Madame Anaïs, después de despedir a un parroquiano, se detuvo a reflexionar un momento acerca de la justeza de sus observaciones. Era indispensable encontrar una compañera para Charlotte y Mathilde. Ambas eran chicas agradables y atractivas, pero a la casa le faltaba variedad. Para ella no había mayor despilfarro que el tener una habitación sin usar. Y, sin embargo, dudaba todavía en buscar una sustituta para Belle de Jour. Ésta era la chica que necesitaba, la que cerraba el círculo: le gustaba especialmente su educación y carácter reservado. Y tal vez Madame Anaïs no conseguía desterrar de su pensamiento aquella mirada que, durante unos segundos, unió estrechamente a las dos mujeres.
Charlotte y Mathilde reposaban juntas, desnudas, en una cama. Los cabellos de Mathilde eran más claros que la espalda en que se apoyaban, y Charlotte los acariciaba amorosamente.
—Perdonad que os moleste, niñas —dijo Madame Anaïs—, pero tengo que hablaros de negocios. ¿Conocéis a alguna chica que pueda trabajar aquí?
Atemorizada, como de costumbre, como si fuera autora de una culpa que ella misma desconocía pero que el resto de la humanidad veía perfectamente, Mathilde respondió la primera:
—Usted sabe, madame, que no conozco a nadie. Toda mi vida la paso entre esta casa y la mía.
—¿Y tú Charlotte? ¿Conoces alguna chica apropiada entre tus antiguas camaradas?
—No es fácil para mí, madame. Cuando me fui de allí le dije a la patrona que me largaba porque uno me retiraba de la vida. Si ahora aparezco buscando una chica… no podría…
—¿Qué pensáis de Belle de Jour…? ¿Creéis que volverá?
—¡Quia, ésa no vuelve! —exclamó Charlotte estirándose sensualmente.
Madame dio un paso distraído en dirección a la puerta, pero Mathilde la retuvo. Ésta era un ser pasivo y oscuro, apasionado por los temas que se prestaban a imaginar historias y a ensoñaciones.
—Cuando se marchó comprendí que no volvería a verla jamás —dijo—. Yo creo, madame que ella no es de nuestra clase, y que tiene… un secreto.
—¡Un secreto! ¡Un secreto! —gritó Charlotte remedando a su compañera—. Ésta ve películas por todas partes. ¡Que tiene un secreto! Lo que tiene es un fulano; él la dejó, y entonces ella se vino para aquí; él volvió a cogerla y ella se largó… Lo de siempre.
—Eso no está claro, niña. Dijo que a las cinco en punto se tenía que marchar todos los días, lo que demuestra que, quien quiera que fuera ese fulano, no la había dejado todavía. Ella tiene un secreto, estoy segura.
Madame Anaïs escuchó la conversación atentamente. Aquella cuestión era debatida todos los días en términos casi idénticos y con esa paciencia insólita de que sólo son capaces las criaturas enclaustradas, pero, en cada nueva discusión, Madame Anaïs esperaba algo, probablemente una frase distinta, dicha al azar, que le proporcionase la clave de la enigmática desaparición de Belle de Jour. Dijo lentamente:
—No sé qué pensar, pero creo que ninguna de las dos tenéis razón… Belle de Jour volverá. Puedes reírte cuanto quieras, Charlotte; más reirá la última.
Madame Anaïs se sintió repentinamente segura de su intuición, y aún perduraba aquel sentimiento cuando, poco después, fue a abrir la puerta tras de haber oído la llamada del timbre.
Era Belle de Jour.
—Vaya, eres tú —dijo Madame Anaïs con tono sencillo y frío—. ¿Y a qué debemos tanto honor?
Las gotas de sudor que se deslizaban por las sienes de la joven eran el mejor testimonio del esfuerzo que tuvo que hacer para satisfacer la abominable y disolvente exigencia que la perseguía. Aquel esfuerzo había sido tan intenso que, cuando apretó el botón del timbre de la casa de Madame Anaïs, ya le habían abandonado los deseos y las emociones, y en su interior sólo quedaba el vacío y la indiferencia. Pero el frío recibimiento de la encargada disipó su tranquilidad. ¿Iban a negarle la entrada en aquel lugar soñado, en aquel innoble paraíso? ¿Dónde saciaría aquella sed que pocos días antes creía extinguida y que ahora se despertaba mil veces más abrasadora? ¿Dónde encontraría ahora el alimento podrido que calmase su hambre?
—Le ruego, madame…, si puedo, si pudiera…
—¿Si puedes qué…? ¿Recuperar tu puesto? ¿Y desaparecer a continuación durante el tiempo que te dé la gana, sin explicaciones de ninguna clase? No, pequeña, de eso nada. En mi casa no quiero aficionadas. Para las aficionadas está la calle. Aquí sólo se admiten profesionales.
¡Cuánto hubiera dado la orgullosa Severine por poder lograr ver afabilidad en el rostro de Madame Anaïs! Sintió ante ella, oscuramente, la presencia cautivadora de su ama, su dueña.
Su cuerpo entero mendigó que no la obligase a buscar un nuevo asilo impuro. Aquella casa era ya su amiga: había dejado dentro de sus paredes imágenes y recuerdos, esa dulce huella que queda cuando se introducen los miembros en una masa de fango suave…
—Por favor, madame…, se lo ruego, déjeme volver.
Madame Anaïs la llevó hasta la habitación del descanso y las confidencias, y dijo:
—Mira, niña, tienes la suerte de topar conmigo. Otra te hubiera dado con la puerta en las narices, pero yo soy una sentimental. Me caes simpática y me siento un poco madrina tuya. Pero te advierto que no volveré a tolerar que te aproveches de esta circunstancia.
Contempló a Severine con un cariño que no podía disimular.
