El secuestro

(Bye, Baby Bunting, 1994).

Fue un 20 de diciembre, y aunque más adelante Alvirah lo llamaría el día más horrible de su vida, cuando comenzó se sentía de lo más alegre.

A las siete de la mañana sonó el teléfono con la feliz noticia de que Joan Moore O’Brien había dado a luz a su primera criatura, una niña.

—Se llama Marianne —le informó Gregg O’Brien—, pesa tres kilos trescientos… y es preciosa.

Joan Moore había sido vecina de Alvirah y Willy en Queens, la habían visto crecer y eran amigos de ella y su familia. Como Alvirah solía decirle: «la chica más dulce del mundo».

Willy y ella se habían mantenido en contacto con Joan incluso después de haberse mudado a Central Park sur, en Manhattan, y se habían sentido muy orgullosos de asistir a su boda con Gregg O’Brien, un joven y apuesto ingeniero. Solían visitar a la pareja en el apartamento de Tribeca y celebraban los ascensos de Gregg en la empresa y los de Joan en el banco. También compartieron con ellos la terrible desilusión de los tres abortos sufridos por Joan.

—Alabado sea Dios, al fin han tenido una hija —dijo Alvirah a Willy con alegría mientras servía unos barquillos en el plato—. Esta vez yo sabía que todo saldría bien. Incluso me había adelantado a comprar varios regalos para la criatura. Pero esta mañana, antes de ir al hospital, quiero adquirir más cosas, compraré en serio. Después de todo, somos los abuelos postizos.

Willy le sonrió con cariño y miró lleno de amor a la mujer con quien había pasado los mejores años de su vida, y que tenía los azules ojos radiantes de felicidad y la tez sonrosada. Como el día anterior se había teñido el cabello, volvía a tenerlo pelirrojo y sedoso, con todas las canas eliminadas. Parecía abrigada y cómoda con la bata de felpilla que dibujaba la línea de su generosa silueta. Willy sonrió; la consideraba hermosa.

—Deberíamos haber tenido seis hijos y veinte nietos —dijo él.

—Bueno, Willy, el Señor no lo ha querido así, pero ahora podemos divertimos malcriando a la pequeña de Joan y Gregg. Quiero decir que es casi una obligación, porque Joan no tiene ya familia.

*****

A las tres de aquella tarde entraron en el atestado vestíbulo del Hospital Empire, de la calle Veintitrés Oeste.

—Me muero por ver a la niña —dijo con entusiasmo Alvirah, cuando pasaba por delante de la recepcionista, demasiado ocupada para verlos.

—Y yo me muero por dejar los regalos —comentó Willy que mientras apretaba los dedos para que las pesadas bolsas que llevaba no se le resbalaran—. ¿Por qué ponen ropa tan pequeña en cajas tan grandes?

—Porque nunca han oído ese dicho de que lo bueno viene en frasco pequeño. Ay, mira qué alegre está el vestíbulo. Me encantan los adornos navideños. Son tan bonitos.

—Nunca había pensado que un reno inflable de tamaño natural fuese tan bonito —observó Willy mientras pasaba al lado de un trineo de cartón con Papá Noel.

—Gregg dijo que Joan estaba en la habitación 1121. —Alvirah se detuvo un momento—. Ahí están los ascensores —dijo al tiempo que levantaba una de las bolsas para señalar el final del pasillo.

—¿No tendríamos que sacar pases de visita? —preguntó Willy.

—Joan ha dicho que vayamos directamente a la habitación. Si uno se mueve como si conociese el sitio, nadie lo molesta.

Perdieron un ascensor, y, cuando las puertas del otro de al lado se abrieron, eran los únicos que esperaban. Alvirah, con sus prisas, casi se llevó por delante a una mujer que salía del cubículo con un bebé en brazos. El chal que cubría la cabeza de la mujer se deslizó hacia adelante hasta cubrirle el rostro. Iba vestida con anorak y pantalones de esquí.

Alvirah, siempre maternal, bajó la cabeza para admirar a la criatura, vestida con un precioso mono amarillo. Unos ojos azules se abrieron de par en par, miraron hacia arriba y volvieron a cerrarse. Un bostezo arrugó la rosa y blanca carita y unos pequeños puños se agitaron.

—¡Es preciosa! —suspiró Alvirah mientras la mujer se alejaba deprisa.

Willy sostenía la puerta con el hombro para que no se cerrara.

—Vamos, cariño —dijo.

Mientras el ascensor subía e iba parando en cada planta para recoger pasajeros, a Alvirah se le ocurrió que en casi todos los hospitales, cuando daban el alta a una parturienta, la llevaban con el bebé hasta la calle en silla de ruedas. «En fin, las cosas cambian», pensó.

Cuando llegaron a la habitación 1121, Alvirah se precipitó hacia la cuna junto a la pared, ignorando a Joan, incorporada en la cama, y a Gregg, de pie a su lado.

—Ay, no está —se lamentó. Gregg se echó a reír.

—Se han llevado a Marianne a hacerle una prueba de oído. Estoy seguro de que la pasará sin problemas. Esta mañana, cuando arrastré una silla, dio un respingo en brazos de Joan y se echó a llorar.

—Muy bien, entonces prestaré un poco de atención a los orgullosos padres. —Alvirah se inclinó sobre Joan y la abrazó con fuerza—. Estoy tan contenta por ti —dijo mientras las lágrimas caían por sus regordetas mejillas.

—¿Por qué las mujeres lloran siempre cuando están contentas? —preguntó Gregg a Willy, que intentaba dejar las bolsas en un rincón del cuarto.

—Tendrán alguna gotera en el lagrimal —gruñó Willy mientras estrechaba la mano de Gregg vigorosamente—. Yo no lloraré, pero me alegro muchísimo por vosotros.

—Espera a verla —se jactó Gregg—. Es guapísima, como su madre.

—Tiene tu frente y tu barbilla —le dijo Joan.

—Y tus ojos azules y tu cutis de porcelana y…

—Perdón, familia —los interrumpió una voz. Todos se volvieron para ver a una enfermera que sonreía en la puerta—. Me llevaré prestada a vuestra niña por unos minutos.

—Ah, otra enfermera se la ha llevado ya. Hace unos minutos —dijo Gregg.

Cuando Alvirah vio la expresión de susto en el rostro de la enfermera, supo al instante que algo terrible sucedía.

—¿Qué ocurre? —preguntó Joan que se incorporó y se inclinó con el rostro espantosamente pálido—. ¿Adónde está mi hija? ¿Quién la tiene? ¿Qué sucede?

La enfermera salió corriendo y al cabo de un instante una alarma empezó a sonar por todo el hospital, mientras se oía por los altavoces: «¡Código naranja! ¡Código naranja!».

Alvirah sabía que la alarma significa desastre interno. Pero también estaba segura de que era demasiado tarde. Recordó a la mujer que salía del ascensor cuando ella entraba. Había tenido razón ella: las madres con sus hijos recién nacidos no se marchaban solas del hospital. Alvirah corrió a hablar con el personal de seguridad, mientras Joan se desmayaba entre los brazos de Gregg.

