Al principio, Severine apenas se fijó en Marcel. Éste llegó a casa de Madame Anaïs una tarde con Hippolyte, quien desde el primer momento llamó la atención de Belle de Jour. Incluso antes de verle, la atmósfera incómoda que se creó al llegar los dos hombres se tradujo en el espíritu de Severine en una curiosidad aguda que era la premonición del deseo.
—Debéis ser simpáticas con Hippolyte —recomendó Madame Anaïs. Lo que sorprendió a Severine fue el tono que empleó su patrona, entre triste y tímido. Cuando les recomendó «cuidados especiales» con aquel desconocido, Madame Anaïs ni siquiera miró la cara de sus muchachas.
—No se preocupe, madame —contestó Charlotte—. Pero yo tenía entendido que ya nos habíamos deshecho para siempre de él.
Madame Anaïs se encogió de hombros y suspiró:
—Es un hombre caprichoso. Un día viene, otro se va y no vuelve a aparecer hasta pasado mucho tiempo; o vuelve al cabo de una semana. No se sabe. Depende de por donde le dé. ¡Qué le vamos a hacer! Os ruego que os portéis bien con él; no os arrepentiréis.
Severine preguntó mientras avanzaba por el pasillo:
—¿Quién es ese Hippolyte?
—No se sabe —susurró Mathilde.
—¿Es rico?
—¿Tú crees? No paga nunca ni un miserable centavo.
—¿Y por qué?
—Madame paga por él. Creíamos que era su amante, pero parece que no. Por todos los síntomas, digo yo. Tal vez la tuvo de querida antes, hace tiempo… Lo único que puedo decirte es que a madame no le gusta que venga con frecuencia. Ha venido dos o tres veces en dos años.
Llegaron ante la puerta de la habitación grande y dudaron unos instantes, turbadas e indecisas, antes de entrar. Severine sintió crecer su inquietud:
—¿Es apasionado?
—No sé qué decir… —murmuró Mathilde.
—¿Violento, brutal?
—Tiene razón Mathilde —dijo Charlotte—; no se sabe bien qué es y qué no es. A veces es un tipo corriente y tranquilo: muy fácil. Pero otras veces es un cerdo, un cochino desvergonzado que te pide de todo. Y hay que obedecerle: no sé cómo se las arregla, pero causa miedo, ¿verdad Mathilde?
Bastaron unos segundos para que Severine participara de los sentimientos de sus compañeras. Hippolyte era una especie de masa bárbara, salvaje, un hombre marcado por la rudeza, mucho más ancho y alto que el resto de los hombres que Severine había visto en su vida. Una mole inmensa y decidida, con la autonomía de un ciclón. Nada había de especialmente cruel en su rostro; sólo una gordura que rebasaba los límites corrientes. Contrastaba su inmovilidad majestuosa, casi mortal, con la feroz vida animal que coloreaba sus labios de un rojo sombrío, apretaba sus mandíbulas semejantes a una trampa para fieras y convertía sus puños en mazas de carne y hueso. ¿Qué intimidaba en él? ¿Su forma de liar y pegar los cigarrillos? ¿El minúsculo aro de oro que le colgaba de la oreja derecha? Severine, como sus compañeras, no hubiera podido expresar el miedo que, ante la presencia de aquel hombre, comenzó a deslizarse por sus venas. Como si estuviese fascinada, no podía apartar la mirada de aquella masa animal bronceada, que poseía el color y las proporciones de un ídolo, de un dios.
—¿Qué tal, niñas?
Preguntó sin dignarse mirarlas, fijos sus ojos en un lugar que sólo él conocía más allá de las paredes de la habitación. No le pasó desapercibido a Hippolyte el terror que produjo en aquellas tres mujeres. Habló con desgana y desprecio. Después se calló. Era evidente que no le apetecía hablar, y que el silencio —agua muerta y estancada para la mayor parte de los hombres— era para él un descanso en el que sabía bien que su poder aumentaba. Fue Charlotte quien contestó, incapaz de soportar la atmósfera silenciosa de la habitación:
—¿Y usted, Monsieur Hippolyte? —preguntó con alegría mal fingida—. Hace muchos meses que no viene a vernos.
Hippolyte hizo un leve movimiento con el dedo y Mathilde acudió presurosa a ayudarle a quitarse la chaqueta. Se adivinaban bajo su camisa de seda natural los músculos de los brazos, de las espaldas y el pecho, semejantes a trozos de hierro fundido, destinados a no se sabía qué misterioso esfuerzo. No respondió a Charlotte. Al cabo de un rato, dijo:
—Os he traído a un amigo mío.
El tono con que pronunció la palabra «amigo» contrastó vivamente con su engreída indiferencia. Aquel término grave y sonoro parecía ser, para Hippolyte, el único que tenía importancia en todo el vocabulario de los hombres.
Se fijó Severine en un joven que estaba sentado discretamente detrás de Hippolyte, como cobijado en su sombra. Sus ojos encendidos y penetrantes no se apartaban de ella. Las miradas se cruzaron. Pero los ojos de Belle de Jour, imantados por el coloso, volvieron enseguida a contemplar su punto de partida. Hippolyte continuó pausadamente:
—Otro día os convidaremos a beber. Hoy no tenemos tiempo. Tenemos que irnos. A ver…, la nueva. Tú, ven aquí.
Belle de Jour dio un paso hacia él, pero la detuvo una voz cálida y suplicante. El hombre joven situado tras la mole de Hippolyte, se abalanzó hacia su amigo:
—Déjamela para mí.
Charlotte y Mathilde recularon atemorizadas. Les parecía increíble, imposible contradecir un deseo de Hippolyte. Pero el hombre sonrió con una condescendencia tan inmensa como su cuerpo y puso la mano sobre el hombro de su amigo. Las dos mujeres pensaron que aquella garra aplastaría los frágiles huesos del muchacho, pero su hombro no sólo no cedió al impulso de la mano, sino que pareció sentirse cómodo bajo ella. Hippolyte extendió su sonrisa y miró divertido y lleno de ternura, al joven:
—Diviértete, hijo mío. —Miró a Severine y añadió—: Es de tu edad.
Hippolyte atraía físicamente a Severine. Se sintió irritada y decepcionada por aquel cambalache cínico entre los dos hombres. Miró al joven: un tipo delgado que sería incapaz de apaciguar su deseo de aquella otra mole humana capaz de aplastarla.
Cuando entraron en la habitación de Belle de Jour, el muchacho dijo:
—Te pedí a mi amigo porque me gustas mucho.