—Dime una cosa, mi niña, mi pequeña Belle de Jour. ¿Es que no te tratamos bien? ¿No te sientes aquí como en casa?
Todavía incapaz de articular una respuesta, Severine bajó la cabeza con una sonrisa servil y medrosa. Era cierto: miraba los armaritos, el pequeño buró de Madame Anaïs, la cama, el oscuro empapelado de las paredes, como se miran las cosas propias, sintiendo que acogían una parte de su espíritu y que éste descansaba en ellas.
—¿Puedo? —dijo, iniciando un movimiento de quitarse el sombrero.
Sin esperar a que Madame Anaïs le diese permiso, abrió el armarito y dejó el sombrero dentro de él. Su rostro recobró entonces la expresión de paz.
—Creo que no hace falta que te diga —recalcó Madame Anaïs— que si permito que te quedes es para que te comportes con formalidad.
Un supremo gesto de defensa agitó a Severine.
—Sí, madame; de acuerdo, pero sólo podré venir cada dos días —en su mirada había humildad—. Le juro que es imposible, que no tengo más remedio…
—Me parece muy bien —dijo Madame Anaïs después de unos segundos de atento silencio—. Dentro de poco serás tú misma quien me pida más tiempo.
Y con una voz tan alegre que hizo estremecerse a Severine, gritó:
—¡Mathilde, Charlotte, Belle de Jour ha vuelto!
Acudieron las dos camaradas, incrédulas y desnudas. Mientras le mostraban su extrañeza ante aquel inesperado retorno, las rodillas de Severine temblaron. Aquellos cuerpos desnudos, en tan íntimo contacto y de colores tan impúdicamente distintos, la llenaban de una deliciosa debilidad. Preguntó suavemente, como si se arrepintiese de algo:
—¿No vais a coger frío?
—No te preocupes, estamos acostumbradas —respondió Charlotte—. Además, el piso tiene buena calefacción. Madame no es tacaña para la calefacción, ¿verdad?
Una sonrisa ambigua apareció sobre sus blanquísimos dientes, y añadió:
—Inténtalo tú. Se está bien así…, ¿verdad, Mathilde…?
Pero Mathilde estaba ya desnudando a Severine, que no se resistía. Cuatro manos hábiles y acogedoras le fueron quitando, pieza por pieza, toda su ropa, mientras Severine era presa de una turbación que la transportaba y enturbiaba los ojos.
Volvió en sí asustada por el silencio que siguió. Por mucha costumbre profesional que tuviesen las tres mujeres, cuando contemplaron su cuerpo desnudo se apoderó de ellas un silencio emocionado e incómodo. Aquel cuerpo, delgado, sano y duro, poseía algo insólito, un estigma de clase, de raza y, junto a él, emanando como un perfume, el sello de la virginidad.
Madame Anaïs fue la primera que logró sobreponerse. Mitad por mitad, coexistían en aquella mujer el orgullo por su negocio y la frialdad de un capataz; y ambos sentimientos se combinaban de manera tan exquisita, que el momentáneo exceso de uno era inmediatamente compensado por el otro.
—Es imposible estar mejor hecha —comentó fría y respetuosamente.
Charlotte recorría con apasionados besos la espalda de Severine cuando de nuevo sonó el timbre de la puerta. Severine palideció, pero el visitante era un pariente de Charlotte.
—Yo tengo que trabajar —dijo Madame Anaïs—. Mientras tanto, que Mathilde enseñe a Belle de Jour su habitación. Y si suena el timbre os vestís inmediatamente. Hay que ser decentes.
La habitación destinada a Belle de Jour era algo más pequeña que aquélla en que hizo su primer trabajo con Monsieur Adolphe, pero en lo demás casi idéntica: el mismo papel sombrío sobre las paredes, el mismo tono rojo, casi negro, en las cortinas, en el sillón, en el edredón, el mismo biombo tras el que se ocultaban el lavabo y el bidet.
—Ya casi no hay luz. Podríamos encenderla.
No lo hizo, sino que se dirigió hacia la ventana. La calle Virene era antigua y estrecha, pero por ella caminaban hombres y mujeres libres. Mathilde la siguió, miró también a los transeúntes, y preguntó:
—¿No te deprime haber vuelto, Belle de Jour?
Severine volvió hacia ella la cabeza, asustada. Había olvidado la presencia de su compañera y, sin saber por qué, aquélla su voz indecisa, su sombra un poco más clara que la oscuridad de la habitación y su extraña y humilde inmovilidad, le produjeron una tristeza infinita.
—Yo… Yo… no pretendo que me expliques nada —dijo Mathilde intimidada—. Cada una tiene sus secretos, ¿verdad? No lo digo por mí, porque yo no tengo secretos de ninguna clase. El propio Lucien, mi marido, sabe que trabajo aquí. Yo creo que lo sabe todo el mundo. Y tampoco estoy aquí por mi culpa, ni mi marido tiene culpa de nada. Está enfermo y tiene que reposar en el campo. Así que…
Esperaba en vano una respuesta de Belle de Jour. Siguió hablando, cada vez con más sombras en la voz.
—Seguro que te aburro con mis historias. ¿Me perdonas? Madame y Charlotte dicen que soy un poco tonta. Pero siempre tengo ganas de contar cosas… y madame me riñe. Que te las cuente a ti es natural, porque somos compañeras, pero es que también lo hago con los clientes, y madame dice que terminaré espantándolos…
Severine pensó: «Quiere que alguien le explique por qué pertenece a todo el mundo, cuando ella ama a un solo hombre». No le interesaba el problema de aquella pobre mujer. Era fácil relacionar aquella miserable existencia con las leyes de un mundo mal ajustado. Pero ¿y ella? ¿Quién poseía la clave de su presencia allí? Si estaba fuera del mundo de la necesidad, al que perteneció la pobre Mathilde, si era una mujer rica y enamorada, ¿qué hacía en aquella casa, qué le había obligado a entrar a formar parte de aquel mundo tan ajeno a sus necesidades?