*****

Una hora más tarde, a las cuatro, en un pequeño y desordenado apartamento de la calle Noventa Oeste, Wanda Brown, una mujer de setenta y ocho años, estaba cómodamente instalada en un destartalado sofá y sonreía emocionada a su nieta.

—¡Qué agradable sorpresa! ¡Una visita de Navidad! ¡Has venido desde Pittsburgh con la criatura recién nacida! Veo que ya has superado tus problemas, Vonny.

—Parece que sí, abuela. —La voz de Vonny era monótona, y sus ojos marrones, claros y cándidos, miraban perdidos a la distancia.

—Qué niña tan bonita. ¿Es buena?

—Espero que sí. —Vonny acunaba a la niña en sus brazos.

—¿Cómo se llama?

—Vonny, como yo.

—Ah, qué bonito. Cuando me escribiste contándome que estabas embarazada, recé para que nada malo sucediera. Ninguna muchacha merece perder un bebé de esa forma, y menos dos veces.

—Lo sé, abuela.

—Comprendo que te marcharas de Nueva York, pero te he echado de menos, Vonny. Es evidente que esa temporada que has estado en el hospital te ha ayudado mucho. Háblame de tu nuevo marido. ¿Él también se quedará aquí?

—No, abuela, está demasiado ocupado. Yo me quedaré por unos días, y después volveré a Pittsburgh. Pero, por favor, no menciones el hospital. No quiero hablar del hospital. Y no hagas preguntas. Odio las preguntas.

—Vonny, jamás he dicho una palabra a nadie. Tú me conoces muy bien. Hace cinco años que vivo aquí, y ninguno de mis vecinos sabe lo que ha pasado. Las monjas que me visitan son muy buenas, y siempre les digo que eres un encanto. Les conté que esperabas un bebé para Navidad, y todas han rezado mucho por ti.

—Qué bien, abuela. —Vonny amagó una sonrisa. La niña empezó a llorar en sus brazos—. ¡Cállate! —le gritó mientras la sacudía con fuerza—. ¿Me oyes? ¡Cállate!

—Dame la pequeña, Vonny —rogó Wanda Brown—, y ve a calentar el biberón. ¿Dónde tienes su ropa?

—Alguien me robó su maleta en el autobús —dijo Vonny de mal humor—. He comprado algunas cosas de camino, pero tengo que salir a comprarle algo más.

*****

A las once de aquella noche, sentados con expresión sombría en el salón del apartamento que daba al Central Park, Willy y Alvirah miraban el informativo local de la CBS.

La noticia central era el osado secuestro de la niña de ocho horas Marianne O’Brien del Hospital Empire.

Willy sintió que Alvirah se ponía tensa cuando el locutor dijo:

—Se cree que unos amigos de la familia, Willy y Alvirah Meehan, que habían ido a visitar a los orgullosos y felices padres, vieron a la secuestradora justo antes de que ésta abandonara el hospital.

»La descripción de la niña hecha por la señora Meehan deja pocas dudas sobre la identidad de la pequeña. Por desgracia, ni la señora Meehan ni su marido han podido aportar detalles significativos acerca de la secuestradora, que, al parecer, se disfrazó de enfermera. Los O’Brien dijeron que tiene unos treinta años, es de altura media, rubia…

—¿Por qué no han dicho lo del mono amarillo? —Preguntó Willy—. Tú lo notaste al instante.

—Tal vez porque la policía siempre se guarda algo, así les es posible diferenciar las llamadas auténticas de las falsas.

Alvirah apretó la mano a Willy mientras el locutor decía que la madre, destrozada, se hallaba bajo el efecto de fuertes sedantes y que el hospital había anunciado una conferencia de prensa, durante la cual el padre difundiría una súplica a la secuestradora.

El locutor se interrumpió en mitad de una frase.

—Conectamos con el Hospital Empire para una información de último momento.

Alvirah se inclinó mientras apretaba otra vez la mano de Willy.

Tras una pausa, apareció un enviado de la cadena en directo desde el vestíbulo del hospital.

—Las autoridades informan que acaban de encontrar un uniforme de auxiliar de enfermera y una peluca rubia en el contenedor de basura de un lavabo de la planta en que la niña Marianne fue secuestrada. El lavabo se encuentra en una zona reservada al personal del hospital a la cual se accede sólo mediante un código especial. —El periodista se interrumpió por un instante para causar más efecto y miró fijamente a la cámara—. Las autoridades temen que este secuestro haya sido efectuado desde dentro.

«O que la mujer conociera el hospital —pensó Alvirah—. Quizá ha trabajado allí o ha sido paciente del mismo por un tiempo. Es posible también que hubiera ido a visitar a alguien, estudiara el terreno y observara los movimientos de las enfermeras. Llevaba una peluca rubia. Eso significa que ni siquiera sabemos de qué color es su cabello. Con ese chal que llevaba sobre la cabeza, ni me di cuenta».

Las noticias sobre el secuestro terminaron con un médico que explicó cómo alimentar a la pequeña y un oficial de policía que prometió compasión y ayuda a la secuestradora si devolvía al bebé sano y salvo. Si alguien tenía información podía llamar al número de teléfono que aparecía en ese momento en la pantalla.

Willy apretó un botón del mando a distancia y apagó el televisor. Rodeó con su brazo a Alvirah, que se hallaba sentada a su lado sacudiendo la cabeza.

—No te aflijas, cariño. Piensa que si la mujer estaba tan desesperada por tener un bebé, cuidará de Marianne hasta que la policía la encuentre.

—Ay, Willy, no dejo de culparme. Ya sabes cómo se levanta mi antena cuando algo raro ocurre, pero estaba tan entusiasmada, tan ansiosa por abrazar a Joan y Gregg… Sé que vi algo, que registré algo extraño en esos pocos segundos en que me crucé con la mujer. —Volvió a sacudir la cabeza—. Pero no consigo saber qué… —En ese momento lanzó un suspiró y sus ojos brillaron—. ¡Ya está! ¡Ahora me acuerdo! Willy, era el mono, ese mono amarillo. ¡Lo he visto en alguna otra parte!

*****

Mucho después de que ella y Willy se hubieran acostado, Alvirah seguía despierta, tratando de recordar dónde había visto el mono amarillo hacía dos días y por qué la había impresionado tanto; pero, por una vez, su prodigiosa memoria le fallaba.

Desde que Joan había entrado en su octavo mes de embarazo, Al viran sabía que aunque tuviera un parto prematuro, la criatura estaría bien. Así pues, no había parado de hacer compras.

Era muy entretenido mirar todo y elegir kimonos, camisetitas, rebecas, gorros y mantitas.

—Creo que no he pasado por delante de una tienda de ropa infantil sin detenerme ante el escaparate —murmuró—. Pero ¿dónde he visto ese mono? ¿O era uno parecido?

Nadie había abierto ninguno de los regalos que Willy y ella habían llevado al hospital; se habían limitado a dejarlos en el armario de la habitación. «Iré a verlos y haré una lista de todas las tiendas que visité», decidió.

