Capítulo tercero

Severine se despertó muy temprano. Durmió muy pocas horas, pero se sintió tan fresca y ágil, que su primer movimiento fue un intento de saltar de la cama. Le detuvo la percepción de un cuerpo inmóvil tendido al lado del suyo, un cuerpo que reposaba apaciblemente y que limitaba su libertad. Pierre estaba allí… Por primera vez después de la enfermedad, habían pasado una noche juntos. Severine durmió bien, sin pesadillas ni germinaciones dudosas.

¿Era él la causa de aquella tranquilidad? ¿Se había liberado de su mal al volver a ser suya?

Se entregó a Pierre llevada únicamente por el deseo de hacerle vencer aquella tristeza que le embargaba. Como de costumbre, la única alegría que sintió en los brazos de su marido fue la de verle feliz. Cuando se abrazó a él, Severine se dijo que tal vez el esfuerzo lleno de oscuras delicias que había endulzado su convalecencia se transformaría ahora en un éxtasis desconocido. Pero, cuando Pierre dejó de abrazarla, encontró en sus ojos, como siempre, la convicción de que seguía siendo virgen. La mujer tuvo una sensación profunda y confusa de decepción, pero al ver que la pena había desaparecido del rostro del hombre, y que sus rasgos habían recuperado la dulzura y la virilidad, se olvidó de ello instantáneamente.

En la penumbra del alba no podía distinguir con claridad las bellas líneas del rostro de Pierre, pero el contorno de la cabeza le bastaba para reconstruirlas en su memoria. Dormía Pierre con la respiración confiada de un niño. Esto emocionó profundamente a Severine. Los dos años que llevaban viviendo justos se le representaron como una sucesión de imágenes de un fuego vivo y permanente. ¡Cuán fácil era para Pierre endulzar, hacer amable el paso del tiempo! Cuidaba de ella sin desfallecer jamás. Para él, la felicidad de su mujer se convirtió poco a poco en una dedicación a la que se entregó enérgica y dócilmente.

El silencio era penetrante, propicio a la gratitud y al escrúpulo.

«¿He sabido valorar justamente tanto amor?», se preguntó Severine. «¿Me he preocupado siempre de que esté contento? Todo cuanto él ha hecho por mí, todo cuanto me ha dado lo he aceptado como algo natural, como si fuese mío y me lo debiera».

Le agradaba experimentar estos remordimientos. En las reacciones de un alma vigorosa nada hay que posea una virtud de exaltación tan grande como reconocer los errores que desea reparar. Severine se esforzó en hacer consciente tanto lo que ella debía a Pierre como el poder que ejercía sobre él. Unas horas antes no hubiera creído que su voz y sus brazos fuesen capaces de proporcionar tan rápidamente la paz a un corazón tan absolutamente desesperado como el suyo.

«Depende de mí, como un niño», pensó.

Recordó que Pierre la llamaba algunas veces «su droga». No comprendía la sombra tenebrosa y pudiente de esta palabra; en realidad, la odiaba, con la sensación de repugnancia que le producía todo cuanto se apartaba de la salud y de la normalidad. Nunca se había parado a pensar en las experiencias que su marido hubiera tenido antes de casarse con ella. Juntos sólo tenían necesidad de lo que era real, de lo que existía entre ambos: ternura y simplicidad.

Severine imaginó la sonrisa abierta de Pierre, pensó en sus manos francas y reconfortantes. Durante un momento tuvo miedo de la convicción de que tanto aquella sonrisa como aquellas manos eran de su propiedad exclusiva y estaban a su merced.

«¡Cuánto daño puedo hacerle!», se dijo.

Su inquietud no se vio interrumpida por ningún signo de orgullo, y en ello creyó percibir aún mejor la hondura y la integridad de su amor. Sólo tenía a Pierre. Nada digno de ser amado había en el mundo que no fuera él.

Esta idea se presentó con una firmeza tal, provenía de tan hondo, que Severine sonrió ante el recuerdo de su fugitivo temor. Ocurriese lo que ocurriese, se prometió que nunca causaría sufrimiento a Pierre. ¡Qué maravilloso calor se apoderaba de ella ante aquel hombre que respiraba como un niño! Si de sus manos dependía su bienestar o su pena, ella haría que siempre fuese para él un tiempo feliz. Hasta el fin de sus vidas hermanadas. Llegarían al final de un equívoco. Se dio cuenta de cuán bella era la llama que se proponía sustentar hasta el fin de sus días; y se sintió tan fuerte, tan pura y enamorada que la misión le pareció fácil y magnífica.

