Severine reanudó su vida normal como si la hubieran exorcizado. Aquella mujer desconocida que, en la orilla de la muerte, sintió, primero en su debilidad y después en su resurrección, cómo se desintegraban los elementos que la constituían en un juego de singulares y corrompidas imágenes mezcladas con su ser más puro y neto, se había apartado de su lado para siempre. Ahora, mientras recobraba la salud y su espíritu recomenzaba a captar normalmente los aspectos y las relaciones de un mundo razonable, aquella sombra nacida de su enfermedad se redujo a polvo.
Volvió a ocupar su puesto con firmeza. Las comidas, el sueño reparador, los afectos, los placeres honestos, todo un mundo se puso al servicio de Severine y, como antes de su enfermedad, cada cosa se instaló en un orden favorable a su equilibrio. Su vitalidad suscitó el nacimiento de un gusto nuevo, de un interés acrecentado por los detalles de la existencia cotidiana. Caminaba de habitación en habitación como si tratase de descubrir algo, como si aquello fuese una aventura. Los muebles y los objetos le comunicaban su cohesión útil y profunda. Otra vez gobernaba su mundo doméstico, sus sentimientos y su vida.
Y aquella fuerza interior, más intensa que nunca, apenas si se manifestó con un discreto resplandor en su rostro delicado y serio. Pierre nunca había observado en ella tanto poder de seducción; y Severine jamás mostró antes hacia él una ternura tan eficaz. El único rasgo consciente que subsistía en Severine de la informe crisis que sucedió a su enfermedad, era su resolución de dedicarse plenamente a proporcionar felicidad a su marido. A pesar del fracaso de aquella primera tentativa, demasiado directa, el deseo que inspiraba su nuevo esfuerzo no se había extinguido. Pierre vigilaba, inquieto y emocionado, las inflexiones de su voz, la constante delicadeza de su comportamiento hacia él. Aquella solicitud comenzaba a desplazar el eje sobre el que hasta ahora habían girado sus vidas.
Disiparon la aprensión que le produjo la nueva actitud de su mujer dos rasgos supervivientes de su anterior forma de comportarse. Severine era víctima del mismo pudor casi salvaje que antes, y no cambió en su forma de vestir.
Efectivamente, Severine comenzó a renovar su vestuario con el mismo entusiasmo con que ahora se acercaba a todas las cosas; pero, igual que siempre, seguía prefiriendo los tejidos, los cortes y las formas juveniles.
Pierre la acompañó algunas veces a las casas de modas, para compartir el placer de Severine, y para que no se sintiera asustada por los precios, por muy altos que fueran. Pero, en estos menesteres, durante las prolongadas sesiones en las casas de modas, la compañera inseparable de Severine era Renée Fevret. Esta mujer encontraba la verdadera razón de su existencia entre los retales, los maniquíes, las modelos y las vendedoras. Llevaba a aquel mundo una especie de lirismo, una emoción verdadera y una afición sin límites. Severine valoraba en mucho la apasionada ayuda de su amiga. Era incapaz de poner en práctica aquella movilidad y elocuencia, y siempre entraba a comprar con la idea de acabar cuanto antes.
Una tarde en que debía hacerse la última prueba de un vestido, Severine estuvo esperando en vano a Renée. Marchó sola a la modista. Renée apareció cuando se estaba probando.
—Perdóname —dijo Renée, agitada—. ¡Si tú supieras…!
Apenas si dedicó una mirada rápida al nuevo vestido de Severine y no hizo ni un solo comentario sobre su hechura. Un comportamiento insólito en Renée. Estaba pendiente de los movimientos de la costurera y, aprovechando un momento en que ésta se apartó, susurró rápidamente al oído de Severine:
—Me han contado una cosa inaudita de los Jumiege. Me lo han dicho esta tarde, durante el té. Henriette, nuestra querida amiga Henriette, va todos los días a un… a un prostíbulo. ¿Me oyes…? A una casa de…
Como Severine no reaccionaba, Renée prosiguió:
—No me crees. Tampoco lo creí yo hasta que me dieron detalles. Pero es cierto, no hay ni la menor duda. Me lo ha contado el propio Jumiege. Sorprendió una conversación telefónica de Henriette con la patrona de la casa ésa. Conoces a Jumiege. Es un charlatán, pero no es un mentiroso. No puede mentir en un asunto así. Y si lo hace es un criminal… Naturalmente, todo esto es secretísimo. Jumiege me ha pedido encarecidamente la mayor discreción.