Una vez se hubo fijado un plan de acción, fue capaz de relajarse un poco, e incluso dormir. Durante el desayuno explicó su plan a Willy.

—El asunto es el siguiente: ya no se ven tantos monos de lanilla como antes. Y éste era amarillo y con ribetes de satén blanco, algo que lo hacía especialmente original.

—El satén blanco es algo caro —dijo Willy—. No miré mucho a aquella mujer, pero la ropa que llevaba parecía más de rebajas que de confección.

—Tienes razón —coincidió Alvirah—. Llevaba un anorak de nilón ordinario y pantalones azul oscuro. De esos que están en las estanterías de saldos. No le presté mucha atención porque me hallaba muy ocupada tratando de ver al bebé. Pero tienes razón, un mono con ribetes de satén tiene que ser caro. —En aquel momento el corazón se le encogió—. Willy, ¿crees que robó la niña porque había establecido contactos para vendérsela a alguien? En ese caso, es imposible saber dónde estarán ahora. —Apartó la silla y se levantó—. No puedo seguir perdiendo el tiempo.

A pesar del trineo de cartón y de las figuras inflables de Papá Noel y su reno, el vestíbulo del hospital había perdido toda su alegría. El pasillo que llevaba a los ascensores estaba custodiado por un guardia de seguridad, y no se dejaba entrar en el hospital sin pase.

Cuando Alvirah dio el nombre de Joan O’Brien, le comunicaron con firmeza que no se permitían visitas. Al fin, Alvirah convenció a la recepcionista de que avisara por teléfono a Gregg. Éste le dijo que Joan no estaba ya en la planta de maternidad, había sido trasladada.

—Sí, los regalos siguen en la habitación 1121 —le confirmó Gregg cuando Alvirah le explicó lo que necesitaba—. Nos encontraremos allí.

Alvirah se impresionó al verle. Parecía haber envejecido diez años de la noche a la mañana. Tenía los ojos irritados y el rostro surcado de arrugas, que antes no estaban, alrededor de la boca y en la frente. Cualquier expresión de lástima sólo empeoraría las cosas; y él sabía cómo se sentía ella.

—Ayúdame a abrir los paquetes —le ordenó con decisión—. Yo leo las etiquetas de las tiendas que son y tú escribes los nombres.

Había doce tiendas en total. Los regalos eran artículos importantes de Saks y Bloomingdale’s, jerseys hechos a ganchillo de una tienda especializada de Madison Avenue, y otras cosas pequeñas como camisones y pijamas de tiendas desconocidas del Greenwich Village y del Upper West Side.

Cuando terminaron la lista, Alvirah guardó rápidamente los regalos en las cajas más grandes. Cuando cerraba la tapa de la última, un agente de policía entró en la habitación en busca de Gregg.

—Tenemos una pista, señor O’Brien. Un hombre ha llamado al teléfono de información y dice que la mujer de su primo llegó ayer con un bebé recién nacido diciendo que es suyo. La cuestión es que la mujer no estaba embarazada.

Una expresión de increíble esperanza iluminó el rostro de Gregg.

—¿Quién es? ¿Dónde está?

—Dice que es de Long Island y que volverá a llamar. Pero hay un problema: dice que debería haber una recompensa de veinte mil dólares para él.

—La garantizo —repuso Alvirah tranquilamente, aunque un oscuro presentimiento le avisaba de que sería pista falsa.

*****

—Vonny, la niña necesita ropa —dijo Wanda Brown con timidez.

Era miércoles por la tarde. Vonny llevaba ya un día en casa y había cambiado el pijama a la niña sólo una vez.

—Aquí hay mucha corriente para un bebé de dos semanas —prosiguió—. Sólo tienes otro pijama; es muy pequeña y no debe resfriarse.

—Todos mis hijos eran pequeños —replicó Vonny mientras examinaba el biberón que tenía en la mano—. Bebe muy despacio —se quejó.

—Se está durmiendo. Has de tener paciencia. ¿Por qué no me dejas que termine yo de darle de comer y vas a hacer algunas compras? ¿Dónde le compraste las cosas cuando te robaron la maleta?

—En una tienda de ropa de segunda mano que está cerca del puerto. Pero no quedaba mucha cosa para bebés, sólo el mono y eso. —Vonny señaló el pijamita y la camiseta que se secaban sobre el radiador—. Iban a entrarles más cosas. Iré a ver. —Se levantó y pasó la niña, ya dormida, a su abuela. Después de pensarlo por un momento, también le dio el biberón—. Está medio frío, pero no te preocupes. No quiero que andes caminando con la criatura.

—Descuida, no lo haré.

Cuando Wanda cogió el biberón helado, trató de no mostrarse impresionada. «Vonny ni siquiera lo ha calentado», pensó y se encogió de miedo cuando su nieta se inclinó sobre ella.

—Recuerda, abuela, mientras yo no estoy aquí, no quiero que nadie venga a mirar a mi hija y que la coja.

—Vonny, nadie viene aquí, salvo las monjas, que pasan más o menos una vez por semana. Te encantarán. La hermana Cordelia y la hermana Maeve Marie son quienes me visitan más a menudo. Siempre se ocupan de que la gente como yo tenga suficiente comida, no se ponga enferma y que la calefacción y las cañerías funcionen. La semana pasada, la hermana Cordelia mandó a su hermano Willy, que es fontanero, porque había un escape debajo del fregadero de la cocina y llenaba todo el lugar de humedad. ¡Qué hombre tan bueno! La hermana Maeve Marie pasó por aquí el lunes, pero no volverán hasta Nochebuena. Me traerán una cesta de Navidad. Siempre es muy bonita, y seguro que también habrá bastante para ti.

—La niña y yo nos habremos ido ya.

—Claro, seguro que quieres pasar la Navidad con tu marido.

Vonny se puso el anorak azul. El cabello, oscuro y enredado, le caía sobre los hombros. Al llegar cerca de la puerta se volvió hacia su abuela.

—Voy a comprarle unas cosas bonitas. Quiero a mi bebé. También quería a mis otros bebés. —Su rostro se retorció de dolor—. No fue culpa mía.

—Lo sé, querida —dijo Wanda con tono tranquilizador.

Esperó unos minutos, hasta que estuvo segura de que Vonny había salido del edificio, y entonces puso a la niña sobre el sofá y la envolvió con su raída manta. Tendió la mano para coger su bastón y fue cojeando hasta la cocina con el biberón. «Un bebé no debe tomar la leche tan fría», se preocupó.

Llenó una pequeña cacerola de agua, metió el biberón dentro y encendió el gas. Mientras esperaba que el agua se calentara, pensó con tristeza en Vonny y la niña, haciendo aquel largo viaje en un frío autobús desde Pittsburgh. En ese momento, otra idea acudió a su mente. Durante su última visita, la hermana Maeve Marie le había dicho que habían abierto otra tienda de ropa de segunda mano en la calle Ochenta y seis. Allí se compraban prendas por casi nada o por nada si la gente estaba en la miseria. Quizá debería telefonear a las hermanas para explicarles que Vonny había perdido la maleta de la niña. A lo mejor tenían alguna ropa de bebé bonita.

