(The Lottery Winner, 1994).
—Alvirah, ven enseguida. ¡Te necesito con verdadera desesperación!
Alvirah abrió los ojos de golpe. En una fracción de segundo emergió de un cómodo sueño en que disfrutaba de una cena en la Casa Blanca a la realidad de despertarse a las tres de la madrugada con el ruido de un teléfono que repiqueteaba, seguido de la aterrorizada voz de la baronesa Min von Schreiber.
—Min, ¿qué ocurre? —murmuró.
Willy se despertó gruñendo a su lado.
—Cariño, ¿quién es? —murmuró.
Alvirah le posó una mano suave sobre la boca.
—Chist —dijo, y luego repitió—: Min, ¿qué ocurre?
El trágico gemido de Min cruzó el continente desde el balneario El Ciprés, de Pebble Beach, California, hasta el lujoso apartamento de Central Park sur.
—Esto es nuestra ruina. Hay un ladrón de joyas entre los huéspedes. Han desaparecido los diamantes de la señora Hayward de la caja fuerte de su bungalow.
—¡Qué los santos nos protejan! —Exclamó Alvirah—. ¿Y qué hace Scott al respecto?
Scott Alshorne, el sheriff del condado de Monterrey, se había hecho amigo de Alvirah hacía unos años, cuando ésta le ayudó a resolver un asesinato en el balneario.
—Ay, querida, es muy complicado. No podemos llamar a Scott —replicó Min con voz aterrada—. Nadine Hayward está histérica. No se atreve a decir a su marido que los diamantes no están asegurados. Lo convenció de que contratara las pólizas personales con el hijo del primer matrimonio de ella, así el chico se ganaba la comisión; pero el muchacho se jugó la prima. De todas formas, la compañía de seguros sería responsable, porque él es agente suyo, pero después lo demandarían. Nadine no quiere hacer una denuncia y que lo manden a la cárcel. De modo que se le ha ocurrido la absurda idea de encargar una copia falsa de los diamantes y engañar a su marido.
Para entonces Alvirah estaba completamente despierta.
—Los diamantes falsos funcionaron en «El collar», de Maupassant. Me pregunto si la señora Hayward habrá leído esa novela.
—No se pronuncia así —la corrigió Min, y suspiró—. Alvirah, es ridículo dejar que alguien robe cuatro millones de dólares en joyas. No podemos ignorarlo y listo. Es posible que hubiera otro robo. Ven enseguida, por favor. Cómo invitada mía, por supuesto. Y trae a Willy contigo. Tomará clases de gimnasia. Le pondré un monitor personal.
*****
Quince horas más tarde, la limusina que llevaba a Willy y Alvirah pasó por delante del club Pebble Beach, de las propiedades que bordeaban el Paseo Marítimo, después giró y avanzó cerca del árbol que daba el nombre al balneario El Ciprés. El vehículo cruzó las abiertas puertas de hierro forjado y se dirigió hacia la casa principal del balneario, una irregular mansión de tres plantas estucada en color marfil con los postigos azul celeste. Aunque Alvirah estaba agotada, sus ojos brillaban de expectación.
—Me encanta este lugar —dijo a Willy—. Espero que Min nos aloje en el Tranquilidad, es mi bungalow favorito. Recuerdo la primera vez que vine. Fue justo después de que ganáramos el premio de lotería, y la perspectiva de pasar una semana codeándome con las celebridades era como estar en el cielo.
—Lo sé, cariño —dijo Willy.
—Fue al principio, cuando empezamos a descubrir cómo vive la otra mitad. ¡Qué lección! Vaya… —Alvirah se interrumpió de repente porque se dio cuenta de que había estado a punto de recordar a Willy que cuando resolvió un asesinato en el balneario, casi la mataron a ella.
Resultó evidente que Willy también se acordaba, pues le cogió la mano.
—Cariño, no quiero que corras peligro por preocuparte por alguien que ha perdido sus joyas.
—No lo haré. Aunque será divertido ayudar. De un tiempo a esta parte, todo está demasiado tranquilo. Eh, mira, ahí está Min.
La limusina se detuvo delante de la puerta principal. Min bajó con rapidez por la escalinata para recibirlos con los brazos abiertos. Llevaba un vestido azul de lino, ceñido a su figura, llena pero excelente. El cabello, del mismo color que veinte años atrás, estaba recogido en un elaborado moño. Lucía unos pendientes de perlas y oro, y un collar a juego. Como siempre, parecía salida de una página de Vogue.
—Y pensar que es cinco años mayor que yo —murmuró Alvirah con admiración.
Detrás de ella descendió el majestuoso barón Helmut von Schreiber. Su porte militar hacía que pareciera más alto del metro setenta que medía en realidad. La perilla, recortada a la perfección, se agitó un poco al viento, mientras una sonrisa de bienvenida revelaba unos inmaculados dientes. Sólo las pequeñas arrugas alrededor de los azules ojos indicaban que tenía más de cincuenta años.
El chófer descendió de un salto para abrirles la portezuela, pero Min le cogió la delantera.
—Éstos son amigos de verdad. —Los saludó de manera efusiva mientras abría los brazos para rodearlos con ellos. De repente se interrumpió—. Alvirah, ¿dónde has comprado este traje? Tiene muy buen corte, pero no debes usar beige, no te sienta bien. —Se interrumpió de nuevo y sacudió la cabeza; luego añadió—: En fin, todo esto puede esperar.
Ordenaron al chófer que llevara las maletas al bungalow Tranquilidad.
—Una criada se encargará de deshacer el equipaje —les informó Min—. Nosotros tenemos que hablar.
La siguieron con expresión de obediencia hasta un suntuoso despacho en la primera planta de la mansión. Helmut cerró la puerta y se dirigió al aparador.
—¿Té helado, cerveza o algo más fuerte? —preguntó.
A Alvirah siempre le había llamado la atención que no se permitiera nada de alcohol en las instalaciones del balneario El Ciprés, salvo en el ala privada de Min y Helmut. Willy le pareció patéticamente agradecido ante la idea de una cerveza. En realidad, pensó que había sido bastante terrible arrancarlo de la cama en medio de la noche; pero era la única manera de llegar al vuelo de las nueve de la mañana.
Aun así, no consiguieron billete de primera, y habían tenido que viajar separados y apretujados en la fila de asientos del centro. Las primeras palabras de Willy al bajar del aparato fueron: «Cariño, no sabía que me hubiera acostumbrado tanto a la buena vida».
Alvirah, mientras bebía té helado, fue directa al grano.
—Min, ¿qué ha ocurrido exactamente? ¿Cuándo se descubrió el robo?
—Ayer, a última hora de la tarde. Nadine Hayward llegó el sábado; así pues lleva tres días aquí. Su marido se aloja en la casa que tienen en Pebble Beach. Participa en un torneo de golf. Tienen que ir a San Francisco, a un baile de beneficencia, por eso Nadine trajo sus mejores joyas y las puso en la caja fuerte del bungalow.
—¿Nadine ha venido otras veces? —preguntó Alvirah.
—Sí, lo hace con regularidad. Desde que se casó con Cotter Hayward viene al balneario cada vez que él participa en uno de sus torneos. Es un buen golfista aficionado.
Alvirah frunció el ceño.
—Eso era lo que me daba vueltas por la cabeza. Una de las veces que estuve aquí, hace un par de años, había otra señora Hayward: la señora de Cotter Hayward.
—Su primera esposa. Sigue viniendo al balneario, pero no en la misma temporada que Nadine, por supuesto. Aunque odia a Cotter, no le hace gracia la idea de que éste la haya reemplazado, en especial debido a que es muy lamentable, ella fue quien le presentó a su nueva esposa.
—Se enamoraron en esta misma casa —dijo Helmut con un suspiro—. Son cosas que pasan. Pero, para complicarlo todo, Elyse también es huésped nuestra esta semana.
—Un momento. ¿Quieres decir que Elyse y Nadine están aquí? —preguntó Alvirah.
—Así es. Por supuesto que las hemos puesto en mesas diferentes en el comedor y hemos arreglado los horarios para que no coincidan en las mismas clases de gimnasia.
—Alvirah, cariño, creo que estás alejándote del tema. ¿Por qué no sigues con lo del robo y después vamos al bungalow a dormir una siesta?
—Ay, Willy, lo siento. —Sacudió la cabeza—. Soy tan desconsiderada…, Willy necesita dormir más que yo, y en el avión no ha logrado pegar ojo. Estaba sentado entre dos niños que jugaban a las damas. Los padres no los dejaron sentarse juntos porque se pelean mucho.
—¿Por qué no se sentaron los padres con ellos? —preguntó Min.
—Porque estaban ocupados con unos gemelos de tres años, y ya sabes lo bueno que es Willy.
—El robo —terció Willy de nuevo.
—Sucedió lo siguiente —dijo Min—. A las cinco, Nadine fue a la peluquería a que le retocaran el peinado. Volvió al bungalow Reposo a las seis menos diez y se lo encontró todo revuelto. Habían sacado los cajones, abierto las maletas. Una persona o varias habían registrado el bungalow palmo a palmo.
—¿Qué buscaban? —preguntó Alvirah.
—Las joyas, por supuesto. Ya sabes cómo se viste todo el mundo por la noche. A las mujeres les gusta hacer ostentación de sus joyas entre ellas. Nadine había lucido un collar y un brazalete de diamantes la noche anterior. Buscaban esas alhajas, pero ignoraban que también había traído la diadema Hayward y otros dos brazaletes. —Min suspiró y a continuación estalló—. ¿Para qué trajo esa estúpida todos sus bienes consigo? Sin duda no iba a ponerse todo al mismo tiempo en el baile de beneficencia.
Helmut le dio una palmadita en la mano.
—Minna, Minna, no permitiré que te suba la tensión. Tranquilízate —dijo antes de retomar la historia—. Lo curioso es que el intruso dio con la caja fuerte después de revolver todo lo demás. Está escondida detrás de un retrato de Minna y yo sentados que hay en el salón del bungalow…
—Espera un minuto —lo interrumpió Alvirah—. Acabas de decir que Nadine llevaba las joyas la noche anterior. ¿Salió del balneario esa noche?
—No. Estuvo durante lo que llamamos en broma «la hora del cóctel», después cenó y asistió al recital de Mozart en nuestro auditorio.
—Entonces, las únicas personas que la vieron fueron los demás huéspedes y el personal; y todos ellos saben dónde está la caja fuerte. Todos los bungalows tienen una. —Alvirah se quedó callada mientras ponía la barriga plana y se alisaba la falda del traje que estaba segura agradaría a Min. «Había olvidado su comentario acerca de que el beige no me sienta bien. En fin…», pensó apesadumbrada—. Hay algo más —dijo retomando el hilo—. ¿Forzaron la caja fuerte?
—No. Alguien conocía la combinación que Nadine había puesto.
—O era un profesional que sabía cómo abrirla —intervino Willy—. ¿Qué os hace pensar que el ladrón no se encuentra ahora muy lejos?
Min suspiró.
—Nuestra única esperanza es que haya sido un trabajo interno, que Alvirah logre encontrarlo y que le obliguemos a devolver los brillantes. Conocemos a todos los huéspedes. Tienen una reputación impecable. Sólo hay tres empleados nuevos, y sus movimientos están absolutamente claros. —Min parecía de repente diez años mayor—. Alvirah, ésta es la clase de problema capaz de arruinamos. Cotter Hayward es un hombre muy difícil. No sólo demandaría al hijo de Nadine, sino que hasta lo creo capaz de encontrar alguna razón para hacemos responsables a nosotros del robo.
—¿Cuándo tiene que ir Nadine a San Francisco al baile de beneficencia? —preguntó Alvirah.
—El sábado. Eso nos da tan sólo tres días para realizar un milagro.