—¿Y Charlotte? —preguntó bruscamente.
—Charlotte tiene mucha suerte. Antes era modelo, pero saca más dinero de esto… y, encima, le gusta. Goza con todos los clientes, siempre. Sale contenta y dice que lo ha pasado muy bien. Y cuando no hay clientes, me coge a mí y goza conmigo. A mí no me gusta, pero como no sé discutir, termino haciendo todo lo que quiere. Todo.
Calló un momento y, después, dudando, añadió:
—Te tengo lástima, ¿sabes, Belle de Jour?
—¿Por qué? —preguntó Severine irritada.
—Te vi la otra vez… con Monsieur Adolphe.
Una oscuridad que no correspondía a la hora reinaba en la habitación. Las manchas rojas se habían convertido en manchas oscuras, negras, anticipos de la noche. Por esta razón, Mathilde no pudo ver la cólera que había invadido el rostro de Severine. Pero una voz cargada de odio la hizo estremecerse:
—¿Qué te importa a ti? Largo de aquí…
Severine se contrajo con todas sus fuerzas para no estallar en sollozos. De improviso, cuando Mathilde se disponía a marcharse, Severine se abrazó a ella:
—No, no te vayas… No me hagas caso. Estoy un poco loca. Ven, ven conmigo. Enséñame qué le haces a Charlotte.
«¿Por qué? ¿Por qué?», se repetía una y otra vez Severine apretando los dientes y los puños. Su cuerpo estaba tan rígido que los movimientos del taxi no la afectaban. ¿Por qué aquella triste prostitución? Recordaba con asco el contacto pasivo de Mathilde, las lágrimas de aquella desgraciada, su obediencia para hacer cuanto se pedía de ella, aquella innoble serie de cosas que no le gustaban y que casi la volvían demente. Recordaba también al hombre que la había elegido poco después de dejar a Mathilde: un viejo que ni siquiera le proporcionó aquella sensación de envilecimiento que la hizo aceptar las caricias de Monsieur Adolphe. Sólo un instante en todo el día rozó los comienzos del placer que buscaba: cuando compartió el dinero del viejo con Madame Anaïs. Pero aquel irrisorio anticipo no compensaba el peligro que, para obtenerlo, debía afrontar. Aquel peligro era la mirada de Pierre.
Al llegar a su casa se dirigió directamente al baño. Se vistió en cuanto terminó su purificación externa. Tenía poca costumbre de disimular, y su carácter no se prestaba a la comedia ni a cualquier tipo de fingimiento, pero el instinto de conservación la orientó siempre en aquella sorda lucha. Aquella noche, ese instinto la advirtió que no debía volver a usar frente a Pierre métodos que ya había empleado. Por ello no pidió a su marido que saliesen aquella noche, e incluso logró conservar su plena naturalidad ante él hasta la hora de cenar. Sin embargo, por muchos esfuerzos que hizo le fue imposible probar ni un solo bocado. Pierre le preguntó con aquella voz enamorada que constituía para Severine el más desasosegador reactivo. Respondió mal. Aún era demasiado novicia en el arte de la culpabilidad para interpretar su papel con absoluta maestría. Se manifestaba en todos sus gestos la perplejidad y el embarazo, y en todas sus palabras el apresuramiento típico de los culpables.
Una angustia de origen impreciso tornó hierático el rostro de Pierre. Aún no era presa de ninguna verdadera inquietud, pero todos sus sentidos practicaban en aquel instante esa clase de acecho que no se encuentra ya muy lejos de la sospecha. Severine se dio cuenta, y sintió que enloquecía y que se desmoronaba. Por suerte, la cena estaba terminando.
—¿Vas a trabajar? —preguntó.
—Sí —respondió Pierre nervioso—. ¿Vienes?
Severine había olvidado que, cuando Pierre escribía un artículo, ella tenía la costumbre de acompañarle leyendo un libro sentada en el sofá del despacho. Y era precisamente ella quien había establecido esta norma cuando decidió, aquélla ya tan lejana mañana, dedicarse por completo a la felicidad de su marido.
Abatió por completo a Severine el recuerdo de aquel amanecer lleno de tan bellas y puras promesas. Sin embargo, no se atrevió a negar. En cuanto se sentó en el sofá del despacho comprendió que había cometido un error: el más torpe de los pretextos que podía emplear para quedarse a solas era mejor que aquella comedia de falsa intimidad. Allí estaban, asediándola, una habitación dedicada al cultivo de la inteligencia y la sabiduría, la vida noble de los libros, las luces sobrias, los rasgos austeros y ensimismados de su marido trabajando. ¿Cómo soportar el confrontamiento de aquellas imágenes nobles y profundas con sus recuerdos, esas otras cenagosas imágenes que la asaltaban y trasladaban a la remota calle Virene? El contraste era tan amargo y cruel, que Severine ni siquiera percibió, absorta e idiotizada en la encrucijada, las miradas que de vez en cuando dirigió hacia ella disimuladamente su marido. Se puso alerta cuando de improviso le oyó levantarse. Volvió como por resorte la cabeza hacia el libro que tenía en las manos, y palideció. Lo mantenía en posición de lectura frente a sus ojos, pero con las páginas invertidas. No tenía tiempo para rectificar.
Pero Pierre no dijo nada. Se limitó a anticiparse a las explicaciones que sabía que Severine iba a darle:
—Prefieres soñar a solas, ¿no? —dijo—. Acuéstate. En la cama te encontrarás mejor.