Una vez calentada la leche, cojeó de vuelta hasta el sofá. Mientras daba el biberón a la pequeña, frotándole la mejilla con suavidad para que no se quedara dormida otra vez, pensaba en las ventajas y desventajas de llamar a la hermana Maeve Marie. No, decidió, esperaría. Quizá Vonny tuviera suerte y volviera a casa con ropa de bebé bonita. Después de todo, Vonny había dicho que no quería que nadie viera a su bebé. Seguro que eso incluía también a las monjas.

La niña tomó una buena parte del biberón. «No está mal», pensó Wanda. Escuchó con atención. ¿Era un silbido eso que le sonaba en el pecho? «Ay, espero que no coja un resfriado. Es tan pequeña. Si le ocurriese algo, a Vonny se le rompería el corazón…».

La televisión estaba averiada, así que conectó la radio para oír el informativo del mediodía. La noticia principal seguía siendo la desaparición de la pequeña O’Brien. El hombre que había telefoneado para decir que su primo tenía el bebé, había vuelto a llamar y le habían prometido una recompensa de veinte mil dólares. Las autoridades esperaban una nueva llamada para disponer la entrega del dinero, momento en que el individuo los conduciría a la casa de su primo.

«Qué horror —pensó Wanda mientras acunaba a la dormida niña de Vonny—. ¿Cómo es posible que alguien robe la criatura de otra persona?».

*****

Alvirah pasó el resto del miércoles y todo el jueves recorriendo las tiendas en que había comprado ropa de bebé.

«¿Tienen o tenían un mono amarillo con ribetes de satén blanco?».

La respuesta era siempre la misma: no.

Varios dependientes le dijeron que últimamente no tenían muchos pedidos para ese tipo de ropa. Sobre todo en amarillo. Y el satén era poco práctico. ¿Acaso no había que limpiarlo en seco?

«Sé que era de lana amarilla y satén blanco —pensó Alvirah—. Debe de ser de alguna tienda especializada. O quizá lo vi en algún escaparate». Con esa idea rondando en su cabeza, después de haber preguntado en una tienda donde había hecho otra de sus compras, caminó por el vecindario a ver si el escaparate de algún establecimiento especializado le refrescaba la memoria.

A últimas horas de la tarde empezó a nevar; copos ligeros acompañados por un viento húmedo y cortante. «Ay, Dios mío, que la niña esté abrigada, seca y bien alimentada», rogó mientras se dirigía a su casa.

El vestíbulo del edificio de Central Park sur, tan festivamente adornado para Navidad, pareció burlarse de ella con toda su radiante tibieza. Después de entrar en el apartamento, se preparó una taza de té y luego telefoneó al hospital. La pusieron con Gregg.

—Estoy con Joan —dijo él—. No quiere que le den más sedantes. Ya sabe lo de la llamada y la recompensa. Quiere hablar contigo.

Alvirah creyó que se le rompía el corazón mientras Joan, con un hilo de voz, le agradecía que hubiera puesto los veinte mil dólares, y le prometía devolverle hasta el último céntimo.

—Olvídate del dinero —repuso Alvirah intentando que su voz no se quebrara—. Lo único que quiero es que a Marianne le pongas Alvirah de segundo nombre.

—Por supuesto. Te prometo que… —dijo Joan.

—Estoy bromeando, Joanie —la interrumpió de inmediato Alvirah—. Es un nombre muy pasado de moda para una niña.

Willy entró en el momento en que ella colgaba el auricular.

—¿Buenas noticias? —preguntó esperanzado.

—Ojalá. Pero dime una cosa, Willy, si tú supieses que la mujer de tu primo tiene el hijo de otra persona, y te hubiesen prometido la recompensa que pediste, ¿no dirías sin más dónde está la criatura?

—A lo mejor tiene miedo de que la esposa de su primo se vuelva loca si le quitan a la niña.

—Tendría que estar más preocupado de que le ocurriera algo a la criatura. La recompensa sólo se pagará si Marianne vuelve sana y salva. Y él lo sabe. Recuerda lo que te digo, Willy, es un engaño. Está ganando tiempo para cobrar la recompensa y desaparecer.

Willy vio la tristeza en el rostro de Alvirah y supo que ella aún se culpaba de lo sucedido.

—He hablado con Cordelia —dijo—. Me llamó justo después de que salieras. Ella y las monjas están rezando sin parar, y también ha reunido a toda su gente para que rece.

Alvirah sonrió a medias.

—Ya la conozco, es probable que esté diciendo: «Escúchame, Dios…».

—Algo así —coincidió Willy—, salvo que ahora, mientras reza, trabaja. La idea de abrir una tienda de ropa de segunda mano ha valido la pena. Ayer, mientras estuve allí, un montón de gente les llevó ropa en muy buenas condiciones.

—Claro, Cordelia no aceptaría ropa vieja —dijo Alvirah—. Y lleva razón: aunque no le vayan bien las cosas a uno, no tiene porque ir vestido con andrajos.

—Y ahora ha puesto un cartel en que pide juguetes para los niños y busca más voluntarios para preparar los regalos de Navidad con todo lo que su gente recoja. Dice que todos los niños deberían tener un paquete para abrir en la mañana de Navidad.

—Una voluntad de acero y un corazón de oro, así es nuestra Cordelia —murmuró Alvirah; luego, estalló—: Willy, estoy tan desesperada, tan terriblemente desesperada. Rezar es importante, pero creo que debería hacer alguna otra cosa. Algo más… más activo. Esta espera me está volviendo loca.

Willy la rodeó con sus brazos.

—Entonces ¿por qué no buscas una ocupación? Haz una visita a Cordelia mañana en la tienda y échale una mano. La semana pasada, cuando fuiste, tenía mucho trabajo. Y mañana, a sólo dos días de Navidad, habrá una multitud de gente allí.

*****

El 23 de diciembre por la mañana, la tensión había llegado a su apogeo en la comisaría de policía donde funcionaba el centro operativo del caso que la gente que trabajaba en él llamaba el secuestro del «bebé del mono».

Para entonces, todo el equipo dudaba de la credibilidad del hombre que había llamado para decir que estaba al tanto del paradero de la niña O’Brien.

Habían conseguido mantener al individuo en línea el tiempo suficiente para localizar sus últimas dos llamadas. Ambas procedían del Bronx, no de Long Island, y habían sido hechas desde cabinas telefónicas a pocas manzanas entre sí. Policías de paisano cubrían el vecindario de Fordham Road y Grand Concourse y mantenían los teléfonos públicos bajo vigilancia, preparados para atrapar al misterioso sujeto.

