Capítulo quinto

«Un maridito… Un maridito… Un maridito…».

Severine murmuró una y otra vez, obstinadamente, las últimas palabras de Madame Anaïs. Sin comprender del todo el sentido de la frase, se sentía anonadada por ella.

Pasó ante la columnata del Louvre y echó una mirada instantánea a aquella fachada tan noble; la simplicidad de las líneas arquitectónicas levantaron el ánimo de la mujer. Pero apenas había empezado a gozar del espectáculo, Severine bajó la cabeza: no se sentía con derecho a ello.

Un atasco de tranvías interrumpió su camino. Uno de ellos se dirigía hacia Saint-Cloud y Versalles. Severine recordó que un día, cuando salían del museo, Pierre le dijo que le gustaba recorrer esa línea de tranvías que seguía la antigua ruta de los reyes. Pierre… El Louvre… Pierre, su «maridito»… Aquel hombre, cuya estampa no desentonaba del noble paisaje de los palacios y de los parques, era su «maridito»…

La cabeza de Severine era un revoltijo: se entremezclaban en ella los timbrazos de los tranvías, las perspectivas augustas, Madame Anaïs y su propio personaje. Atravesó la calzada a ciegas y, de repente, se encontró apoyada en la barandilla del río. Allí, frente al Sena, respiró mejor. El río arrastraba el limo de primavera. Fascinada por el color dudoso y extraño del agua, se acercó a la orilla…

La humanidad y el paisaje que allí descubrió eran para ella tan nuevos, que tuvo una sensación de contento como nunca hasta entonces había experimentado. Los montones de arena, de carbón y de chatarra, las tranquilas gabarras cubiertas de hollín sobre las que se movían silenciosamente hombres cachazudos, las rampas que flanqueaban el río, de una altura y una fortaleza que nunca había imaginado, el agua fangosa, rica, opaca e impenetrable… Severine avanzó, se agachó hacia la corriente e introdujo la mano en ella.

La sacó vivamente ahogando un grito. Aquel flujo fascinante era frío como la muerte. Y entonces se dio cuenta de que su deseo le impelía a sumergirse y confundirse con el fangoso botín que arrastraba la corriente. ¿Por qué había deseado sepultarse en la densidad líquida? Había entrado en casa de Madame Anaïs, y había hablado con ella. Estaba segura de que si contase a Pierre el atroz sufrimiento y la implacable obsesión que la habían empujado hasta aquella casa de la calle Virene, él tendría piedad de ella. No cólera, ni tampoco desprecio, sino lástima. Severine se sintió destrozada de compasión hacia sí misma.

¿Acaso es justo castigar la locura? ¿Y se podía designar con otro nombre todo cuanto le estaba ocurriendo a ella? Si lograse curar esta enfermedad que súbitamente había contraído, toda aquella horrible semana desaparecería sin dejar rastro. Severine se dijo: «La curación ya ésta en marcha», puesto que se sentía casi muerta después de recorrer aquel insensato itinerario, puesto que la sola idea de volver a la casa de Madame Anaïs la paralizaba de terror, puesto que… puesto que…

Aquellos pensamientos, que giraban en el cerebro de Severine a velocidades vertiginosas, se vieron reemplazados bruscamente por una absoluta imposibilidad de reflexionar, por un vacío total. Tuvo la impresión de que una boca, insaciable, succionaba toda la sustancia de su vida y de sus órganos, dejándole desierto el cuerpo. Alzó los ojos; a su lado, casi al alcance de la mano, había un hombre al que no había oído llegar. Tenía el cuello desnudo, fuerte, y sus espaldas eran anchas y pacientes. Sin duda trabajaba como conductor de alguna de las lanchas atracadas bajo el Pont-Neuf, porque en su mono azul y en el rostro se notaban rastros de hollín y de grasa. Olía a tabaco barato, a aceite y a fuerza. El hombre mantuvo los ojos fijos, torpemente, en Severine. No podía darse cuenta del deseo que inspiraba en ella. Iba a bajar por el río hacia Rouen, hacia El Havre, y se había detenido, antes de empezar la ruta, ante una mujer hermosa. Sabía que iba demasiado bien vestida para que estuviese a su alcance, pero la deseó, y la miró.

Con frecuencia, Severine, en lugares públicos, había sentido que dos ojos desconocidos la miraban ávidamente; y su reacción siempre fue de fastidio y enojo. Pero un deseo intenso, cínico y puro lo encontraba por primera vez en su vida en aquel hombre. Era el mismo que la perseguía en sus sueños y el mismo al que vio franquear el umbral de la casa de Madame Anaïs. Si alargase la mano hacia ella, Severine experimentaría por fin aquel contacto que deseaba desesperadamente. Pero el hombre no se atrevería, no podía atreverse…

Y Severine pensó, con una súbita y terrible punzada:

«Si ahora estuviésemos en casa de Madame Anaïs, sólo por treinta francos…».