La voz del hombre era severa, casi seca. Nunca había percibido en ella tal tono de autoridad, y Severine se levantó con obediencia humilde y temerosa.
Pierre observó a su mujer. Aseguró su voz y preguntó:
—¿Son tus sueños los que te impiden acostarte conmigo?
Aquellas palabras aniquilaron a Severine. Con rapidez y crudeza, Pierre la puso ante la verdad.
Se derrumbó sobre el lecho y mordió la almohada para ahogar el grito que pugnaba por salir de entre los labios. Y, después, un ruego ardiente y vasto como su desesperación: que, una vez más, sólo una vez más, pudiese disimular; que una vez más, sólo una vez más, Pierre cayese en el engaño, y aquellas experiencias ignominiosas y dementes en que se hundía lentamente acabarían para siempre.
Aquel aliento tenía la forma de una promesa entera y firme; y era tan vivo y convincente, que la tranquilizó.
Comenzó a desnudarse. Las líneas de dos cuerpos obscenos flotaban confusamente en su memoria a medida que se acercaba a la desnudez. Percibió entonces —recuerdo y premonición— una limpia e invasora sensación de goce sexual. Se espantó cuando reconoció que aquellas dos formas impúdicas correspondían a los cuerpos desnudos de Charlotte y Mathilde. El placer fue instantáneo, pero le bastó para comprender que el sentimiento de aquella promesa que acababa de hacer se había desvanecido con él. Al principio se negó a reconocer la vanidad de su arrepentimiento, pero sus sensaciones eran mil veces más poderosas que sus decisiones conscientes. Notó que estaba a punto de perder la razón, que deseaba gritar, llamar a Pierre y confesarle toda la verdad. Apretó los dientes, ahogó nuevamente su grito y tomó convulsivamente el soporífero que había usado durante su enfermedad.
Se apoderó de ella un sueño profundísimo, pero de corta duración. Despertó cuando comenzaba a amanecer. Le dolía la cabeza. Los movimientos de su espíritu eran semejantes a blandas hojas caídas arrastradas por el viento. Pierre entró en el dormitorio cuando comenzaba a salir de su pesada y deslizante atonía.
Aquella aparición en el momento en que recuperaba la conciencia de su situación dilató los ojos de la mujer con el estupor de los condenados a muerte.
—Severine, no podemos continuar de este modo —dijo Pierre—. No puedo admitir, intenta comprenderlo, no puedo admitir que me tengas miedo.
Seguía abierta y fija la mirada de Severine. Ni un movimiento en sus pestañas. Pierre prosiguió, más de prisa:
—Eres demasiado franca para intentar un juego como éste. No puedes, no sabes. Dime: ¿qué te ocurre, amor mío? Te aseguro que puedes contármelo todo. Nada me hará sufrir más que tu silencio… ¿Puedo ayudarte? No me quieres confiar nada de lo que te atormenta. Escúchame… Fíjate bien en esto: toda la noche me la he pasado pensando lo mismo, y ya ves que te hablo igual que siempre, que nada ha cambiado en mí. Fíjate bien: eso quiere decir que no voy a reprocharte nada. Tal vez… he pensado que tú… amas a otro. No quiero decir que me hayas engañado: estoy seguro de que no lo has hecho. Pero tú amas a otro…
Detuvo a Pierre el sonido de una risotada estridente, extraña, casi burda. Y siguió a la risa una serie de dislocadas protestas:
—¿Otro…? Otro… Otro… Lo has pensado. No amo a nadie que no seas tú. Te quiero, y te querré toda mi vida, sólo a ti… Tú eres mi único amor, mi único apoyo y mi única fuerza… Tienes que saberlo. Soy tuya. Estoy loca por ti… Estoy nerviosa… Te quiero… ¿Cómo no te has dado cuenta de que me encuentro mal de los nervios? No me ocurre más que eso. Sería capaz de morir por tu felicidad…
A medida que hablaba, Severine volvía a la normalidad, y su mirada se concentraba y perdía su momentáneo extravío. Resplandecía en sus ojos húmedos y brillantes una adoración tan humilde y viva por él, que Pierre comprendió su error. Y todo volvió a ser maravillosamente claro. «Severine estaba en lo cierto», pensó Pierre. «No es posible acercarse a la muerte sin que el organismo entero se resienta». Se sintió estúpido y feliz.
—Cuando pienso en ti, debería acordarme únicamente de la cara que tenías cuando me esperaste en el porche del hospital.
Severine le interrumpió agitada y balbuciente:
—Te esperaré allí todos los días… Verás… Espérame… Me vestiré en un minuto y te acompañaré.
No pudo disuadirla. Le llevó al hospital, le esperó a la salida, le acompañó a la clínica en que operaba por las tardes. Y, cuando Pierre acabó su trabajo allí, volvió a encontrarla en la sala de espera.
Deseaba convertirse en la criada de su marido. Pero, como siempre, se sintió incapaz, cuando volvieron al apartamento, de recibirle en su cama, en el momento en que él, conmovido por el comportamiento de su mujer, le dijo que la deseaba. No había caído el muro.
Durante unos segundos observó en su marido la muda y violenta petición del hambre carnal. Más tarde, en sueños, Severine transportó aquella imagen de violenta belleza en medio de un decorado sospechoso, hecho de papel sombrío y de manchas rojizas que de repente adquirían el color de la noche, y, allí, la hermosura de la imagen se envileció trasladándose a caras corrompidas que se movían de un modo incesante y equívoco. Odiaba aquellas caras, y aquel odio le proporcionó el camino hacia la voluptuosidad… No deseaba volver a aquel lugar, pero no podía prescindir de él. Sabía que pronto retornaría la necesidad devoradora, y que si no cumplía su compromiso con Madame Anaïs, las puertas de aquella casa se cerrarían para siempre ante sus ojos. En cuanto dejó a Pierre en el umbral de la clínica se apoderó de ella el miedo de que le fuese negado el alimento de su triste lujuria. Salió corriendo hacia la calle Virene.