—En ese caso, todo el mundo acabará sabiéndolo —dijo apaciblemente Severine—. ¿Quieres decirme qué te parece mi vestido? Quiero ponérmelo mañana por la noche.
—Perdóname, querida. La cabeza me da vueltas. No la tengo tan despejada como tú. Vamos a ver… —Llamó a la costurera—. Por favor, señorita, atienda un momento…
Comenzó a hacer meticulosas indicaciones, y Severine se dio cuenta del esfuerzo de voluntad que estaba haciendo para concentrarse en aquella tarea que, habitualmente, la absorbía por completo. Finalizada la prueba, Renée preguntó:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Vuelvo a casa. Pierre vuelve hoy pronto.
—Entonces, te acompaño. Tengo que hablarte de Henriette. No comprendo cómo puedes tomarlo con esa indiferencia…
Subieron al coche, y Renée prosiguió:
—No te entiendo, Severine. Te cuento una enormidad como ésa y ni siquiera te inmutas, como si no hubieses oído nada.
—Sólo he visto a Henriette dos veces en mi vida.
—Qué más da una vez o cien. Lo que importa es el hecho en sí… Aunque se tratase de una desconocida. No te das cuenta de que esto es… esto es…, no encuentro la palabra. Severine, sigues sin darte cuenta de nada. Sólo piensas en tu vestido. ¡Es una mujer de nuestra esfera, Severine, de nuestro mundo! Por supuesto, menos rica que nosotras, pero una mujer como tú o como yo…, que trabaja…, ¿oyes…?, en una casa de prostitución.
—¿Una casa de prostitución? —repitió mecánicamente Severine. Renée permaneció unos segundos sin saber qué decir, extrañada del tono que había empleado su amiga. Prosiguió en voz baja:
—No debería hablarte de estas cosas. Estás tan lejos de todo esto… Eres demasiado limpia, Severine, y no puedes captar todo el horror que encierra un hecho semejante. Más vale callar…
Pero era más fuerte el deseo de comunicar a alguien cuanto antes lo que llevaba dentro:
—No; tienes que saberlo todo —casi gritó—. No puedes seguir viviendo con los ojos cerrados. Escucha: hay cosas que resultan penosas, incluso cuando se hacen con un hombre que te inspira ternura. («Piensa en su marido», se dijo Severine). Imagina lo que será hacerlas en una de esas casas, con el primero que llega; él te elige, y tú vas con él aunque sea feo y sucio. Y tener que hacer lo que él quiera, todo lo que quiera… Un desconocido cada día. Muebles que son de todo el que llega… ¡Esas camas…! Imagínate a ti misma, un solo segundo, en ese oficio… ¿Comprendes ahora…?
Habló durante mucho tiempo sobre el tema; Severine calló, dejó hablar. A medida que el tiempo iba pasando, Renée cargaba de tintas más negras su descripción, para hacerla más grosera y horrible, con objeto de arrancar un grito del obstinado silencio de su amiga.
Ni una palabra, ni una respuesta. La luz del crepúsculo cedía y Renée no podía ver claramente el aspecto de Severine. Su cuerpo se había quedado rígido, frío y como aprisionado por un molde invisible. Le era casi imposible respirar, le pesaban los miembros de tal manera que creía no poder volver a moverlos jamás. Sintió la muerte. No sabía con exactitud lo que le estaba ocurriendo, pero estaba segura de que nunca olvidaría aquel estado cadavérico, ni la indecible angustia que paralizaba su corazón. Pasaron ante sus ojos llamaradas y nubarrones, a través de los cuales adivinó desnudeces mórbidas. Deseaba cerrar los ojos y las manos; pero sus párpados estaban rígidos como el resto de su carne, y sus manos caían sin fuerza, inmovilizadas, cada una a un lado del cuerpo.