Escudriñó todos los rostros y cuerpos humanos que encontró en aquel universo primitivo encerrado entre el espeso muro y la densa corriente del río. El cochero que ataba las bridas en los belfos de las caballerías; el descargador con la cabeza gacha y las caderas inmóviles; los peones cargados con pesadas cajas de alimentos… Todos aquellos hombres cuya existencia ignoraba, cuya carne era distinta, lejana, la poseerían en casa de Madame Anaïs por treinta francos.

Severine no tuvo tiempo para discernir cómo era el espasmo que le oprimía el pecho. El conductor de gabarra hacía ademanes de irse. El miedo que sintió la mujer era insoportable y sobrepasaba el mundo de las impresiones reales, entrando en el de las pesadillas. Aquel hombre iba a desvanecerse, como el otro, como el del callejón sin salida. Severine no soportó la idea de una segunda desaparición:

—Espere, espere —gimió.

Y detuvo la mirada en los ojos inexpresivos del marinero.

—Vaya a las tres en punto al 9 bis de la calle de Virene, casa de Madame Anaïs.

El hombre se mesó estúpidamente los cabellos llenos de carbonilla.

Pensó Severine:

«No me ha entendido… no quiere ir. O, tal vez, no tiene dinero».

Sin dejar de mirarle, Severine buscó rápidamente en su bolso, y tendió al hombre un billete de cien francos. Él lo cogió con expresión imbécil, y lo examinó detenidamente. Cuando levantó la cabeza, Severine estaba ya trepando por la rampa que conducía de la orilla al muelle. El hombre se encogió de hombros y plegando el billete, corrió hacia una chalana. Era tarde. Embarcaba a las doce en punto.

El repiqueteo de las campanas que señalaban la hora en las cúpulas de las iglesias del viejo París, fue también lo que obligó a Severine a salir corriendo. Pierre terminaba a esa hora su trabajo en el hospital y necesitó repentinamente verle antes de que se marchase de allí. Como todas las decisiones que tomó durante aquellos días, ésta también era inesperada para ella, y surgió de improviso armada de un carácter de necesidad contra el que era imposible luchar.

Un péndulo al que se imprime una oscilación violenta, realiza inmediatamente un movimiento compensatorio. Así actuaba el corazón de Severine: se volcaba hacia Pierre con un ardor tanto más fatal cuanto mayor; y más bajo era su olvido.

Severine no esperaba que la presencia de su marido la protegiese contra lo que estaba a punto de emprender. Estaba segura, vergonzosamente segura, de que nada ni nadie le impediría estar a la hora concertada en la casa de la calle Virene. No buscaba ninguna excusa en el hecho de que la casualidad hubiese puesto ante ella, en la orilla del río, al hombre que precisamente estaba buscando. En definitiva, ahora que se había decidido, se daba cuenta de que aquel hombre sólo era un pretexto para su decisión. Hombres semejantes los había en cualquier encrucijada de cualquier ciudad, repleta del pueblo tortuoso, animal y exigente al que ella debía pertenecer. Pero antes de consumar un sacrificio que no sabía si estaba hecho de horror o de felicidad, necesitaba que Pierre la viese por última vez tal como la había amado siempre.

—¿Se ha marchado ya el doctor Serizy? —preguntó al conserje del hospital.

—No tardará en salir. Mire, allí está; va a vestirse.

Pierre atravesaba el patio, rodeado, materialmente envuelto, de estudiantes. Todos iban vestidos con batas blancas. El grupo avanzaba por el patio, y las miradas de todos los muchachos convergían en Pierre. Severine era poco sensible a las emociones intelectuales, pero de aquel conjunto de hombres se desprendía tal pasión de saber y tanta salud moral, y hasta tal punto ambas cosas se centraban en su marido, que no se atrevió a llamarle.

—Le esperaré aquí —dijo en voz baja.

Sin embargo, a Pierre pareció ponerle en guardia su instinto de hombre enamorado y volvió la cabeza hacia el lugar donde se encontraba su mujer. A pesar de la sombra que cubría el porche, la reconoció inmediatamente. Severine vio cómo dirigía unas palabras a los estudiantes que le acompañaban, y cómo, después, venía hacia ella. Miró con avidez, mientras le veía caminar, aquellos rasgos que amaba por encima de todo en la vida, como si fuese la última vez que iba a verlos. Tenía Pierre un aspecto que ella desconocía, marcado todavía por las horas pasadas en un mundo que sólo le pertenecía a él, a sus maestros y a sus alumnos. Eran las huellas de un trabajo con el que se está conforme, de una bondad paciente, que se condensaban en una expresión a la vez de capataz y de obrero.