*****
Una siesta de dos horas y una maravillosa ducha revivieron a Alvirah. Ansiosa por la aprobación de Min, se sentó delante del tocador y se maquilló con sumo cuidado. «No te pongas demasiado colorete —pensó—; un toque de delineador. Usa polvos oscuros para suavizar el contorno de la mandíbula y la nariz». Le alegro oír que Willy cantaba en la ducha. El también se sentía mejor.
Sobre la cama había una bonita túnica que Min había escogido para ella durante su última visita al balneario. Se la puso, se prendió su broche en forma de sol y sacó un bloc de notas. Mientras Willy se vestía, apuntó la información que Min le había dado y la clasificó.
Cuando terminó, tenía varias preguntas inmediatas. ¿Por qué Elyse, la primera esposa de Hayward, se encontraba en el balneario? ¿Coincidencia? Helmut había indicado que ella, por lo general, evitaba ir al balneario cuando en él se hallaba su vieja amiga Nadine.
«Interesante», pensó Alvirah.
Los tres nuevos miembros del personal trabajaban en los baños romanos, la atracción más nueva del balneario. Habían tardado dos años en terminarlos, pero eran realmente espléndidos, una réplica exacta de los de Baden-Baden. Dos de los nuevos empleados eran masajistas, y el tercero, ayudante en la sala de descanso. Aunque Min le había dicho que había constancia de dónde se encontraban la noche del robo, Alvirah decidió, a pesar de todo, ir al baño romano y echar un vistazo a los tres.
Willy apareció en la puerta del salón.
—¿Paso el examen para mezclarme con los elegantes?
El hermoso cabello blanco de suaves ondas enmarcaba sus maravillosas facciones y los cálidos ojos azules. Una bonita americana informal azul marino ocultaba la barriga que se empeñaba en reaparecer cada vez que cenaban copiosamente cuando se encontraban de viaje.
—Estás fantástico —le sonrió Alvirah.
—Tú también. Vamos, cariño, siento verdadera impaciencia por tomar uno de esos sucedáneos de cóctel de Min.
*****
La terraza estaba llena de huéspedes. Música de violín salía por las abiertas ventanas de la mansión.
—Recuerda —dijo Alvirah mientras ascendían por el sendero—, ahora Min nos presentará a Nadine Hayward, quien sabe que nos hallamos aquí para ayudar, y que más tarde pasaremos por su bungalow y tendremos ocasión de conversar en serio.
Desde que habían ganado el premio de lotería, Alvirah iba al balneario una vez al año al menos. Willy a veces pasaba a buscarla al final de la semana y se iban de viaje, pero era la primera vez que se quedaba a pasar la noche.
—Cariño, ¿qué puedo yo hablar con esa gente? —le preguntaba cuando ella le pedía que la acompañara—. Los hombres charlan de sus partidas de golf, de las juergas que se corrían cuando estudiaban en esas universidades caras y de las inversiones de sus empresas en Asia. ¿Qué les digo? ¿Que nací en Brooklyn y fui fontanero hasta que me hice rico con la lotería? ¿Crees que les interesa que mi actual entretenimiento sea viajar contigo por el mundo y arreglar las cañerías de la gente necesitada cuando estoy en Nueva York?
—Todos se morirían de alegría sólo ante la idea de ganar dos millones al año menos impuestos —había sido su respuesta. Sin embargo, debía admitir que estaba un poco preocupada de que alguien intentara menospreciar a Willy con esos amables comentarios escalofriantes que a veces eran cortantes como un cuchillo. Si alguien lo intentaba con ella, sabía muy bien cómo dejarlos con la palabra en la boca, pero Willy era demasiado bueno para burlarse de nadie.
Cinco minutos más tarde se dio cuenta de que no tenía de qué preocuparse. Willy se había enfrascado en una profunda conversación con el director ejecutivo de Sanitarios América, y le explicaba con gran exactitud el porqué de la nueva línea de inodoros de su mayor competidor era poco práctica para el promedio de los hogares. Alvirah observó que el director ejecutivo tenía una expresión cada vez más satisfecha.
Hombres y mujeres, bronceados y bien vestidos, formaban pequeños grupos. Alvirah rió entre dientes cuando oyó un comentario entre dos mujeres. Una mujer decía a la otra: «Querida, todavía no puedo caerte antipática, no me conoces lo suficiente».
En aquel momento, Min le tiró de la manga.
—Alvirah, quiero presentarte a Nadine Hayward.
Alvirah se volvió deprisa. Aunque no sabía qué esperar, desde luego no era aquella bellísima mujer de ojos azules con cutis de rosa. Debía de tener poco más de cuarenta años, más sólo aparentaba unos treinta, pensó Alvirah; pero, caramba, qué nerviosa estaba. Parecía que se hubiera vestido mientras sonaba la alarma contra incendios. Llevaba un traje de gasa verde lima, de pantalones anchos y chaquetilla corta. Desde luego aquello costaba una fortuna, pero estaba mal combinado. Además, el botón del medio de la chaqueta estaba desabrochado. Las sandalias negras ponían una nota discordante al verde brillo del traje. Se había recogido el oscuro cabello en un descuidado moño y un collar de perlas de una vuelta se ocultaba bajo el cuello de la chaquetilla.
Mientras Alvirah la observaba, la expresión de la mujer se transformó en verdadero pánico.
—¡Dios mío, ahí llega mi marido! —murmuró.
—Pero si me habías dicho que tenía una cena en el club de golf —cuchicheó Min.
—Sí, tenía que quedarse, pero… —La voz de Nadine se desvaneció mientras cogía a Min del brazo.
Alvirah miró hacia el sendero. Un hombre alto se acercaba a la terraza.
—Cuando se enteró de que Elyse estaba aquí, me dijo que no volvería hasta el sábado —susurró Nadine con los labios blancos.
La gente conversaba y reía alrededor de ellas, pero Alvirah notó algunos ojos pendientes de la escena. La tensión que surgía de Nadine Hayward era palpable.
—Sonría —ordenó con firmeza—. Abróchese bien la chaqueta… Arréglese las perlas. Así está mejor.
—Pero él no sabe que las joyas han desaparecido. Se preguntará por qué no llevo alguna puesta —gimió Nadine.
Cotter Hayward estaba ya en la escalinata.
—Por el bien de su hijo —añadió Alvirah en voz baja—, finja; al menos hasta que yo pueda ayudarla.
Cuando oyó mencionar a su hijo, una expresión de dolor, que luego desapareció, nubló los ojos de Nadine.
—Hace años estudié un poco de interpretación —dijo. En ese momento, su sonrisa parecía auténtica; y al cabo de un minuto, cuando su marido terminó de subir por la escalinata y le tocó el brazo, su reacción de asombrado placer resultó perfecta.
«No me gusta este hombre», pensó Alvirah mientras Hayward respondía con un educado gesto a la presentación.
—Supongo que aquí me dejarán cenar —dijo al tiempo que se volvía hacia su mujer—. Tengo que regresar a la hora de los discursos, pero quería verte.
—Con mucho gusto —intervino Min—. ¿Queréis una pequeña mesa para dos o preferís cenar con otras personas?
—Nada de grupos, por favor —repuso Hayward despectivo.
«Se tiñe el cabello —pensó Alvirah—. Aunque está bien logrado se le nota. Nadie de más de cincuenta años es tan rubio». Pero Cotter Hayward resultaba un hombre apuesto, eso era indudable.
Min y Helmut tenían una regla firme: que sus huéspedes compartieran mesas de ocho, salvo cuando alguno de ellos tenía una visita y necesitaba mantener una conversación privada. En ese caso, y nunca más de una vez por semana, podían disponer de una mesa para dos.
Esa noche, Alvirah se alegró de que Min los hubiera puesto a ella y a Willy en una mesa de ocho comensales con Elyse, la primera esposa de Cotter Hayward, una cuarentona frágil, flaca como un lápiz, castaña rojiza; una pareja de Chicago, los Jennings; una mujer impresionante de treinta y tantos años, Barra Snow, una modelo a quien Alvirah reconoció de inmediato por los anuncios de Cosméticos Adrián; Michael Fields, un ex parlamentario de Nueva York, y Herbert Green, el director ejecutivo de la empresa de sanitarios.
Alvirah maniobró de tal forma que sólo quedó separada de Elyse Cotter por una silla. Pronto le resultó evidente que era de lo más charlatana respecto a su vieja amiga y a su marido.
—Nadine no parece la reina de los brillantes esta noche —observó con tono cáustico—. Me pregunto si es por gusto o si Cotter ha vuelto a su línea de siempre de guardar las joyas en la cámara acorazada del banco por miedo a los robos. De ser así, significa que ha conocido a otra, y Nadine tiene los días contados. —La suya no era una sonrisa agradable—. Y tengo mis motivos para decirlo.
—La otra noche, Nadine llevaba algunas joyas Hayward —dijo Barra Snow—. Tú cenaste en el bungalow, Elyse.
Alvirah, que era todo oídos, conectó la grabadora de su broche en forma de sol. ¿Había sido casualidad que la primera esposa de Cotter Hayward mencionara los robos? Telefonearía a Charley Evans, su jefe del Globe, y le pediría un poco de información acerca de todos los Hayward que encontrara en los archivos del periódico.
«Veamos —pensó mientras escogía una diminuta loncha de cordero de la bandeja de plata que la camarera sostenía junto a ella—, cuando vine hace cuatro años, Elyse seguía casada con Cotter, así pues, no hace mucho tiempo que Nadine está en escena. Resulta evidente que Elyse proviene de muy buena familia; sin embargo, por su manera de hablar, se nota que Nadine no pertenece a su misma clase. Me pregunto cómo consiguió hacerse tan amiga de los Hayward».
—Cariño, deja el tenedor de servir en la bandeja —susurró Willy tocándola suavemente.
*****
En una mesa cercana, junto a una ventana panorámica que daba a la piscina y los jardines, Nadine y Cotter Hayward cenaban en un silencio casi total. Cuando Cotter abría la boca, lo hacía sólo para quejarse.
Entonces llegó la pregunta que Nadine tanto temía.
—¿Por qué no llevas unas joyas decentes? Todas las demás mujeres lucen sus trofeos; y las tuyas, sin duda, son de las mejores.
Nadine se las arregló para mantener un tono neutro.
—No me pareció de muy buen gusto hacer ostentación de ellas delante de Elyse. Después de todo, ella las lucía en el balneario hace unos años.
Le sudaban las palmas mientras esperaba la reacción de su esposo, y casi se desmayó de alivio cuando éste mostró su acuerdo.
—Supongo que tienes razón. Bien, he de irme, pronto empezarán los discursos de sobremesa.
Se levantó y se inclinó sobre ella para rozar su mejilla con la de Nadine en un beso impaciente. «Así besaría a Elyse al final de su matrimonio —pensó ella—. Ay, Dios mío. ¿Qué voy a hacer?».
Lo observó mientras cruzaba el espacioso salón y se quedó asombrada cuando vio que Elyse se dirigía deprisa hacia él. Aunque veía a Cotter de espaldas, el lenguaje de su cuerpo hablaba por sí solo: se detuvo de repente, muy rígido. Cuando Elyse terminó de hablarle, la apartó y se marchó con paso rápido.
Nadine estaba segura de que Elyse le había recordado que debía efectuar el pago final del divorcio la siguiente semana. Tres millones de dólares. Cotter estaba furioso de verse obligado a pagar tal cantidad. «Y yo también estoy pagando por ello —pensó Nadine—. Después de todo lo que Elyse le va a costar, y con el acuerdo prenupcial que he firmado, si se enfada conmigo por lo de las joyas y se divorcia, me quedaré sin un céntimo…».
*****
«¿Qué le habrá dicho Elyse a su ex?», pensó Alvirah mientras mordisqueaba una diminuta galleta y trataba de que le durara el sorbete. Desde donde ella se encontraba, veía la feroz satisfacción en el rostro de la divorciada, y el rubor de la cólera en el de Cotter.
—Caramba, caramba —murmuró Barra Snow con una sonrisa disimulada—. Ignoraba que hubiera fuegos de artificio en el menú.