Quiso, inútilmente, gritar:
—Basta, basta…
Siguió callada. Y, sin embargo, las frases, las odiosas imágenes con que Renée pretendía soliviantar su conciencia, atravesaban su letargo y se instalaban, terriblemente vivas, lejos muy lejos de ella.
Severine no supo cómo ni cuándo bajó del coche y entró en su apartamento. Un hecho violento y extraño ocurrido en su dormitorio le devolvió una vaga conciencia de sí misma. Cuando entró en la casa, Severine se dirigió directamente hacia el gran espejo ante el que solía vestirse. Quedó inmóvil ante el mueble, y tan cerca de su imagen reflejada, que parecía confundirse con ella. En el misterio glacial de aquella luna recobró la percepción de sí misma. El estupor y un instinto puramente orgánico de defensa se proyectaron sobre aquella imagen, y Severine creyó ver un ser extraño cuyo rostro jamás había visto. Poco a poco fue dándose cuenta de que aquella mujer se acercaba lentamente a ella. Era una sensación de acorralamiento: la mujer siguió avanzando, le rodeó, comenzó a apoderarse de su cuerpo. Severine intuyó que aún tenía a su alcance una oportunidad: un gesto rápido, un salto hacia atrás impediría aquella posesión. Pero un deseo más poderoso la retuvo. Tenía que observar la imagen que se cernía sobre ella. Aquel examen le pareció el acto más esencial y urgente que la vida le había propuesto.
Fue de una profundidad atroz: las mejillas blanquecinas como una superficie gredosa, la frente abombada y desnuda sobre los ojos lejanos y hundidos, los labios rojos, muertos, exangües y anormalmente abultados, todo en aquel rostro desprendía una tan enorme idea de bestialidad y horror, que Severine no pudo soportar ni un instante más el espectáculo que se ofrecía a sí misma. Corrió hacia la puerta en busca de otra habitación, tras una distancia que interponer entre ella y la imagen fija, plana y terrible que dejaba en el espejo. Movió nerviosamente el picaporte, pero la puerta no se abrió. Comprendió que, al entrar, había cerrado con llave. Un súbito calor le subió al rostro.
—Quería esconderme —dijo en voz alta.
Con un reflejo orgulloso y franco, abrió violentamente la puerta.
—¿Esconderme? ¿De quién?
No traspasó el umbral. Estaba segura de que la imagen seguía allí, tras ella, en el espejo. Cerró de un portazo y, eludiendo los objetos que podían reflejar sus ojos, cayó abatida en un sillón. Apretó los puños contra las sienes ardientes. Sus manos estaban heladas. Poco a poco transmitieron su frescor a la frente, calmando la extraña y febril situación de la mujer. Por fin, Severine pudo pensar. Todo cuanto le acababa de ocurrir se desarrolló al nivel de las convulsiones instintivas, en medio de impulsos y desórdenes entre cuya maraña su memoria se extravió. No recordaba nada. Se había esfumado el recuerdo de su máscara de bestia violenta y apasionada.
Severine emergió del caos sin más sentimiento que el de una insoportable vergüenza. Le pareció sentirse enfangada, y no quería ni podía lavar el fango que la cubría.
—¿Qué me ocurre? ¿Qué me está pasando? —gimió repetidas veces balanceando la cabeza.
Intentó ordenar y dar sentido a los vestigios inconcretos y desperdigados que todavía conservaba de los minutos que acababa de vivir. Fue en vano. Una prohibición más poderosa que todos sus esfuerzos, originada en profundidades a las que su voluntad no tenía acceso, le impidió reconstruir las descripciones que Renée hizo para ella en el coche.
Saltó del sillón decididamente y entró en el despacho de su marido, donde se encontraba el teléfono, y marcó el número de su amiga.
—Atiende un momento, querida —supo dominar su voz alterada—. Creo que tuve un mareo en el coche. Figúrate que ni siquiera recuerdo cómo salí de él y entré en mi casa.
—No noté en ti nada raro. Te fuiste con toda naturalidad.
