Pierre Serizy comprobó el arreo. Severine, que estaba terminando de ponerse los esquíes, le preguntó:
—¿Preparado?
Vestía un traje de hombre de gruesa lana azul, pero era tan rotunda y pura de líneas que el vestido no lograba hacer desaparecer la ligereza de su cuerpo impaciente.
—Nunca seré lo bastante prudente para ti —dijo Pierre.
—Pero si no hay ningún peligro. La nieve está tan limpia que da gusto caerse en ella. ¡Vamos, decídete!
Pierre tomó impulso un instante y subió al caballo de un salto. El animal pareció no sentir el peso; no tuvo ni un ligero estremecimiento. Era una bestia plácida y poderosa, de anchas ancas percheronas, habituadas al arrastre más que a la carrera. Severine alargó fuertemente las largas bridas atadas al arreo y separó ligeramente los pies. Era la primera vez que intentaba la práctica de este deporte, y la atención que prestaba a cada uno de sus movimientos la obligaba a crispar un poco la figura.
Así se hacían visibles aquellos defectos de su cuerpo que eran imperceptibles en sus movimientos naturales: el mentón demasiado ancho y enérgico, los pómulos prominentes. A Pierre le gustaba la violenta firmeza del rostro de Severine. Fingió que arreglaba los estribos para poder ver durante algunos segundos más la expresión de la mujer.
—Andando —gritó al fin.
Las riendas a que estaba agarrada se entesaron, y Severine notó que se deslizaba lentamente.
Sólo le preocupaba su equilibrio sobre los esquíes sin temor a parecer ridícula. Antes de llegar al espacio libre había que atravesar de punta a punta la única avenida del pueblecito suizo. A aquella hora todo el mundo se cruzaba con ellos en el camino. Pierre saludaba con resplandeciente sonrisa a sus camaradas de deporte o de bar, a muchachas vestidas de hombre, y a otras mujeres acomodadas blandamente en el fondo de trineos de vivos colores.
Severine no veía a nadie. Sólo tenía ojos para los jalones que anunciaban la proximidad del campo: la iglesia con su placita sin misterio…, la oscura orilla del río entre blancos ribazos…, el último chalet de la aldea que abría sus ventanas al campo.
Cuando el pueblo quedó atrás, Severine notó que respiraba mejor. Podía ya tropezar sin que nadie fuese testigo de su caída. Nadie, salvo Pierre. Pero él… Y la joven se embelleció de todo su amor, que percibió en aquel instante acumulado en su pecho como un tierno animal vivo. Sonrió a la nuca curtida y a las bellas espaldas de su marido. Pierre era un hombre nacido bajo el signo de la armonía y de la fuerza. Todo cuanto hacía era recto, justo y sencillo.
—¡Pierre! —llamó Severine.
Pierre se volvió a mirarla. El sol le dio de lleno en el rostro, obligándole a guiñar sus grandes ojos grises.
—¡Qué maravilla! —dijo la joven.
El valle nevado se alargaba en curvas cuya suavidad parecía calculada. En lo alto, alrededor de las cimas, igual que blandos y lechosos grumos de algodón, flotaban algunas nubes. Sobre las nevadas pistas se deslizaban los esquiadores con los movimientos suaves, alados e insensibles, de los pájaros. Severine repitió:
—¡Qué maravilla!
—Esto no es nada. Ahora verás —dijo Pierre.
Se aferró fuertemente con las rodillas a los flancos del caballo y lo puso al trote.
«Ya empieza, ya empieza», pensó la joven.
Una especie de angustia feliz la invadió, llenándola de seguridad y de alegría. Sintió que se deslizaba a la perfección. Los esbeltos patines la transportaban por sí mismos. No había más que ceder a sus movimientos. Desaparecía la tensión de sus músculos, y Severine se daba cuenta de que ya podía controlar incluso los matices de su más delicado juego, el dominio del desplazamiento armonioso. Se cruzaron con lentos trineos cargados de troncos. Sobre ellos, sentados de lado y con las piernas colgando, iban hombres robustos, quemados por el sol y por el viento. Severine les sonrió.
—Muy bien, muy bien —gritaba Pierre de cuando en cuando.
Severine creía sentir que aquella alegre y enamorada voz provenía de sí misma. Y más tarde, cuando le escuchó la palabra «cuidado», ¿acaso un reflejo no la había advertido que el placer que sentía iba a ser todavía más fuerte? La noble cadencia del galope martilleaba el camino. Severine sintió que el ritmo se apoderaba de ella. La velocidad afirmaba de tal forma su equilibrio que no sentía ninguna necesidad de moverse, sino de dejarse llevar por la alegría primitiva que emanaba de ella y se fundía con su carne. Nada existía en el mundo excepto las pulsaciones de su cuerpo, ordenadas a la medida de aquella carrera. No se dejaba arrastrar pasivamente. Era ella quien dirigía aquel movimiento impetuoso y lleno de cadencia. Reinaba sobre él, y era, al mismo tiempo, su esclava y su soberana.