—¿Conoce bien a los Hayward? —preguntó Alvirah con indiferencia.
—Tenemos amigos en común, y de vez en cuando coincidimos en los mismos sitios.
Willy se levantó de un salto para apartar la silla de Elyse mientras ésta regresaba a la mesa con una sonrisa siniestra.
—Vaya, le he dado la noche —comentó con evidente placer mientras se sentaba—. No hay nada que moleste tanto a Cotter como dar dinero. —Se rió—. Sus abogados intentaron llegar a un acuerdo conmigo. En lugar de pagar los tres millones la semana que viene, querían que yo aceptara pagos anuales durante los próximos veinte años. Les respondí que no me había tocado la lotería, sino que me había casado con un hombre rico.
«Eso va por nosotros», pensó Alvirah.
—Depende de a cuánto asciendan los pagos —le dijo.
Herbert Green, el ejecutivo de sanitarios, sonrió.
—Me gusta su mujer —susurró a Willy.
—También a mí. —Willy se había terminado el sorbete—. Ha sido una cena fantástica, pero debo decir que no me importaría terminarla con una hamburguesa Big Mac.
—Me alegra que le apetezca algo así —rió Barra—. Mi hermana se quedó con una franquicia de McDonald’s en su divorcio. Yo no tuve tanta suerte.
—Nadine tampoco tendrá mucha cuando Cotter se canse de ella —comentó Elyse—. Es el acuerdo prematrimonial que ha firmado. —Unió el índice y el pulgar para formar un círculo perfecto. El significado era muy claro—. Nadine es el perfecto ejemplar de por qué se debe obedecer el noveno mandamiento.
—No desearás a la mujer de tu prójimo —dijo Willy.
—O al marido. —Elyse se echó a reír; luego añadió—: El problema de Nadine es que tuvo la mala suerte de conseguir el mío.
*****
Nadine Hayward no se quedó al recital de música en el auditorio. Se escabulló con los primeros que abandonaron el comedor y se dirigió a su bungalow, el más alejado de la casa principal.
«Hoy es miércoles —pensó—. El sábado Cotter vendrá a buscarme y no tendré más remedio que contarle lo del robo. Me preguntará por qué no avisé a la policía de inmediato, y entonces habré de contarle que Bobby no pagó la póliza a la compañía, y lo acusarán. No puedo permitir que suceda algo así. Ojalá no hubiera venido aquí hace cuatro años ni conocido a Cotter». Este último era el pensamiento que había intentado evitar.
Mientras se alejaba del sendero principal y se dirigía a su bungalow, Nadine iba llena de remordimientos y lamentaba haber conocido a Cotter. «Mi único despilfarro fue venir al balneario después de la muerte de Robert; y tuve la desgracia de conocer a Cotter».
Su primer marido había sido Robert Crandell, un primo lejano de Elyse, guapo, brillante, ocurrente, cariñoso, y ludópata empedernido. Se había casado con él a los veinte años, y se había divorciado cuando Bobby tenía diez años. Era la única manera de separarse de sus deudas, pero habían seguido siendo amigos. Más que amigos. «Siempre lo quise», pensó en aquel momento.
Hacía cinco años se había matado por conducir a demasiada velocidad en una autopista resbaladiza por la lluvia. Aunque Robert seguía jugando, y era imposible confiar en él, había dejado un seguro para pagar la educación universitaria de Bobby. El alivio que le produjo enterarse de ello, junto con el desgaste emocional que su muerte le produjo, la habían llevado a regalarse una semana en el balneario El Ciprés.
Mientras estuvo casada con Robert, Nadine veía de vez en cuando a Cotter y a Elyse en reuniones familiares. Cuando volvió a encontrarse con ellos en el balneario, era evidente que casi no se hablaban. Tres meses después, Cotter la llamó por teléfono.
—Me estoy divorciando —le dijo— porque no dejo de pensar en ti.
Considerado. Encantador… Ay, qué adulador podía resultar Cotter.
—Nunca lo has tenido fácil, Nadine. Ya es tiempo de que alguien cuide de ti. Sé cuánto has sufrido con Robert. Es un milagro que no lo hayan matado. Los corredores de apuestas juegan duro cuando no se les paga. De vez en cuando yo lo sacaba de apuros. Creo que eso lo ignorabas —le había dicho.
«Jamás lo sacó de apuros —pensó Nadine mientras metía la llave en la cerradura del bungalow—. Cotter jamás ha ayudado a alguien».
Antes de que tuviera oportunidad de girar la llave, la puerta se abrió de golpe y se encontró con su hijo de veintidós años que la miraba con expresión asustada.
—Mamá, ayúdame. ¿Qué voy a hacer?
*****
Alvirah y Willy se demoraron ante un café descafeinado junto a los otros huéspedes, con la esperanza de oír algunos cotillees más. Pero, para desilusión de Alvirah, Elyse dejó el tema de su ex marido.
—¿Va a ir al recital, señora Meehan? —preguntó Barra Snow.
—Como hemos venido de Nueva York, todavía tenemos el horario cambiado —respondió Alvirah. Después de la ironía de Elyse respecto a la lotería, tuvo en la punta de la lengua decir que se iban a la «piltra», pero cambió de idea—. Creo que es mejor que nos retiremos —concluyó.
Alvirah y Willy cruzaron el comedor con paso tranquilo, pero en cuanto salieron, ella aceleró la marcha.
—Vamos —dijo—. Me muero de ganas de hablar con Nadine. Por lo que he oído sobre la actitud de Cotter Hayward hacia el dinero, no tengo la menor duda de que nadie lo convencerá de que no denuncie el robo a la compañía.
*****
Cuando llegaron al bungalow de Nadine, se extrañaron de oír murmullos de voces que salían por la ventana abierta.
—Me pregunto si habrá vuelto el marido —susurró Alvirah, pero en cuanto llamó, le abrió la puerta un guapo joven que, aun en la semipenumbra, observó que era la viva imagen de Nadine.
Sentados frente al joven y su madre en sendos sofás azul claro y blanco en la salita decorada con tan buen gusto, esperaron a que Nadine explicara a Bobby que los Meehan estaban al corriente del robo y se encontraban allí para ayudarles.
Alvirah vio con claridad que Bobby se hallaba muy preocupado, pero aun así le disgustó que tratara de justificar su fraude.
—Mamá, te lo juro, nunca había cobrado antes el cheque de una póliza —dijo con voz temblorosa—. Había hecho una apuesta. Era cosa segura.
—Cosa segura. —La voz de Nadine se quebró en un sollozo—. Las palabras de tu padre. Las oí por primera vez cuando tenía diecinueve años y no quiero escucharlas más.
—Mamá, devolveré el dinero de la prima, te lo juro.
—¿La compañía de seguros no mandó una carta notificando la rescisión del contrato? —preguntó Alvirah.
—Yo sabía que la mandaría —respondió Bobby apartando la mirada.
—¿Y la rompiste? —insistió Alvirah.
—Sí.
—Eso también es un delito —dijo ella con severidad.
—Bobby —gritó Nadine—, convencí a Cotter de que contratara el seguro de las joyas contigo porque trabajabas en Haskill. Después logré que te dejara vivir en el apartamento de Nueva York.
«Es idéntico a su padre —pensó Nadine—. La misma expresión de arrepentimiento, los mismos hombros encorvados».
—No soy como papá —replicó Bobby como si supiera lo que ella pensaba—, en absoluto. Siempre he jugado con mi dinero.
—No siempre. Algunas veces he tenido que hacerme cargo de tus deudas.
—Pero nunca ha sido mucho dinero. Mamá, si logras convencer a Cotter de que no presente la denuncia, te juro que esto jamás se repetirá. No quiero ir a la cárcel —dijo mientras se cubría el rostro con las manos.
—Bobby —respondió su madre abrazándolo—, ¿no te das cuenta de que no tengo poder para detenerlo? —Se interrumpió, y luego añadió—: ¿O acaso lo tengo?
*****
Una hora más tarde, cuando Alvirah y Willy estaban ya en la cama, ella empezó a pensar en voz alta.
—Bobby, el hijo de Nadine, es lo que yo llamaría un ser débil, y muy egoísta además. Si una lo piensa bien… Su madre convence a Cotter Hayward de que contrate el seguro de las joyas con su hijo para que se gane la comisión, y él se juega la prima. Tengo la sensación de que le preocupa más ir a la cárcel que el hecho de que todo esto signifique el final del matrimonio de Nadine.
—Ajá —coincidió Willy con voz adormilada.
—Y no es que piense que Cotter Hayward suponga una maravilla —continuó Alvirah—. Me recuerda al señor Parker. ¿Te acuerdas que los miércoles limpiaba la casa de los Parker hasta que se trasladaron a Florida? Creo que ella murió. Las buenas personas se mueren, ¿no?, y los malos duran muchísimo. ¡Qué quisquilloso era! ¡Y qué avaro! Un día gritó a su pobre mujer porque había regalado un viejo traje suyo a un pobre. Tenía el armario lleno de ropa, pero no soportaba que se tirara ni un calcetín roto.
La acompasada respiración de Willy fue todo el comentario que obtuvo como respuesta.
—La única manera de salvar a Bobby Crandell de la cárcel es que encontremos al ladrón —murmuró Alvirah—. La cuestión se basa en que Nadine cerró con llave la puerta del bungalow la noche del robo; pero si tenemos en cuenta que Bobby dijo que esta noche había entrado por la puerta corredera, es lógico suponer que cualquiera pudo hacer lo mismo. Aquí nadie se preocupa de las cerraduras.
En aquel momento, una idea que la dejó atónita cruzó por su cabeza. ¿Hasta qué punto jugaba Bobby Crandell? Sabía que su madre tenía las joyas consigo. Nadine les había dicho que siempre usaba la misma combinación en las cajas fuertes del balneario o los hoteles, su año de nacimiento: uno, nueve, cinco, tres, y era probable que Bobby lo supiera.
Alvirah consideró la posibilidad de que Bobby Crandell estuviera en graves apuros por deudas de juego. ¿Y si lo habían amenazado con matarlo si no pagaba el dinero que debía? ¿Y si debía una gran cantidad? ¿Y si había decidido robar las joyas aunque ya hubiese robado la prima? ¿Y si estaba tan desesperado que pensaba que su madre convencería a Cotter Hayward de que no hiciera la denuncia de la desaparición de las joyas?
Alvirah se hizo una pregunta más antes de quedarse dormida. ¿Por qué razón Cotter Hayward había decidido de repente cenar esa noche con Nadine?
*****
La llamada llegó a las once en punto de la noche. Poco después de que Cotter Hayward se hubiera retirado. Despierto todavía, atendió con un gruñido por saludo.
Hayward saltó de la cama y se puso unos pantalones y un jersey. Después cambió de idea y se preparó un martini. «No debería beber», se dijo, pero dada la forma en que habían resultado las cosas aquella noche, podía permitirse tomar uno.
A las doce menos cuarto salió de su casa del club Pebble Beach y se abrió paso en la oscuridad hasta el hoyo dieciséis. Esperó de pie en la zona arbolada que había junto al campo de golf.
El débil crujido de una rama lo alertó de que alguien se acercaba. Se volvió, expectante. En aquel momento, las nubes se abrieron. En el instante precedente a su muerte, Cotter Hayward revivió toda su vida. Vio a la persona que lo agredía, se dio cuenta de que un palo de golf estaba a punto de descender sobre su cráneo y hasta tuvo tiempo de reconocer lo idiota que había sido.
*****
A las cinco y cuarenta y cinco de la mañana, Alvirah soñaba que partían de Southampton en el QE2.[3] Entonces se dio cuenta de que el ruido que oía no era la sirena del barco sino el teléfono. Al otro lado de la línea se hallaba Min.
—Alvirah, por favor, ven de inmediato a la casa. Hay un problema.