Severine respiró profundamente. Le invadió una sensación de alivio. No se había traicionado. Sin embargo no se preguntó de qué podía haberse traicionado ante su amiga. Lo ignoraba.
—¿Te sientes mejor? —añadió Renée.
—Ya pasó todo por completo —dijo alegremente Severine—. Ni siquiera se lo diré a Pierre.
—Sin embargo, tienes que cuidarte más. Estas noches de primavera son peligrosas y no te abrigas bastante…
Severine escuchó impaciente. Deseaba, temía y esperaba que Renée reemprendiese el monólogo del coche. ¿Qué había dicho? Recordaba a Henriette y su aventura, pero huía de su memoria algo más…
«He de saberlo», pensó. «Sólo así entenderé qué me está ocurriendo».
Pero aún no había terminado Renée de darle consejos sobre su salud, cuando Severine oyó los pasos de Pierre entrando en la casa, y otra vez se apoderó de ella el miedo inexplicable que le había llevado a encerrarse en su dormitorio. Pensó que si le hablaban de Henriette, Pierre adivinaría… ¿Qué? Otra vez la incógnita hizo presa en ella; y Severine colgó el auricular con un movimiento rápido y febril.
—¿Acabas de llegar? —preguntó Pierre.
—No. Hace por lo menos diez minutos que…
Calló un momento, trastornada. Aún llevaba puestos el abrigo y el sombrero. Siguió hablando atropelladamente:
—Diez minutos… Bueno; no sé decirte con exactitud cuánto tiempo hace…, tal vez menos. Me acordé al entrar que tenía que preguntar una cosa a Renée… Pierdo la sensación del tiempo cuando hablo por teléfono.
Estaba segura de que cada una de sus palabras denunciaban aquel sentimiento de culpa, imposible de definir, que la embargaba.
—Me cambiaré en un instante —balbució.
Cuando volvió, su inteligencia lúcida, casi viril, había triunfado ya sobre el enemigo sin rostro que se agazapaba en los más secretos rincones de sí misma. Comprendió la rareza, cercana a la demencia, de su comportamiento. Sabía que no era culpable de nada. ¿Por qué, entonces, aquella imperiosa necesidad de excusarse?
Dio un beso a su marido. La seguridad que recobró con este sencillo contacto la sostuvo con mucha más fuerza que la que podría obtener del argumento más convincente. Por primera vez en todo el día, en que todo transcurrió en obediencia a las órdenes de una voluntad ajena, despótica y arbitraria, se sintió libre. Suspiró de salud y bienestar de una manera tan elocuente, que Pierre se inquietó:
—¿Qué te apena? ¿Algún malentendido con Renée?
—¿De dónde has sacado esa conclusión, querido? Nada me apena. Al contrario: estoy muy contenta. Mi vestido nuevo es una preciosidad. Me gustaría divertirme esta noche. ¿Por qué no salimos?
Notó que Pierre se puso un poco triste. Era la única noche libre con que contarían en toda la semana y habían decidido gozar de ella en la intimidad. Recordó su decisión, que hasta entonces había seguido a rajatabla, de sacrificar todo cuanto fuera necesario en aras del bienestar y la felicidad de su marido. Pero su necesidad de huir, mediante un cambio brusco, de los terrores que acababa de vivir, era más fuerte que todas sus decisiones conscientes.
Logró su propósito. Las luces y los ruidos del music hall le proporcionaron la tregua de sentimientos que necesitaba. Pero, nuevamente, cuando salieron del local, retornó la angustia. El ruido del motor, la sucesión de luces y sombras que jalonaban la carrera desde el interior del automóvil, la espalda del chófer vista a través del cristal, trajeron a la memoria de Severine la vuelta a su casa de aquella tarde, el insoportable monólogo de Renée. La tregua fue demasiado corta.
En el ascensor, Pierre pudo ver las facciones de su mujer. Cubría su rostro una intensa palidez.
—¿Ves cómo te agotan estas salidas nocturnas? —dijo con voz suave y amable.
—No es eso… Tranquilízate… te lo contaré todo ahora.