—No quiero molestarte —dijo Severine con una sonrisa enamorada y culpable—. Pasaba por aquí cerca…, y como hoy no comemos juntos…

Pierre, emocionado por tales muestras de impaciencia y de timidez, a las que no estaba acostumbrado, alegre, lleno de orgullo, contestó:

—No sabes la alegría que me produce verte. No te lo puedes imaginar. Estoy orgulloso de que mis colegas te hayan visto. ¿Te has fijado cómo te miraban?

Severine se inclinó un poco hacia adelante intentando ocultar la palidez que le helaba las mejillas.

Pierre prosiguió:

—Espérame un segundo. Aún falta media hora para la comida. ¡Qué pena! Sí no estuviese invitado por el jefe, ahora podríamos irnos los dos juntos.

La temperatura era suave. Atrajo a Severine al lugar más inocente de cuantos vio: el jardincillo que verdea junto al río en el lateral de Notre-Dame. Allí la primavera era más humilde que en el resto de la ciudad. Los malsanos barrios que rodean el Ayuntamiento habían marchitado prematuramente los rostros de unos niños que jugaban al lado. De cuando en cuando, algún rayo de sol se escapaba entre las nubes de abril y rebotaba en una gárgola, o se ahogaba en la misteriosa sustancia de una vidriera de la catedral. Dos viejos obreros conversaban, sentados en un banco. Se divisaba la isla de Saint-Louis y, frente a ella, un tranquilo muelle de la orilla izquierda.

Apoyada en el brazo de su marido, Severine dio varias veces la vuelta al jardincillo. Habló Pierre de las vidas en vigilia que aún se resguardaban al amparo de la catedral, pero ella sólo escuchó los tonos de la voz ensombrecida de su marido. Algo se rompía lentamente, funestamente dentro de ella. Cuando Pierre se marchó otra vez al hospital, Severine le acompañó nada más que hasta la verja del jardín.

—Quiero quedarme aquí un rato más —dijo—. Vete…

Le besó con vehemencia y añadió con voz sombría:

—Vete, amor mío, vete.

Con paso inseguro, Severine logró acercarse a un banco donde se sentó, entre dos mujeres que hacían punto, y se puso a llorar silenciosamente.

Se olvidó de comer, y permaneció quieta y abstraída en aquel banco. Replegada en sí misma, escuchó todo cuanto en ella había de inasequible para los demás. Pasaron dos horas. Sin mirar su reloj de bolsillo, se dirigió desde el jardincillo de Notre-Dame a la calle Virene.

Madame Anaïs se alegró de verla.

—Ya no contaba contigo, pequeña —dijo—. Te fuiste tan bruscamente esta mañana que pensé que habías cogido miedo. Pero verás como no hay nada que temer.

Cogió de la mano a Severine; su risa era abierta y afectuosa. Entraron en un cuartito que daba a un patio oscuro.

—Pon tus cosas aquí —ordenó alegremente Madame Anaïs abriendo un armarito empotrado en el que Severine vio dos abrigos y dos sombreros.

Obedeció en silencio y sintió como si sus mandíbulas se hubiesen soldado la una a la otra. Pensó agitada: «Tengo que advertírselo… Va a venir un hombre por mí… Él solo». Pero no pudo articular ni una palabra y siguió escuchando en silencio el monólogo vivo, abierto y chispeante de Madame Anaïs, ante el que se sentía a la vez arrullada y aterrorizada.

—Siempre que me necesites, pequeña, me encontrarás aquí. No hay mucha luz en este cuarto, pero cerca de la ventana se ve bien. Cuando no están ocupadas, tus compañeras me ayudan mucho. Mathilde y Charlotte son muy simpáticas. No quiero tener a mí alrededor más que personas bien educadas y con buen humor. Hay que divertirse trabajando y dejarse de historias. Por eso despedí a Huguette hace cinco días. Era una chica preciosa, lo reconozco, pero no hacía más que crearme quebraderos de cabeza. En cambio, tú tienes clase, eres distinguida, pequeña. Por cierto, ¿cómo te llamas…?

—No…, ¡mi nombre, no!