Alvirah se enfundó con dificultad un chándal amarillo claro de Dior y zapatillas a juego, mientras Willy parpadeaba adormilado.
—¿Y ahora qué ocurre? —preguntó.
—Todavía no lo sé. ¡Ay, Dios, me he puesto el jersey al revés!
Willy frunció los párpados mirando en dirección al reloj.
—Pensaba que se venía aquí a descansar.
—Alguna gente lo hace. Date prisa y vístete. Así vienes conmigo. Tengo un mal presentimiento.
Al cabo de unos minutos, la presencia de un coche con el emblema del sheriff del condado de Monterrey en la entrada principal del balneario confirmó el mal presentimiento de Alvirah.
—Scott está aquí —dijo escueta.
Scott Alshorne se encontraba en el despacho de Min. Ella y Helmut llevaban todavía ropa de dormir. Aunque ambos estaban perturbados, parecían salidos de una revista de modas a pesar de que los hubieran sacado de la cama en plena madrugada. Alvirah no pudo evitar un momento de total admiración. La bata de Min era de satén rosa con encaje en el cuello y un delicado cinturón de hilo. La bata de Helmut, de color castaño, le llegaba hasta las rodillas, y hacía juego con el pijama.
Por suerte, el sheriff Alshorne nunca cambiaba. El cuerpo de oso de peluche, el curtido y bronceado rostro, el blanco cabello y los penetrantes ojos seguían siendo los mismos. Eran tan cálidos cuando recibía a un amigo como implacables cuando perseguía a un delincuente.
Dio un abrazo a Alvirah y estrechó la mano a Willy. Después prescindió de las fórmulas de cortesía.
—Un hombre del equipo de mantenimiento ha encontrado hace una hora el cuerpo de Cotter Hayward en el parque del club de Pebble Beach.
—¡Dios nos asista! —suspiró Alvirah, a pesar de que pensaba: «¿Cuál de los dos fue, Nadine o Bobby?».
—Unos golpes terribles con un objeto contundente. Quienquiera que lo haya asesinado quería asegurarse de su muerte. —Scott lanzó una significativa mirada a Alvirah—. Por lo que Min me ha dicho, no estás aquí sólo para hacer un tratamiento de salud.
—No exactamente. —La mente de Alvirah funcionaba deprisa—. ¿Sabe Nadine lo de su marido?
—Scott ha venido aquí directamente —intervino Min—. Lo acompañaremos a decírselo. Quizá sean necesarios los servicios médicos de Helmut. Ojalá supiera dónde encontrar al hijo de Nadine para que viniera cuanto antes a acompañar a su madre.
—Bobby está… —Una mirada de advertencia de Alvirah interrumpió a Willy.
Pero aquel intercambio no pasó desapercibido para Scott Alshorne.
—¿Conocéis al tal Bobby? —preguntó.
—Lo conocemos —respondió Alvirah evasiva; aunque se dio cuenta de que era inútil ocultar a Scott el hecho de que Bobby Crandell se encontraba a las diez de la noche en el bungalow de Nadine.
—¿Está con su madre? —inquirió Scott.
—Iba a quedarse —admitió Alvirah—. Nadine se aloja en un bungalow de dos habitaciones.
—Mi querida amiga Alvirah —dijo Scott poniéndose de pie—, aclaremos la situación. Hace tres días hubo un robo importante en este lugar. Deberían haberme avisado… de inmediato. Min me ha explicado los pormenores, pero eso no justifica su decisión de ponerse de acuerdo con Nadine Hayward para ocultar el delito. Parece que no comprenden que debíamos haber tomado muestras en la caja fuerte para hacer pruebas de ADN. Ahora es demasiado tarde. —Se acercó a Alvirah—. En lugar de llamarme a mí, te llamó a ti. Ahora no sólo tenemos entre manos un robo de mayor cuantía, sino un asesinato en primer grado. Quiero toda la información que hayas recogido desde tu llegada ayer. ¿Está claro?
—Yo también quiero aclarar la situación —intervino Willy con un tono helado—. No intentes intimidar a mi mujer…
—Ay, cariño, Scott no está intimidándome —lo interrumpió Alvirah con suavidad—. Es su forma de decir las cosas. —Levantó la vista hacia Scott—. Sé lo que estás pensando: que Nadine y Bobby son los principales sospechosos. Pero también sé que eres una gran persona y que tienes una mente abierta. Conocí a Cotter Hayward hace unos años, cuando estaba aquí con su primera mujer, Elyse. En aquella época no parecían una pareja de enamorados, desde luego, y, créeme, por lo que vi anoche, esa mujer lo odia. Pero nada ganaba matándolo, nada que yo sepa al menos. Apuesto a que Cotter Hayward tenía un montón de enemigos, así que antes de que saques conclusiones erróneas, echa un vistazo a los hombres que participan en ese torneo de golf, quizá descubras si alguien tenía motivos para odiarlo.
Min señaló el reloj.
—Son casi las seis y media —dijo nerviosa—. La caminata matinal empezará dentro de quince minutos. Tenemos que comunicar a Nadine lo sucedido.
—Y creo que también deberíamos avisar a Elyse antes de que los rumores empiecen a circular —sugirió Alvirah—. Si queréis, yo misma puedo ir a su bungalow a hablar con ella.
—Sin mí, no —soltó Scott, y añadió con una sonrisa reticente—: De acuerdo, Alvirah, podrás acompañamos cuando vayamos al bungalow de la viuda de Hayward.
Min y Helmut fueron deprisa escaleras arriba a ponerse un chándal. A continuación, la sombría procesión salió de la casa principal. Willy decidió volver a su bungalow.
—Sólo sería un estorbo —dijo.
Las criadas que llevaban las bandejas del desayuno se cruzaron con ellos por el serpenteante sendero que conducía al bungalow de Nadine. Alvirah percibió sus miradas curiosas.
Desde luego, los servicios médicos de Helmut hicieron falta. Nadine estaba en la sala cuando llegaron. Parecía como si no hubiese pegado ojo en toda la noche. Alvirah notó de inmediato que llevaba la bata al revés. Debió de habérsela puesto muy deprisa. ¿Por qué?
Su cutis de rosa se volvió de ceniza cuando los vio.
—¿Qué ocurre? ¿Le ha sucedido algo a Bobby?
«Así que eso es», pensó Alvirah. Bobby se había ido y ella no sabía adonde. Observó cómo Min y Helmut se ponían con gesto protector al lado de Nadine, mientras Scott le comunicaba que su marido había sido víctima de una atrocidad.
Nadine nada dijo. Luego suspiró y se desplomó inconsciente.
*****
—Si Nadine estaba destrozada, tendrías que haber visto a Bobby —dijo Alvirah a Willy una hora más tarde—. Llegó mientras Helmut trataba de reanimar a su madre, y creo que pensó que estaba muerta. Se notaba que había llorado. Apartó a Helmut y empezó a decir: «Mamá, es culpa mía, lo siento, lo siento».
—¿Sentía haber robado la prima o habían discutido? —preguntó Willy.
—Eso es lo que trato de averiguar. Cuando Nadine volvió en sí y Helmut le dio un sedante y la llevó a la cama, Scott habló con Bobby. Pero lo único que el chico dijo fue que, como no podía dormir, había salido a correr un poco y añadió que no tenía más que decir hasta que hablara con un abogado.
Willy lanzó un silbido mudo.
—No parecen las palabras de un hombre inocente.
Alvirah asintió con la cabeza de mala gana.
—En realidad no parece un mal chico, Willy, y sin duda quiere a su madre, pero es la clase de persona que no piensa antes de actuar. Me molesta decirlo, pero me lo imagino decidiendo que si Cotter Hayward desaparecía, su madre no tendría que denunciar el robo de las joyas.
Willy le acercó una taza de café.
—No has desayunado. La criada ha dejado un termo con café caliente y una especie de bollo. Hace falta una lupa para verlo en el plato.
—Novecientas calorías diarias, cariño. Por eso la gente tiene tan buen aspecto cuando sale de aquí. —Alvirah devoró el bollo de un mordisco—. Pero ¿sabes algo interesante? Cuando fuimos a comunicar a Elyse lo de su ex marido, se puso histérica.
—Creía que no podía ni verlo.
—También yo, y quizá no lo soportaba, pero sabía que Cotter Hayward temía tanto a la muerte que seguramente no habría hecho testamento. No tiene hijos, y eso significa…
—… que Nadine será una viuda muy rica —concluyó Willy—. Y supongo que ahora su hijo podrá darse el lujo de contratar un buen abogado.
*****
A las doce del mediodía, Scott regresó al balneario con una orden de registro del bungalow de Nadine. Para entonces, ya estaban los periodistas fuera y la policía había acordonado el lugar para evitar que entraran.
Asediaron al sheriff Alshorne pidiéndole que hiciera una declaración. Éste salió del coche y se detuvo delante de cámaras y micrófonos.
—La investigación está en marcha —dijo—. En este momento se lleva a cabo la autopsia. Los mantendremos informados de los progresos que hagamos.
Los periodistas le gritaron varias preguntas.
—Sheriff, ¿es verdad que el hijo de la señora Hayward ha contratado un abogado?
—¿Es verdad que hace unos días robaron las joyas de la señora Hayward y que su departamento no fue informado de ello?
—¿Es verdad que anoche el señor Hayward tuvo un enfrentamiento con su ex esposa?
—Sin comentarios —respondió Scott a cada pregunta que le hacían. Volvió al coche y dijo a su ayudante—: Adelante. —Pasaron la valla policial y desaparecieron en los terrenos del balneario—. Me pregunto cuántos empleados de El Ciprés estarán vendiendo sus historias a la prensa sensacionalista —comentó irritado mientras enfilaban hacia el bungalow de la viuda.
Nadine estaba vestida y muy calmada, aunque con una mortal palidez.
—Comprendo —dijo en tono monocorde cuando Scott le mostró la orden de registro—. No sé qué busca, y estoy segura de que no encontrará nada incriminatorio, pero adelante.
—¿Dónde está su hijo? —preguntó.
—Lo mandé a los baños romanos. Creo que le hará bien un masaje y nadar un poco.
—¿Sabe el joven que no puede abandonar estas instalaciones?
—Creo que lo ha dejado usted bastante claro. Ahora, si me disculpa, tengo que ir al despacho de la baronesa Von Schreiber. Me ayudará con los preparativos para la cremación de mi esposo cuando me entreguen el cuerpo.
*****
El registro del bungalow fue minucioso y los resultados nulos. Scott, exasperado, estudió la caja fuerte.
—Es bastante buena —comentó a su ayudante—. No la forzaron. Esto significa que si no fue un profesional, quienquiera que haya robado esas joyas sabía la combinación.
—¿El hijo?
—El miércoles por la mañana se encontraba en su despacho de Nueva York. Las joyas desaparecieron el martes por la tarde. Estamos comprobando los vuelos de medianoche; pero, por supuesto, si cogió alguno, lo haría con nombre supuesto.
En el segundo dormitorio, donde Bobby había dormido, Scott encontró algo significativo: la agenda de los teléfonos abierta junto al aparato por la letra «H». Los cinco primeros números correspondían a Cotter Hayward: el despacho, el barco, el apartamento de Nueva York, el rancho de Nuevo México, el chalet de Pebble Beach.
—Anoche Bobby se quedó aquí —dijo Scott—. Cotter estaba en el chalet de Pebble Beach. Me pregunto si nuestro amigo Bobby lo llamaría por teléfono para fijar una cita privada con él.
*****
En el balneario El Ciprés se acostumbraba a servir un almuerzo informal en mesas alrededor de la piscina. La mayoría de los huéspedes iba en traje de baño y albornoz. Los que habían terminado el programa de la mañana y planeaban jugar al golf por la tarde en el campo de nueve hoyos recién habilitado, iban convenientemente vestidos para pasar algunas horas allí.