Y desde aquel día comenzó la verdadera intoxicación de Severine, en la que el hábito era un elemento mucho más poderoso y determinante que el placer. No fue un impulso impetuoso e incontrolable lo que la arrastró hasta la calle Virene, sino una tendencia suave y benigna lo que empezó a irla desplazando poco a poco, abandonada a una especie de mórbida pasividad, que acabó por arrebatarle progresivamente su capacidad de reacción y sus reflejos. Durante este período no experimentó en casa de Madame Anaïs las alegrías que esperaba sedienta, pero comenzó a encontrar cada día más agradable aquel entresuelo izquierda con exceso de calefacción, y aquel equívoco dormitorio en quien nadie dormía. Escuchaba sin desagrado, embebida, las interminables conversaciones de Madame Anaïs y sus dos compañeras. Y muy pronto comenzó a participar en ellas. Para saciar la curiosidad que sentía, y al mismo tiempo complacer a Mathilde y a Charlotte, se inventó un pasado que encajaba con las respectivas versiones de las dos mujeres. Tuvo un amante que la sedujo cuando todavía era una niña. Ella le adoraba, pero él la abandonó. Ahora tenía un querido que se portaba muy bien con ella, pero al que no quería. Estaba con él por el piso y el sueldo. Aquélla era la razón de su prudencia y del escaso tiempo que podía permanecer en casa de Madame Anaïs.
Belle de Jour no era avara con el escaso tiempo de que disponía. La casa vivía principalmente de clientes habituales. Todos se lanzaron sobre la novedad. Severine aceptó esta preferencia sin turbación ni placer. Con frecuencia se sintió arrepentida de sus primeros terrores de animal indócil. No volvió nunca a reaparecer aquella negativa histérica ni siquiera contra el propio Monsieur Adolphe, que iba a veces a pasar con ella el «ratito» acostumbrado. Incluso se extrañó de haber dado tanta importancia a un personaje tan grotesco.
Mientras tanto, estudiaba los trucos y las técnicas del oficio, incluso las más secretas. Aquel aprendizaje le produjo el sentimiento de que se estaba convirtiendo en una máquina impura y, con frecuencia, la hizo estremecerse de perversa humillación. Pero el desorden carnal, cuando no hay una pasión mutuamente compartida que lo transporte al infinito, no sobrepasa ciertos límites a los que no se tarda en llegar. No tardó Severine en darse cuenta de que se había hecho insensible a la monótona operación diaria que los hombres hacían en su cuerpo. Su pudor y su miedo parecían haberse consumido. Ya no encontraba ningún inconveniente en que un hombre la poseyese ante la mirada de otros… Charlotte y Mathilde compartían con frecuencia su lecho y sus ejercicios amorosos. Había en toda aquella mecánica una especie de emulación deportiva. Tan sólo persistía en ella, del espíritu de los primeros días, un leve estremecimiento cuando Madame Anaïs la llamaba para atender a un cliente y ella acudía con mansedumbre. Era su obediencia lo que saboreaba en aquellos momentos.
Cuando Severine recordaba su pasada dignidad y su orgullo, sentía que en su vida había una laguna, un lugar vacío. Este vacío era el tormento de Pierre. No había vuelto a encontrar, en su vida con Severine, la simplicidad absoluta y la maravillosa comodidad de los primeros tiempos. La vanidad de reconocer absurdo un temor que durante algunos días devastó su existencia, la protegió durante algún tiempo contra su propia perspicacia. Pero pronto comenzó a inquietarle la persistente y anormal humildad de su mujer. Sus cambios de humor podían explicarse fácilmente con la hipótesis del desequilibrio nervioso, pero aquella ternura onerosa y lastimera, aquella morbosa diligencia en servirle, aquella falta total de vida propia y de reflejos personales eran imposibles de admitir, sin miedo a lo peor, en una mujer que, sólo un mes antes, maravillaba por su voluntad y por su orgullo, tan naturales ambos, tan acordes con su carácter, que parecían ser suyos, de la misma manera que eran suyos sus miembros o su corazón.
La inquietud de Pierre no logró encajar en ninguna hipótesis válida. No podía dudar del amor de Severine; en cierto modo, nunca había estado tan seguro de ella en este aspecto. Lo que le producía una inevitable sensación de malestar era que esta convicción no le producía ni la más mínima alegría. Por instantes, y de una forma apenas consciente, recordaba aquel día en que Severine le habló por primera vez de las andanzas de Henriette… y le preguntó insistentemente por sus experiencias con rameras. La pista que este dato le ofreció era insostenible, y la abandonó inmediatamente. Severine no era de esas mujeres en las que las imágenes sensuales, y menos de esa calaña, hacen mella.
Cada mañana buscaba en los rasgos de su mujer esa autoridad que su felicidad necesitaba a toda costa; y, cada mañana, volvió a encontrar el ser sumiso del día anterior, cuya única preocupación consistía en prevenir sus deseos y atenderlos, casi como una criada, o peor, como una vieja querida llena de abnegación. Severine se dio cuenta de que su amor adquiría una forma servil que contradecía e imposibilitaba todo cuanto se había propuesto respecto de su marido, pero no podía hacer nada por evitarlo. Veía a Pierre desde la fosa en que había caído e, inevitablemente, víctima de su perspectiva, le juzgaba por encima de ella de una manera verdaderamente abrumadora. Y a medida que se hundía, su marido remontaba alturas, y le amaba más. Y, al amarle más, como en un círculo infernal, su humildad y servilismo, ya instintos ciegos, se agudizaban. Adoraba respetuosamente en él aquella limpieza y juventud (se consideraba terriblemente envejecida) que ella misma tuvo en otro tiempo.