—Nadie te va a pedir la partida de nacimiento, imbécil. Te estoy pidiendo el nombre, el que tú quieras ponerte… Pero, eso sí, que sea bonito, coquetón… En una palabra, que guste. No quiero nombres fúnebres en mi casa. Ya encontraremos uno bueno para ti. Tus compañeras y yo te buscaremos uno que te vaya como un guante.

Madame Anaïs aguzó el oído. Alguien estaba riendo al otro lado del pasillo.

—Mathilde y Charlotte deben de haber terminado ya con Monsieur Adolphe. Es uno de nuestros mejores clientes. Es un viajante de comercio divertidísimo… y que gana mucho dinero. Casi todos nuestros clientes son gente bien. Tú vas a gustar mucho aquí; mucho, estoy segura. ¿Te parece que tomenos una copita para festejar tu ingreso? ¿Qué quieres tomar? Tengo de todo en mi bodega, mira.

Madame Anaïs sacó varias botellas de una alacena situada frente al armarito donde Severine había colocado su sombrero. Al azar, Severine señaló una de ellas y bebió el contenido de la copa de un trago, sin saborear el contenido, mientras Madame Anaïs degustó parsimoniosamente el anisete. Cuando terminó la copa, siguió hablando:

—Por ahora te llamarás Belle de Jour. ¿Te gusta? ¿Sí? Déjame que te vea: tienes un tipo precioso. Algo tímida, pero es lo natural. El nombre te va perfecto, ¿verdad? Entras a las dos y te vas a las cinco: Belle de Jour, nuestra bella de la tarde. Dime, ¿te gusta? —Severine inició un movimiento de huida—. No insistiré, no te preocupes, no tengo ninguna intención de forzarte a que me hagas confidencias. Muy pronto vendrás tú a hacérmelas sin que nadie te indique nada. No soy ninguna patrona, sino una compañera, una verdadera camarada. Conozco la vida… Reconozco que mi puesto es mejor que el tuyo, pero tienes que pensar que ni tú ni yo hemos hecho la sociedad. Dame un beso, mi pequeña Belle de Jour.

La voz de Madame Anaïs traslucía comprensión y amistad, pero, sin embargo, Severine se apartó bruscamente de ella. Con las cejas fruncidas, con el rostro tenso y pálido, volvió la cabeza hacia la habitación donde unos momentos antes se oyeran risas. Ahora reinaba en ella un silencio sólo alterado por ruidos informes y ahogados. Le pareció a Severine que aquellos ruidos regulaban la marcha de su corazón. Dirigió a Madame Anaïs una mirada tan fija, tan llena de angustia animal que, por un momento, la mujer captó oscuramente el drama carnal en que se debatía su nueva protegida. La afabilidad sustituyó casi sin transición a la mueca de enojo que aún permanecía en sus labios. Sus ojos se orientaron un momento hacia aquella habitación, y después se posaron sobre Severine. Las dos mujeres intercambiaron una de esas miradas fraternales de las que los seres humanos siempre se arrepienten, porque descubren verdades demasiado profundas que la vida se niega a aceptar. Aquella mirada era una tímida queja sexual.

—Vamos, vamos —dijo Madame Anaïs poniendo en marcha sus rubias ondulaciones—; tú eres capaz de cambiar mi carácter. Hace un rato te lo dije, pequeña; ni tú ni yo hemos hecho la sociedad.

Llegó a sus oídos una enronquecida voz de mujer, pero que expresaba alegría:

Madame, madame, venga.

—Seguramente es Charlotte, que tiene sed —dijo Madame Anaïs.

Salió corriendo con paso firme. Cuando quedó sola en la habitación, Severine saltó de su asiento. Huir…, tenía que huir. No podía quedarse allí ni un solo segundo más… No lograba imaginar que era real, ni siquiera posible, su presencia en aquel sitio. Se había olvidado ya del conductor de gabarra, de Pierre, e incluso de Madame Anaïs. Ignoraba qué encadenamiento de hechos la había conducido hasta allí, y este misterio la llenaba de una desesperada necesidad de libertad. Sin embargo, no se movió.

Seguidamente, oyó una voz de hombre que parecía reprochar:

—De forma que hay una nueva y no me la has enseñado. Esto no está bien.

Apareció Madame Anaïs, cogió a Severine del brazo y la llevó consigo

—¡He aquí a Belle de Jour! —gritó una mujer joven muy morena.