Por lo regular, una frase así bastaba para neutralizar la excitación sensual de Belle de Jour, que exigía el silencio, la prisa y la brutalidad. Pero, aquella vez, Severine se sorprendió al sentirse conmovida por un deseo paciente. Examinó más detenidamente al sustituto de Hippolyte. Tenía los cabellos untados de brillantina, su corbata era cara y vulgar, su traje excesivamente ceñido y llevaba un grueso diamante en un anillo colocado en el dedo anular de la mano izquierda. Todo concordaba con la piel dura y apretada de la cara y la luz inquietante e inflexible de los ojos. Recordó Severine que las delgadas espaldas del muchacho no cedieron al peso de la mano de Hippolyte. Se apoderó de ella una emoción viva y sutil.
—Te repito que me gustas —y el joven pronunció estas palabras sin dejar de apretar los dientes.
Severine se dio cuenta de que el joven no pretendía hacerle ningún cumplido, sino que le concedía una especie de regalo y se irritaba al no ver en ella ninguna muestra de reconocimiento. Severine avanzó hacia él con los labios entreabiertos, y las dos bocas se unieron con ardor calculado. La llevó al lecho. ¡Qué ligera se sintió Belle de Jour transportada por aquellos brazos fuertes y delgados! En el amigo de Hippolyte todo era debilidad aparente. Bajo la apariencia de fragilidad se agazapaba la fuerza, la virilidad y el dominio. Las manos eran pequeñas, bellas y finas; pero sus dedos poseían dureza de estiletes. Sus delicados muslos hicieron gemir a Severine cuando cogió sus piernas entre ellos y apretó. Asomaba en su cuerpo, bajo la feroz delicadeza de los invisibles músculos del muchacho, el goce supremo, el trastorno único, el violento placer de las más escondidas y humillantes delicias.
El joven encendió un cigarrillo y preguntó.
—¿Cómo te llamas?
—Belle de Jour.
—¿Y qué más?
—Nada más.
Torció los labios con indiferencia e ironía.
—¿Me tomas por policía?
—Y tú, ¿cómo te llamas? —preguntó Severine experimentando el placer sensual de tutearle por vez primera.
—Yo no me escondo de nadie: Me llamo Marcel, y algunos me llaman El Ángel.
Severine sintió un escalofrío. Aquel apodo equívoco casaba perfectamente con la cínica pureza del rostro que, al lado del suyo, se escondía en la almohada.
—Y todavía más… También me llaman Jeta de oro.
—¿Por qué?
—Mira.
Cayó en la cuenta de que, hasta entonces, Marcel había mantenido pegado su labio inferior a la encía. Severine cogió el labio con los dedos y lo separó: todos los dientes que ocultaba eran de oro.
—Me los arrancaron todos de cuajo, y también…
No terminó la frase. Severine le agradeció aquel silencio. Tuvo miedo del rictus que repentinamente apareció en su boca.
Marcel se vistió rápidamente.
—¿Ya te vas? —preguntó Severine a su pesar.
—Me espera un compadre.
De repente se detuvo, asombrado de sus propias palabras:
—Es para mondarse de risa. Ahora resulta que te estoy dando explicaciones.
Salió de la habitación sin dirigirle ni una mirada.
Al día siguiente volvió a casa de Madame Anaïs, esta vez solo. Severine estaba ocupada y fueron a recibirle Mathilde y Charlotte.
—Dejadme en paz. Vengo por Belle de Jour.
Esperó pacientemente. Para él, como para Hippolyte, el tiempo no tenía las medidas ordinarias. Poseía el don de los animales de dejar respirar su cuerpo sin intervenir para nada en la operación, como si su vida orgánica siguiese caminos propios que nunca se cruzaban con los de sus pensamientos. En realidad, lo que se fraguaba en aquellos momentos bajo su frente no podía aspirar ni al nombre ni a la forma de un verdadero pensamiento.
Aquel torpor vigilante fue de pronto disipado por los pasos de Belle de Jour. La mujer corrió alegremente hacia él, pero Marcel la detuvo con un gesto duro.
—Ya era hora —dijo.
—No te he hecho esperar por mi culpa.
Se aplacó. No podía confesar a aquella mujer las razones de una cólera que se negaba a confesar a sí mismo.
—Está bien —dijo con rudeza—. Nadie te pide nada.
La besó en los labios. No intentó esta vez disimular su dentadura de oro, y Severine sintió el calor de su boca mezclado con un frío metálico. Jamás olvidaría el sabor de aquella mezcla.
Marcel se quedó largo rato con Belle de Jour. Daba la impresión de que intentaba saciar de una sola vez toda la sed que lo abrasaba. Y Severine sintió un confuso temor en lo más profundo de su corazón. Encontraba demasiado placer en los interminables abrazos, encontraba demasiado bienestar en los tranquilos intermedios que los seguían. Tuvo que reprimir en varias ocasiones las ganas de acariciar el cuerpo de Marcel, casi invisible a la luz del crepúsculo. Finalmente no pudo resistir la tentación. De improviso retiró la mano: acababa de tocar una especie de ruptura en la carne. Marcel dejó escapar un silbido burlón y despreciativo:
—Parece que no estas acostumbrada a meter el dedo en un ojal —dijo riendo—. Tendré que adiestrarte.
Cogió la mano de Severine y la hizo tantear con las yemas de los dedos por todo el cuerpo. Estaba literalmente cubierto de cortes: los brazos, los muslos, las espaldas, el vientre…
—¿Cómo te has hecho todo esto…?
—Supongo que no pretenderás que te recite mi ficha policíaca. A un hombre no se le pregunta nada.
La sentenciosa severidad de su propia voz fue como una señal para Marcel.
—Ahí te quedas. Buenas tardes —dijo.
Severine apartó de él la mirada mientras se vestía. No quería ver sus cicatrices, por miedo a que aquellas marcas viriles y misteriosas estrechasen más aún un lazo que ya consideraba apretado en demasía.
Los días que siguieron justificaron su temor. La fuerza del vínculo callado que le unía a Marcel se manifestó plena y desazonadora ante su ausencia: durante todos aquellos días Marcel no apareció por casa de Madame Anaïs. Severine tuvo que reconocer que Marcel le era necesario, imprescindible como el alimento. Vivió aquel tiempo dominada por una inquietud persistente, por una extraña y famélica languidez. Pensó aterrorizada que había dejado de gustarle, y temió, sobre todo, que lo que le alejaba de ella era la falta de dinero con que pagar a Madame Anaïs.
Por esta razón, cuando, al cabo de una semana, volvió a verle y percibió en su cara siempre simpática un rictus de incomodidad, le propuso:
—Si no tienes dinero, yo puedo…
—Tú te callas —exclamó Marcel.
Respiró con fuerza, mostrando un orgullo casi insultante.
—Sé perfectamente que, si me da la gana, te saco el dinero que me apetezca sacarte… ¡Tú qué sabes…! A mí, oye, a mí me mantienen tres como tú. ¡Tres! Pero de ti no quiero nada. ¿Entendido? ¿Dinero? Toma dinero. Entre tú y yo, soy yo quien paga. Toma dinero…
Arrojó sobre la mesa un arrugado fajo de billetes de cien francos.
