Prólogo

Para ir de su habitación a la de su madre, Severine, que tenía ocho años, debía recorrer un largo pasillo. Este trayecto, que le resultaba siempre fastidioso, solía hacerlo corriendo. Pero, una mañana, Severine se detuvo súbitamente en medio del camino. Acababa de abrirse la puerta que en este punto comunicaba el pasillo con el cuarto de baño. Un fontanero apareció en ella. Era un hombre de baja estatura y de aspecto rudo. Su mirada, filtrándose a través de unas extrañas pestañas rojizas, se posó en la niña. Aunque cotidianamente Severine era una muchacha valerosa, esta vez sintió miedo, y retrocedió.

Este movimiento decidió al hombre. Echó una ojeada a su alrededor y, acto seguido, con sus dos manos la atrajo hacia sí. Severine sintió que era aprisionada por un olor a gas y a fuerza. Unos labios sin afeitar le quemaron la nuca. Severine intentó resistirse.

El obrero reía en silencio, sensualmente. Sus manos, bajo la falda, acariciaban el suave cuerpo de la niña. De repente, Severine dejó de defenderse. Se quedó rígida, pálida. El hombre la dejó tendida sobre el parquet del pasillo y se marchó silenciosamente.

El ama de llaves encontró a Severine todavía caída en el suelo. Pensó que había resbalado. Severine también lo creyó así.