Estaban en la misma habitación que aquella mañana le había mostrado Madame Anaïs. Nada había en ella que se asemejase a la caverna devoradora y lasciva que un minuto antes había imaginado. La cama parecía haber sido deshecha por una mano meticulosa; un chaleco colgaba de una silla; en el suelo, un par de zapatos bien alineados el uno al lado del otro. Todo era como la imagen de una licenciosidad preestablecida y burguesa. Le pareció inimaginable a Severine encontrar en aquel lugar al hombre que tenía frente a sí, riendo con beatitud, sentado en un sillón mientras acariciaba mecánicamente, como si tuviera la obligación de hacerlo, los pechos de la mujer morena. Estaba en mangas de camisa. Unos tirantes muy anchos le subían hacia arriba por la curva de su vientre libre y pícaro. Sobre el cuello blando y grasiento se erigía una cabeza calva y venerable en la que se disputaban la primacía el espíritu de un honesto comerciante y la suficiencia del que ha hecho entrega de una cantidad de dinero para que le sea prestado un servicio.

—Salud, preciosa —dijo el hombre agitando unos pies absurdamente pequeños cubiertos con unos calcetines de color chillón—. Vas a tomar una copa de champán con nosotros y esta vieja amiga. ¡Eh, Anaïs, son ya muchos años! La verdad es que después de la comida que me he zampado hoy, me vendría mejor algo de licor, pero Mathilde —y señaló a una mujer flacucha que, sentada en la cama, acababa de ponerse el vestido— quiere champán. La verdad es que se lo merece: ha trabajado bien.

Monsieur Adolphe siguió con la mirada a Madame Anaïs, que salió en busca de la botella. Le hizo suspirar el ritmo de su cuerpo lleno de armonía, poderoso y bien construido.

—¿Es que siempre tienes gana? —preguntó Charlotte al viajante de comercio sin dejar de acariciarle.

—Te lo juro, nena: vosotras me cansáis maravillosamente, pero si ella se dejara, me desaparecería el cansancio. ¡Qué mujer!

Mathilde le contestó con dulzura:

—No pienses en ello, no está bien. Madame es decente. ¿Por qué no te ocupas de la nueva? Fíjate, ni siquiera se atreve a sentarse.

Entró Madame Anaïs con la botella y unos vasos.

—Belle de Jour, pequeña, ayúdame a servir el champán.

—Mira qué aire de niña tiene —observó Charlotte.

Miró el vestido que Severine llevaba puesto y se acercó a ella. Le dijo, confidencialmente, al oído:

—Tráete faldas que te puedas quitar como una camisa, si no perderás un tiempo precioso…

El viajante de comercio oyó las últimas palabras.

—No —gritó—, no es verdad, la pequeña tiene razón. Su vestido le va perfectamente. Así es como debe vestir. Acércate un poco más.

Cogió de las manos a Severine y la atrajo hacia sí. Murmuró muy cerca, lanzando su aliento contra el cuello de la mujer.

—Debe de ser estupendo desnudarte.

Madame Anaïs se sintió inquieta ante la expresión que repentinamente adquirió el rostro de Severine, e intervino:

—Niñas, el champán se va a calentar. A la salud de Monsieur Adolphe.

—De acuerdo, a mi salud.

Severine titubeó un instante cuando aquel brebaje tibio y dulzón tocó sus labios. Y se vio a sí misma como si se tratase de otra mujer, con los hombros desnudos, sentada junto a un hombre hermoso y lleno de ternura: aquel hombre se llamaba Pierre, y aquella mujer sólo bebía el champán más seco del restaurante y a condición de que se lo sirviesen frío, muy frío. Severine vació su copa de un trago: se sentía condenada a hacer todo cuanto los demás esperaban de ella. Vaciaron la botella, y después otra más. Charlotte se acercó a Mathilde, la abrazó y comenzó a darle un largo beso en los labios. Con frecuencia saltaba la risa franca de Madame Anaïs. Las galanterías que le dedicaba Monsieur Adolphe rozaban la obscenidad espiritual. Severine, lúcida, era la única que permanecía en silencio. Notó de repente que unas manos la agarraban fuertemente de las caderas y se sintió impulsada hacia atrás, hasta caer sentada sobre dos muslos carnosos y blandos. Vio entonces, frente a los suyos, unos ojos húmedos, mientras la voz de Monsieur Adolphe, blanda y gangosa, murmuró:

—Belle de Jour, te toca a ti. Vamos a gozar juntos.

Otra vez, el rostro de Severine adquirió un rictus poco apropiado al lugar en que se encontraba, y, otra vez, Madame Anaïs adivinó en ella una cólera que no podía permitir en su casa a una de sus protegidas. Apartó un momento a Monsieur Adolphe y le dijo:

—No seas brusco con ella: es nueva.

—Nueva… en tu casa.

—En mi casa y en todas las demás. Nunca hasta ahora ha trabajado.