—Y si tienes dinero, ¿por qué…?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué no has venido durante todos estos días?
Reaccionó un instante con la violencia que aquella pregunta provocó en él. Replicó:
—Basta de charla. No he venido para hablar.
Se expresó con firmeza, pero su voz dejaba entrever la huella de una herida secreta.
A partir de entonces no volvió a faltar ni un solo día. Crispado y taciturno, fue sosegándose de una forma gradual, como si ya no intentase luchar contra el impulso que le dominaba. Y, así, cuanto más penetraba en los sentidos de Severine, tanto más se determinaba y fijaba su pasión por ella.
Otro tanto le fue ocurriendo a la mujer. Poco a poco fueron desapareciendo los restos de la muralla que había separado las dos existencias de Severine. Sin duda, aquella brecha se abrió mucho antes de que ella cayera en la cuenta de que ya existía, pero Severine creyó siempre que se produjo justamente en el momento que la intuyó por primera vez. Su convicción se apoyaba en las siguientes circunstancias:
Acababa de dejarla una tarde Marcel y ella se encontraba, perdido su sentido del tiempo, gozando de la soledad del recuerdo aún vivido de sus sensaciones. De improvisó recordó que aquella noche estaba invitada a cenar con unos amigos, y que, debido a esta circunstancia, Pierre volvería una hora antes de la clínica. Sin embargo, fatigada y caliente todavía por los besos de Marcel, su pereza se negaba a aceptar la perspectiva de volver inmediatamente a su casa. Se vistió lentamente con objeto de que su retraso se convirtiese en un obstáculo decisivo para volver, y después telefoneó a Pierre excusándose por haber estado retenida demasiado tiempo en una prueba con la costurera. Quedaron en verse en el restaurante. Esto la cansaría menos. No necesitaba cambiarse de vestido. La cena era sencilla y consideró correcto asistir a ella con un vestido de tarde.
Por vez primera pasó Severine, sin transición, del mundo de Madame Anaïs, de sus protegidas y de sus clientes, al suyo propio. Le dio un vuelco el corazón cuando, al darse cuenta de su presencia, los hombres que la estaban esperando se levantaron. Tal vez, en un tiempo imperceptible, pasó ante sus ojos la imagen fugitiva pero intensa de Hippolyte quitándose la chaqueta con la ayuda de Mathilde.
Los anfitriones eran dos jóvenes cirujanos compañeros de Pierre. El más moreno de los dos tenía reputación de conquistador empedernido, y se decía que muy pocas mujeres eran capaces de resistírsele. Poseía en todos sus movimientos inteligencia sensual, y en su rostro había una fuerza de obstinada decisión entre dura y tierna que fascinaba a las mujeres. Severine lo sabía, y se complació en recordar la fama de aquel joven cuando la invitó a bailar con él un tango. Aquel compañero de Pierre siempre había tratado a Severine respetuosamente, pero aquella noche debió intuir en ella no se sabe qué singulares efluvios, porque, durante todo lo que duró la pieza, bien agarrado a su cintura, la apretó con verdadera osadía. Aquella audacia no sólo no excitó a Severine, sino que puso en su rostro una expresión involuntaria de desdén. ¡Cuánta educación, qué buenas maneras se desprendían del deseo de aquel individuo que la gente calificaba de rudo! Aquella serie de insinuaciones durante el baile indicaban, además de sus buenos modales, que era pobre y exangüe al lado del que ella soportaba cada tarde. Rió con inevitable superioridad, con desprecio. En un solo gesto de Marcel, en una simple presión de sus manos semejantes a pinzas de acero, había más despotismo y más promesas que en todos los esfuerzos reunidos de aquel seductor de mujeres mundanas. Podía intentarlo todo, pero el ingenuo salvajismo del otro sería siempre para él una meta inaccesible. Y su memoria volvió a Marcel, el muchacho cosido a puñaladas, que llevaba en sus manos con altanería, chulescamente, un fajo enrollado de billetes con los que pagaba, según su criterio y su humor, el precio del amor.
En ese momento, Severine se sintió más cerca del ángel impuro de la boca de oro que de aquella gente que la rodeaba, y vinieron a sus labios, sugeridas por el contacto con su pareja de baile, las palabras que, en una oscura presciencia, había espetado en cierta ocasión en pleno rostro de Henri Husson: «Tú no vales para violarme».
La imagen de Marcel no la abandonó en toda la noche. Aún se sentía ligada a él por el vestido que llevaba puesto y que él le quitó; por aquella tela que todavía conservaba algunas imperceptibles arrugas hechas por su mano delgada y enérgica; por la piel que él acarició y que ella no había purificado todavía. Entonces, Severine tuvo una conciencia singular de su hermosura, y fue invadida por una embriaguez perversa que confundía y mezclaba las dos mujeres que había en ella. Al salir del restaurante besó a Pierre con una pasión que no iba destinada únicamente a él.
Cuando se dio cuenta de que su marido la rechazaba y de que, durante todo el trayecto, algo informe y deprimente los separaba, Severine sintió un miedo punzante. Durante un segundo, sólo un segundo de aberración, de estúpido error, echó por tierra todo su trabajo, todo su meticuloso cuidado, y otra vez Pierre volvía a sufrir por ella.
Severine sabía realizar toda la violencia de su amor únicamente en los momentos de ternura o de peligro, pero entonces se sentía invadida por ambas cosas hasta la angustia. Y se dio cuenta de repente de que ya no iba a casa de Madame Anaïs en busca de lujuria anónima, sino en busca de Marcel, y vio asimismo que su vida secreta, tan bien circunscrita entre los muros de la calle Virene, irrumpía en la otra vida que había decidido dedicar por completo a Pierre. Aquella marea corrompida amenazaba con llevárselo todo por delante. Había que restaurar el dique roto. Lo que había abierto la grieta era la frecuencia de Marcel y el nacimiento de un hábito mutuo que encadenaba progresivamente sus cuerpos. Tenía que olvidarse de él. Sería su sacrificio, pero lo aceptó sin reservas al mirar el perfil de Pierre, más serio a causa de la oscuridad.
De esta manera decidió corregir Belle de Jour el curso de su destino.
Madame Anaïs respondió a la resolución de Severine con una condescendencia no exenta de cierta inquietud:
—Me parece muy bien que no quieras volver a verle —dijo—. Apenas sé nada de ese chico, pero, no sé por qué, preferiría saberlo a miles de kilómetros de mi casa. Lo único que me preocupa es cómo tomará él la cosa. Es amigo de Hippolyte… En fin, le diré que no has venido, que estás enferma. Tal vez se canse.
Cuatro días después, al salir Severine del trabajo, notó que le cerraba el paso una silueta que reconoció, incluso antes de llegar a verla, por la sombra que proyectaba en la acera de la calle Virene.