Los expertos estudiaban los vídeos de seguridad del 20 de diciembre del Hospital Empire, en especial aquellos que procedían de las cámaras del vestíbulo y del pasillo de los ascensores. La cinta en que se veía a Willy y a Alvirah de forma vaga apenas mostraba a la mujer con el bebé en brazos. Sólo resaltaba el mono, por el satén blanco. Todavía había una amplia polémica acerca de dar a conocer el detalle del mono amarillo. Desde luego, todos los policías de Nueva York tenían una minuciosa descripción de la prenda, pero como un detective había dicho: «Si la secuestradora escucha la descripción del mono, éste aparecerá en un cubo de basura. Si no lo decimos, al menos tendremos la posibilidad de que se lo ponga a la niña cuando la saque y de ese modo podremos verla».

El informador había dicho que llamaría de nuevo el día 23 a las diez. Mientras Joan y Gregg O’Brien esperaban abrazados, dieron las diez, las once, las doce, y no hubo llamada.

A las tres, por fin, llegó la tan esperada llamada. El hombre había cambiado de idea.

—Vi a todos esos policías buscándome —dijo con tono de enfado—. Jamás volveréis a ver a la niña. Dejaré que la mujer de mi primo se quede con ella.

Mentía. Todo el mundo en el centro de operaciones coincidía en ello. Había sido un engaño desde el principio.

¿De veras? ¿Habían estropeado el trato? Al cabo de unos minutos, los medios de comunicación transmitían frenéticos ruegos. Llame otra vez. Restablezca el contacto. No se le harán preguntas. Si lo buscan por algún delito, le prometemos inmunidad. Los padres de Marianne están al borde del colapso nervioso. Tenga piedad de ellos.

*****

La ropa de bebé que Vonny había comprado en la tienda de segunda mano que había cerca del edificio del puerto era demasiado grande para el diminuto cuerpecito.

—Casi no quedaba nada —había dicho enfadada.

Era poco después del biberón del mediodía, y Vonny trataba de poner un imperdible en la camisita, a la altura de los hombros, para que no se deslizara por los brazos del bebé.

—¡Estate quieta! —gritó a la niña.

—Vamos, deja que lo haga yo —dijo la abuela nerviosa—. Vonny, ¿por qué no vas a la esquina a buscar un café y un bollo? No has desayunado, y a ti siempre te han gustado los bollos calientes.

—De acuerdo.

En cuanto la puerta se cerró tras su nieta, Wanda cojeó hasta el teléfono y marcó el número del apartamento en que vivían las hermanas Cordelia y Maeve Marie con otras cuatro monjas, a diez manzanas de distancia. Llamaban en broma apartamento al miniconvento.

Atendió una de las hermanas mayores. Cordelia y Maeve Marie estaban en la tienda de ropa de segunda mano, dijo a Wanda. Estaban recibiendo donaciones maravillosas y clasificaciones lo más deprisa posible. Sí, claro, la hermana Maeve Marie había dicho que tenían mucha ropa de bebé.

—Mande a su nieta a la tienda y que escoja lo que necesite.

Pero cuando Vonny regresó con el café y el bollo, Wanda se dio cuenta de que estaba de peor humor que antes, así que no se animó a hablarle de la tienda de las monjas. Sabía que Vonny se daría cuenta de que había hablado con alguien de ella y el bebé.

«Quizá mañana vuelva a estar cariñosa como siempre», pensó Wanda, y suspiró. Desde la llegada de Vonny, ella había dormido en el sofá, y los muelles rotos le agravaban la artritis crónica que tantos dolores le causaban. A pesar de todo, había cedido con placer la cama a su nieta, aunque le preocupaba que durmiera junto a la criatura. «¿Y si se da la vuelta y la aplasta como le pasó con el primero hace seis años?». Wanda nunca olvidaría aquella noche terrible en el Hospital Empire, cuando le dijeron que el bebé había muerto. «¿O si le da uno de esos mareos y se desmaya mientras está bañando a la pequeña y ésta se ahoga?». Era lo que había ocurrido con el segundo en Pittsburgh. «Es una lástima que haya tenido el tercero tan poco tiempo después de salir del hospital psiquiátrico —pensó—. Creo que aún no está preparada para ocuparse de una criatura».

*****

Alvirah pensó que, en cierto modo, le iba bien estar ocupada, trabajar con sus manos y relacionarse con gente. Aunque le resultaba increíblemente difícil clasificar y envolver chaquetas, camisetas y jerseys de bebé, todos adornados con dibujos del ratón Mickey, la Cenicienta y la Sirenita. Le producía un dolor terrible pensar que Gregg y Joan quizá nunca verían a Marianne usar ropa como aquella.

—Me dedicaré a las prendas de adultos —dijo a Cordelia al cabo de una hora de trabajar con ropa de bebé.

Los duros ojos grises de Cordelia se suavizaron.

—Alvirah, ¿por qué, en lugar de culparte sin cesar, no confías un poco en Dios y rezas?

—Lo intentaré.

Las lágrimas asomaron a sus ojos mientras se dirigía hacia la mesa donde se apilaba la ropa de mujer. «Cordelia tiene razón —pensó—. Dios mío, esta vez no sirvo como detective. Ahora depende de Ti».

Por lo general, le gustaba conversar. Nadie había que no le pareciera interesante de una manera u otra. Pero aquel día estaba callada ante las mesas, en tanto clasificaba con eficiencia faldas y chaquetas, ordenaba la ropa por tallas y la colocaba en los mostradores correspondientes. A pesar de todo, le levantaba el ánimo cuando la gente entraba y se alegraba con toda aquella ropa bonita.

Mientras ponía unas faldas y blusas para jovencitas en la mesa de la talla treinta y ocho, una mujer exclamó:

—¡Qué bonita! ¡Cualquiera diría que es ropa nueva! Mi hija estará encantada. Nunca pensé que le compraría un conjunto tan bonito para las fiestas a un precio tan razonable. ¡Éste parece recién salido de la Quinta Avenida!

—Sí, es verdad.

Alvirah se quedó hasta las ocho, que fue cuando cerraron. Willy tenía razón: estar en la tienda y mantenerse ocupada la había ayudado. Sin embargo, no se quitaba de encima la sensación de que algo se le pasaba por alto. Y ese «algo» la fastidió todo el camino a casa.

Willy había preparado la cena, pero Alvirah tenía poco apetito y con mucho esfuerzo tragó sólo unos pocos bocados de una chuleta de cerdo, la especialidad de su marido.

—Cariño, vas a ponerte enferma —la riñó él—. Quizá no haya sido una buena idea que fueras a la tienda.

—No, me ha ayudado mucho, de veras. Tendrías que haber visto a la gente hablar sobre la ropa que escogíamos. Una mujer compró un conjunto para su hija que dijo que parecía nuevo, como recién salido de la Quinta Avenida… —Alvirah dejó el tenedor—. ¡Dios mío! ¡Eso es!

—¿Qué?

—Willy, fue en una tienda de segunda mano donde vi el mono amarillo. Estoy segura. En aquella ocasión, yo estaba trabajando con ropa de hombre. Una de las voluntarias, que clasificaba las prendas de bebé, levantó el mono y después lo plegó. —Alvirah se puso de pie: todo su letargo había desaparecido—. Willy, la secuestradora estuvo en la tienda de Cordelia. Tengo que llamar a la policía.