—¿Un estreno? Gracias, Anaïs.

Severine se encontró de nuevo en la habitación de los armarios empotrados.

—Debes estar contenta, pequeña, acabas de llegar y ya te han escogido. Es un hombre generoso y muy bien educado… Y, además, no es muy exigente. Déjale hacer y no te preocupes, que no te pedirá nada especial. El lavabo y el bidet están a la izquierda. Entra en la habitación vestida; no te quites nada. Le gusta cómo vas vestida. Deja que sea él quien te desnude. Y sonríe un poco mientras tanto. Hay que dejarles creer que una tiene tantas ganas como ellos. Esto es muy importante.

Severine no parecía entender nada. Respiraba con dificultad y mantenía la cabeza agachada, hundida entre los hombros. El sonido irregular de su respiración era su único síntoma de vida. Madame Anaïs la empujó con suave firmeza hacia la puerta.

—No —dijo de pronto Severine—. Es inútil, yo no entraré ahí.

Por muy embotada que estuviese su sensibilidad, Severine no tuvo más remedio que sentir un sobresalto. Jamás hubiese imaginado que la amable voz de Madame Anaïs pudiese adquirir una entonación tan inflexible, ni su claro y franco rostro tal dureza imperiosa, tal rasgo de crueldad. Sin embargo, lo que hizo temblar el cuerpo de Severine no era miedo o rebeldía, sino un sentimiento que acababa de descubrir y que la atravesaba de parte a parte deliciosamente, miserablemente. Siempre había vivido poseída del plácido orgullo de que ninguna persona en el mundo se atrevería a ponerle una mano encima. Y he aquí que, de improviso, se veía llamada al orden, igual que una criada, por la encargada de una casa de prostitución. Un confuso destello de agradecimiento apareció en los altaneros ojos de la mujer, y, como apurando hasta la última gota, hasta la hez, el filtro de la humillación, obedeció.

Mientras tanto, Monsieur Adolphe no había perdido el tiempo. Plegó cuidadosamente sus pantalones y, cuando Belle de Jour entró en la habitación, se encontraba doblando escrupulosamente sus tirantes sobre un velador. Cuando vio al viajante de comercio en calzoncillos largos de color, Severine tuvo un impulso tan violento de huida que alarmó al propio Monsieur Adolphe, quien se interpuso de un salto entre ella y la puerta.

—Eres una auténtica salvaje, muñeca —dijo el hombre con satisfacción—. ¿Te das cuenta? He largado a las otras. Todo será mucho más íntimo entre tú y yo solitos…

Se acercó a Severine. Era bastante más bajo que ella, y tuvo que agarrarle, con suavidad, el mentón, mientras preguntaba:

—¿Es cierto que es la primera vez que lo haces con otro hombre que no sea tu novio? Necesitas perras, ¿eh? ¿No? Vistes bien, pero eso no demuestra nada… Tal vez… un poquito de vicio, ¿no…?

El asco de Severine era tal, que tuvo que dar la espalda al hombre para no abofetear sus blancas mejillas.

—Tienes vergüenza, reconócelo; tienes vergüenza —balbució el viajante de comercio—, pero yo te daré placer, ya lo verás…, en seguida. ¡Verás cuánto placer te doy!

Quiso quitarle la blusa, pero Severine se revolvió bruscamente, zafándose de él.

—Eso es poco educado, nena —gritó Monsieur Adolphe—. Me gustas, me excitas, me gustas.

Un golpe en el pecho le hizo tambalearse cuando pretendió tomarla en sus brazos. Durante un segundo, el hombre se detuvo a respirar, como atontado por el golpe y la sorpresa. Pero el deseo contrariado del hombre que paga actuó en seguida sobre sus ojos insípidos y apagados, y en los bondadosos rasgos habituales del pequeño burgués se operó la misma transformación que unos minutos antes había contemplado Severine en el rostro de la patrona. Agarró las muñecas de la mujer y, avanzando sobre ella con el rostro demacrado por la ira, musitó:

—No eres imbécil, ¿eh? Me gusta reír un poco, pero cuando yo quiera, y no con una tirada de tu especie.

Y se apoderó de Severine el mismo placer humillante que había sentido unos minutos antes, ahora mil veces más intenso.

Salió de la casa escapada, dejando atrás las recriminaciones de Madame Anaïs, sin haber tenido tiempo para ponerse su ropa correctamente. Estaba ya muy avanzada la tarde. El placer que la humillación, que toda aquella bajeza premeditada y querida le había proporcionado se desvaneció tan pronto como tuvo en sus manos el dinero que le dio el viajante de comercio. La satisfizo saberse rebajada y hundida en el fango, pero la voluptuosidad desapareció desde el momento en que el hombre comenzó a sobarla. La había poseído, pero muerta.