Cualquier mujer que no fuera ella hubiese recordado en aquel momento las pesadillas que sucedieron a su enfermedad, aquel extraño lazo con que, sólo un día antes, se había sentido atada a Husson. Pero la educación, principalmente física, que había recibido, la habitual salud de su cuerpo; su perfecto equilibrio; su propensión natural a la calma y la alegría; su personalidad entera, la obligaron a olvidar la sombra pasada. Sólo le interesaba la parte superficial de sus emociones. Había aprendido a controlar de sí misma únicamente sus manifestaciones, lo que su cuerpo dejaba traslucir de dentro a fuera. De esta forma, al creer que poseía pleno dominio de sí misma, Severine no desconfiaba de sus fuerzas esenciales, dormidas. Estas secretas reservas mantenían en ella propensiones que su razón consideraba horizontales, y ésta era la causa de que sus deseos tuviesen siempre un vigor al que ella se entregaba con un movimiento impaciente e invencible.

No quiso esperar más tiempo para mostrar a Pierre la nueva ternura en que se encontraba sumergida, y le dio un prolongado beso en la frente. Todavía inmerso en el límite incierto que hay entre la vigilia y el sueño, cuando el cuerpo sin guía es magnetizado por los instintos, Pierre se abrazó a Severine.

Permaneció algunos momentos varado en esa playa oscura y cálida que es una mujer amada antes de que se adquiera conciencia de ella. Y murmuró con voz cargada de sueño:

—Amor mío, mi amor, mi vida…

Severine encendió con cuidado la lámpara de la mesilla de noche. Quería ver la felicidad pura, despojada de pensamiento, que se manifestaba en aquellas palabras. La luz, difuminada por una seda opaca, se extendió blandamente por toda la habitación. Pierre no se sintió contrariado, ni siquiera se movió, pero lo que Severine intentaba sorprender en su rostro, el misterio vegetal de unas facciones que no pertenecen ni al mundo de las sombras ni al de la vida, había desaparecido ya. Pierre había recuperado el sentimiento de sí mismo.

—¡Qué feliz me hace volver a tenerte! Me hacía tanta falta.

Abrió los ojos.

—Ya recuerdo —añadió—. El pequeño Marco… Era un niño italiano. Le gustaba muchísimo jugar conmigo.

Le bastó a Severine poner su mano en la frente de Pierre y acariciarle el cabello para que se calmase.

—No te preocupes, ya no sufro. Ya pasó todo. Me siento lleno de ti. No me queda sensibilidad para los demás.

—Calla. Si todo el mundo fuera como tú, la vida sería mejor —prosiguió Severine con ardor—. ¿Sabes que no he hecho más que pensar en ti esta mañana?

—¿Hace mucho que estás despierta? Apenas si es de día. ¿No te encuentras bien? ¡Y yo durmiendo…!

Severine rió con ternura.

—No cambies los papeles —dijo—. Quería decirte cuánto te quiero y preguntarte qué tengo que hacer para hacerte feliz…

Se detuvo como si hubiese dado un paso en falso. Notó estupor y un agudo malestar en el rostro de Pierre.

—Por favor —murmuró él—. Eres muy buena conmigo. Tú eres mi pequeña, mi niña… Quiero ocuparme de ti.

—Es imprescindible —continuó Severine— que de ahora en adelante sea yo quien se ocupe de tu vida. Quiero saber todo lo que haces: tus enfermos, tus operaciones. Nunca te he servido de ayuda en nada.

No fue agradecimiento, sino culpabilidad lo que experimentó Pierre ante las palabras de su mujer. Como suele ocurrirles a los hombres fuertes y delicados cuando aman, el menor cuidado, cualquier atención de Severine repercutía en Pierre como si cometiese una falta contra ella.