*****

La víspera de Navidad amaneció con sombríos nubarrones. El equipo policial que trabajaba en el secuestro del bebé del mono amarillo había acordado reunirse con ella en la tienda a las ocho de la mañana, la hora en que abrían; pero la llamada que Alvirah hizo a Cordelia por la noche le dio noticias descorazonadoras. La semana anterior habían mandado alguna ropa donada, incluidas prendas de bebé, a algunas sucursales patrocinadas por el convento. Dos estaban en el Bronx y una cerca del edificio principal del puerto, en pleno Manhattan. Hasta que reunieran a todas las voluntarias y cada una recordara qué se había enviado a cada lugar, Alvirah no sabía si el mono amarillo se había vendido en la tienda de la calle Ochenta y seis o en alguna de las otras.

—Trataré de reunir por la mañana a la mayor cantidad de voluntarias posibles —le prometió Cordelia—. Esperemos que alguna recuerde qué ocurrió con ese mono. Y sigue rezando, Alvirah. Empiezas a tener respuestas.

Alvirah había sopesado la situación con Willy durante las horas de insomnio.

—Si averiguamos que el mono fue a parar al Bronx, entonces existe la posibilidad de que el individuo que telefoneó dijera la verdad y que supiera dónde está Marianne. Por otro lado, si fue al puerto, entonces es posible que la mujer robara el bebé y tomara un autobús a Dios sabe dónde.

A las seis de la mañana, Alvirah tenía la certeza de haber pasado la noche más larga de su vida.

*****

—Abuela, me marcho hoy —anunció Vonny a las ocho de aquella mañana, al volver al apartamento con dos cafés y dos bollos.

Wanda vio que estaba de buen humor. El hecho de que hubiera llevado un café y un bollo para ella lo demostraba. «Vonny puede ser muy buena», pensó Wanda. Por la noche había gritado a la niña, pero después se había levantado para calentarle el biberón. Estaba sentando la cabeza.

Wanda decidió arriesgarse a enfadarla con sus protestas.

—Pero el informe meteorológico es malo, y en vísperas de Navidad viaja mucha gente.

Vonny esbozó una ligera sonrisa.

—Lo sé, pero prefiero hacerlo así. Me gusta viajar cuando hay mucha gente.

Wanda se arriesgó otra vez.

—Vonny, no te lo he dicho antes porque estabas muy molesta porque en la tienda de segunda mano del centro había poca ropa de bebé. Pero hay otra tienda de mis amigas las monjas en este barrio. —Pensó que una mentirijilla no haría daño—. El otro día, cuando la hermana me visitó, me dijo que tenía una ropa preciosa para bebés y para niños pequeños. ¿Por qué no vas a comprar algunas cosas antes de irte? La niña está un poco resfriada y no conviene que coja frío durante el viaje.

—A lo mejor me acerco. ¿A qué hora tienen que venir esas monjas con la cesta de Navidad?

—Después de las tres.

—Yo pienso coger el autobús de las dos.

«No quiere encontrarse con las hermanas», pensó Wanda. Vonny siempre había sido una solitaria.

*****

A las nueve, los investigadores habían entrevistado a todas las voluntarias que la hermana Cordelia había logrado reunir en la tienda, y, lo más importante, habían contactado con una que recordaba claramente la caja con el mono amarillo que habían enviado a la sucursal cercana al edificio principal del puerto.

—En el peor de los casos —admitió uno de los detectives cuando habló con Alvirah—, si vendieron el mono allí, es posible que la secuestradora viva en aquel barrio. Si lo hubiesen mandado al Bronx, todavía habría esperanzas de que el individuo que llamó no fuera sólo un extorsionista que buscaba quedarse con la recompensa, sino que dijera la verdad. Trataremos de encontrar quién vendió el mono; pero debemos tener en cuenta que a pesar de que consigamos una descripción más detallada de la mujer, es de suponer que ni ella ni el bebé están ya en Nueva York.

—Tiene usted razón —dijo Alvirah en voz baja—. Pero de todas formas no perderé las esperanzas, y seguiré rezando. ¿Alguien ha hablado esta mañana con Gregg?

—El inspector. Decían que la esposa de O’Brien volvería hoy a su casa, pero el médico le ha denegado el alta. Está muy deprimida y el doctor teme que le suceda algo si no se halla bajo observación. Por lo menos hasta mañana. Navidad va a ser un día espantoso para Joan O’Brien.

—Pero Gregg estará con ella.

—El pobre hombre se encuentra tan agotado que, según el médico, hasta podría quedarse dormido de pie. —El detective asintió a la seña del teniente—. Nos vamos al centro. La mantendremos informada, señora Meehan. Y gracias.

«Yo también voy», acababa de decidir Alvirah cuando vio que Cordelia se le acercaba.

—Alvirah, me molesta pedirte esto, pero ¿no podrías quedarte hasta el mediodía? Necesito tu ayuda, de veras.

—Por supuesto, Cordelia. ¿Qué quieres que haga?

—Que clasifiques ropa de bebé. Otra vez hay un desorden terrible. Ayer se mezclaron de nuevo todas las tallas. Hay personas tan desconsideradas… —Cordelia dudó y añadió—: Anoche, después de tu llamada, hablamos de la desaparición de la niña y todo eso, y la hermana Bernadette dijo algo que ha estado rondándome por la cabeza desde entonces. Una mujer llamó por teléfono preguntando si teníamos ropa de bebé en la tienda. Dijo que su nieta estaba de visita con una niña recién nacida y que le habían robado la maleta con toda la ropa de la criatura.

—¿Dejó su nombre? —preguntó Alvirah.

—No. La hermana Bernadette está segura de haber reconocido la voz, pero no logra recordar quién es. —Cordelia se encogió de hombros—. ¿No estaremos viendo fantasmas por todas partes?

*****

Durante la siguiente hora, Alvirah se las arregló como pudo para mantener una sonrisa mientras clasificaba, emparejaba y ordenaba ropa de bebé. El momento más duro fue cuando encontró en el fondo de la caja una chaquetita de lana amarilla con una cinta de satén blanco en la capucha. Le recordó al mono.

En ese momento abrió los ojos de par en par. ¿Era posible?, se preguntó. ¿No venía esa chaquetita con el mono? No le cupo la menor duda. ¡Estaba segura! La misma lana fina, idéntica cinta de satén… Seguramente se había quedado separada del mono y no la habían mandado en la misma caja a la sucursal cercana al puerto. Se la daría a la policía. Por lo menos sabrían el color y la textura exactos del mono.

—¿Me permite ver eso, por favor?

Alvirah se volvió. Una mujer de unos treinta años se hallaba a su lado. Vestía un indescriptible anorak y vaqueros. El cabello, oscuro, tenía una mecha canosa justo en el medio.

Alvirah sintió que se le encogía el estómago: la misma estatura, la misma edad… Y no era de extrañar que se hubiera puesto una peluca rubia y un chal; cualquiera habría notado aquel mechón tan peculiar. Era alguien fácil de ver y recordar.