Y ahora, por los muelles húmedos de crepúsculo, por brillantes avenidas que no reconocía, por plazas tan inmensas como su miseria, hirvientes como la gusanera que taladraba su cerebro, Severine huía de la calle Virene, de Monsieur Adolphe, de lo que había hecho y, sobre todo, de lo que iba a hacer. No quería pensar en ello y le parecía inadmisible la idea de volver a su casa y encontrar todo en orden, como lo había dejado al salir unas horas antes. Caminaba cada vez más de prisa, sin ocuparse de la dirección que llevaba, como si la cantidad de pasos bastara para franquear el espacio que la separaba de su apartamento, espacio que se le antojaba más difícil de atravesar a cada minuto que transcurría. Y así, unas veces surcando densas multitudes, otras recorriendo callejuelas vacías, siguió caminando, como el animal acosado que intenta escapar de la herida y la muerte a toda carrera. La detuvo, al fin, el cansancio. Se apoyó contra un muro aprovechando la oscuridad que reinaba en aquel lugar. Y en seguida invadieron su espíritu imágenes abrumadoras y atroces. Quiso huir de ellas reemprendiendo la marcha. Pero esta vez no fue muy lejos y cayó en un profundo estado de abatimiento, a merced de sus fantasmas interiores. Se entregó por completo al recuerdo del día que acababa de vivir. Persistía una y otra vez la necesidad de forzarse a realizar aquella evocación. Era necesario: sólo de esta forma se libraría de las decisiones fantasmales que la amenazaban y perseguían mientras cruzaba enloquecida la ciudad. Pero poco a poco fue perdiendo el control de sus pensamientos. Y se le aparecieron, como barreras alucinantes que debía salvar, la entrada de su casa, la mirada del portero, la sonrisa de su doncella, los espejos, todos los espejos, todo cuanto reflejase aquel rostro que había sentido la presión de los labios húmedos y gordezuelos de Monsieur Adolphe. Pensó que era preferible correr otra vez el camino en sentido inverso, llegar a casa de madame y encerrarse allí para toda la vida, día y noche.

—Belle de Jour… Belle de Jour.

Se precipitó hacia un taxi y gritó al conductor su dirección, añadiendo:

—De prisa, por favor. Me va en ello la vida.

Por fin exteriorizó su verdadera angustia. Pese a todos los esfuerzos que había hecho para expulsarla, la imagen de Pierre apareció nítida y poderosa en el campo de su consciencia, y, ante ella, Severine comprendió que nada tenía importancia, nada contaba, ni su terror ni su degradación, si no era capaz de presentarse ante su marido sin despertar en él ni un solo sufrimiento.

—Son más de las seis —murmuró temblando al entrar en su dormitorio—. Sólo tengo media hora.

Se desvistió con furia; lavó su cuerpo varias veces seguidas; se frotó la piel hasta sentir dolor. Le hubiera gustado arrancársela.

Sintió la tentación de quemar, como si hubiese cometido un crimen, su vestido y su ropa interior.

Pierre la encontró en bata. Cuando la besó, Severine, helada, aterrorizada, pensó:

«Mi pelo; me olvidé de mi pelo».

Estaba convencida de que el perfume que se desprendía de sus cabellos era reconocible entre todos; el olor único de la calle Virene, y la delataría. Se sorprendió cuando Pierre le dijo:

—Date prisa, querida. Yo me arreglo en un momento.

Recordó Severine que unos amigos estaban a punto de llegar para llevarles a cenar fuera e ir al teatro después. Durante un instante se sintió alegre por ello, pero inmediatamente tornó el temor: no soportaba la idea de volver a casa con Pierre, los dos solos, a merced de la delicada ternura de la medianoche.

—No me encuentro bien —dijo sombría, con voz indecisa—. Creo que esta mañana cogí frío en el jardín. Preferiría quedarme en casa. Ve tú con ellos. Los Vernois son encantadores y, además, sé que te interesa ver esa obra.

Fue una noche larga y cruel. A pesar de su infinito cansancio de cuerpo y espíritu, se le hizo imposible reconciliar el sueño. Temía la vuelta de Pierre. Aún no se había dado cuenta de nada, pero el milagro no podía durar, y adivinaría todo en cuanto volviese, en cuanto franquease la puerta del dormitorio. Era imposible que no quedase en ella ni una sola huella de aquel monstruoso día; algo «especial» debía permanecer en su aliento, a su alrededor. Varias veces salió de la cama para observar su rostro en el espejo, buscando en sus rasgos la pequeña arruga especial, la marca, el estigma. Se le fueron las horas en esta persecución maníaca.