Creyó liberarse para siempre. Volvería a su vida la transparencia desde el momento en que confiase su tortura interior a Pierre. Antes de casarse con ella, Pierre había llevado una vida experimentada e intensa. Conocía bien la vida. Le explicaría ciertas cosas que necesitaba saber, y su satánica sed se calmaría.
¿Y dónde se originaba aquella oleada de calor que ahora le subía a las sienes? ¿En una frágil esperanza de calma? ¿No se mezclaba a esta luminosidad una atracción menos nítida, pero más perturbadora y potente? Sin darse cuenta, como en sueños, Severine comenzó a hablar en cuanto traspasaron la puerta del apartamento.
—Todavía estoy trastornada por una historia que me contó Renée esta tarde. Henriette, una amiga suya que tú no conoces, va a… una casa de prostitución.
Chocó vivamente a Pierre la entonación con que pronunció las últimas palabras. Preguntó:
—Sigue. ¿Qué más?
—¿Qué más? Pero… ¿no te das cuenta? Ésa es toda la historia.
—Tú te mareas y te descompones por una bobada semejante. Ven, siéntate un rato conmigo.
La conversación tuvo lugar en el vestíbulo. Después, Pierre llevó a Severine a su despacho. La mujer se dejó caer en el sofá. Temblaba casi imperceptiblemente, pero con tal frecuencia que le arrebataba todas sus fuerzas.
Vigiló ávidamente, desesperadamente, todo cuanto Pierre le dijo. No se trataba únicamente del deseo de encontrar un bálsamo, un medio de lograr la calma. Había en su atención un rasgo de inevitable curiosidad. La precisión de oír hablar de un mundo que se negaba a imaginar brotó en ella con la fuerza de una necesidad orgánica, como brota el hambre.
—Háblame de todo eso, por favor —y en su voz había súplica, temor y violencia.
—Mi pobre niña…, lo que te contó Renée es una aventurilla bastante vulgar y corriente. El dinero, la avidez de lujo. No hay más secreto que ése. ¿Cuánto gana el marido de esa Henriette? Poco…, ¿no? Y, sin embargo, estoy seguro de que ella viste como tú, o como Renée. Partiendo de ahí, el resto es fácil de imaginar, querida. He conocido mujeres de esa clase en casas de esa clase.
—Cuéntamelo. ¿Ibas muchas veces?
Esta vez, Pierre se asustó del tono que Severine puso en su pregunta. Le cogió una mano y dijo:
—No, claro que no iba muchas veces. Iba, simplemente, como por una especie de fatalidad. No conozco a ningún hombre que no haya pasado por ese trance. Lo que nunca imaginé es que pudieras sentir celos de ese cochino pasado, común a todos los de mi sexo.
Severine tuvo coraje para sonreír. Era capaz de todo con tal de apaciguar la sed que la abrasaba.
—No estoy celosa —respondió—. Es que quiero saber cosas nuevas de ti. Sigue, sigue…, por favor…
—¿Qué quieres que te diga?
—Cosas, cuéntame cosas…
—Esas mujeres (Henriette y sus compañeras) están allí, abajo, siempre esperando, y suelen ser sumisas, amables y atemorizadas. Es mejor no hablar de ello. Créeme que no merece la pena. Los placeres que esas mujeres proporcionan están entre lo más triste que hay en el mundo.
Sólo un adicto a las drogas hubiera comprendido la intolerable sensación que se apoderó de la mujer. Se sintió tan próxima a la locura como el morfinómano al que arrebatan la jeringuilla cuando se dispone a inyectarse. Aquellas frías y alusivas explicaciones de Pierre no respondían ni a una sola de sus preguntas, carecían de sabor y de resonancia. Una insospechada irritación contra su marido comenzó a despertarse en ella. La percibió primero en sus dedos, y después, gradualmente, sin dejar a salvo ni un solo nervio, ni una sola célula, invadió sus senos, su garganta, su cerebro… Balbució, alucinada:
—Di algo de una vez…
Pierre la observó meticulosamente. Severine exclamó:
—Cállate. Basta… No puedo más… Deberían prohibir… Pierre…, si tú supieras…
No pudo seguir hablando. Convulsiones y sollozos se lo impidieron.
—Severine, mi pequeña.