Alvirah no tenía intención de seguir un programa de belleza ni de gimnasia, y nunca había sido socia de un club de golf. Sin embargo, se puso un traje de baño azul oscuro y un albornoz rosa que formaban parte del guardarropa habitual de todos los bungalows. Había convencido a Willy de que también se pusiera un traje de baño y el albornoz corto que usaban los hombres.
—No tenemos que llamar la atención —le había pedido ella—. Quiero enterarme de qué dice la gente acerca del asesinato.
Se dio cuenta de que tal vez sería una horterada prenderse el broche en forma de sol en el albornoz. Ni siquiera las mujeres que parecían árboles de Navidad en las fiestas nocturnas harían algo así. Pero ella se lo puso a pesar de todo. Conectó la grabadora mientras se acercaban a la piscina. No quería perderse ni una palabra de los comentarios sobre el asesinato.
Le sorprendió ver a Elyse sentada a una mesa con Barra Snow y otros huéspedes.
—Ven, cariño —susurró a Willy al ver que todavía quedaban dos asientos libres.
Elyse, que ya estaba totalmente calmada, no se había puesto ni el traje de baño ni el albornoz del balneario; llevaba una blusa de algodón rayada, falda blanca y zapatos de golf.
—Un golpe terrible —decía a la mujer que acababa de acercarse a la mesa para hablar con ella—. Después de todo, estuve casada quince años con Cotter, y algunos de esos años fueron felices. Me enseñó a jugar al golf, y siempre le estaré agradecida por ello. Era un excelente maestro. Eso fue lo que nos mantuvo unidos durante tanto tiempo. Creo que incluso cuando ya no nos aguantábamos, todavía disfrutábamos jugando juntos.
—¿Estás segura de que quieres jugar esta tarde? Si no, ya buscaremos a alguien que complete el cuarteto.
La mujer que hablaba con Elyse era otra de las delgadas, bronceadas y elegantes, con un acento casi inglés. «Me resulta conocida porque es un clon de la mitad de las mujeres de aquí», decidió Alvirah después de estudiarla durante un rato.
Barra Snow respondió por ella.
—Estoy segura de que Elyse se sentirá mejor si viene a jugar con nosotros. He ordenado a un caddy que recoja sus palos de golf, que están en el coche. No le hará bien quedarse sentada cavilando.
—No estoy cavilando —la contradijo Elyse con brusquedad—. De veras. Barra, si quieres sentir lástima, ahórratela para dársela a Nadine. Me he enterado de que Bobby estuvo anoche en su bungalow, y creo que ella no lo esperaba. Me encantaría saber en qué enredo está metido ahora. La última vez, Nadine tuvo que pedir dinero a Cotter para sacar a su hijo de un apuro. Ese chico será como su padre.
Alvirah recordó que Elyse era prima lejana del difunto padre de Bobby. ¿Cómo sabía ella que Nadine había sacado a Bobby de un apuro?, se preguntó. ¿Se habría enterado por Cotter? Pensó en la reacción histérica de Elyse a la muerte de Cotter. ¿Se debía sólo a que Nadine heredaría un montón de dinero o a la relación amor/odio con su ex marido? «Interesante», reflexionó.
La señora Jennings, que había estado en la mesa la noche anterior, se les acercó a toda prisa.
—Acabo de escuchar por televisión que el otro día robaron las joyas de Nadine. ¿No es increíble?
—¿Las joyas? —Se asombró Elyse—. ¡Las joyas Hayward! ¡Dios mío! ¿Lo sabía Cotter? Hacía más de tres generaciones que estaban en poder de la familia. Sabes, nunca se las regalaban a las esposas, sólo les permitían usarlas. Su padre se casó cuatro veces, y lo gracioso es que todas sus mujeres tenían las mismas joyas en los retratos. Las llamaban las chicas del coro Hayward. Yo pensaba que Nadine se quedaría con ellas; al fin y al cabo Cotter era el último de la línea.
«O está impresionada por el robo —pensó Alvirah— o es una buena actriz».
Un hombre espectacular, con el uniforme de caddy del balneario, se acercó a la mesa con una bolsa de palos de golf al hombro.
—Tengo sus palos, señora Hayward —dijo mientras dejaba la bolsa en el suelo—. Pero el palo de arena está sucio, sin funda y pegajoso. Voy a limpiarlo.
—Eso es ridículo —le espetó Elyse—. Todos los palos estaban limpios antes de que los guardaran en la bolsa.
¿Pegajoso?, la antena de Alvirah empezó a vibrar.
—Voy a echar un vistazo —dijo mientras se ponía en pie de un salto.
Cogió la bolsa de palos de golf de manos del asombrado caddy y miró dentro. Con cuidado de no tocar los palos, se inclinó y examinó el que no tenía funda. La redondeada cabeza de acero estaba llena de manchas marrón oscuro. A simple vista se veían trozos de piel y cabellos pegados al metal.
—Que alguien llame al sheriff Alshorne —dijo Alvirah en voz baja— y le comunique que creo haber encontrado el arma homicida.
*****
Dos horas más tarde, el sheriff Scott Alshorne visitó a Alvirah y Willy en su bungalow.
—Buen trabajo, Alvirah —admitió Scott un poco a regañadientes—. Si el caddy hubiese limpiado el palo, habríamos perdido una prueba valiosa.
—¿ADN? —preguntó Alvirah.
Alshorne se encogió de hombros.
—Quizá. Sabemos que es el arma homicida y que pertenece a la bolsa de golf de la ex esposa, que estaba en el maletero, sin llave, del coche estacionado en el aparcamiento del balneario.
—Lo cual significa que cualquiera pudo sacarlo de la bolsa y dejarlo allí de nuevo —comentó Willy.
—Cualquiera que supiera que estaban allí —dijo Alvirah—. ¿No es cierto, Scott?
—Sí.
—No toqué el palo, pero debe de ser un arma terrible, ¿verdad? —dijo ella, con el ceño fruncido, signo inequívoco de que, aunque hablara, tenía puesto el «sombrero de pensar».
—Sí, un arma terrible —coincidió Scott—. El palo de arena es el más pesado de todos.
—No lo sabía. Creo que si tuviese que golpear a alguien en la cabeza, cogería cualquiera de ellos.
—Alvirah —dijo Scott sacudiendo la cabeza—, quizá debería contratarte. Sí, yo he llegado a la misma conclusión. Un golfista o alguien que entiende de golf eligió ese palo para su encuentro con Cotter Hayward anoche.
—Y ahora piensas en Bobby Crandell, ¿no?
Scott se encogió de hombros.
—O en su madre, por todas las razones que ya sabes.
Alvirah pensó en Bobby, el chico asustado y guapo, en sus intentos de justificarse diciendo que siempre había pagado sus deudas. Imaginó que en realidad era Nadine quien lo había sacado de todos sus apuros y que había ido a verla esperando que lo hiciera de nuevo. La noche anterior, Alvirah vio con toda claridad que el chico se había dado cuenta de que esa vez su madre no lo salvaría. Resultaba evidente que Nadine se veía imposibilitada de ayudarle y sólo podría ver cómo se llevaban a su hijo a la cárcel. Le había dicho que…
—Los dos lo tienen difícil —dijo lentamente—, pero ¿sabes una cosa Scott? Son inocentes. Lo intuyo.
Estaban en la sala del bungalow, con el ventanal abierto por el cual entraba una brisa fresca del Pacífico que había hecho bajar el calor del mediodía.
Se oyeron unos pasos que corrían por el patio trasero, y de repente, apareció Nadine que empujó la puerta mosquitera.
—Alvirah, ayúdeme —sollozó—. Bobby va a confesar que ha asesinado a Cotter. Deténgalo, por favor, deténgalo. —En aquel momento vio al sheriff—. ¡Ay, Dios mío! —gimió.
Scott se puso de pie.
—Señora Hayward, será mejor que vaya a ver a su hijo y escuche lo que tenga que decirme. Le sugiero que haga examen de conciencia y vea por qué el chico tiene la súbita necesidad de confesar el asesinato.
*****
Bobby Crandell, flanqueado por Scott Alshorne y dos agentes del sheriff, fue llevado a la comisaría del condado de Monterrey. Al cabo de unos minutos, Alvirah y Willy acompañaron a Nadine a la limusina del balneario.
Nadine, que ya no lloraba, no pronunció ni una palabra en el breve trayecto. Al llegar a la comisaría, pidió ver al sheriff.
—Tengo algo muy importante que decirle —anunció.
Alvirah percibió de inmediato qué pensaba hacer.
—Nadine, quiero que avise a un abogado antes de que diga nada.
—Un abogado no me ayudaría. Nadie puede.
Los acompañaron a una sala de espera, donde se quedaron hasta que Scott los mandó a buscar al cabo de una hora. Para entonces, Alvirah estaba tan cansada, que casi olvidó conectar la grabadora de su broche en forma de sol.
—¿Dónde está Bobby? —preguntó cuando al fin los llevaron al despacho de Scott.
—Esperando que pasen a máquina su confesión.
—Nada tiene que confesar —gritó Nadine—. Yo…
Scott la interrumpió.
—Señora Hayward, no diga ni una palabra hasta haberme escuchado. ¿Ha oído hablar de la lectura de sus derechos?
—Sí.
Alvirah sintió la consoladora mano de Willy en la suya mientras Scott leía los derechos a Nadine, se los daba para que ella misma los leyera y le preguntaba si los había comprendido.
—Sí, sí, y sé que tengo derecho a pedir un abogado.
—Muy bien. —Scott se volvió hacia un ayudante—. Traiga al taquígrafo. Alvirah, tú y Willy esperad fuera.
—No, por favor, deje que se queden —pidió Nadine temblando.
Alvirah la rodeó con su brazo.
—Déjame estar con ella, Scott.
La confesión de Nadine fue directa.
—Llamé por teléfono a Cotter al chalet y le dije que necesitaba hablar con él.
—¿Qué hora era?
—No… no estoy segura. Me encontraba en la cama. No podía dormir.
—¿De qué quería hablar con él? —preguntó Scott.
—Iba a contarle lo del robo de las joyas, y a suplicarle que no lo denunciara. Alvirah, usted es inteligente. Pensé que quizá…, que quizá descubriría quién lo había hecho. La otra noche me puse algunas de esas joyas. Mucha gente las admiró y esas personas siguen allí. A lo mejor todo está en la caja fuerte de algún otro bungalow.
—¿Él accedió a encontrarse con usted? —preguntó Scott.
—Sí, en el campo de golf.
—¿Por qué no en el chalet? —Preguntó Alvirah—. Usted es su esposa.
—Bien… Dijo que tenía ganas de caminar y que el campo estaba a mitad de camino entre el balneario y la casa. Me indicó exactamente cómo llegar.
—¿Para qué llevó usted un palo de golf? —preguntó Scott.
Nadine se mordió el labio.
—Cotter era capaz de ponerse bastante violento. Tenía miedo de que se enfureciera… Y eso fue lo que ocurrió. Cuando le conté lo del robo y lo de la prima del seguro, se enfadó muchísimo. Alzó la mano y trató de pegarme. Yo me eché hacia atrás, levanté el palo de golf y… —Su voz se desvaneció—. No recuerdo haberlo golpeado —murmuró—, pero lo vi tendido allí y supe que estaba muerto.
—¿Puso el palo de golf otra vez en el coche de Elyse Hayward?
—Sí, quería deshacerme de él.
—¿Por qué en el coche de ella?
—Sabía que tenía palos de golf allí. La había visto con ellos. Acorté camino por el aparcamiento para salir del balneario.
No sólo la frente, sino todo el rostro de Scott estaba arrugado por sus reflexiones.
—Ha realizado una confesión mucho más verosímil que la de su hijo —dijo—. Lo siento, señora Hayward. Habría hecho un favor mayor a Bobby si le hubiese dejado que se enfrentara a las consecuencias de haber cobrado el cheque de la prima. El chico habría podido con ello. Estaba dispuesto a enfrentarse a la cámara de gas antes que verla a usted detenida por el asesinato de su marido. Ahora puedo decirle que la confesión del chico no se sostenía. —Scott se puso de pie—. En cuanto su confesión sea pasada a máquina y firmada, la acusaremos legalmente. Mientras tanto, queda usted detenida, sospechosa de asesinato en primer grado.
