En el transcurso de los últimos días que el matrimonio Serizy pasó en Suiza, Severine se notó febril y angustiada. Inmediatamente después de llegar a París, se apoderó de ella un estado de postración, y cayó en cama abatida por una congestión pulmonar.
La enfermedad fue de una violencia extrema. Durante una semana entera, lacerada por las ventosas escarificadas que aplicaban sobre su piel, sometida a mordeduras de sanguijuelas, la joven merodeó por las orillas de la muerte. Permaneció muchas horas inconsciente, y en los momentos en que volvía en sí, adivinaba, sentada a la cabecera de su lecho, la seca silueta de su madre, y oía en la habitación la resonancia de unos pasos que no lograba reconocer, pero que producían en su ánimo una vaga satisfacción. Tras aquellos instantes lúcidos volvía a hundirse en su febril y sorda vida de planta amenazada.
Al despertar, cuando la luz del amanecer penetraba en la habitación y llegaba hasta su lecho como un animal cauteloso, Severine salió de aquel estado vegetal. Le dolía insoportablemente la espalda, pero respiraba ya sin demasiadas molestias. Vio una forma humana sentada a su lado. Pensó que era Pierre. Este nombre, que llegó a su memoria de una manera automática, suscitó en su espíritu un sentimiento de confusa seguridad. La mano de su marido se posó en su frente y la acarició. Severine apartó la cabeza. Pierre creyó que se trataba de un movimiento inconsciente, pero Severine había obedecido a un deseo claro de evitar aquel contacto. Se sentía tan bien, se bastaba de una manera tan perfecta a sí misma, que necesitó repentinamente prescindir de todo cuanto no fuese ella.
El deseo de aislamiento, aquel egoísmo exclusivista, la necesidad de ser y sentir por sí misma, se instaló en su espíritu y permaneció aferrado a él, amainando poco a poco, lentamente. Pasaba horas contemplando sus brazos y manos enflaquecidas, cubiertas por los azulados hilillos de delicadas venas, o sus uñas invadidas de un color malva aún más mórbido. Cuando Pierre le hablaba, no respondía. Nada significaba el amor de su marido al lado de todo lo que acababa de experimentar sobre su propio cuerpo. Creyó percibir el suave murmullo de la sangre que la alimentaba. Comprobaba diariamente la recuperación de sus fuerzas con profunda sensualidad.
A veces, su rostro se hacía hermético como si se cerrase sobre un secreto y creía perseguir extrañas imágenes. Si, en aquellos momentos, Pierre le hablaba, Severine volvía hacia él su mirada llena de impaciencia, débil y confusa.
Era entonces cuando Pierre admiraba más el rostro de Severine. La enfermedad le afinó las facciones, devolviéndoles la ternura de la adolescencia. Aquel rostro respiraba juventud y castidad.
La recuperación física de Severine se llevó a cabo con rapidez, pero no vino la alegría con ella. A medida que la fiebre abandonaba su cuerpo, aquel placer indefinible se iba extinguiendo. El primer día que se levantó sintió desamparo. Deambuló de habitación en habitación como si tuviera que volver a aprender a vivir.
Severine era quien había decorado el apartamento. Ella sola había decidido todos y cada uno de los detalles; fue ella quien escogió los muebles y determinó su colocación en todas las habitaciones, incluido el despacho de Pierre. Antes de su enfermedad le gustaba controlar el orden que ella misma había establecido, porque lo encontraba confortable y espacioso y porque llevaba la marca de su dominio. Ahora, no obstante, a pesar de que la contemplación de la casa seguía satisfaciendo su orgullo, la emoción era abstracta y descolorida. Toda su existencia se le aparecía como un solo día siempre repetido: un destino fácil, seguro y calculado. Sus padres, con los que siempre se había relacionado a través de institutrices; sus años de colegio en Inglaterra, vividos a base de deporte y de disciplina… Tenía a Pierre; tal vez, Pierre era lo único que tenía en el mundo… Al pensar en el rostro amado, Severine sonrió suavemente y sus ensoñaciones cesaron. Pero subsistió en ella, vaga, tenaz e imperiosa, rodeando insensiblemente la imagen de Pierre, y deslizándose más allá del bloque intangible que ella formaba hacia un horizonte desconocido, una sensación de inminencia que Severine no comprendía, que la turbaba y que se negaba a admitir.