—Te acompañaré hasta tu casa… o hasta dondequiera que esté el final de tu camino —dijo Hippolyte con voz apacible.
Sobrecogida, la mujer fue incapaz de reaccionar. Cuando salieron de la pequeña calle Virene —la antecámara de madame como la llamaba Belle de Jour— y entraron en la plaza de Saint-Germain-l’Auxerrois, despertó a Severine una especie de grito interior. Estaba fuera, fuera, es decir, en un lugar donde ella era la virtud personificada, la salud absoluta; estaba en el mundo donde no era más que la mujer de Pierre, y allí, a su lado, impertérrito y allanador, se encontraba el peor sujeto de la camada de Madame Anaïs.
El terror que se apoderó de Severine procedía menos de la situación en que se encontraba que del progreso inflexible de un destino que ella había creído que podría orientar a su conveniencia. La cobardía cedió el puesto durante unos momentos al instinto de conservación. Rígida, alerta, dispuesta a pedir socorro, Severine corrió hacia un taxi que se cruzó frente a ella. Tropezó. La mano de Hippolyte vino en su ayuda, y, al ceder la carne bajo la presión de aquella garra, invadió su cuerpo la torpeza de los forzados durante los primeros días que tienen que andar con los pies encadenados. La potencia de aquella mano agotó con un simple movimiento la fuerza y la capacidad de defensa de la mujer.
—Basta de idioteces —dijo Hippolyte, sin levantar la voz—. Tengo que hablar contigo, y hablaré. ¿Prefieres un lugar tranquilo? Vamos.
Se dirigió hacia una taberna recogida y muy pequeña que había en la misma plaza. Sin necesidad de agarrarla, sin dirigirle una sola mirada, Severine caminó sumisa.
La pequeña sala estaba completamente vacía. Un obrero bebía un vaso de vino blanco apoyado en el mostrador de estaño. Lo hacía con un placer tan ostensible que a Hippolyte le vinieron ganas de beber lo mismo. Esperó a que le sirvieran para dirigirse a Severine:
—Escúchame bien, y te advierto que no pienso repetir ni una sola letra. Si necesitas garantías para creer en mi palabra, puedes pedir informes en Montmartre o Les Halles. Pregunta quién es Hippolyte el Sirio, y de qué es capaz. ¿De acuerdo? Bien; pues ahora presta atención: No te diviertas a costa de Marcel, no te burles de ese muchacho, a no ser que prefieras tener complicaciones. (La última palabra, tan bonachona, dejó helada a Severine).
Bebió reposadamente el vino, reflexionó durante unos segundos. Pareció tener dificultades en hilvanar de seguido sus pensamientos.
—Tienes aspecto de buena chica, y tal vez lo seas. Quiero explicarte unas cosas. Marcel es un chaval que salvó la vida a Hippolyte. ¿Te das cuenta? Eso es más serio que si se tratara de mi propio hijo. Sólo tiene un vicio: vosotras. Ya se metió en líos el año pasado por una historia de faldas de mierda… Sin mí… Ya es bastante. Debí darme cuenta, cuando me pidió que le dejara ir contigo, que algo así se estaba fraguando otra vez en su sangre. ¡Pero yo no puedo cuidarme de todo! Tengo muchas cosas en que pensar. Al principio podía pasarse sin ti. Incluso en sus tonterías es un hombre. Después… es un chico espontáneo y se deja llevar. Sin embargo no es un imbécil: no creas que se ha tragado el cuento de tu enfermedad. De no haberle sujetado, sería con él con quien estarías hablando ahora. No le he dejado venir. Tiene la cabeza demasiado caliente.
Hippolyte se ensimismó en una forzada meditación. Severine pensó que se había olvidado de ella.
—En una palabra —dijo de pronto, volviendo en sí—. ¿Me has entendido, o no?
Posó su inmensa mano derecha sobre el hombro de Severine, la observó con sus ojos inmóviles y concluyó:
—Decide, pero pronto.
Reflejada en el cristal del escaparate de la taberna, Severine vio su enorme y confusa sombra acodada junto al vaso de vino blanco. Le fascinó aquella forma oscura. Sentía que todos sus nervios estaban desquiciados.
Después de dejar a Hippolyte, volvió a la calle Virene a toda prisa.
—Me marcho, madame no tengo más remedio.
—¿Has hablado con tu amigo? ¿Te lleva de vacaciones? —Madame Anaïs no podía comprender que Severine se refería a su marcha definitiva.
—Sí —contestó Severine para ahorrarse explicaciones que no deseaba dar a nadie.
La suposición de la patrona no determinó el pensamiento posterior de Severine, pero sí quitó de él algunas vacilaciones. Cuando Hippolyte le estaba hablando sintió que era presa de un vehemente deseo de huir. Pero no era suficiente huir de la casa de la calle Virene. No quería, no podía respirar el mismo aire que sus perseguidores. Debía interponer entre ella y madame, Marcel e Hippolyte mucho más espacio que el que cabía en toda la ciudad. Estaba comenzando el verano. Pierre acostumbraba a tomar sus vacaciones más adelante. Pero Severine se sentía ya capacitada, por la serie de pruebas que había superado, para influir en su voluntad. Una vez más, su amor la obligaba a entremezclar la ternura más limpia con sus más miserables sobresaltos.
Tal como había previsto, le fue fácil convencer a Pierre de que debían marcharse de París cuanto antes. Esgrimió dos argumentos que no podían fracasar; su salud y su deseo de estar lejos, solos, los dos, uno frente al otro. Una semana después de la perorata de Hippolyte, los Serizy tomaron un tren hacia una playa desierta cercana a Saint-Raphaël.
Todavía mientras atravesaban los andenes de la estación, Pierre y Severine se sintieron incómodos y nerviosos; él, por toda la desorganización en su trabajo que aquella brusca partida le causaba, y ella porque temía ver surgir de cada rincón la sonrisa socarrona —delgada como un hilo de oro— de Marcel, o la sombra colosal de Hippolyte. Los primeros traqueteos del tren hicieron vacilar y se llevaron todos los cuidados y las intranquilidades. Envolvió a Pierre y a Severine la maravillosa soledad del compartimento de un tren surcando la noche. Un mismo placer de juventud brilló en sus ojos. Comprendieron que se querían con la misma lozanía y más solidez que se quisieron en su primer viaje. Especialmente Severine dejó traslucir su emoción ante la inminencia de los días tranquilos y delicados que se abrían ante ella, al borde del infinito.
