No me gustan los prefacios que explican los libros, y me sentiría singularmente disgustado si pareciese que me excuso por haber escrito éste. Jamás escribo nada que no deseo escribir, y nunca he creído dejar de poner en mi esfuerzo el acento más humano. ¿Es posible no entender este lenguaje?
Sin embargo, sé que hay un malentendido y deseo disiparlo.
Cuando Belle de Jour apareció por entregas en «Gringoire», los lectores de esta revista reaccionaron con cierta animosidad. Algunos me acusaron de licenciosidad inútil, lo que quiere decir pornografía. No sé cómo responderles. Si el libro no logró convencerlos, tanto peor, no sé bien si para mí o para ellos. En todo caso, lo hecho, hecho está. Pero considero imposible exponer el drama del alma y de la carne sin hablar libremente de ambos. No creo haber sobrepasado los limites permitidos a un escritor que jamás se ha servido de la lujuria para engatusar al lector.
Sabía el riesgo que corría cuando abordé este tema. Sin embargo, cuando la novela estuvo terminada no pensé que pudieran surgir equívocos acerca de las intenciones de su autor. En caso contrario, Belle de Jour no hubiese sido publicada.
Hay que despreciar el falso pudor, como se desprecia el falso buen gusto. Los reproches de tipo social no me preocupan. En cambio sí me afectan los descontentos que mi obra pueda producir en el orden espiritual. Y es con objeto de disipar estas posibles consecuencias por lo que me he decidido a escribir un prefacio que no estaba en mis previsiones.
Se me ha dicho en varias ocasiones que mi relato se refiere a un «caso» humano extraordinario, anormal. Por su parte, algunos médicos me han escrito diciéndome que han conocido a mujeres como mi Severine. Es evidente que, a su juicio, Belle de Jour es una observación patológica conseguida. Sin embargo, es este punto de vista el que deseo atajar. La descripción de un monstruo, por muy perfecta que sea, no me interesa. Lo que he pretendido mostrar con Belle de Jour es el terrible divorcio entre el corazón y la carne, entre un verdadero, inmenso y tierno amor y la implacable exigencia de los sentidos. Este conflicto, con rarísimas excepciones, lo lleva consigo cada hombre y cada mujer cuando aman durante largo tiempo. Puede ser percibido o no, puede desgarrar a un ser humano o dormir plácidamente dentro de él, pero en un caso o en otro siempre existe. ¡Cuántas veces se le pinta como un antagonismo banal! Sin embargo, para elevarlo a un grado de intensidad que permita a los instintos actuar en la plenitud de su grandeza y de su eternidad, es indispensable, a mi juicio, una situación excepcional. He concebido esta situación deliberadamente, no por lo que tenga de atrayente, sino porque la considero el único medio de poner al descubierto con puñal firme y acerado el fondo de todas las almas que encubren este embrión trágico. Escogí el tema como quien toma en sus manos un corazón enfermo, para averiguar a través de él el secreto de los corazones sanos, o como quien estudia las perturbaciones de la mente, para comprender el movimiento de la inteligencia.
El tema de Belle de Jour no es la aberración sensual de Severine, sino su amor hacia Pierre por encima de esta aberración, o la tragedia de este amor.
¿Seré yo el único capaz de amar a Severine y de llorar por ella?