—Anoche no tuve fuerzas para callar —respondió—, y ahora eres tú quien estás preocupada por mí. Siento vergüenza. No te preocupes, mi vida, no volverás a sufrir por mi culpa; no volverá a ocurrir…

Una leve impaciencia se apoderó de Severine. Comprendió lo difícil que era poner en marcha tan enorme voluntad de amar. Todo se volvía contra su deseo. Deseaba servir a Pierre, y era él quien, irremediablemente, se ponía a su servicio.

Había en Pierre otras cosas, además de su profesión, que podía compartir con ella: su vida moral, sus lecturas o sus meditaciones. Pero en estos campos, a pesar de toda la fuerza de su empeño, Severine se sentía pequeña e impotente. Su cultura y sus facultades naturales no le permitirían alcanzar el nivel de su marido en una actividad que nunca antes le había causado la menor inquietud.

Nació en ella el desconcierto, junto con un inmenso deseo de darle algo. Murmuró:

—¿Qué puedo hacer por ti?

Su acento hizo que Pierre se fijase atentamente en ella. Se miraron como si acabaran de descubrirse. Y ella leyó, en los grandes ojos grises del hombre, esta temblorosa súplica: «¡Ah! Severine, deja ya de entregar tu cuerpo sólo para mi placer; entrégate también para el tuyo; déjame que sienta tu alegría; déjame ver cómo te pierdes en ella».

Aquella mirada contenía una llamada tan intensa, tan apremiante, que Severine experimentó una excitación carnal como nunca había conocido. Lo que sintió frente a Husson el día anterior se repitió ahora sin asco, con ternura y felicidad. Severine presintió que si aquellas manos cuya fuerza conocía la agarraran ahora mismo, que si aquel cuerpo de robustos músculos se deslizase ahora sobre sus miembros, aquella súplica sería atendida y estallaría en ella la alegría y el placer que Pierre le pedía. Pero apenas había comenzado a dejarse arrastrar, cuando Severine sorprendió un destello de gratitud en las facciones de su marido. Y otra vez volvió a apoderarse de ella un sentimiento maternal.

Quedaron inmóviles.

¿En qué pensaba ahora Pierre? Tal vez en las queridas que había tenido, aquellas mujeres a las que no había amado pero que habían recibido de él el placer privilegiado y mortal. O tal vez en la injusticia que se cebaba en aquella mujer tendida a su lado, por la que era capaz de dar la vida, aquella mujer que amaba y cuyo cuerpo, por el que sentía un deseo salvaje, parecía incapacitado para la conjunción perfecta.

Se despertó en Severine un estupor triste. Sabía cuánto poder ejercía sobre el alma de Pierre, y, asimismo, que esta alma, que era suya, se cerraba frente a ella, la rechazaba como su carne le rechazaba a él.

Flotaba el fracaso sobre el silencio que reinaba entre ambos, y éste se hacía pesado, impenetrable.

Por suerte, ambos sentían recíprocamente esa apasionada amistad capaz de apaciguarlo todo. Ninguno de sus sentimientos esenciales se hundió con aquella derrota. Por el contrario, ésta les acercaba y afirmaba lo que era indestructible. Inconscientemente, Severine apoyó su mano en la de su marido. Él la apretó con firmeza, sin que ninguna inquietud sensual turbara el movimiento, como un compañero de camino, de vida. Ella respondió en los mismos términos.

«El placer», pensaron al mismo tiempo, «no es más que una llama fugitiva. Nosotros somos dueños de un bien menos frecuente y más seguro».

Se abría paso la luz del día, que disipa las misteriosas y profundas disputas que comprometen a los instintos, lianas de las sombras. Pierre y Severine se miraron y sonrieron. La luz recién nacida, implacable para todo cuanto se marchita, respetó sus rostros jóvenes. Emergían de la noche, llenos de limpieza y frescor.

—Aún es pronto —dijo Severine—. Tienes tiempo antes de ir al hospital. Acompáñame al Bosque.

—¿No te cansarás?

—No estoy enferma. Ya pasó todo. Vístete de prisa.

Cuando Pierre abandonó la habitación, Severine recordó de pronto que no le había dicho nada de lo ocurrido con Husson.

No se lo diré nunca —decidió—. No quiero causarle ni un solo sufrimiento inútil.

Se sintió mejor al ocultar por primera vez algo a Pierre y comprendió que le amaba más que antes.