Por fin oyó abrir la puerta del dormitorio. Fingió dormir, pero su rostro estaba de tal modo contraído que Pierre se hubiese dado cuenta de la farsa con sólo acercarse un poco a ella. Pierre la miró, temió despertarla y salió de la habitación sin hacer ruido. El primer sentimiento de Severine ante la conducta de su marido fue el de una triste sorpresa. ¿Tan fácil era disimular una situación como la suya ante el hombre que mejor la conocía? Esta idea, aun tranquilizándola, la hizo daño. Sólo era un respiro concedido por las sombras. Ella sería castigada con la llegada del día. Pierre comprendería en cuanto la mirase.

—¿Y entonces…? —gimió abrazada convulsivamente a la almohada, como un enfermo que se ahoga.

Severine cerró los ojos, como si la oscuridad de su dormitorio no le bastase a su desesperación, y comprendió que era incapaz, de imaginar qué ocurriría después de que su marido lo descubriese todo.

Aquellas alternativas de miedo y abandono acabaron por no hacerle sentir ni vergüenza ni arrepentimiento. Simplemente, se limitó a esperar la mañana y su justicia. Y la mañana llegó sin traer nada. A pesar de estar convencida de que un ardid tan elemental como aquél no podría tener éxito otra vez, fingió dormir cuando Pierre entró a verla antes de salir para el hospital. Y Pierre, nuevamente, cayó en el engaño.

Una débil esperanza tomó vida en el espíritu de Severine a medida que el tiempo transcurría y la luz se hacía más intensa. No creía en la posibilidad de escapar al enfrentamiento definitivo con su marido, pero dedicó toda la mañana a abrir caminos para que aquella posibilidad remota se hiciera real. Durante horas, sin concederse ni un pequeño descanso, estuvo telefoneando a todos sus amigos y conocidos: los invitó, se hizo invitar por ellos, a comer, a cenar, a cabarets y teatros, hasta conseguir tener ocupadas todas las horas del día y de buena parte de la noche. Cuando terminó la lista y todas las piezas estaban encajadas, respiró con alivio. Durante más de una semana no había posibilidad material de que Pierre y ella pudieran quedarse ni un minuto a solas.

Pierre se sorprendió ante aquel frenesí de sociabilidad que inesperadamente se apoderó de su mujer, pero no preguntó nada. Severine opuso a su ahogada pregunta una mirada tan suplicante, un gesto de ruego tan intenso, que le emocionó y desarmó por completo. Volvían a casa cuando Severine, ya en el límite de sus fuerzas, casi se dormía sentada en el restaurante o en el cabaret. Una vez allí, caía en un sueño inviolable y pesado que se prolongaba hasta avanzadas horas de la mañana, mientras Pierre trabajaba en otro mundo.

De esta forma pudo acabar con sus temores, e incluso con sus recuerdos. El torbellino se alejó, reduciéndose a un polvillo casi irreal. ¿Dónde quedaba el día de la calle Virene? Comprendió que pronto sería innecesario aquel muro de protección que había levantado entre Pierre y ella.

Y fue entonces cuando se produjo en Severine ese fenómeno al que raras veces escapan las personas gobernadas por un instinto fuerte y demasiado decisivo. Lo mismo que el jugador empedernido siente su retiro, después de una pérdida peligrosa, la nostalgia del tapiz verde, de las mesas de juego, de las cartas, de los rostros y de las palabras rituales de la partida; lo mismo que el aventurero, al descansar de la aventura, se siente corroído por las imágenes de la soledad, de la lucha y del espacio abierto; lo mismo que el opiómano aparentemente desintoxicado cree sentir a su alrededor el dulce terror del humo de la droga, de la misma forma, Severine se encontró cercada insensiblemente por los recuerdos de la calle Virene.

El rostro de Madame Anaïs, los hermosos senos de Charlotte, la equívoca humildad del lugar, aquel olor que un día ella creyó llevar en sus cabellos…, todo se volcó sobre la memoria carnal de la mujer. Al principio, el retorno de aquellas imágenes la hizo estremecerse de asco; después se acostumbró, otra vez, y las aceptó; finalmente se le fueron haciendo imprescindibles y comenzó nuevamente a gozar y complacerse en ellas. La defendieron durante algunos días la presencia de Pierre y el amor desgarrado que sentía hacia él. Pero la fatalidad interior inscrita, como un sello de su destino, en el alma de Severine, tenía que cumplirse.