Y la blancura radiante que la circundaba… Y el viento helado, tan fluido que podía beberse, puro como las fuentes, como la juventud…
—¡Más deprisa, más deprisa!
Pero Pierre no necesitaba que le animaran, ni tampoco era necesario que espolease al caballo. Formaban los tres un mismo bloque animal y feliz.
Al dar un brusco viraje se salieron de la senda. Severine no acertó a recuperar la dirección justa y, abandonando las bridas, fue a caer sobre el nevado talud. El frío y la blandura de la nieve le hicieron sentir una alegría distinta. Ni siquiera se apercibió del chorro helado que le corría por la espalda hacia abajo. Antes de que Pierre llegase en su ayuda, Severine ya estaba en pie, resplandeciente. Recomenzaron la carrera. La senda los condujo ante un pequeño albergue. Pierre se detuvo.
—Ya no hay más pista —dijo—. Descansa.
Era aún muy temprano y no había nadie en el tosco salón de la posada. Pierre observó durante unos instantes la estancia y propuso:
—¿Quieres que vayamos fuera? El sol calienta.
Mientras la posadera les instalaba una mesa delante de la casa, Severine preguntó:
—Me dio la impresión de que el albergue no te agradaba. ¿Por qué? Está muy limpio.
—Demasiado. A fuerza de lavarlo no han dejado nada dentro. En mi tierra, hasta en el más pequeño figón encuentras muebles patinados, cubiertos de antigüedad. Allí se respira lo viejo y lo provinciano. Aquí, en cambio, puedes darte cuenta de que todo está al día: las casas y las personas. No hay ni una sombra, ni un solo propósito oculto; es decir, no hay vida.
—Eso quiere decir que eres muy generoso conmigo —dijo Severine riendo—. Siempre dices que me quieres por mi claridad.
—Es verdad —contestó Pierre—; pero tú eres mi vicio. —Y posó sus labios sobre los cabellos de Severine.
La posadera les sirvió pan moreno, queso rugoso y cerveza. Todo desapareció como por ensalmo. Comieron con hambre feliz. De vez en cuando, sus miradas se perdían por la estrecha garganta que serpenteaba a sus pies, o se detenían un momento entre los pinos que sostenían delicadamente, aferradas a sus ramas, estalactitas de hielo, alrededor de las cuales el sol y el cielo tejían un halo de ceniza azulada.
Un pájaro se posó cerca de ellos. Su pechuga estaba cubierta por un plumaje amarillo brillante, y sus alas eran grises con estrías negras.
—Qué magnífico chaleco —dijo Severine.
—Un abejaruco macho. Las hembras son mucho más feas.
—Como nosotras, ¿no?
—No lo creo…
—Vamos, vamos, mi amor, tú sabes perfectamente que de entre nosotros dos tú eres, con mucho, el más bello. ¡Te quiero cuando pones cara de enojo!
Pierre había vuelto la cabeza, y Severine sólo veía ahora su perfil, que había adquirido de pronto un rictus infantil, de desconcierto. De toda la gama de aquel rostro hermoso e insolente, era ésta la expresión que prefería.
—Quiero besarte —dijo Severine.
Pierre cogió un puñado de nieve y amasó una bola. Aquella masa en sus manos le daba soltura y aplomo.
—Y yo tengo ganas de tirártela —dijo señalando la bola.
Apenas había podido terminar la frase cuando recibió en pleno rostro un puñado de polvo helado. Respondió. Lucharon sin cuartel con bolas de nieve. Cuando la posadera apareció en el porche, atraída por el ruido de las sillas derribadas, interrumpieron la pelea, aturdidos, confusos. La vieja los miró y sonrió maternalmente. Y volvió a entrar en la casa llevando la misma sonrisa con que Severine envolvió a Pierre cuando éste, poco después, se disponía a montar a caballo.
Incluso dentro de la aldea no frenaron al caballo. Atravesaron la avenida al galope y redoblaron sus gritos de aviso para liberar de sus cuerpos la alegría.
Severine y Pierre ocupaban en el hotel dos habitaciones que se comunicaban entre sí. Cuando la joven entró en la suya advirtió a su marido:
—Cámbiate de ropa y date una buena fricción. Por las mañanas hace mucho frío.
Ella temblaba ligeramente. Pierre lo advirtió y se ofreció a ayudarla a desnudarse.