*****
Alvirah y Willy habían ido a la comisaría con Nadine y volvían con Bobby. El joven era la viva imagen del dolor: hundido en el asiento, la barbilla entre las manos, tensas, y los ojos entrecerrados. El instinto maternal de Alvirah se abrió paso en todo su ser. «Está tan apenado —pensó— y se culpa a sí mismo».
—Bobby, te quedarás en el bungalow de tu madre, ¿verdad? —le preguntó al fin.
—Sí, caso de que la baronesa Von Schreiber lo permita. Mi madre pensaba quedarse sólo hasta el sábado.
—Sé que Min tendrá un lugar para ti. —Se volvió hacia Willy—. Creo que Bobby y tú tendríais que pasar el resto del día juntos. Llévalo al gimnasio o a la piscina.
Cerró la boca. No quería prometer lo que no sabía si podría cumplir. Pero mientras la limusina avanzaba por Seventeen Mile Drive, hizo su discurso.
—Bobby, sé que no has matado a Cotter Hayward, y estoy casi segura de que tu madre tampoco lo ha hecho. Cree que con su confesión te está protegiendo, igual que tú querías protegerla a ella. Ahora quiero que me digas toda la verdad. ¿Qué ocurrió después de que Willy y yo nos marcháramos del bungalow?
Una débil esperanza iluminó el rostro de Bobby. Se echó hacia atrás el cabello rubio tan parecido al de Nadine.
—Mi madre y yo nos sentíamos acorralados. Me dijo que estaba segura de que Cotter empezaría a preguntarse por qué no se había puesto las joyas durante la cena, que lo mejor sería antes del sábado contarle lo ocurrido. Nos fuimos a la cama. La oí llorar durante un rato, pero no sabía si ir a verla o no. Después me quedé dormido.
Echó una mirada nerviosa hacia adelante; entonces se dio cuenta de que Alvirah había apretado el botón que subía el vidrio que los separaba del chófer.
—Me desperté a eso de las cinco y fui a ver a mi madre. No estaba en su habitación. Encontré su agenda de teléfonos y telefoneé a Cotter al chalet, pero nadie contestó. Estaba asustado y decidí ir allí. Tenía miedo de que ella hubiera ido a verlo y hubiese pasado algo. Aunque fui a todo correr, cuando llegué vi coches de policía; un hombre de mantenimiento me contó lo sucedido. Después, me entró pánico. Por eso me confesé autor del asesinato. Porque si mi madre lo había matado, era por mí.
Alvirah miró al muchacho; su cara era la auténtica máscara del dolor.
—No creo que haya sido ella, Bobby. He dicho al sheriff Alshorne que tal vez hay otra persona que tuviera buenas razones para matar a tu padrastro. Ahora mi trabajo es descubrir quién lo hizo.
*****
En el bungalow, un sobre grande de papel marrón esperaba a Alvirah. Era el material que había pedido a Charley Evans, el jefe de redacción del New York Globe: recortes de periódicos y revistas, artículos sobre Cotter Hayward. Mientras estudiaba el material, Alvirah casi olvidó haberse perdido el almuerzo, pero cuando recordó el minúsculo bollo del desayuno se dio cuenta de que su creciente dolor de cabeza no era sólo producto del estrés. Avisó al servicio de habitaciones.
Diez minutos más tarde, una sonriente camarera aparecía con el almuerzo del día: un vaso de agua de manantial, una tetera de tisana y una ensalada de zanahorias y pepinos. Pensó con ganas en una jugosa y sabrosa hamburguesa, y recordó el comentario de Barra Snow sobre la hermana que había recibido una franquicia de McDonald’s en el divorcio. Sonrió a medias mientras pensaba que en aquel momento era capaz de comerse los beneficios de aquella hermana de un mordisco.
*****
Alvirah descubrió que era fascinante leer el material sobre Cotter J. Hayward. Había nacido en Darien, Connecticut, y era nieto del inventor de un circuito conductor de llamadas telefónicas de larga distancia cuyos derechos había vendido a AT&T por sesenta millones de dólares.
«Una enorme suma para aquella época», pensó mientras tomaba notas en un bloc. Fue entonces cuando el primer Cotter compró las joyas a su mujer. Como era un famoso tacaño, la noticia produjo titulares. Las joyas pasaron a su hijo, Cotter II, el playboy cuyas cuatro esposas tuvieron que lucir las alhajas por turno. Aunque las joyas siguieron en el patrimonio, su ostentosa forma de vida y los acuerdos de divorcio hicieron que la fortuna de la familia disminuyera.
Cotter III, el difunto esposo de Nadine y el difunto ex esposo de Elyse, parecía algo así como una copia exacta de sus dos antecesores. Había montones de fotografías en las cuales aparecía acompañado de estrellas y aspirantes a estrella de cine. Se había casado con Elyse a los treinta y cinco años, y, como su abuelo, era famoso por su tacañería. Se ocupaba de sus propias inversiones, y aunque se rumoreaba que poseía más de cien millones de dólares, no había números concretos en ninguna parte.
Alvirah llegó a la conclusión de que debía de ser un extraordinario jugador de golf. Muchas de las fotos eran de torneos de ese deporte, y jugaba con gente como Jack Nicklaus y el ex presidente Ford. En las más viejas aparecía con Elyse del brazo, ambos con ropa de golf, recibiendo algún trofeo juntos. Las fotos más recientes, las de los últimos tres años, lo mostraban con Nadine en acontecimientos sociales; pero ni una sola de ellas había sido hecha en un campo de golf.
Una fotografía en particular llamó la atención de Alvirah: Elyse y Barra Snow recibían de manos de Cotter Hayward el trofeo por parejas de un torneo de beneficencia celebrado en el Club de Campo de Nueva Jersey. «Es de hace seis semanas tan sólo», pensó.
La sonrisa que ostentaba Cotter aquel día mientras posaba entre las dos mujeres parecía auténtica. Elyse lo miraba también con una sonrisa. «¿Amor y odio?», pensó Alvirah. ¿Era eso lo que Elyse sentía por su ex? Leyó el pie de foto y levantó la vista. «¡Dios mío, Dios mío!», pensó.
Se acercó al teléfono y llamó a Charley al Globe. Le agradeció el material y le pidió que, cuanto antes, le enviara por fax otras cosas.
—Ya sé que en Nueva York son las ocho, pero si pones a alguien a trabajar en ello, pediré a Min que me deje una llave de su despacho y así lo recogeré esta noche. Muchas gracias.
La siguiente tarea fue escuchar las grabaciones que había hecho durante la cena, en el bungalow de Nadine, y durante el almuerzo. Mientras escuchaba, tomaba notas.
A las seis entró Willy completamente agotado.
—Hemos nadado y hecho gimnasia en esos aparatos. Bobby sabe muy bien cómo usarlos. Después hemos tomado un vaso de zumo de naranja y hablado. Es un buen chico, cariño, y sabe que su madre se encuentra en esa situación por su culpa. Te aseguro que si se descubre al asesino y Nadine sale de ésta, Bobby Crandell no volverá a jugar más que un billete de lotería. —En aquel momento Willy vio la pila de recortes sobre la mesa—. ¿Has tenido suerte?
—No mucha…, bueno, en realidad no estoy segura. De todas formas, la cena va a resultar de lo más interesante.
*****
Para gran alivio de Alvirah, todos los comensales estaban presentes. Temía que Elyse hubiera decidido cenar en el bungalow. Pero la primera señora Hayward, todavía rígida, se encontraba allí, elegantemente ataviada con un vestido azul marino largo.
Barra Snow llevaba un traje de seda blanco de pantalón y chaqueta que realzaba su belleza rubio platino. «Pero no es tan guapa como parece en estas fotos de los anuncios», pensó Alvirah. Tenía pequeñas arrugas alrededor de los ojos y la boca.
La conversación parecía girar en torno a la detención de Nadine.
—Espero que sepa que si es declarada culpable, no recibirá ni un céntimo del dinero de Cotter —dijo Elyse con un inconfundible tono de satisfacción en su voz.
—Como usted ha dicho, hay que obedecer el noveno mandamiento —la pinchó Alvirah—. Ojalá usted y el señor Hayward hubieran arreglado las cosas hace unos años… Supongo que se habrán peleado y hecho las paces muchas veces, ¿no? En ese caso, usted sería su viuda. Pero en cambio resulta que es Nadine. Lo lamento mucho por usted. A todas nos disgusta perder un marido, pero ser una viuda rica nada tiene de malo.
—No me gustan sus observaciones, señora Mechan —dijo Elyse con tono brusco—. Conozco su reputación de detective aficionada, pero por favor, ahórrese sus reflexiones.
Alvirah se hizo la preocupada.
—Ay, cuánto lo siento. No quería ofenderla. —Esperaba parecer convenientemente arrepentida—. Pero lo siento tanto por Nadine. Quiero decir, que no sabe jugar al golf. Y tiene una piel tan delicada… Su hijo dijo a Willy que se trata de la peor atleta del mundo. Es más del tipo artístico, creo. En fin, lo que quiero decir es que ha sido una lástima para todo el mundo que usted y Cotter no hicieran las paces, ¿verdad? Y una lástima que ella llevara el palo de golf de usted cuando fue encontrada con Cotter. Supongo que no tenía intenciones de involucrarla, pero los asesinos a veces están tan confundidos que cometen errores.
Elyse ignoró a Alvirah y sus comentarios de manera ostensible, y empezó a charlar en exclusiva con los Jenning, mientras Barra coqueteaba, no muy en serio, con el ex parlamentario. A los postres, Alvirah se desalentó al enterarse de que Elyse se marchaba el sábado.
—Quiero irme lo más lejos posible —dijo—. Este lugar es deprimente, y jamás he jugado peor al golf en mi vida. Sabía que hoy jugaría fatal.
—Yo también me voy —intervino Barra—. Me han avisado de mi agencia. He de repetir unas tomas de la sesión fotográfica para Adrián. Cancelaré la segunda semana que tengo contratada aquí.
A Alvirah le costaba trabajo no mirar a Elyse. El micrófono estaba abierto, y más tarde, tendría que escuchar con sumo cuidado cada palabra pronunciada durante la cena. Alvirah sabía que algo se le había escapado, pero ¿qué?
El entretenimiento nocturno consistía en una proyección de diapositivas y una conferencia sobre el arte español del siglo xiv. Mientras la gente entraba en el salón de atrás, donde se habían colocado las sillas, Alvirah pidió a Min la llave del despacho.
—Más tarde tengo que recibir unos faxes y quiero verlos esta misma noche.
La amable sonrisa de Min era para el público, porque cuando habló a solas con Alvirah estaba llena de ansiedad.
—Seis huéspedes han cancelado sus reservas para la semana próxima. Están furiosos con todos estos periodistas en la puerta. Alvirah, ¿por qué Nadine no mató a Cotter con su propio palo de golf? ¿Por qué tuvo que coger uno de las instalaciones? ¿Quería que Elyse apareciera como la autora del crimen?
—Eso es lo que no deja de fastidiarme —respondió Alvirah meneando la cabeza—. Yo tampoco lo comprendo. A menos que uno quisiera que lo encontrasen, ¿para qué dejaría un palo de golf manchado de sangre?
A la mañana siguiente, a petición de Alvirah, Scott Alshorne fue al bungalow Tranquilidad a la hora del desayuno.
—¿Estás satisfecho? —le preguntó sin más rodeos—. Me refiero a si estás satisfecho del todo con la confesión de Nadine.
Scott estudió el contenido de su taza.
—Buen café —dijo.
—No has contestado la pregunta de Alvirah —le recordó Willy con tranquilidad.