La mujer la miró con curiosidad.

—¿Le ocurre algo?

Alvirah le tendió la chaqueta en silencio. No podía decir nada. No quería que la mujer le prestara atención y la reconociera. Pero en aquel momento, tan deprisa como había entrado, dejó la chaqueta y se dirigió hacia la puerta.

«Dios mío, es ella —pensó Alvirah—. Me ha reconocido». Sin coger siquiera el abrigo se precipitó hacia la puerta; pero en sus prisas tropezó con un juguete que arrastraba un chiquillo y se cayó.

—¡Espere! —gritó.

Unas manos la ayudaron a levantarse. La madre del niño trató de disculparse. Alvirah se libró de ellos y echó a correr hacia la calle. Cuando llegó a la acera, la mujer se encontraba a media manzana de distancia.

—¡Espere! —volvió a gritar Alvirah.

La mujer la miró por encima del hombro y echó a correr.

Los transeúntes miraban sorprendidos a Alvirah mientras se abría paso por las atestadas calles. Sin reparar en el viento helado y la nieve que empezaba a caer, corría sin perder a la mujer de vista con la esperanza de encontrar un policía.

La mujer giró de repente a la izquierda, en la calle Ochenta y uno. Alvirah la alcanzó cuando la otra se detuvo junto a un coche aparcado delante del Museo de Historia Natural. El conductor del coche salió de un salto.

—¿Qué sucede, Dorine?

—Eddie, esta mujer está loca. Me está siguiendo.

El hombre rodeó el coche y se enfrentó a Alvirah, que jadeaba.

—¿Qué le ocurre? —le preguntó.

Alvirah echó un vistazo al asiento trasero del vehículo. Había dos chiquillos sentados en sendas sillitas de niño. El más pequeño tenía una buena mata de cabello moreno.

—La estaba siguiendo, pero veo que me he equivocado —dijo a la mujer entre jadeos—. Lo siento. Cuando usted cogió esa chaquetita, la confundí con otra persona. Después, al dejarla, yo estaba segura de que me había reconocido.

—La dejé porque me di cuenta de que era muy pequeña para mi hijo —dijo la mujer señalando a la criatura sentada en la sillita—. Y ni siquiera había reparado en usted; pero luego, por la forma en que me miró, pensé que estaba loca. En fin —le sonrió—, estamos en Navidad y todo el mundo anda un poco alterado, ¿no es cierto?

Alvirah volvió lentamente sobre sus pasos. «Estoy helada —pensó—. Llamaré por teléfono a la policía para que vengan a buscar la chaqueta y me iré a casa».

Cuando entró en la tienda restó importancia a las preguntas de las otras voluntarias.

—No tiene importancia. Pensé que era una conocida.

Se dirigió a la mesa en que había dejado la chaquetita amarilla. Ésta había desaparecido.

«¡Ay no!», pensó. Tara, una voluntaria adolescente, estaba trabajando cerca.

—Tara, ¿has visto que alguien se llevara una chaquetita de bebé amarilla con capucha? —le preguntó Alvirah.

—Sí, hace unos minutos. La ayudé a buscar algunas otras cosas más: ropa, mantas y sábanas, después vio la chaquetita y pareció alegrarse mucho. Me dijo que el otro día había encontrado el resto del conjunto en otra tienda de segunda mano. Supongo que vendría con unos pantaloncitos o algo así. Qué suerte, ¿no?

Alvirah sintió que se le aflojaban las rodillas.

—¿Cómo era la mujer?

Tara se encogió de hombros.

—No lo recuerdo muy bien: cabello oscuro, más o menos de su estatura, con unos treinta años… Llevaba un anorak gris oscuro, no, azul, oscuro. Si me lo pregunta, creo que también le habría convenido buscarse algo de ropa para ella.

Pero Alvirah no la escuchaba ya. Por un instante pensó en llamar por teléfono para pedir ayuda, pero cada segundo era vital.

—Ven conmigo —dijo al tiempo que cogía a la joven de la mano.

—Eh, tengo que…

—¡He dicho que vengas!

En el momento en que salían corriendo hacia la puerta, Cordelia apareció por la puerta trasera.

—¡Alvirah! —gritó—. ¿Qué pasa?

Alvirah se tomó un instante para responder.

—Avisa a la policía. La secuestradora ha estado aquí hace unos minutos.

La avenida Columbus se encontraba atestada de gente que hacía sus compras. Alvirah miró esperanzada alrededor y se detuvo.

—Has dicho que la mujer compró otras cosas. ¿En qué se las llevó?

—En dos grandes bolsas blancas.

—Si las bolsas eran pesadas, no andará muy deprisa —dijo Alvirah, más para sí misma que para la chica.

Tara pareció comprender qué había provocado la reacción de Alvirah.

—Señora Meehan, ¿cree que la chaquetita iba con el mono amarillo acerca del que nos preguntaron los policías? Las bolsas eran tan pesadas que le pregunté si iba muy lejos. Me respondió que no, que sólo tenía que ir hasta la calle Noventa, y después un par de manzanas más.

Alvirah quería besar a Tara, pero sólo le dijo:

—Escúchame, bien. Vuelve a la tienda y cuenta todo esto a la hermana Cordelia. Dile que pida a los policías que rodeen el área hasta la calle Noventa; que estamos cercando a la secuestradora.

*****

El buen humor de las primeras horas de la mañana que Wanda Brown había visto en su nieta no duró. La niña había empezado a lloriquear después del biberón de las diez y no se calmaba. Wanda no se atrevió a sacar a relucir de nuevo el tema de la ropa de bebé.

Vonny gritó y maldijo; al fin, para huir del llanto de la niña, decidió acercarse a la tienda de ropa de segunda mano. Ahora, cargada con las dos pesadas bolsas por las nevadas calles, las siete manzanas desde la calle Ochenta y seis hasta el apartamento de su abuela, en la calle Noventa y West End, le parecían interminables.

Mientras caminaba con paso lento y enfadado, tenía los nervios a flor de piel.

—¡Maldita niña! —Exclamó en voz alta—. ¡Maldito estorbo, igual que los demás!

La criatura seguía llorando cuando Vonny entró. Wanda, que parecía exhausta, la tenía en brazos y la mecía con suavidad.

—¿Y ahora qué le pasa? —preguntó Vonny con tono brusco.

—Creo que no se siente bien —respondió Wanda como disculpándose—. Me parece que tiene un poco de fiebre. Pienso que no deberías llevártela hoy, sería un error.

Vonny, sin hacer caso de aquellas palabras, se acercó a su abuela y miró a la niña.

—¡Cállate! —le gritó.

Wanda sintió sequedad en la garganta. Vonny tenía el mismo aspecto de enfado, con el ceño fruncido y la mirada terca y vacía, que ya había visto en ella otras veces, y sabía lo peligrosa que podía ser. A pesar de todo, debía decírselo.