«Todo pasará en cuanto pueda jugar unos partidos de tenis», se dijo, como si contestase a un reproche que no había llegado a formular.
Lo mismo pensó Pierre cuando la vio tan pensativa y abstraída.
En su extraña convalecencia, hubo un día que le pareció a Severine más vivo que los otros: aquél en que recibió por vez primera un ramo de flores de Husson.
Permaneció como sobrecogida durante unos instantes al leer la carta que lo acompañaba. Había olvidado la existencia de aquel hombre, y de improviso se dio cuenta de que tenía la sensación de haber estado esperando durante todo aquel tiempo a que irrumpiese de nuevo en su vida. Todo el día, hasta la noche, no cesó de pensar en él con malestar y hostilidad. Pero, de algún modo, esta irritante molestia se correspondía con su estado moral y le proporcionaba un placer crispado. Los ramos de flores de Husson se sucedieron. «Sabe que no lo soporto», pensó Severine. «No le he dado las gracias y he prohibido a Pierre que lo haga. Y, sin embargo, continúa…».
Imaginó los ojos inmóviles y los fríos labios de Husson, y se estremeció con una repugnancia que repercutió sordamente en toda ella.
Por su parte, Renée Fevret no dejaba de visitarla ni un solo día. Entraba en el apartamento a toda prisa; no se quitaba el sombrero, anunciando que sólo disponía de unos minutos y se quedaba allí durante horas, enfrascada en su incesante parloteo. La frivolidad de su amiga, pese a que acababa aturdiéndola, hacía mucho bien a Severine. La trasladaba a un universo fácil, donde no existían más problemas que los vestidos, los divorcios, los cotilleos y los cosméticos… A veces le parecía a Severine que una fatiga amarga envejecía las facciones de su amiga y que en su vivacidad había algo calculado y mecánico.
Un día, después de comer, mientras las dos amigas estaban reunidas, llevaron a Severine una carta. La retuvo entre los dedos unos segundos y dijo a Renée:
—Henri Husson.
Hubo un silencio.
—¡Supongo que no le recibirás! —exclamó Renée.
Su tono, seco y tenso, era tan distinto al que solía emplear habitualmente, que a Severine le faltó poco para aceptar su sugerencia sin reflexionar. Pero calló un instante; se repuso de la sorpresa, y preguntó:
—¿Por qué no…?
—No sé… Recuerdo que te fastidiaba… Además, tengo que decirte… muchas cosas.
Sin la extraña actitud de su amiga, Severine, sin la menor duda, hubiese evitado nuevamente a Husson, pero el empeño que mostraba Renée en impedir que se encontrase con él provocó al mismo tiempo su curiosidad y excitó su orgullo.
—Quizás haya cambiado de opinión respecto a él —dijo—. ¡Me ha mandado tantas flores!
—Ah…, te ha mandado…
Renée se levantó como si tratara de salir huyendo, pero no logró atinar a ponerse los guantes. Severine, emocionada por el desconcierto de su amiga, preguntó:
—¿Qué te ocurre, querida? Háblame con franqueza. ¿Estás celosa?
—¿Celosa…? No, no… Pensaba decírtelo todo. Me habrías comprendido, porque eres noble. No estoy celosa. Tengo miedo. Husson sólo pretende divertirse contigo. Ahora le conozco muy bien. Es perverso. No encuentra placer más que en las combinaciones cerebrales. Es la pura perversidad. Lo ha hecho todo para que yo me desprecie a mí misma…, y, créeme, lo ha conseguido… En ti busca lo contrario: se complace en el asco que te inspira. Tu repugnancia es una delicia para él. Ten cuidado, querida, es peligroso.