Ella sonrió para sus adentros. Sabía que Willy todavía estaba algo molesto con Scott por la forma en que le había hablado el día anterior.
—No sé muy bien si puedo —dijo Scott lentamente—. Nadine ha confesado. Tenía un móvil, un móvil muy fuerte. Hay dos llamadas locales en la cuenta de su bungalow. Una del día 9, o sea el miércoles. La otra del 10, o sea ayer, lo que es coherente con su declaración de que llamó por teléfono a Cotter Hayward el miércoles por la noche, y con la de Bobby cuando dijo que trató de localizar a Cotter el jueves por la mañana. Así pues, ¿por qué voy a dudar de su declaración?
—Scott, ¿alguna vez has hecho circular un rumor para coger a un asesino? —Preguntó Alvirah—. Los abogados defensores de California lo hacen todo el tiempo para defender a sus clientes, ¿y por qué no si es para bien? —Scott sacudió la cabeza, y Alvirah continuó con acento persuasivo—: Todo esto está relacionado con las joyas. ¿No te das cuenta? Las joyas siguen desaparecidas. Supongamos que Nadine sabía que Cotter Hayward pensaba abandonarla y fingió un robo para salir del matrimonio por lo menos con unas joyas que pensaba vender. En el momento en que llamó a Bobby para informarle de la pérdida y descubrió que éste se había gastado el dinero de la póliza, lo único que tenía que hacer era cancelar el robo. Antes de decírselo a Min, ya había hablado con Bobby, y te aseguro que estaba como enloquecida cuando la vi.
—De acuerdo, ella no robó sus propias joyas. Me lo creo.
—¿Estás seguro de que Bobby se encontraba en Nueva York la noche del robo?
—Sí, hemos verificado sus movimientos.
—Entonces otra persona llevó a cabo el robo, y me apuesto contigo lo que quieras a que esa persona es la asesina. Scott, hazme caso en esto, por favor.
*****
Era un día muy hermoso. El tibio sol brillaba sobre la piscina olímpica y sobre las mesas que la rodeaban con sus sombrillas multicolores. En una de ellas había una radio portátil con el volumen bastante alto, sintonizada en un noticiario local, que había captado la atención de la tranquila languidez de los huéspedes, que habían tenido una mañana de ejercicios mezclados con tratamientos faciales, emplastos de algas marinas y masajes.
La voz del locutor, de radio informaba que circulaban rumores de que el sheriff había encontrado pruebas importantes. Habían sido descubiertas unas huellas muy claras en la zona del bosque donde habían asesinado a Cotter Hayward. Según el sheriff, aquellas huellas correspondían a la asesina, que, al parecer, se había ocultado en espera de Hayward. Lo que hacía más significativo el hallazgo era que aquellas huellas, aunque claramente femeninas, eran más grandes que las que habría dejado la asesina confesa, que calzaba un treinta y siete.
—Y lo más asombroso —continuó el locutor— es que las joyas robadas son imitaciones que Hayward había mandado hacer cuando cambió la póliza del seguro. Siempre había estado preocupado con la idea de que Bobby Crandell hiciera exactamente lo que hizo: cobrar el cheque de la prima y dejar que el seguro venciera. Así pues, al parecer, quienquiera que haya robado las joyas Hayward tiene sólo una copia.
Esa tarde, Alvirah no pudo sentarse a la mesa de Elyse Hayward, pero se instaló en una de al lado desde la cual le era posible verla. Conectó la grabadora, movió la silla para quedar frente a ella y dijo con una voz que estaba segura de que le llegaría:
—Y ésa no es toda la historia. He andado husmeando un poco por ahí y me he enterado de algo: están seguros de que el asesino se aloja aquí. El sheriff conseguirá una orden del juez para examinar el tamaño de los zapatos de todas las mujeres del balneario. Si encuentra uno que corresponda a las huellas, el juez lo autorizará a que registre el bungalow y las pertenencias de esa persona para buscar las joyas.
—Eso es ilegal —protestó alguien.
—Estamos en California —le recordó Alvirah.
Se inclinó hacia adelante lo máximo posible sin caerse y logró escuchar a Elyse, que decía en voz muy baja:
—Típico de Cotter, muy típico de Cotter. —Se apartó de la mesa y se excusó para retirarse.
Alvirah sabía que la mujer policía vestida de empleada del balneario la seguiría. Sin embargo, ella tenía otros planes. Cuando llegó la hora de empezar las actividades de la tarde, siguió a hurtadillas a Barra Snow hasta su bungalow, se escabulló por el patio, se tiró al suelo junto a la puerta corredera y espió dentro.
Agachó la cabeza mientras Barra miraba alrededor y luego la levantó lo justo como para ver cómo apartaba el retrato de Min y Helmut de la pared y marcaba la combinación de la caja fuerte. Al cabo de un minuto sacó una bolsa de plástico con su brillante contenido.
—¡Me lo imaginaba! —Suspiró Alvirah—. ¡Me lo imaginaba! Ahora Barra tiene que deshacerse de…
Se retiró del patio. El bungalow de Barra, como el de Nadine, era uno de los más alejados de la casa principal, delante de una zona boscosa. «¿Dónde tirará Barra las joyas?», se preguntó Alvirah.
«Yo estaba segura de que había sido Elyse —pensó Alvirah—, pero cuando pedí a Charley Evans que me mandara las fotografías del archivo de esa excursión en el Club de Campo Ridgewood, empecé a ver las cosas de otra manera. En un par de ellas, la manera como Cotter y Barra se miran resulta muy reveladora. Después, en la cinta, quedaba muy claro que Barra convenció a Elyse de que fuese a jugar al golf. Y fue ella quien mandó al caddy en busca de los palos, porque sabía lo que encontrarían. Al parecer no le importaba si implicaban a Elyse o si las sospechas recaían en Nadine. En ninguno de los dos casos, nadie pensaría que ella tenía algo que ver con el asesinato».
Las sospechas de Alvirah se intensificaron cuando Barra dijo que debía asistir a una sesión fotográfica. Alvirah sabía que eso no era verdad. El pie de foto se refería a ella como la ex modelo de Adrián. Eso era lo que había llamado la atención de Alvirah.
Además, estaba aquella broma sobre su hermana, la que se había quedado con una franquicia de McDonald’s al divorciarse… ¿Qué había dicho? «Yo no tuve tanta suerte». «Apuesto a que se quedó sin un céntimo», pensó Alvirah.
Las preguntas pendientes, sin embargo, eran si había realizado el robo sola y cómo sabía la combinación de la caja fuerte de Nadine.
Alvirah se dio cuenta de que sólo una persona podía habérsela dado: Cotter Hayward. ¿Habría robado sus propias joyas para cobrar el seguro y pagar así los tres millones a Elyse?
En el bungalow todo era silencio. Barra debía de estar enloquecida, tratando de pensar dónde tirar aquellas joyas que ella creía carentes de valor, pensó Alvirah. En aquel momento, algo redondo y duro apoyado contra su espalda interrumpió con brusquedad sus reflexiones mientras oía a Barra Snow, que murmuraba:
—Señora Meehan, usted me ha resultado demasiado lista, y eso no es muy bueno para su salud.
*****
Scott Alshorne estaba de mal humor. No le gustaba la idea de hacer circular rumores falsos durante una investigación por asesinato. Por ello no le resultó difícil parecer frío y furioso cuando bajó de nuevo del coche delante de la puerta del balneario para enfrentarse a los periodistas.
—No hay comentarios acerca de las supuestas huellas halladas en las proximidades de la escena del crimen —dijo con tono helado—. No haré declaraciones sobre el rumor de que las joyas robadas son una imitación. Investigaré activamente el origen de cualquier filtración de mi oficina a los medios de comunicación.
«Y esto al menos es verdad», pensó mientras se abría paso a través de los micrófonos y las cámaras para volver al coche. Los terrenos del balneario estaban desiertos. Scott sabía que después del almuerzo se retomaban las actividades con todo rigor. Min siempre lo perseguía para que se quedara un día entero a hacer el tratamiento. «Justo lo que necesito —pensó irritado—, emplastos de algas marinas».
Se dirigió al despacho de Min, donde los esperaban Walt Pierce, uno de sus asistentes, Min, Helmut y Willy.
—¿Dónde está Alvirah? —preguntó.
—Enseguida viene —respondió Willy evasivo.
—Eso significa que se encuentra a punto de hacer algo —dijo Scott, que se felicitó por haber encomendado a Liz Hill, una mujer policía, que no la perdiera de vista. Se volvió hacia Pierce—. ¿Alguna novedad?
—Ha venido Darva —dijo Pierce—. Ha seguido a Elyse Hayward hasta su bungalow y ahora la vigilia.
—¿Algún indicio de que la Hayward tenga las joyas? —preguntó Scott.
—Fue directa a su caja fuerte —le informó Pierce—. Tenía una botella de ginebra escondida en ella.
—¡Ginebra! —Exclamó Min—. Es parte de nuestro código de honor que los huéspedes no escondan alcohol en la caja fuerte. Las criadas tienen instrucciones de dar cuenta de cualquier rastro de bebidas alcohólicas en los bungalows, pero, por supuesto, no tienen acceso a las cajas fuertes.
—¿Cómo quieren rebajar peso nuestros huéspedes si beben? —Suspiró Helmut—. ¿Cómo van a mantenerse jóvenes?
«Ya ves», pensó Willy.
—Darva tiene a Elyse Hayward bajo vigilancia con sus prismáticos. Dice que llora, ríe y bebe, todo a un tiempo. En otras palabras, está cogiendo una buena trompa —continuó Pierce.
—Eso contradice la teoría de Alvirah —dijo Scott—. Si Elyse Hayward tuviese las joyas, intentaría deshacerse de ellas. Lo último que se le ocurriría sería emborracharse. Walt, ¿qué sabes de Liz?
—Liz comunica que la señora Meehan está escondida en el patio del bungalow de Barra Snow. Liz no ve qué ocurre dentro, tan sólo la fachada que da al patio, pero hasta ahora no hay actividad.
—¿Cuánto tiempo hace que está Liz allí? —preguntó Scott.
—Unos quince minutos.
El radiotransmisor de Pierce sonó y éste lo cogió.
—¿Qué sucede? —En ese momento su tono cambió y miró a Min—. La agente Hill quiere saber si hay otra entrada al bungalow de Barra Snow.
—Sí —dijo Min—, tiene una puerta corredera en el dormitorio que da al patio trasero.
Scott cogió el radiotransmisor.
—¿Cuál es el problema? —Esperó la respuesta y luego preguntó—: ¿Está usted con el uniforme de doncella? Muy bien… Vaya al bungalow, dé cualquier excusa para entrar y después infórmenos.
Willy sintió que se le encogía el estómago como siempre que empezaba a preocuparse por Alvirah.
Al cabo de un instante, el radiotransmisor volvió a sonar. La agente Hill no hizo intentos de hablar en voz baja y todos oyeron lo que decía:
—Barra Snow y la señora Meehan han desaparecido del bungalow. Tienen que haber salido por la puerta de atrás. Está sólo a unos metros del bosque. Snow debe de haber abierto la caja fuerte porque el cuadro que la cubre está echado a un lado.
—Vamos hacia allí —dijo Scott—. Trate de seguir sus huellas.
Willy lo cogió del brazo.
—¿Dónde acaba ese bosque?
—En el club Pebble Beach —respondió Min—. Si Barra tiene las joyas, intentará deshacerse de ellas en el bosque, y será casi imposible encontrarlas. Tiene más de treinta hectáreas muy densas y en algunas zonas incluso hay pantanos. —Cuando observó la expresión de Willy añadió deprisa—: Pero es posible que Alvirah se haya limitado a seguirla. Estoy segura de que se encuentra bien.