Fueron los mejores, los más bellos momentos de su vida. Las agotadoras semanas que acababa de pasar, las amenazas que se cernían sobre ella multiplicaron sus facultades de disfrute. El mar, la playa, el sol, el hambre y el sueño, todo cuanto sus sentidos podían percibir, parecía haber guardado para ellos su mejor intensidad. Todo era bello, todo era azul. El aire era un bálsamo precioso y ligero. Bañaba el cuerpo de Severine, aquel cuerpo amasado por tantas manos, que ahora volvía a pertenecerla en sus transportes de juventud y de castidad.
Pierre también fue feliz. El descanso, el paisaje, y, sobre todo, la presencia, llena de vigor e inocencia, de la mujer que amaba desencadenaron su plenitud humana y su alegría. Nadaban juntos todos los días. Y, cuando subían a una barca, los remos adquirían la misma cadencia. En la arena de la playa jugaban como niños. Sólo viviendo así logró Severine sentirse verdaderamente cerca de Pierre. En París la separaban de su marido los enfermos, los libros y los artículos. Pero aquellos ejercicios violentos y puros, en los que era casi tan experta como él, les confundían en un calor mutuo inmenso y fraternal.
¡Cuánto amó y qué amable y delicado fue Pierre durante aquellos días sin par! ¡De qué forma se reprochó y se despreció Severine a sí misma al darse cuenta de que su conducta había puesto en peligro una armonía como aquélla!
Después de un abuso o de un choque moral demasiado rudo, ciertas intoxicaciones inspiran a sus víctimas tal asco que tiemblan ante el simple recuerdo de las pasadas delicias, creyéndose liberadas de ellas para siempre. En tal estado se encontraba Severine. Su lozana alegría y su renovado amor convirtieron la calle Virene en un mundo absurdo y demente. Dejó de sentir el aguijón que la había arrastrado día tras día hacia aquella mansión oscura, y se asombró, con asco y vergüenza, de las servidumbres y las humillaciones que había consentido. Pero escapó a tiempo. No quedaba en ella ni una sola marca de su paso por entre las paredes del entresuelo izquierda de Madame Anaïs. Nadie —ni siquiera Hippolyte— sería capaz de seguir sus pasos y descubrirla. Tenía en sus manos su propio destino y su propia seguridad. ¿Cómo pensar de otra manera allí, bajo la protección de Pierre, en el calor del mes de julio, a la orilla de una mar sumisa?
Pero las mismas armas de su felicidad se volvieron contra ella. Recobró su tranquilidad demasiado aprisa y de forma demasiado plena. La lejanía contribuyó a reducir a proporciones humanas lo que, en París, la persiguió como una pesadilla. Cuando el espíritu realista de la mujer comenzó a tomar cada cosa por lo que de verdad era: el piso de Madame Anaïs como un piso, a Mathilde como una pobre y desgraciada mujer, a Marcel como un simple chulo, y a Hippolyte como un «gangster[1]» de palabra torpe y soez, creyó estar salvada para siempre. Sin embargo, con la vuelta a la realidad se derrumbó también su más firme protección: su terror místico. De ahora en adelante, para defenderse contra el maleficio, no contaría más que con su inteligencia.
El enemigo, agazapado en las tinieblas de la carne, tomó aliento y nueva vida.
Una mañana, que llovía incesantemente, Pierre y Severine se vieron forzados a permanecer en la habitación. Él se aprovechó de esta circunstancia para poner a punto una conferencia que estaba preparando. Y ella, maquinalmente, cogió las revistas ilustradas que compraron en París poco antes de subir al tren y que se habían pasado los días tiradas encima de una mesa sin que ninguna de los dos sintiese ganas de abrirlas. Hojeó dos y abrió la tercera. Prosa y dibujos mediocres. Severine prefirió echar una ojeada a las páginas de anuncios. Inmediatamente sus ojos se detuvieron ante unas líneas cuyo sentido no captó a primera vista. Después las letras compusieron palabras, y éstas llegaron a su inteligencia:
9 bis, calle Virene
Madame Anaïs recibe todos los días
en su hogar íntimo
y les ofrece la compañía
de sus tres gracias
Elegancia – Simpatía – Especialidades
Releyó varias veces el anuncio. Creyó que su propio nombre le había salido inconscientemente de los labios, pero recordó que en casa de Madame Anaïs sólo era conocida por un apodo. Miró asustada a Pierre, pero él seguía trabajando ensimismado y volvió los ojos hacia el mar y el cielo que comenzaba a despejarse.
—Salgamos —exclamó bruscamente—. Está saliendo de nuevo el sol.
Ni el baño, ni las carreras en la playa le hicieron olvidar el anuncio de la revista. Al acostarse volvió a abrirla y, plegándola de forma que Pierre no pudiera darse cuenta de la página que leía, se recreó nuevamente, con añoranza y ternura, en aquel pobre anuncio. Era la llamada del ama, de la patrona, la contraseña por la que se llegaba hasta el lecho de Belle de Jour… —el nombre de madame era muy distinto impreso que pronunciado—. Y su casa, y sus mujeres, ella misma se transformaba por la magia de unas simples letras de molde, y se envilecían por aquellos calificativos cuya sosería acrecentaba la bajeza y la grosería de lo que pretendían sugerir.
«Hogar íntimo… tres gracias… especialidades».
Un sabor extraño y funesto, el de una droga conocida y sin embargo nueva, se instaló en la boca de la mujer. Se sintió penetrada por un calor vergonzante y tranquilizador. El permiso de Pierre tocaba a su fin. Sintió piedad por él, no por ella.
¿Cómo averiguó tan pronto Marcel que Belle de Jour había vuelto? Nunca le dijo nada sobre este particular, pero no hacía una hora que Belle de Jour se había instalado en casa de Madame Anaïs cuando oyó su voz. No tuvo tiempo para pensar. La puerta de la habitación se abrió furiosamente. En el umbral, Marcel, pálido, temblaba de ira feroz, acumulada día tras día, hora tras hora.
—¿Está sola? ¡Qué pena! Me hubiese gustado encontrarte con un hombre.
Sin darse cuenta, Severine retrocedió hasta la pared.
—Tuve que irme —murmuró—. Ya te explicaré…
Marcel sonrió malévolamente, con toda su dentadura de oro al descubierto.
—¿Explicarme? Soy yo quien tiene que darte explicaciones a ti.
Cerró la puerta con llave y se quitó un grueso cinturón de cuero de las trabillas del pantalón. Severine seguía sus movimientos con mirada estúpida, sin acabar de comprender todo aquello. La correa silbó, blandida por una mano iracunda.
¿De dónde sacó Belle de Jour valor y maña para esquivar el golpe y agarrar con decisión el cinturón que se cernía sobre su carne? ¿Cómo fue capaz de aquella salvaje energía que detuvo en seco a Marcel? Concentrada su mirada sobre él, fija y decidida, exclamó Severine:
—Un solo movimiento más y no volverás a verme en toda la vida.