—¿Por qué no vas ahora con él? —dijo Severine.
—No… no, no puedo, es superior a mis fuerzas.
Cuando se quedó sola, Severine abandonó su sillón de reposo y ordenó que trajeran a Husson a su presencia. El visitante sonrió al encontrar a Severine sentada tras una mesita, como si buscara protección tras un búcaro lleno de lirios, a través de los cuales apenas si le veía el rostro. Esta prolongada sonrisa, acentuada por un silencio intencionado, quebró la tranquilidad de la joven. Y su incomodidad aumentó cuando Husson se sentó frente a ella y apartó el florero para mirarla de frente.
—¿No está Serizy? —preguntó de improviso.
—Evidentemente. Si estuviera en casa, usted le habría visto.
—Supongo que no te abandona nunca, cuando está aquí. ¿Le echas de menos?
—Mucho.
—Lo comprendo perfectamente. Yo mismo siento una gran alegría cuando le veo. Es un hombre guapo, alegre, razonable y leal. Debe de ser un compañero perfecto.
Severine cambió bruscamente de conversación. Cada elogio a su marido que salía de la boca de Husson empequeñecía y hacía empalagosa la imagen de Pierre.
—No me aburro mucho —dijo Severine— gracias a una amiga que viene a verme todos los días.
—¿Madame Fevret?
—¿La vio usted salir?
—No; ahora me huele a su perfume. Su perfume es como ella: suplicante.
Lanzó una risita que a Severine le pareció odiosa.
—Por un instante has recuperado tu aspecto habitual —observó Husson.
—¿Tanto he cambiado? —preguntó Severine con un ligero estremecimiento.
Temió que aquella inquietud irrazonada que la embargaba se hubiese dejado ver en su pregunta. Husson respondió:
—Creo que has perdido algo de tu aspecto adolescente.
—Agradezco el cumplido.
—Suponía que eras más sincera contigo misma…
Severine esperó la explicación de esta frase. Pero la explicación no llegó. Con objeto de mostrar su irritación, se volvió de lado y fingió arrancar flores de la maceta que tenía junto a sí.
—Te cansas de estar sentada —dijo Husson—. No guardes ninguna etiqueta conmigo. Échate en el sillón y ponte cómoda.
—No estoy cansada. Ya me he acostumbrado…
—No, de ningún modo. Estoy seguro de que Serizy te haría la misma recomendación. Túmbate.
Se levantó y apartó su silla para dejar paso libre a la joven. Severine buscó en su imaginación una respuesta clara y tajante, como las que solía encontrar tan fácilmente antes de caer enferma, pero ninguna acudió a su memoria. Y se tendió, irritada y humillada, para evitar que aquel forcejeo la hiciese quedar en ridículo.
—No puedes imaginar lo hermosa que eres acostada —añadió suavemente Husson—. Estoy seguro de que todo el mundo te dice que estás hecha para el movimiento. Y tú lo has creído. La gente es superficial. Desde la primera vez que te vi, siempre te imagino acostada. ¡Cuánta razón tenía! Así eres suave. ¡Qué blandura! Parece que tus músculos se manifiestan por primera vez…
Sin dejar de hablar, se había situado detrás de Severine, y ella no le veía. Sólo actuaba su voz, aquella voz cuyo poder fingía ignorar, y que ahora empleaba como un instrumento, como un recurso peligroso y definitivo. La voz de Husson no se dirigía únicamente al oído, sino a todas las células nerviosas, disolvente y secreta. Severine, crispada, no encontró fuerzas para hacerle callar. Debilitada por el esfuerzo, cautiva por aquellas ondas insinuantes, tenía la impresión de que otra vez volvía a los limbos de su convalecencia y a aquel placer sin rostro que la había inundado entonces.