Sólo lograba olvidar esta situación sin salida mientras estaba en la calle Virene. En cuanto entraba en casa de Madame Anaïs, la imagen de Pierre se desvanecía. Tal vez era ésta la prueba más palpable de su amor hacia él. Y fuese ese amor, el sufrimiento intolerable que la infligía, lo que obligó a Severine a ir a la casa de Madame Anaïs no tres veces por semana, sino todos los días.
La prostitución diaria no le produjo cansancio ni hastío. Salía de la casa para encontrarse cara a cara con la angustia de su marido. Afectada por choques tan frecuentes, Severine se preguntó más de una vez, caminando a lo largo de aquel muelle que ya le era familiar, si sería capaz de soportar el frío de las aguas del Sena durante el tiempo suficiente para acabar aquel gesto que un día inició en la orilla. Los marineros retirarían su cadáver mientras ella no obtendría recompensa alguna por aquel martirio gratuito.
La recompensa le llegó una tarde, cuando Severine, una vez más sintiéndose sucia y decepcionada, se disponía a despedirse de Madame Anaïs hasta el día siguiente. Un timbrazo la detuvo en su camino hacia el armarito de los sombreros. Por el modo de llamarlas Madame Anaïs, comprendieron sus pupilas que el próximo trabajo iba a ser desagradable. No se equivocaron. El hombre que las esperaba estaba borracho. Llevaba puesta una blusa como las que suelen usar los obreros de los mercados centrales de Les Halles. Miraba alternativamente sus sandalias manchadas de barro y la habitación que, evidentemente, le gustaba. Sentado cómodamente en aquel sillón, parecía estar algo desconcertado. Sus fuertes manos reposaban tranquilas sobre las rodillas.
—Ésa —dijo indicando a Belle de Jour con un movimiento de cabeza—. Y una copa de ron.
Severine se desvistió mientras el hombre bebía la copa. Seguía los movimientos de la mujer sin un gesto, sin una palabra. No habló durante todo el tiempo. La poseyó en absoluto silencio.
Su cuerpo era tosco y enormemente pesado. Todo en él era más denso que en el resto de los hombres, incluso la materia de sus ojos. Y Severine reconoció de repente aquel burdo furor, aquella lujuria bestial… y gimió, sin saber de qué oscuridades provenían sus gemidos. No era un deseo civilizado, sabio y minucioso lo que se saciaba en su cuerpo. Era otra cosa…, era aquella trinidad de hombres huidos que buscaba febrilmente lo que la había tumbado en aquel lecho: el hombre del callejón sin salida, el hombre del cuello obsceno y el hombre de la orilla del Sena se satisfacían en ella, encarnados en la persona de aquel animal que la estrujaba y aprisionaba hasta romperle los huesos con sus miembros nudosos. Y recorrió el cuerpo de Severine una onda hasta entonces ignorada. La sorpresa y el miedo aparecieron en su rostro. Rechinó ligeramente los dientes, y después adquirió tal expresión de reposo, de felicidad y de juventud que, de haber sido otro el hombre que la apresaba, se hubiera sorprendido de su gesto.
El hombre sacó del bolsillo un billete pringoso, lo dejó sobre la mesilla de noche y se fue.
Severine siguió echada durante largo tiempo. Sabía que fuera la esperaba un deber urgente, pero no se preocupó. Parecía estar fuera del mundo. Nada podía causarle miedo. Acababa de adquirir un bien sobre el cual nadie tenía el más mínimo derecho. Por fin había llegado al término de su terrible carrera, y comprendió que la llegada era el verdadero punto de partida. Su alegría espiritual incluso sobrepasaba la alegría física que la había sacudido con aquel flujo violento y desconocido. Toda la larga serie de impulsos que desde su convalecencia le venían asaltando como una locura repulsiva de su inutilidad, adquirió desde entonces un sentido y una justificación. Acababa de conquistar lo que venía buscando a ciegas desde hacía tiempo, y aquella conquista, lograda al precio de un infierno, la aturdió ahora con un extraño e inmenso orgullo.
Cuando Charlotte, con tono afable y amistoso, preguntó:
—¿Te ha hecho daño ese bestia?
Severine no contestó; se limitó a reír con ganas. Las mujeres de la casa de Madame Anaïs la miraron sorprendidas. Se dieron cuenta de que era la primera vez que oían reír a Belle de Jour.
Aquella misma noche, también Pierre experimentaría una sorpresa.
—Nos vamos a comer al campo. Prepara el coche —dijo Severine con una voz alegre que no admitía réplica.
Severine no se preocupó de analizar los elementos que determinaron su revelación sensual. Se negó a alterar con un examen la integridad de su descubrimiento. Tampoco se preguntó si volvería a reproducirse aquel maravilloso rayo que la había herido. Sin embargo, ninguno de los hombres que, en los días siguientes, pidieron los servicios de Belle de Jour logró reconstruir en su cuerpo aquel salto infinito de vida. Impaciente y febril, la mujer perseguía inútilmente aquel goce que luego de capturado, se le escapaba ahora de las manos una y otra vez. Intuyó entonces que la consecución del placer requería en ella un clima singular que no podía reconstruir sola. Días después, un profundo impulso de su sensibilidad iluminó el secreto.
A primeras horas de la tarde apareció en la casa de Madame Anaïs un muchacho joven, alegre, con un paquete bajo el brazo.
—No me separaré de él —dijo señalando el bulto—. Lo quiero con todas mis fuerzas.
Aquel joven poseía una voz jovial y llena de gracia. Pronunciaba cada sílaba recreándose y divirtiéndose en ella, como si las palabras que iba construyendo a medida que hablaba se formasen por primera vez, y su sentido fuese completamente nuevo e inesperado.