—No, no —exclamó Severine—. Vete, por favor; sal fuera.
Comprendió, por la mirada de Pierre y por su propia sensación de incomodidad, que la negativa había sido excesivamente crispada y tajante y que la galantería del hombre tenía otro objeto que el de la simple delicadeza. Los ojos de Pierre parecían decir: «Después de dos años de matrimonio…». Severine sintió arder sus mejillas.
—Date prisa —añadió con voz nerviosa—. Por tu culpa terminaremos cogiendo frío.
Cuando Pierre abrió la puerta, Severine se acercó a él y abrazó fuerte, largamente, su pecho.
—Qué maravilloso paseo hemos dado, mi amor. ¡Me llenas tanto siempre, a cada instante!
Cuando Pierre volvió, encontró a su mujer vestida con un traje negro que dejaba adivinar la libertad de su carne hermosa, maciza y prieta. Durante unos segundos permaneció inmóvil, como ella. Mirarse mutuamente era para ellos un gran placer. Pierre se acercó, la besó en la nuca y deslizó sus labios hacia abajo, hacia el punto en que el cuello y la espalda se confunden. Severine le acarició la frente. Pierre veía siempre en este gesto de su mujer un matiz de amistad que le causaba miedo. Levantó la cabeza con un gesto rápido. Quería ser él quien se apartase primero. Dijo:
—Nos estamos retrasando. Bajamos, ¿no?
Renée Fevret los estaba esperando en la pastelería vienesa. Era una mujer pequeña, elegante y vivaracha, toda movimiento y gritos. Estaba casada con un amigo de Pierre, cirujano como él. Sentía Renée por Severine una especie de desordenado y profundo cariño, inspirado en el carácter reservado de la joven.
Cuando vio a los Serizy en el umbral del establecimiento, Renée, desde el fondo de la sala, comenzó a llamarlos a gritos agitando un pañuelo.
—Aquí, estoy aquí. No es nada divertido estar sola rodeada de ingleses, alemanes y yugoslavos. Os estáis empeñando en que me sienta en el extranjero.
—Te ruego que nos disculpes —dijo Pierre—. Nuestro pura sangre nos llevó lejísimos.
—Os vi llegar. ¡Qué guapos sois los dos! No sabes cuánto te favorece vestirte de hombre, Severine, sobre todo si vas de azul… ¿Qué queréis beber? ¿Martini? ¿Os hace un cóctel de champán? Ahí está Husson. Nos dará ideas.
Severine frunció ligeramente sus espesas cejas.
—No le invites —murmuró.
Haciendo un gesto rápido, Renée respondió:
—Imposible, querida. Es tarde, ya le hice una señal.
Henri Husson se deslizó entre las mesas ágilmente, con aspecto negligente. Besó la mano de Renée, y después, con parsimonia, la de su amiga. El contacto de sus labios produjo en Severine una sensación desagradable, como la de un equívoco. Husson se irguió y ella le miró detenidamente, con impertinencia, la cara. El hombre soportó esta inquisición sin que su demacrado rostro mostrara la más mínima alteración.
—Vengo de la pista de patinaje —dijo.
—¿Te has exhibido? —preguntó Renée.
—Apenas algunas figuras. Demasiada algarabía. En estos casos prefiero mirar a los demás; es más agradable, sobre todo cuando patina algún experto. El buen patinador me sugiere la idea de una poesía algebraica, de una geometría espiritual.
Su voz, que contrastaba con la inmovilidad y el desgaste de sus facciones, era febril, rica en inflexiones y dotada de unas calidades musicales extrañamente cautivadoras. Empleaba su voz con discreción y como si ignorase su poder. A Pierre le gustaba escucharle. Le preguntó:
—¿Había chicas guapas?
—Bastantes. Una media docena, cosa infrecuente. Pero ¿dónde se vestirán? ¿Conoce usted —se dirigía ahora a Severine— a esa chica danesa alta, que vive, creo en el mismo hotel que ustedes…? Imagínese: llevaba un jersey verde oliva a rayas con un «echarpe» rosa crema.
—¡Qué horror! —exclamó Renée.
Husson siguió hablando sin apartar los ojos de Severine.
—Con sus caderas y sus pechos, esa chica debería ir obligatoriamente desnuda.
—Tú no eres el más indicado —dijo Pierre riendo— para exigir que nadie vaya desnudo…
Palpó Pierre la gruesa pelliza en que Husson, insensible al calor que reinaba en el local, iba envuelto. La prenda le cubría materialmente, dejando sobresalir únicamente sus hermosas, delgadas, largas y frías manos.
—La forma de vestir de la mujer debe estar únicamente en función de la sensualidad —respondió Husson—. Cuando se es casto, vestirse es una obscenidad.