Quedaron separados durante algún tiempo por toda la longitud de la estancia. Poblaron el silencio sus respiraciones sofocadas y jadeantes. Se fueron calmando poco a poco, y, también poco a poco, desapareció de su horizonte la espantosa imagen que galvanizó a Severine: su rostro magullado y herido, destrozado por los cardenales y las heridas producidas por el cinturón de Marcel, y todo ello ante los ojos interrogantes de Pierre que indagaba en ella el origen de aquellos golpes. Arrastrada por esta imagen insoportable, su cuerpo había estallado con inusitado vigor. Pero ahora ya no tenía necesidad de aquella insólita fuerza. Marcel, con la frente inclinada hacia adelante, dijo:
—Eres igual que todas. Hippolyte tiene razón…
Levantó la cabeza al oír un ruido sordo. Severine se había desplomado. Se abalanzó sobre su cuerpo exánime y la transportó al lecho. Semiinconsciente aún, Belle de Jour levantó los brazos en un movimiento instintivo de protección. Aún quedaba en los resortes espontáneos de su naturaleza la huella y el recuerdo de la amenaza de flagelación.
—No temas, no temas, mi reina —repetía Marcel confusamente…
No se atrevió a tocarla aquella tarde. En el rostro de ángel caído del muchacho se manifestó un sentimiento mucho más profundo que el deseo.
Volvió al día siguiente y entró en casa de Madame Anaïs con su habitual socarronería. Cuando tomó en sus brazos a Belle de Jour, ella sintió, con la imperceptible vigilancia de sus músculos, que él se cuidaba de no hacerle ni el menor daño, procurando por todos los medios producirle placer. Por ello, tal vez, Belle de Jour gozó menos que de costumbre. Y descendió progresivamente su goce a medida que fue adquiriendo consciencia de que lo que le unía a Marcel no era tan sólo un poder, una relación de dominio, una simple fuerza sensual y primitiva.
Con anterioridad a su huida, Marcel propuso a Belle de Jour salir con él una noche. Ella, naturalmente, se negó. Era la época en que Marcel tenía empeño en seguir conservando su prestigio ante ella; se encogió de hombros y no volvió a hablar del asunto. Ahora volvió a la carga con obstinación. Quería ligarse a su querida, en la que observaba rasgos desconcertantes y un fondo inaccesible, con lazos más delicados que los de sus encuentros en el piso de la calle Virene, un burdel.
Por su parte, Severine obedeció una vez más la ley fatal del placer sin espiritualidad, que, entorpeciendo progresivamente sus reflejos, la empujaba cada día más lejos en su busca, llevándola a aceptar cualquier medio posible y útil. Con objeto de reanimar la atracción repentinamente disminuida que sentía hacia Marcel, recurrió cada vez con más frecuencia a la evocación del peligroso misterio que rodeaba la vida de su amante. Pero su imaginación gastó pronto este débil recurso. Y fue entonces cuando la insistencia de Marcel encontró en Severine un eco más favorable. Pensó que, tal vez, si le observaba en su vida cotidiana, en medio de sus turbios trabajos, reencontraría, aunque sólo fuese provisionalmente, aquel temor que originó lo más profundo de su voluptuosidad en los primeros encuentros con Marcel. Y tanto más deseaba pasar una noche con él cuanto más consideraba que era imposible encontrar una ocasión para hacer real su deseo. No cabía en su cerebro la idea de salir fuera una noche sin Pierre.
Pero, inconscientemente, aguardaba la ocasión, y ésta llegó, como les llega siempre a quienes secretamente la esperan. Una operación fuera de París exigió a Pierre, inexcusablemente, una ausencia de veinticuatro horas.
Marcel e Hippolyte esperaban a Belle de Jour en una taberna cercana a la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois. Callaban, como de costumbre, cuando estaban juntos. Pero la profunda seguridad que habitualmente sustentaba sus largos silencios faltaba aquella noche. No es que fastidiase a Hippolyte que Marcel saliera con una mujer. Las chicas de Marcel estaban bien adiestradas y se mantenían siempre en su puesto, dejando a los hombres hablar o soñar por su cuenta, sin inmiscuirse para nada en sus asuntos. Pero a Hippolyte no le convencía Belle de Jour. Traería complicaciones a su amigo; no era mujer para él. ¿Cómo le concedía el favor de salir con ella una noche, después de la afrenta que le había infligido al irse de vacaciones sin su permiso? No lo entendía. Hippolyte estaba convencido de que incluso había sido incapaz de reñirla de la forma que correspondía a aquel caso. Y sufría comprobando en su joven camarada aquel signo de cobardía o debilidad que a él jamás le había afectado, y, que, él lo sabía bien, a la larga había destrozado a todos los pocos hombres a quienes había admirado por su coraje o su lealtad.
—Mierda —gruñó—. Y fui yo quien te llevó a casa de esa maldita Anaïs.
A continuación encendió un cigarrillo, y pensó que ya era hora de comer algo.
Severine llegó antes de la hora fijada.
Esta prueba de respeto frenó algo la hostilidad del coloso.
También le satisfizo la forma negligente y superior con que Marcel se dirigió a Belle de Jour.
—Te sienta bien el sombrero.
Pero Severine intuyó, en su alocada alegría, fascinada por la inminencia de la aventura, que aquel tono no le habría salido de no estar allí, como un dios vigilante, la sombra de Hippolyte.
—¡Qué! ¿Comemos? —dijo éste.
Marcel propuso ir a algunos restaurantes que fue enumerando. Todos eran conocidos y todos estaban en los bulevares interiores. Severine no aceptó ir a uno solo de los que su amante nombró.
—Tú, ten la boca cerrada —le dijo Hippolyte—. Marcel es quien habla, y yo el que piensa.
Cuando decidió, no esperó a que su decisión fuese aceptada. Pagó al tabernero y salió a la calle. Ellos le siguieron, pero no sin que antes consultase Marcel, con una mirada, a Severine. La vigilancia instintiva de Hippolyte sorprendió el movimiento.
—Ve delante, Belle de Jour —ordenó bruscamente Hippolyte.
Cuando se quedó a solas con Marcel, le advirtió con voz entre amenazadora y suplicante:
—Si no quieres tener un mal recuerdo mío, chico, compórtate como un hombre… Al menos cuando yo esté delante.
El restaurante elegido por Hippolyte se encontraba al comienzo de la calle Montmartre. Fueron andando. Como en un mal sueño, Severine caminaba entre aquellos dos hombres taciturnos que la condujeron a través de Les Halles desiertos, a un lugar que desconocía por completo. De haber estado sola con Marcel no hubiese entrado allí, pero los mudos pasos de Hippolyte bastaban para suprimir en ella el más pequeño rastro de voluntad propia. Sin embargo, el aspecto de la sala del establecimiento tranquilizó a la mujer. Como todos los que desconocen la vida secreta y hampona de París, Severine creía que aquellos dos proscritos debían vivir necesariamente en lugares siniestros y peligrosos, en guaridas y tabucos donde se respiraba el crimen. El minúsculo restaurante estaba limpio como una patena y era verdaderamente acogedor. Un reluciente mostrador a la entrada. Una docena de mesas cubiertas con mantelitos y vajilla bien limpia completaba la instalación.