*****
Alvirah se abría paso a trompicones por la maleza, empujada por el arma que se apoyaba contra la espalda. La frondosa vegetación le arañaba los tobillos e infinidad de insectos zumbaban alrededor de su rostro. «Atraigo a los mosquitos —pensó— si hubiera uno solo en el mundo, me encontraría».
—Deprisa —le ordenó Barra.
«Tendría que distraerla», pensó Alvirah mientras miraba a su alrededor para ver si encontraba algo que le sirviera como garrote, cualquier cosa con la cual defenderse.
Tropezó a propósito, cayó de rodillas y aprovechó el momento para recobrar el aliento.
—¿Adónde me lleva? —preguntó mirando a Barra Snow.
Le resultaba difícil reconciliar esa imagen de mirada dura y labios apretados con la mujer sofisticada y divertida con quien había compartido la mesa durante los últimos días. Era como si Barra se hubiese puesto una máscara. «O quizá su máscara era la otra», pensó.
—Usted mató a Cotter Hayward, ¿no es cierto? Y robó las joyas.
Snow la apuntó con la pistola.
—Levántate —le ordenó—, a menos que quieras morir aquí.
Alvirah gateó para obedecer y tuvo la suficiente presencia de ánimo para conectar la grabadora de su broche mientras se ponía de pie. Entonces, y esperando que Barra no se diera cuenta, deslizó hasta su brazo la correa del bolso que llevaba al hombro y lo dejó caer al suelo.
—Así está mejor. Andando.
—Muy bien, muy bien. —Arrastró los pies en un intento de dejar huellas. El lugar era asfixiante; ni la mínima brisa penetraba a través del denso follaje. Casi no podía respirar. Pero fuera como fuese, necesitaba la confesión grabada—. ¿Mató usted a Cotter?
—Alvirah, eres muy lista, seguro que ya te habrás imaginado todo. Así que cállate y muévete.
Alvirah sintió el arma de nuevo, pero entonces, contra la nuca.
—Yo imagino lo siguiente: primero, usted robó las joyas y trató de que pareciera un robo corriente, por ello desparramó todo por la habitación. Después se habrá preguntado por qué Nadine no denunciaba el robo. Por favor, camino lo más rápido que puedo —susurró—. Deje de apretarme esa cosa contra la nuca.
»La pregunta —continuó— es por qué mató a Hayward. Él iba a encontrarse con usted en el campo de golf, ¿no? Apuesto a que usted tenía que ir a darle las joyas, ¿verdad?
—Sí, así es. —La rabia y la frustración resonaban en la voz de Barra.
Al cabo de un momento, el bosque se hizo menos denso y llegaron a una zona pantanosa. Alvirah sentía el barro que se escurría bajo sus pies. Delante de ella había una laguna de barro y vegetación. «Debemos de estar cerca de los terrenos del club Pebble Beach —pensó—. ¿Qué pensará hacer ahora?».
—Apuesto a que él le dio la combinación de la caja fuerte de Nadine e iba a cobrar el seguro para pagar a Elyse —prosiguió.
—Así es, en efecto —dijo Barra—. Ahora detente.
Alvirah se volvió.
—Lo que no comprendo es por qué lo mató. ¿Fue por la manera en que Elyse habló de la tacañería de Cotter y de que iba a dejar a Nadine sin un céntimo si se divorciaba de él? ¿Acaso pensó usted que estaría mejor con eso que con él? —Señaló la bolsa de joyas que llevaba Barra.
—Has acertado otra vez, Alvirah. —Barra apuntó el arma al corazón de Alvirah—. Y cuando diga a los demás que te vi pasar por delante de mi bungalow siguiendo a un hombre que parecía un caddy del club Pebble Beach, empezarán a buscar al asesino por allí, y no en el balneario. Y llegaré a tiempo para mi masaje facial.
»Cuando te encuentren, si te encuentran, puesto que esta laguna es bastante profunda y el barro te chupa como arena movediza, yo estaré ya lejos.
»Ahora coge estas joyas falsas con tus tranquilas manilas porque voy a deshacerme de ellas y de ti. —Mientras Alvirah obedecía. Barra retrocedió y apuntó el arma al corazón de Alvirah.
*****
Mientras corría hacia el bungalow de Barra, Scott ordenó que enviaran coches patrulla a ambos lados del bosque y que los agentes empezaran la búsqueda de Alvirah y Barra.
—¡Pueden estar en cualquier parte! —exclamó de pronto—. Walt, nos dividiremos hasta que lleguen refuerzos. Min, usted, el barón y Willy manténganse al margen de esto.
Willy, que obvió las órdenes del sheriff, penetró en la espesura gritando el nombre de Alvirah. «Esa mujer es una asesina —se dijo—, y empieza a desesperarse. Si sabe que Alvirah la sigue, es mejor que se dé cuenta de que hay más gente alrededor, y que otro asesinato no quedaría impune».
Willy advirtió que el sheriff y el ayudante de éste habían partido en una dirección diferente de aquella que su instinto le indicaba coger. «Quizá debería ir en dirección al océano», pensó, preocupado de que su instinto se equivocara. Tal vez Barra Snow trataba de arrastrar a Alvirah hacia la playa.
Entonces vio el bolso de su mujer. Estaba seguro de que ella lo había tirado a propósito. A continuación advirtió la hierba pisoteada. Sí, iba en la dirección correcta.
Avanzó de prisa y llegó al claro a tiempo de ver qué sucedía, pero no de detener la acción de Barra Snow.
En el momento en que Barra apretó el gatillo, Alvirah se inclinó hacia un lado y sintió un dolor agudo cerca del broche en forma de sol. Mientras se desplomaba hacia atrás en el agua, pensó: «¡Dios mío, me han disparado!».
Willy arremetió sobre el barro y cogió el brazo de Barra justo cuando ésta apuntaba hacia el lugar en que Alvirah empezaba a hundirse. Un disparo estalló en el aire mientras Willy le arrancaba el arma de la mano. Una vez lanzada la pistola al agua, empujó a Barra y luego saltó hacia la ciénaga.
—Ya te tengo, cariño —dijo mientras levantaba la cabeza de Alvirah—. ¡Ya te tengo!
Alvirah sintió dolor en el hombro. «El broche —pensó—. El disparo ha dado en el broche». Se había salvado por inclinarse hacia un lado y por… ¡pura suerte! Su movimiento había hecho que Barra perdiera puntería y el disparo apenas había rozado el broche. Sintió que el dolor se expandía a partir del punto del impacto, pero, maravillada de nuevo, pensó: «Estoy bien. Sé que estoy bien. Y todavía tengo las joyas».
Se las arregló de manera que no se desmayó hasta que tuvo la satisfacción de ver cómo Scott aparecía en el claro y detenía a Barra Snow, que forcejeaba por salir del lodo.
*****
—Creo que la ocasión invita a romper la regla de oro del balneario El Ciprés —dijo Helmut mientras una doncella llevando una bandeja con champán y copas penetraba tras él en el bungalow Tranquilidad.
Alvirah tenía el brazo en cabestrillo. Estaba cómodamente instalada en un sofá de la sala y sonreía amistosa a Min, Scott, Nadine y Bobby. Willy, todavía pálido de preocupación por cómo se había salvado su mujer por los pelos, revoloteaba a su alrededor como una gallina clueca.
—Creo que necesitas descansar, cariño —dijo por vigésima vez en las últimas cinco horas.
—Me encuentro bien —replicó Alvirah—, y siempre estaré agradecida de haber llevado mi broche «por si acaso». Dios sabe que en ese «por si acaso» nunca pensé en incluir que me pegaran un tiro. El broche está destruido, pero no la grabación. Obtuve de Barra Snow lo que quería. —Sonrió al recordarlo.
Scott Alshorne sacudió la cabeza. Una vez más pensó que tenía suerte de que Alvirah viviera en el otro extremo del país. Traía problemas, de eso no cabía duda.
Sin embargo tuvo que admitir a regañadientes que el plan de Alvirah de hacer circular falsos rumores acerca de huellas en la escena del crimen y las joyas falsas había funcionado. Si él no hubiese accedido a ello, Nadine Hayward estaría en la cárcel todavía, y, por proteger a su hijo, seguiría con la historia de que había matado a su marido. Y Barra Snow se encontraría haciendo su equipaje para irse a casa con joyas robadas por valor de cuatro millones de dólares, dejando atrás el cadáver de un hombre.
Scott aceptó la copa de champán que le ofrecían, y cuando Helmut hizo un brindis por Alvirah, se unió de buena gana a él porque reconocía su valor. No obstante, con la vista puesta en el futuro, decidió que había llegado la hora de hacer su pequeño discurso.
—Alvirah, querida amiga, te agradezco que nos hayas salvado el día. Pero te imploro que comprendas que si una agente no te hubiese seguido…
—¿A la cual ordenaste que me siguiera? —Interrumpió Alvirah—. Eso ha sido muy brillante, Scott.
—Gracias. Me gustaría señalar que hoy has estado a punto de perder la vida y todo por no pedir ayuda cuando seguiste a Barra Snow.
Los intentos de Alvirah de aparentar que estaba arrepentida no resultaron muy convincentes.
—Voy a ser franca —dijo—. En realidad creía que la asesina era Elyse; para mí lo más lógico. Entre ella y Cotter Hayward había una auténtica relación de amor y odio.
—Si miro atrás, estoy de acuerdo —intervino Nadine en voz baja—. Al parecer, una de las cosas que atrajeron a Cotter de mí fue que yo no sabía jugar al golf. Supongo que él y Elyse peleaban constantemente por el juego del otro. Pero después de estar cuatro años conmigo, creo que comenzó a sentirse aburrido y echaba de menos ese tipo de compañerismo.
—Pero lo buscaba en Barra, no en Elyse —intervino Scott—. Cuando Elyse Hayward se ha enterado de lo sucedido esta tarde, ha reconocido con toda honestidad que había pensado que Cotter volvía a sentir cierto interés por ella. Después se dio cuenta de que había alguien más en escena, pero no se imaginó que fuera Barra.
Scott se volvió hacia Nadine. Amagó una sonrisa al ver la expresión de dichosa serenidad en el rostro de ella y la felicidad que emanaba de su hijo Bobby. Pero se obligó a poner cara de severidad.
—Nadine, usted y Bobby han mentido para protegerse mutuamente. No resultó difícil ver que Bobby trataba de encubrirla; pero, por favor, comprenda que si un jurado y un juez hubiesen creído su historia, la habrían mandado a la cámara de gas. Por suerte, Alvirah no la creyó; y yo también, aun sin querer, tuve serias dudas.
—Pero la otra noche, después de acostarse, salió del bungalow —intervino Alvirah—. Por eso Bobby fue a buscarla. ¿Adónde fue?
Nadine parecía avergonzada.
—Llamé por teléfono a Cotter; pero yo estaba tan nerviosa cuando atendió la llamada que colgué. Después me dirigí a la piscina y me senté en una de las tumbonas. Sabía que allí nadie me vería ni me oiría; no quería que Bobby me oyera llorar. Supongo que estaba tan cansada que me quedé dormida.
—Ah, por eso había una manta en una de esas tumbonas —exclamó Min—. Me alegra, porque cuando me lo dijeron no supe qué pensar.
—Quiero decir algo más delante de Bobby —señaló Alvirah con expresión severa—. Nadine, sé que ahora es usted una mujer muy rica. Si paga otra vez las deudas de juego de su hijo, no le hará ningún favor.
—Estoy de acuerdo —dijo Bobby. Miró a Nadine y añadió—: Mamá, yo no soy digno de ti.
Min se puso de pie.
—Debo volver a casa. Esta noche hay una conferencia sobre la meditación silenciosa como parte del proceso de lograr la belleza.
Esta vez fue Willy el que habló.
—Min, con el debido respeto, muchas gracias por tu hospitalidad, pero en interés de lograr un poco de paz, volvemos a Nueva York mañana por la mañana. Puedes comunicar a alguno de tus huéspedes en lista de espera que el bungalow Tranquilidad está libre.