Aunque Severine había vuelto la cabeza, sentía sobre ella la mirada fija y tenaz del hombre. Lo que provocaba su incomodidad frente a Husson no eran sus palabras, sino su obstinación encubierta en dedicárselas a ella.
—En definitiva —dijo Renée—, que te fastidian los angelitos del patín.
—Yo no he dicho eso. A mí, el mal gusto me excita y me resulta siempre agradable.
—O sea, que para gustarte hay que vestirse con mal gusto —contestó Renée. Y a Severine le pareció que lo hacía con menos alegría y soltura que de costumbre.
—No, no es eso —dijo Pierre—. Yo te entiendo perfectamente. Hay conjuntos de colores que, aunque sean groseros, actúan como una provocación. Recuerdan «ciertos sitios». ¿No es así, Husson?
—¿No te parece que los hombres son demasiado retorcidos? —preguntó Renée a Severine.
—¿De verdad lo has entendido, Pierre?
Estalló la risa viril y tierna de Pierre.
—Oh, yo intento únicamente comprenderlo todo —dijo—. Con un poco de alcohol encima es fácil caer en uno de «esos sitios…».
—¿Sabéis —dijo de pronto Husson— que la gente os toma por recién casados? Después de dos años de matrimonio, no está mal…
—Es un poco ridículo —dijo Severine con tono abiertamente agresivo.
—¿Por qué habría de serlo? Os acabo de decir que los espectáculos irritantes me agradan.
Pierre observó el rostro de su mujer y sintió repentinamente miedo de la violencia que contenía.
—Dime, Husson —preguntó—, ¿estás entrenado para la carrera? Es indispensable que derrotéis, que aplastéis al equipo de Oxford.
Hablaron de bobsleighs, de los equipos que iban a intervenir en la competición. Cuando terminaron, Husson invitó a los Serizy a cenar con él aquella noche.
—Es imposible —respondió Severine—. Tenemos ya otra invitación.
En la calle, Pierre le preguntó:
—¿Por qué te desagrada tanto Husson? Debe repugnarte mucho para que te veas forzada a mentir para escapar de él. No creo que sea para tanto: es un buen deportista, y un hombre culto y nada murmurador.
—No lo soporto, Pierre, y no sabría decirte por qué. Su voz… busca siempre algo en los demás…, en mí… Algo que una no quisiera… Sus ojos…, ¿no te has dado cuenta de que sus ojos no se mueven nunca? Ese frío que despide… ¿No has visto cómo se abriga? Además, sólo le conocemos desde hace quince días —se calló bruscamente—. ¿Volveremos a verle en París? Te callas…; eso quiere decir que ya lo has invitado a ir a casa. Mi pobre Pierre, eres incorregible. Te entregas con tanta facilidad, eres tan confiado… No, no te lo reprocho. Ése es uno de tus mayores encantos. Haz lo que quieras. Además, en París no será lo mismo que aquí; allí puedo evitarle cuando quiera.
—No creo que Renée le rehúya tanto como tú.
—¿Crees…?
—Ni creo ni dejo de creer; pero ella no abre la boca delante de Husson. Ése es un buen síntoma. ¿Y adónde vamos a cenar ahora? No es oportuno que nos vea solos en ningún restaurante.
—Vámonos a casa.
—¿Y después? ¿Vamos al bacarrá?
—No, por favor. Sabes bien que no es por el dinero que puedas perder; tú mismo, siempre que vuelves de jugar, dices que traes mal sabor de boca. Además, mañana corres y quiero que ganes.
—Como quieras.
Y añadió, fingiendo pena:
—Jamás hubiese creído que obedecer fuese tan fácil.
Respondía a la ternura que Severine puso en sus ojos, un poco inquietantes, de chiquilla cuando miró hacia él.
Aquella noche fueron al teatro. Una compañía traída especialmente de Londres interpretaba Hamlet. Un joven y famoso actor judío encarnaba al príncipe de Elsinor.
Aunque había sido educada en Inglaterra, a Severine no le gustaba Shakespeare. Sin embargo, en el trineo en que volvían al hotel, bajo la nieve y la luna, respetó el silencio de Pierre. Adivinaba que el espectáculo le había producido una noble tristeza y, sin compartirla, la amó reflejada sobre la hermosa frente de su marido.
—Movelski es un genio… —murmuró Pierre—. Un genio terrible. Introduce el deseo de la carne y la sensualidad incluso en la locura y en la muerte. El arte más contagioso es el de la carne. ¿Estás de acuerdo conmigo?
Severine permanecía silenciosa. Pierre, con aire pensativo prosiguió:
—No puedes saberlo, es verdad…