Como a la mayoría de las mujeres, a Madame Anaïs le desagradaba la ironía. Sin embargo, le cautivó la inmensa simpatía, el desbordante ingenio de aquel muchacho y comenzó a intervenir en la conversación. Era un hombre bello, ancho de espaldas, vestía con buen gusto y cuyo rostro lleno expresaba inteligencia, ternura y candidez.
—¿Llamo a las chicas? —preguntó Madame Anaïs.
—Mi sentido de la lógica dice que sí, madame. Dígales que mi nombre es André. Hago esta advertencia porque supongo que me tutearán, y la intimidad aumenta cuando desaparece el anonimato. Adviértales también que les niego el derecho de ser feas. Ni siquiera admito que estén pasables: quiero beldades, madame, huríes. Si no, me voy. ¿Sabe usted, madame, cómo elegí esta casa? Puse el dedo sobre una lista de direcciones preciosas, insinuantes, cerré los ojos, moví el papel varias veces y tocó ésta. Soy un enviado del azar… Y éste jamás se equivoca, y si…
Madame Anaïs le interrumpió riendo:
—No se preocupe, señor. Si temiera que no va a salir contento de mi casa, le aseguro que no sentiría por usted ninguna simpatía. Aquí encontrará lo que busca.
Mathilde y Charlotte tardarían mucho en olvidarse de la hora que pasaron junto a aquel muchacho. Una especie de locura exquisita y contagiosa emanaba de la conversación de André.
Apenas si comprendían sus palabras, y les parecía que estaban destinadas a espíritus de condición superior. Pero André no las trataba como máquinas de placer, sino que vertía sobre ellas lo mejor de sí mismo. Las dos mujeres intuían la elegante generosidad del joven, y aquélla les halagaba confusa y profundamente.
Quien tal vez entendía mejor las simpáticas sutilezas de André, y quien al mismo tiempo era más insensible a ellas, fue sin duda Severine. La propia Mathilde se quedó sorprendida de su frialdad y murmuró en su oído:
—¿Por qué eres tan seca con este chico? Son muy pocos los que vienen aquí como él.
André, viendo la actitud confidencial de Mathilde, supuso que no se atrevía a exponer abiertamente un deseo:
—No me pidáis nada, niñas. Soy feliz, pero no por avaricia, sino por fatuidad. Hoy tengo un poco de dinero y quiero bebérmelo con vosotras en forma del vino más caro.
Madame Anaïs miró a sus chicas. Perduraba en sus ojos la misma duda enternecida.
—Gracias —dijo André—. ¿O preferís que me vaya a gastar mis cuatro perras a otra parte? ¿Vais a negaros a mojar conmigo mi primer libro?
—¿Escribes libros? —exclamó Charlotte incrédula. Con frecuencia se preguntaba cómo serían aquellas gentes cuyos nombres solía ver en los tenderetes y en los kioscos.
André deshizo el paquete que había traído consigo. Contenía cinco volúmenes idénticos.
—Pues es verdad —dijo Charlotte emocionada—. ¿André Millot eres tú…?
Sonrió el muchacho con un orgullo tan ingenuo que parecía estudiado.
—No te conozco —prosiguió Charlotte cándidamente—. ¿Me das uno?
—Son originales, preciosa. Primera edición.
—¿Y qué?
André no se atrevió a añadir que pretendía vendérselos. El tono de emoción y de verdad que emanaba de aquellos labios tasados en treinta francos, le desarmó. Entregó un ejemplar a Charlotte. Al hacerlo se encontró con la mirada temerosa de Mathilde. Tampoco pudo resistir su muda petición. Y después comprendió que ya era tarde para menospreciar la presencia de Madame Anaïs y de Severine, y les regaló sendos volúmenes.
—Uno para cada una.
Miró tristemente el único ejemplar que quedaba en sus manos. Pero inmediatamente se rehizo, lo guardó en un bolsillo y se dispuso a hacer dedicatorias afectuosas a las cuatro mujeres.
Sirvieron el champán. Jamás se bebió con tanta alegría e inocencia entre las paredes de la casa de Madame Anaïs.
Sonó el timbre, y Charlotte y Mathilde bajaron, entristecidas y decepcionadas, la cabeza. Madame Anaïs fue a abrir la puerta. André, incapaz de comprender la salud que momentáneamente había llevado a aquella casa, se extrañó del repentino silencio, y observó alternativamente a las tres mujeres. Creyó ver en los ojos de Severine la alegría de quien se libra de algo que le está aburriendo.
—Tú te quedarás conmigo, ¿no? —le dijo André.
Belle de Jour sintió que por nada del mundo aceptaría caer en los brazos de aquel joven inteligente, encantador y limpio.
—Discúlpeme —contestó Severine saliendo de la habitación.
El rostro inquieto de André se estremeció. Le extrañó la elegancia, la sobriedad y la discreción del rechazo de aquella profesional. Volvió la cabeza hacia Charlotte y ésta comenzó a besarle apasionadamente.
—No has tenido suerte esta vez, pequeña —dijo Madame Anaïs a Severine—. Hubiera apostado a que el chico quería elegirte a ti. En fin… Jamás acaba una de aprender. No tardes; Monsieur León te espera y tiene prisa. Sólo dispone de un cuarto de hora.
Belle de Jour conocía a Monsieur León. Era un guarnicionero y curtidor de pieles que tenía su tienda muy cerca de la calle Virene. En varias ocasiones le había concedido ya sus favores, y Severine guardaba un triste y apagado recuerdo de ellas. Pero ahora, aquel hombre bajito e impregnado de olor a cuero hasta el aliento, crecido por su avidez para aprovecharse de ella en un plazo tan breve, hizo estremecerse de angustia, de ardor y de lujuria a Severine, que, impensadamente, volvió a encontrarse con las amadas sensaciones que creía perdidas.
