraña…, su desvalimiento…, el edredón rojo…, todo se confabuló para reanimar en Husson un deseo que ya creía extinguido. Gozó de él en silencio; y después volvieron el cansancio, la tristeza y la piedad, aún más intensos; y su espalda huesuda y enfermiza se dobló bajo un peso invisible.
Durante unos segundos, la mujer y el hombre cruzaron sus miradas, como dos pobres animales abatidos por una enfermedad incurable que no lograban comprender.
Husson se levantó. Procuró hacer el menor ruido que le fue posible, como si temiese despertar el impuro mandato que los había juntado en aquel lugar. Pero aún no había obtenido Severine de él la única garantía que podía devolverle la vida.
—Un momento, por favor; sólo un momento.
Su apasionado ruego arrugó nuevamente los párpados de Husson. Ella no podía darse cuenta de la desesperación que dominaba al hombre. Sin abandonar la cama, con la falda un poco levantada por la postura, y crispadas sus manos sobre el edredón, Severine murmuró:
—Dígame…, en el nombre del cielo, por Dios…, Pierre… ¿Se lo dirá… a… Pierre?
Ni siquiera en sus más bajos momentos de depravación hubiese aceptado Husson la idea de una denuncia de esta calaña. Tampoco la admitió en aquel instante fatídico. Pero ¿cómo renunciar a aquella ocasión única, larga, interminable, para obtener placer? Necesitaba que ella mantuviese siempre la inquietud, el dolor que ahora expresaba. Allí, en la contemplación de aquel rostro desgarrado, estaba el camino más corto y profundo que jamás había tenido ante sí hacia la divinidad huidiza del amor solitario. Husson contestó con un gesto evasivo. Había que mantener el fuego.
Salió de la habitación. No podía soportar ni un solo segundo más la postura que había mantenido frente a Severine. Sintió que su derrumbamiento era inminente. Y comprendió que de ninguna manera desperdiciaría el más inesperado y venenoso de todos cuantos frutos había cosechado en su vida.
Severine oyó el sordo ruido de la puerta del piso al cerrarse. Se levantó y corrió hacia Madame Anaïs. Se agarró a las manos de la mujer y balbució como una loca:
—Me voy, me tengo que ir. Olvídese de mí, por lo que más quiera. Si vienen a pedir información, usted no sabe quién soy, ni me ha visto nunca. Aunque me traigan, usted no me ha visto nunca; me mira y dice que no me ha visto nunca; que no me reconoce. Le enviaré mil francos mensuales. Y si quiere más, le mandaré más. ¿No? Gracias, madame. Si usted supiera…