—Marie se pondrá contenta de volver a verlos por aquí —dijo un hombre de chaleco de lana y ojos afables que trabajaba tras el mostrador.
El hombre saludó a Severine con exquisita educación, mientras por la pequeña puerta de la cocina irrumpió en la sala, impregnada de un denso tufo de ajo y especias, una especie de bola humana en camisola y enaguas.
—No tenéis vergüenza, bandidos —gritó la mujer, abrazando impetuosamente a los dos amigos—. ¡Cuatro días sin venir a ver a Marie!
Emocionaba la calurosa acogida en su acento sureño. Su voz jovial invitó a Severine a sonreír con gana cuando la miró. Sus ojos negros eran verdaderamente admirables; despedían bondad y resaltaban inmensos a pesar de la grasa que había deformado su rostro prematuramente.
—Buenas noches, muñeca —dijo Marie dirigiéndose a ella—. ¿A cuál de los dos perteneces?
—Déjame que te presente —replicó gravemente Hippolyte—. Monsieur Maurice, un amigo —y señaló al hombre del mostrador—. Madame Maurice —y señaló a Marie.
Y después, mostrando con gesto indulgente a Severine:
—Madame Marcel.
—Ya lo suponía —dijo maternalmente Marie—. Este Marcel siempre fiel a sí mismo.
Se puso seria y confidencial para preguntar:
—¿Qué vais a comer? Por supuesto, mis coles rellenas. ¿Y después?
Hippolyte decidió el menú. Maurice les sirvió el aperitivo. Marcel atrajo hacia sí a Severine, que se dejó llevar tiernamente contra su hombro. Todo cuanto había en aquel pequeño figón poseía para ella un carácter fuerte, viril y sano. Nada atisbaba allí con olor a prohibido.
Fueron llegando hombres que estrecharon la mano de Hippolyte y Marcel, y después saludaron a Severine. Algunos, muy pocos, iban acompañados por mujeres, que los seguían con docilidad. No se detenían con ellos en el mostrador, sino que se dirigían directamente a la mesa que su acompañante les indicaba con una expresión lacónica o con una señal. Por diferentes que aquellos hombres fuesen en anchura de espaldas, en forma de vestir o en acento, llevaban todos una marca común: la del ocio. Emanaba de sus gestos, de sus palabras, de su manera de levantar la cabeza y de sus ojos ágiles y perezosos. La conversación favorita eran las carreras, y sólo de tarde en tarde hacían alguna alusión marginal a los negocios o al trabajo.
El restaurante, mal refrigerado, sin apenas ventilación, comenzó a caldearse. La comida era sabrosa y abundante, bien sazonada al gusto meridional; el vino era de alta graduación. La comida sureña y el alcohol aumentaban la ya elevada temperatura del local con un vivo fuego interior. Y aunque, como hizo notar Hippolyte con satisfacción, la etiqueta del servicio era esmerada, los parroquianos comían con maneras vulgares y casi groseras, las espaldas curvadas sobre el plato de tal forma que daban la impresión de estar efectuando una cena clandestina. Severine no miraba a nadie ni atendía la monótona charla que llegaba a sus oídos procedente de las otras mesas, ni a la que mantenían entre sí Marcel e Hippolyte. Sentíase intrigada, y aquel pequeño misterio le causaba un bienestar casi sensual, por la suma de aquellas vidas desconocidas, sospechosas y llenas de franqueza —al fin comprendía el significado exacto de esta palabra tan frecuente en el vocabulario de Marcel—, que actuaban en ella como un filtro masivo y poderoso.
Nadie, entre toda la concurrencia, mostraba prisa por terminar de cenar y marcharse, salvo las mujeres, que una tras otra fueron saliendo a la calle.
«¿Adónde?», se preguntó Severine. «¿Qué trabajos las esperaban?». Y se estremeció suavemente cuando afluyeron a ella vagas imágenes que sobrepasaban en mísera lujuria a las que llenaron sus ojos las apacibles tardes de la calle Virene.
—Ya es hora —dijo inesperadamente Hippolyte—. Bebamos la espuela.
Marcel tuvo unos instantes de duda y murmuró en voz baja:
—No puedo… —señaló a Severine—, Belle de Jour.
—Vamos a ver, Maurice —preguntó Hippolyte levantando la voz—. Si tuvieras que arreglar una cuenta en un lugar, ¿llevarías a tu mujer?
—Ella lo exigiría.
Hippolyte se levantó. Marcel y Severine le imitaron. Ya en la calle, Hippolyte ofreció condescendientemente su brazo a Belle de Jour.
—Después de todo, para el peligro que hay…
Invadió a Severine un miedo de muerte, menos por aquel peligro cuya naturaleza ignoraba, que por la loca promiscuidad en que se había dejado introducir por aquellos dos hombres. Pero, por un extraño contagio, el contacto del brazo de Hippolyte y el tipo de lugar que acababa de abandonar no permitieron que su miedo trascendiera.
El lugar a que se refirió Hippolyte era un pequeño bar de Les Halles que permanecía abierto toda la noche y que estaba situado justo enfrente del mercado de verduras. Allí ya se percibía el mundo del tugurio. Las mesas sucias, las baldosas resbaladizas a causa de los desperdicios y basuras extendidos por todo el suelo, el vacío de la sala y la extraña y siniestra lámpara que daba una luz fatigante y confusa; todo en aquel lugar oprimía el corazón. Fuera, en la calzada, rodaban lentos carromatos cargados con un botín impreciso, arrastrados por lustrosos caballos conducidos por hombres medio dormidos, calzados con enormes botas campesinas y armados de restallantes y larguísimas fustas. Reinaba en aquel lugar una especie de barbarie.
Hippolyte y Marcel no pararon de beber y parecían desinteresarse por completo de cuanto ocurría fuera. Pero un grupo de hombres apareció en el umbral del bar. Severine agarró la mano de su amante, que le pareció la única defensa que tenía contra una amenaza terrible.
—Calma —dijo Marcel entre dientes—. He hecho bien en venir. Son tres.
Los hombres se sentaron tranquilamente, y uno de ellos, el más bajito, picado de viruela, lanzó una rápida y escrutadora mirada a Severine.
—Puedes hablar —dijo Hippolyte—. Es la mujer de Marcel.