Pierre le acarició las mejillas, los cabellos, los hombros con un cariño que ahuyentaba todos sus temores. Severine se agarró a él como el náufrago a una tabla, como el perseguido a quien viene en su ayuda. Sus incontroladas convulsiones le hacían levantar la cabeza, en cuyo rostro aparecía una expresión de niña inocente y acosada.
Entre sus sollozos, Pierre le oyó decir:
—No me desprecies, no me desprecies.
Pensó que sentía vergüenza de sus lágrimas. Nunca hasta aquel momento había visto llorar a su mujer, y Pierre, con una especie de tierna veneración, le murmuró al oído:
—No, no. Te querré más desde ahora, mi pobre niña. ¿Sabes… sabes cuánta pureza, cuánta bondad hace falta para dejarse herir como tú por esa historia?
Severine se apartó de él bruscamente, le miró y comenzó a mover la cabeza con expresión torpe, idiotizada.
—Tienes razón —dijo—. Voy a acostarme.
Se levantó con dificultad. Pierre inició un movimiento de ayuda, pero se detuvo a medio camino. Se sintió extraño ante su mujer. Viéndola andar con paso inseguro, se acercó a ella y le propuso tímidamente:
—¿Quieres que pase la noche contigo?
—No. Por nada del mundo.
Severine vio palidecer el rostro de Pierre, y añadió:
—Me gustaría que te quedases cerca de mi cama mientras me duermo.
No era la primera vez que Pierre le velaba el sueño, pero nunca lo hizo con el corazón tan acongojado como aquella noche. En la penumbra, adivinó que los ojos de su mujer no se apartaban de él. Le fue imposible resistir más tiempo y se inclinó sobre ella. La mirada de Severine tenía una fijeza mortal.
—¿Qué te ocurre? Dime, ¿qué tienes?
—Tengo miedo.
—Estoy contigo, no me moveré de tu lado. ¿De qué tienes miedo?
—Si pudiera saberlo…
—¿Tienes confianza en mí?
—Sí, sí, la tengo, Pierre.
—Entonces piensa sólo lo que yo te diga. Verás: mañana hará buen día. Fíjate lo estrellado y limpio que está el cielo. Piensa que irás a jugar al tenis, que te vestirás de blanco, que ganarás tres sets seguidos. Cierra los ojos e intenta imaginar esto con todas tus fuerzas. ¿Verdad que ya te sientes bastante mejor?
—Es verdad —dijo la mujer, y el enemigo (¿era un enemigo?) que se había instalado en ella convirtió cada uno de sus pensamientos en imágenes secretas, y las pelotas de tenis que atravesaban el aire límpido se entremezclaron con la sonrisa glacial de Henri Husson.
Severine y Husson se vieron algunas veces en lugares públicos, después de la frustrada tentativa de él. La mujer fingió no reconocerle todas aquellas veces, y él aceptó esta actitud con docilidad y resignación. Se sorprendió cuando la vio acercarse aquella mañana con paso decidido.
—¿Aún no ha jugado ningún partido?
—No, aún no —respondió Husson—. Y no empezaré a jugar hasta que usted se aburra de mi conversación.
No se produjo entre ambos ninguna sensación de incomodidad. Así lo presintió Severine. Sólo la desusada galantería de Husson, la misma que mostró hacia ella aquel día, desconcertaba un poco a Severine:
—Anoche estuvimos hablando de usted Renée y yo («Se ha dado cuenta de que miento», pensó Severine con indiferencia). Me dio una noticia que tal vez le interese. ¿Sabe usted que una amiga común frecuenta ciertas casas?
—Henriette. Conozco el asunto.
No levantó los ojos hacia Severine, pero daba la impresión de que estaba pendiente de su respiración. Prosiguió:
—Y no es precisamente un asunto divertido. Es más bien un negocio. Cuestión de dinero. Quiero decir que lo de Henriette no tiene gracia considerado en sí mismo. Le falta clase. Pero estos casos suelen ser sabrosos para quien sabe hacer buen uso de ellos. Una mujer acostumbrada a que la festejen, a que la gente sea galante con ella. Y ahora, esa misma mujer está ahí, dispuesta a que uno satisfaga en ella sus deseos. Desde los más exigentes hasta, como se suele decir, los más vergonzosos. En general, la fantasía de los hombres brilla por su ausencia, pero poder tratar así a una mujer de mundo puede llegar a ser mejor y peor que violarla.