De repente, sus hombros recogieron el peso de dos manos y un aliento ávido le quemó los labios. Durante una fracción incalculable de segundo, Severine quedó estupefacta ante el agudo placer que experimentó. Al éxtasis instantáneo sucedió un asco sin límites. Se puso en pie, sin saber cómo, de un salto, y respirando convulsivamente, balbució:
—Tú no vales para violarme.
Se observaron el uno al otro durante algún tiempo. En el transcurso de un minuto no existió barrera alguna entre los dos. Descubrieron mutuamente en sus ojos sentimientos e instintos hasta ahora desconocidos. Severine percibió admiración en el rostro de Husson y tuvo miedo. Él rompió el silencio:
—Tienes razón. Mereces algo mejor que yo.
Habló con la delicadeza y el respeto de una víctima ante el dios que la ha escogido.
Cuando Husson se marchó brotaron en Severine sentimientos neutros, sin relieve ni acción. Se daba cuenta de que no sentía hacia él ni cólera ni repugnancia, y aquel hecho le parecía normal. Estaba completamente segura de que jamás cedería ante Husson, y que él no intentaría otra vez volver a ella. Y, sin embargo, comenzaba a considerarle como un cómplice.
Bruscamente pensó que era indispensable contar aquella escena a Pierre. Estaba tan habituada a decirle todo cuanto le ocurría, que ni siquiera tuvo la tentación de ocultarle lo sucedido. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la idea de tener que describir la escena a su marido se le iba haciendo más y más insoportable. ¡Era Pierre tan extraño al universo del que acababa de salir!
—Pierre… Pierre…
Repitió una y otra vez el nombre de su marido, como intentando llenarlo de sentido. Incluso ella misma se sorprendió de aquella insistencia. Nada le sacó, sin embargo, de su singular anestesia. Cuando oyó los pasos de su marido no sintió la menor inquietud por la reacción de Pierre cuando ella le explicase la tentativa de Husson. Pensó Severine que él notaría en su rostro que había ocurrido un hecho anormal; entonces él la interrogaría y ella contaría todo… ¿Qué importancia tenía todo aquello?
Pierre no la examinó con aquella mirada penetrante y amorosa que Severine esperaba. Se acercó a ella y le dio un beso leve y huidizo. Por un momento tuvo la impresión de que algo sólido que le servía de apoyo se derrumbaba. Titubeó. Se sorprendió del aspecto de Pierre. Alicaído, inerte, sintió que se encontraba muy lejos y que no le pertenecía. A pesar de que intentó disimularlo, en los grandes ojos de Pierre apareció un brote de angustia desesperada.
—¿Qué te pasa? ¿Qué te preocupa?
Pierre se estremeció. Apoyó en su mano el mentón para detener las convulsiones de su mandíbula inferior.
—No te inquietes —dijo—. Problemas profesionales…
Intentó sonreír, pero comprendió que era ridículo, y renunció. Pierre jamás le hablaba de su profesión, y Severine había olvidado todo cuanto en el oficio de su marido había de sangriento. Pensó que Pierre callaría también esta vez, y que la causa de su tristeza quedaría encerrada para siempre dentro de él. Pero era demasiado pesada, demasiado amarga, y Pierre habló:
—Es horrible, es espantoso, ¿sabes…? No quería creerlo… Era imposible prever que… ¡Ese niño italiano, tan alegre…!
Apenas pudo hablar. Severine le preguntó en voz baja:
—¿Murió… en la operación?
Pierre quiso responder, pero el temblor de sus labios le impidió articular una sola palabra. Desapareció en Severine la sensación de confusa extrañeza con que había recibido a Pierre unos minutos antes. Ya no había en ella más que una ternura infinita, algo inmenso y maternal en lo que su corazón se sumergía y parecía fundirse. Rodeó la cabeza de Pierre con sus brazos mientras pronunciaba palabras que le salían espontáneas, sin control…
—Mi niño, no es culpa tuya. No estés triste. Cuando tú sufres me doy cuenta de que eres toda mi vida.