Siguieron unos minutos de torpor y agotamiento. Después se dirigió hacia la habitación que Madame Anaïs solía emplear para sus trabajos personales. Allí se encontraba Severine cuando oyó reír alegremente a madame, en la habitación donde resonaba la refinada voz de André. Se sentó junto a la mesa, oprimió con las manos sus mandíbulas todavía húmedas de placer, y oyó las calladas confidencias de su cuerpo.
Su cara aparecía grave y segura cuando volvió a adquirir conciencia de sí misma. Ahora, por fin, comprendía.
Entendió perfectamente por qué había rechazado a André: aquel muchacho era, física y espiritualmente, de la misma clase que los hombres que habitualmente le rodeaban en su existencia normal, de la misma clase que Pierre. Si hubiese cedido a su petición, ella habría engañado por primera vez a su marido, a todo aquel conjunto de rasgos y gestos que amaba por encima de todas las cosas. No buscaba amor ni ternura, no confianza, ni sutileza, ni dulzura en la calle Virene. Pierre llenaba, saciaba todas las exigencias que en este sentido le provocaban su cuerpo y su vida. Lo que buscaba allí era precisamente algo que ni Pierre ni nadie semejante a él podía darle: el admirable placer de las bestias.
Severine no se desesperó al reconocer el fatal divorcio existente entre ella y el conjunto de cosas que constituían su verdadera vida. Todo lo contrario: sintió su cuerpo calmado por un alivio sin límites. Después de semanas enteras de tortura y casi de demencia, al fin comprendía, y el terror y las tinieblas en que había vivido durante este tiempo se disiparon. Recuperó su unidad, y esto la hizo sentirse fuerte y serena. Nada podía hacer contra aquel destino que le impedía recibir de Pierre el don carnal que extraía solamente de sucios y toscos hombres desconocidos. Era doloroso no poder aliar el amor al placer. Sin embargo, tenía derecho a ambas cosas. Debía buscarlas allí donde se encontrasen. Nadie podría hacerle ni un solo reproche: obedeció a órdenes, a exigencias primarias emanadas de células sobre las que carecía de poder. Había seguido, simplemente, su destino. Como los animales, Severine creía tener derecho a gozar del espasmo sagrado que en las primaveras recorre la tierra con un húmedo estremecimiento.
Aquella revelación transformó a Severine y eliminó sus últimos y miserables titubeos. Recobró su aspecto de siempre, su propia posesión, su seguridad y aquel sello de tranquilidad y paz que siempre la había caracterizado. Se encontró a sí misma incluso más serena que en tiempos pasados, mucho antes de descubrir la fosa llena de monstruos, de sórdidas emanaciones y de resplandores dudosos sobre la que había caminado durante tanto tiempo.
Y siguió su camino. La única grieta que amenazaba su seguridad era la mirada aprobatoria de Pierre. Su marido contemplaba con una alegría conmovedora aquella repentina y espectacular resurrección, a pesar de todos los esfuerzos de ella por disimular su recién recuperado equilibrio y dar la impresión de que lo conseguía de modo gradual. De forma progresiva, y aparentemente insensible, abandonó su humildad y sus continuos y temerosos cuidados. Manifestó su recuperación con exquisita prudencia: sólo un paso, cuidadosamente pensado y calculado, cada día. Y cada día imponía a Pierre un nuevo deseo, pero sólo uno. Le veía con verdaderas ansias de obedecer cualquier mandato, cualquier sugerencia. Pero Severine intuyó que si cambiaba bruscamente de actitud, podría despertar en él una inquietud, una sospecha, un dolor. Necesitaba a Pierre, y lo necesitaba feliz. Le era imprescindible ir los más días posibles a la calle Virene, pero necesitaba que aquel largo viaje quedase lo más lejos posible de su vida real. Buscaba el medio de acoplar los dos polos fundamentales de su existencia, porque de aquel equilibrio dependía su plenitud.
Esperó con paciencia firme y apacible. ¿Realmente disimulaba? Interpretaba su papel de una forma espontánea, tan natural, tan exenta de cálculo, que no cabía en ella la idea de fingimiento. Nunca se había dedicado y entregado a Pierre de forma tan plena y apasionada como cuando llegaba, exorcizada, de sus viajes al más allá de la calle Virene. Las dos horas diarias que pasaba allí todos los días constituían un tiempo aislado de los otros, un tiempo que se alimentaba exclusivamente de sí mismo. En casa de Madame Anaïs, todo cuanto había de reprimido en ella se derramaba, y Severine lograba olvidarse de sí misma. Entonces, el secreto de su cuerpo vivía como esas flores raras que se abren durante unos instantes para retornar seguidamente a su reposo virginal.
Muy pronto, la idea de que estaba viviendo una doble vida le pareció estúpida y falsa. Aquella doblez era su forma real de unidad. Le pareció que su existencia había sido determinada hacia aquel camino, incluso antes de haber nacido.
Hubo una circunstancia que selló definitivamente esta convicción: Pierre y ella reanudaron sus relaciones sexuales. Nuevamente volvió a ser físicamente la mujer del hombre que amaba. Jamás pensó que entregaba a aquel hombre un cuerpo indigno de él. Durante el trayecto que separaba la calle Virene de su casa, toda la materia que componía su carne se renovaba. Y en sus noches de amor con Pierre, Severine se mostraba y se esforzaba por parecer más maternal que nunca, temiendo, sin confesárselo, que cualquier impulso demasiado apasionado o cualquier movimiento demasiado hábil denunciase la ciencia ilícita de Belle de Jour.