Severine escuchó con el busto erguido y la cabeza ligeramente inclinada. Con su voz impersonal, Husson siguió hablando.
—Ya no suelo entrar en los prostíbulos. He visto demasiadas cosas. Pero siempre me gustaron mucho. Allí se huele a vicio pobre. Y se comprende mejor para qué están hechos los cuerpos. La lujuria de las que cobran y de los que pagan es un hecho sencillo y humilde. El porquero intenta, y tiene toda la razón, que le concedan las mismas atenciones que a mí. Me refiero a las casas modestas; también aquí el lujo lo hunde todo. Hablo de casas como la de la calle Ruispar, número 42, o el 9 bis de la calle Virene, o… La lista es muy larga; me pasaría toda la mañana con ella. Me gusta pasear ante las casas de prostitutas; pero ya no entro casi nunca. Una fachada burguesa, cerca del Hotel de Ventes o del Louvre, y, tras ella, hombres desconocidos que desnudan y poseen a mujeres esclavas; y lo hacen a su gusto, como les place, sin ningún control. Estas cosas inflaman la imaginación.
A partir de su conversación con Husson, los millares de impresiones, de sensaciones y sentimientos que torturaban a Severine cristalizaron en una observación concreta. No tuvo conciencia de ello de un modo inmediato, pero había roto el muro que la aislaba del subsuelo donde se retorcían sus larvas ciegas y omnipotentes. Existía ya comunicación entre el mundo ordenado en que siempre vivió y el que comenzaba ahora a abrirse ante sus ojos bajo el peso de un instinto cuyo poder no se atrevía a calcular. Su personalidad habitual y el personaje que despertaba en ella con la fuerza acumulada de un largo reposo comenzaron a entrelazarse, a compenetrarse, dando los primeros pasos sobre una senda en la que ambos podían caminar juntos.
Severine necesitó dos días para comprender lo que exigía de ella aquel personaje. Nadie, ni siquiera Pierre, notó el estado de estremecida auscultación que estaba viviendo. Y creyó sentir que grandes púas venenosas se clavaban, ardientes e inmisericordes, en sus costados.
Una imagen, eternamente repetida, se fijó en su cerebro, transmitiéndole algo muy semejante a la equívoca felicidad de su convalecencia. Un hombre de facciones rudas la perseguía por las calles de un barrio sórdido. Ella huía de manera tal que el hombre no la perdiese de vista, como invitándole a continuar. Severine entra en una calleja solitaria y sin salida. El hombre se acerca, se oye el ruido de sus botas sobre los adoquines. Un instante de angustia, la inminencia de un placer secreto. Llega el hombre al rincón donde Severine se esconde, pero ella ya no está allí. El hombre se marcha. Y Severine busca en vano, desesperanzada, por calles miserables y solitarias, a aquel animal que lleva consigo su secreto.
Otras visiones, más confusas y más bajas aún, de entre las muchas que tuvo durante su enfermedad, se reavivaron en aquellos dos días. Pero la del hombre del callejón sin salida era el tema, el leit-motiv alrededor del que se ordenaron todas ellas. Durante dos días y dos noches, Severine no cesó ni un solo instante de llamar al hombre del callejón sin salida. Y, una mañana, después que Pierre se fue, como de costumbre, al hospital, se vistió lo más sencillamente que pudo, salió a la calle y llamó a un taxi.
—Lléveme a la calle Virene. No recuerdo el número, pero recordaré la casa cuando la vea.
El automóvil avanzó veloz a lo largo de los muelles del Sena. Muy pronto apareció ante Severine la enorme masa del Louvre. Se le hizo un nudo en la garganta e, instintivamente, se llevó las manos al cuello.
—Calle Virene —indicó el taxista frenando el coche.