Severine sintió como si su cabeza se hubiera quedado hueca, y que a la vez le pesaba insoportablemente. Pero aunque hubiese permanecido tan alertada como en sus momentos de mayor lucidez, no habría entendido ni una palabra de la discusión que se entabló entre aquellos hombres y sus dos acompañantes. Un indescifrable debate, misterioso y en clave, llevado a una asombrosa velocidad. Estaba sentada entre Hippolyte y el hombrecillo picado de viruelas. Los compañeros de los dos interlocutores apoyaban a sus partes respectivas con silenciosos signos de aprobación, con su presencia y su mutismo. Severine oyó murmurar al hombrecillo:
—Ladrón.
Como por resorte, Marcel llevó su mano al bolsillo de la chaqueta. Los tres adversarios retrocedieron haciendo el mismo movimiento. Pero la mano de Hippolyte detuvo la de su amigo:
—Déjate de historias, chico —dijo suave y tranquilamente—. Deja que se desahoguen estos mierdas.
Apartó la mesa, agarró la muñeca del hombrecillo picado de viruelas que mantenía escondida en el bolsillo, y tiró de ella. Los dedos se crispaban sobre las formas de un pequeño revólver. Hippolyte dirigió el arma contra su propio vientre y continuó:
—Ahora no fallarás, ¿eh?
Durante unos segundos dio la impresión de que el hombrecillo se disponía a disparar; miró a Hippolyte, y sus ojos vacilaron bajo la mirada de éste. Secamente, Hippolyte ordenó:
—Vamos, suelta la mercancía; sé perfectamente que la llevas encima.
Como si se encontrara bajo los efectos de la hipnosis, el hombrecillo sacó del otro bolsillo de la chaqueta un paquete que puso en la mano que Hippolyte tendió.
—Está bien de peso —dijo éste—. No os retenemos por más tiempo.
Los tres hombres llegaron a la puerta. Marcel les gritó:
—Tú, el de «ladrón». Ten cuidado con tu boquilla, y que no te coja descuidado. Nos veremos.
—Tiene la cabeza caliente tu chico —dijo con orgullo Hippolyte a Belle de Jour.
Deslumbraba a Severine una especie de vértigo que ya no era miedo. Su más bella mirada se detuvo fija y ardiente frente a la de Marcel. Comprendió el joven que Belle de Jour había sido sensible a su valor, a su gesto capaz de desencadenar la muerte.
—Se las tendrá que ver conmigo ese «Viruelas» —exclamó—. Le haré perder el culo hasta Valparaíso, como al otro…
—No nos cuentes tu vida, chico —interrumpió Hippolyte—. Sacas a relucir tus cuentos para darte a valer con ella. Lo que tenéis que hacer es iros a una cama. Andando; yo tengo trabajo.
Se volvió a Severine.
—Te has portado bien. ¿Quieres probar un poco?
Severine no comprendió qué le estaba proponiendo, pero rehusó.
—Haces bien —dijo Hippolyte—. Esto sólo es bueno para los sonados. Que os améis bien, chicos.
Cuando se encontró a solas con Marcel, le preguntó:
—¿Qué me ofreció?
—Coca —respondió su amante con expresiva repugnancia—. El «Viruelas» le soltó una media libra, ya lo viste. Ahora va a colocarla. Tiene buena venta. Y ricos por un mes.
Severine no quiso ir a casa de Marcel, ni salir de aquel barrio. Le pareció que el espacio comprendido entre la calle Virene, la taberna de la plaza de Saint-Germain-l’Auxerrois, el restaurante de Marie y el bar del que acababan de salir, era el único lugar propicio para sus desbordamientos sensuales. Sentía un deseo acuciante de amar a Marcel, enfebrecida por todo cuanto acababa de vivir a su lado, y se dejó conducir a una casa de citas. Y allí, en una habitación maloliente, sórdida e innoble conoció el más maravilloso placer de toda su vida.
Estaba despuntando el alba cuando Severine saltó de la cama.
—Tengo que irme —dijo.
Marcel, que aquella noche había desatado por completo sus instintos, reaccionó un instante:
—¿Te burlas? —preguntó amenazante.
—Tengo que irme —repitió Severine con firmeza.
Como aquel día que arrancó de sus manos el cinturón con que se disponía a flagelarla, Marcel percibió en ella una fuerza desconocida, invencible:
—Está bien —gruñó—. Te acompañaré.
—De ninguna manera.
De nuevo aquella mirada irresistible de quien pone en una decisión la defensa de su vida. Marcel acompañó a Severine hasta un taxi y la dejó marchar. Como si estuviese encantado, no hizo ni el menor movimiento mientras fueron visibles las luces del automóvil. Cuando éste desapareció de su vista lanzó al vacío un feroz juramento y corrió a toda prisa a consultar a Hippolyte.
Hasta que estuvo acostada, Severine no pudo reflexionar sobre lo que podía haber ocurrido de ser menos rápidas las manos de Hippolyte cuando detuvo el ataque de Marcel. ¿Y si el hombrecillo picado de viruelas hubiese disparado ante la provocación de Hippolyte? El simple recuerdo de estos hechos le hizo temblar como en un acceso de fiebre.
Pierre volvió de su viaje unas horas después, y su rostro reflejaba un profundo cansancio.
—No vuelvas a dejarme sola —suplicó Severine—. No puedo vivir sin ti.
Marcel no apareció durante algunos días en la calle Virene. Severine no se inquietó por ello: ya no esperaba nada de él. Volvió una semana después, y, nada más verla, dijo:
—Esta noche salimos.
Ella rehusó con mucha calma. Tenía la impresión de encontrarse frente a un muchacho extraño e inofensivo. Por su parte, Marcel no se mostró violento. Preguntó con voz casi tierna:
—¿Puedes decirme por qué no quieres?
—Todo el mundo sabe aquí que no soy libre.
—Déjale.
—¿A quién quieres que deje…?
—A ése, al que te paga…
—Imposible.
—Eso significa que le quieres.
Severine no contestó.
—Está bien; que te diviertas —y salió de la casa.
Ella creyó que a partir de aquel día Marcel estaba completamente sometido a su voluntad. Sin embargo, cuando salió de la casa de Madame Anaïs, volvió varias veces la cabeza mientras caminaba, temiendo que Marcel o Hippolyte la siguieran. No descubrió nada sospechoso, y entró en su casa.
Aquella misma tarde, en un bar de la plaza Blanche, Hippolyte y Marcel bebían en silencio. Un hombre muy joven se acercó a ellos:
—Lo he averiguado todo, Monsieur Hippolyte —anunció con deferencia—. Me he hecho pasar por electricista.
Y acto seguido dio la dirección, el piso y el verdadero nombre de Belle de Jour.
Hippolyte esperó a que su espía se fuese, y dijo a Marcel:
—Ahora, cuando quieras, lo que quieras.
Si hubiese podido adivinar la suerte que estaba preparando al único ser que estimaba en el mundo, Hippolyte, al que no gustaba derramar sangre, hubiese matado antes de hablar a aquel muchacho descolorido que les trajo la información.