La mirada de Severine se dirigió hacia la acera de los números impares. Una fachada, otra, otra… Antes de que el coche pasara por delante adivinó cuál era la casa. No se diferenciaba en nada de las restantes, pero un hombre «especial» se disponía a entrar en ella. Severine le vio cruzar el umbral. Macizo, mal vestido, cuello y espaldas vulgares… Sólo podía ir en busca de una «mujer dócil». ¡Aquella «prisa» repentina con que se zambulló en el portal…!
El taxi llegó al final de la pequeña calle. Severine, distraída, no se dio cuenta de que el coche estaba parado, y el taxista tuvo que advertirla. Le pidió que la llevase al punto de partida, otra vez a su casa.
Ahora tenía Severine algo con que alimentar su obsesión. El hombre real que vio entrar en la casa de la calle Virene y el hombre imaginado del callejón sin salida comenzaron a fundirse en uno solo. Y cuando Severine concentró su pensamiento en esta simbiosis sintió que disminuía la cadencia de su corazón, presa de un dolor exasperante. Imaginó la frente del hombre, estrecha, sus manos carnosas y velludas, su vulgar forma de vestir. Le veía subir la escalera, tocar el timbre. Y veía unas mujeres que se acercaban a él… En este punto, la imaginación de Severine se detuvo bruscamente y su cerebro quedó a merced de un vértigo de sombras, de músculos y de respiraciones entrecortadas.
Se sintió satisfecha durante algún tiempo con la simple posesión de tales imágenes. Las llamaba a cada instante, y acudían, y su frecuencia e intensidad eran tales que comenzaron a gastarse, a extenuarse lentamente. Perdido el sustento, Severine necesitó volver a ver la casa. Esta vez fue andando. Agarrotada por el miedo, no se atrevió a levantar la cabeza, cuando pasó frente al portal, para leer la placa discretamente colocada en un lateral de la puerta. Pasó de largo, pero tuvo coraje para acariciar con emoción los viejos muros, como si estuvieran empapados de la triste lujuria que cobijaban.
La tercera vez leyó, casi sin detenerse, la placa:
Madame Anaïs - Entresuelo izquierda.
Y, la cuarta vez, entró.
No supo cómo subió la escalera, ni cómo, tras de abrirse una puerta, se encontró frente a una mujer rubia, todavía joven, corpulenta y de aspecto simpático. Le faltó el aliento. Deseaba echar a correr, pero permaneció allí como clavada en el suelo. Oyó:
—¿Qué desea, señorita?
Y murmuró:
—¿Es usted quien… se encarga de…?
—Soy Madame Anaïs.
—Yo… vengo, desearía…
Severine lanzó una mirada de animal acorralado sobre la antecámara en que se encontraba.
—Pase, por favor. Venga conmigo y charlemos tranquilamente. ¿Quiere?
Introdujo a Severine en un dormitorio empapelado, de color sombrío, con una gran cama cubierta con un edredón rojo.
—Bien, pequeña —continuó Madame Anaïs alegremente—. Ánimo, colabora un poco. Estoy dispuesta a ayudarte. Eres bonita y simpática. Del género que gusta en esta casa. Tendrás éxito. Cuenta redonda, pequeña: vamos al cincuenta por ciento. La mitad para ti y la mitad para mí. Tengo muchos gastos.
Severine movió la cabeza sin lograr articular una respuesta. Madame Anaïs le dio un beso:
—Tímida. Estás un poco emocionada, ya veo. ¿Es la primera vez? Verás que no es nada terrible. Aún es temprano; tus compañeras no han llegado, pero cuando hables con ellas se te pasará el temor; ellas te instruirán. Es muy fácil, bonita. ¿Cuándo quieres empezar?
—No sé… Ya veré.
De improviso, Severine levantó la voz con energía, como si tuviera miedo de no poder volver a salir de allí nunca.
—De todas formas, sólo podré quedarme hasta las cinco de la tarde.
—Como quieras. De dos a cinco. ¿Te parece bien? Es una buena hora. Te llamarás «Belle de Jour». Pero, eso sí, has de ser puntual. Si no, me enfadaré. Quedarás libre a las cinco en punto. ¿Te espera un amiguito…? ¿O, quizás, un maridito…?