—Vonny, querida, la hermana Maeve Marie ha llamado por teléfono después de que te marcharas. Vendrá dentro de un rato con la cesta de Navidad. Han empezado a repartirlas más temprano porque el tiempo se está poniendo muy malo.

Las cejas de Vonny se unieron hasta formar una única línea negra que le cruzaba la frente.

—¿Le has dicho que viniera más temprano, abuela?

—No, querida. —Wanda dio una palmadita al bebé en la espalda—. Chist… Ay, Vonny, tiene el pecho muy cargado.

—Se pondrá bien cuando lleguemos a Pittsburgh. —Vonny se dirigió hacia la otra habitación con las bolsas y volvió de inmediato—. No quiero hablar con esa monja ni enseñarle a mi niña. Dámela. La llevaré aquí al lado hasta que la monja se vaya.

*****

Alvirah caminaba de prisa por las calles y en cada esquina miraba hacia todas partes. Por el camino detuvo a varios transeúntes para preguntarles si habían visto a una mujer con un anorak azul y dos bolsas blancas de plástico grandes.

En la esquina de la calle Ochenta y seis y Broadway tuvo suerte. Un vendedor de periódicos acababa de ver hacía un momento a una mujer que respondía a su descripción y que había cruzado la calle en zigzag.

—Se dirigía hacia el West End —dijo.

En la esquina de la calle Ochenta y ocho con la avenida West End, un anciano con un carrito de la compra afirmó que acababa de cruzarse con una mujer con dos bolsas grandes. Añadió que la recordaba porque había dejado las bolsas en el suelo por un instante.

—Hablaba sola y maldecía —dijo desaprobador—. ¡Vaya espíritu navideño el suyo!

Los primeros coches patrulla se presentaron cuando Alvirah llegaba a la calle Ochenta y nueve. Era evidente que Tara había hecho un relato completo de lo sucedido.

—Rodearemos toda la zona —le dijo un sargento con firmeza—, y, si es necesario, registraremos piso por piso. ¿Por qué no se va a casa, señora Meehan?

—No puedo —respondió Alvirah.

El sargento la observó con mirada compasiva.

—Tal como está usted, pillará una pulmonía. Al menos siéntese en el coche patrulla para que no coja frío.

En aquel momento apareció la hermana Maeve Marie con una pesada cesta. Su corto velo flotaba al viento. Cuando vio a Alvirah hablando con el policía se alarmó y se acercó lo más deprisa que pudo. Como era una ex policía, conocía al sargento.

—Hola, Tom —saludó, y preguntó—: ¿Qué sucede, Alvirah? —Al oír la explicación, exclamó—: ¡La secuestradora de la niña está en este barrio! ¡Alabado sea Dios! —La policía que había en ella apareció de inmediato—. Tom, ¿has rodeado la zona?

—Estamos en ello, Maeve. Iremos de puerta en puerta para indagar. Pero, por favor, a ver si convences a la señora Meehan de que espere en el coche. Parece a punto de desmayarse.

—Alvirah no se desmayará —dijo Maeve con tono enérgico mientras otros coches patrulla llegaban al lugar—. Alvirah, ayúdame a entregar las cestas. Si lo hacemos entre dos acabaremos antes. Y es más probable que algunas de esas personas prefieran hablar con nosotras antes que con la policía. La furgoneta está aparcada en la esquina. —Miró al sargento desafiante—. Aparcada en lugar prohibido.

Era algo que hacer, algo de acción. Y Alvirah sabía que Maeve tenía razón. Por lo general, las personas mayores y enfermas, aunque supieran algo importante, preferían no cooperar con la policía por temor a represalias.

—Vamos —dijo Alvirah.

—Tengo que hacer cuatro entregas en esta manzana —explicó Maeve.

La primera cesta la dejaron en casa de una pareja de ancianos que no habían salido a la calle desde el día de Acción de Gracias. La vecina se ocupaba de hacerles las compras. Alvirah tocó el timbre de la vecina.

Cuando ésta salió a abrir, habló con toda soltura.

—No, entro y salgo todo el tiempo, y me gusta charlar con la gente. Nadie ha mencionado un recién nacido en este edificio.

Tampoco había visto a nadie por el barrio con un bebé vestido con un mono amarillo.

La segunda entrega, a tres edificios de distancia, la hicieron en casa de una mujer de noventa años y su hija de setenta. Cuando Maeve les presentó a Alvirah, ya habían oído hablar de ella. Willy les había cambiado el inodoro.

—Qué hombre tan maravilloso —le dijeron. Por desgracia, tampoco sabían nada de ningún bebé.

En la tercera casa, una mujer con tres niños pequeños tenía paquetes debajo del árbol de Navidad.

—Son todos de la tienda de segunda mano —les confesó en voz baja—. Los niños se mueren por abrirlos.

Pero tampoco ella sabía nada de una mujer de cabello oscuro con un recién nacido.

—Ésta es la última —dijo Maeve a Alvirah mientras llevaban la cesta entre las dos—. Wanda Brown es una mujer de lo más agradable. Está bastante mal por la artritis, y no tiene familia, salvo una nieta que vive en Pennsylvania. No habla mucho de ella; al parecer, la pobre chica ha tenido una vida muy trágica, perdió dos bebés.

Estaban a punto de entrar en el edificio de la esquina de West End y la calle Noventa. No muy lejos vieron a varios policías que iban de casa en casa. Alvirah y Maeve se miraron.

—Maeve, ¿estás pensando lo mismo que yo? —preguntó Alvirah.

—Estoy pensando en la llamada que atendió la hermana Bernadette de una mujer preguntando sobre una tienda porque su nieta tenía un recién nacido y carecía de ropa para él. ¡Ay, Dios mío! Voy a buscar a Tom.

Un instinto irresistible obligó a Alvirah a detenerla.

—¡No! Entremos ahora mismo en ese apartamento.

*****

Vonny, de pie junto a la ventana, observaba la actividad de la policía. La niña estaba en la cama; su llanto se había reducido a un sollozo agotado. Después vio a una monja y a otra mujer en la entrada, diez plantas abajo, que llevaban una cesta entre las dos.

Vonny salió a la sala.

—Creo que aquí llega tu cesta de Navidad, abuela —dijo con voz monótona—. Recuerda: ni una palabra sobre la niña ni sobre mí.

Wanda esbozó una tímida sonrisa.

—Como quieras, querida.

Vonny volvió al dormitorio. La niña dormía. «Has tenido suerte», pensó.

—Es un apartamento de tres habitaciones —murmuró Maeve mientras oprimía el botón del timbre—. Wanda, soy yo, la hermana Maeve Marie.

Alvirah asintió con la cabeza. Cada milímetro de su ser vibraba. «Por favor. Dios. ¡Por favor!».

*****

El timbre, ronco y estridente, resonó por todo el apartamento. En el dormitorio, el bebé se sobresaltó y empezó a llorar. Vonny, enfadada, cogió un calcetín, se inclinó sobre la cama y levantó a la criatura.

Wanda Brown se acercó con andar penoso hasta la puerta, y con una sonrisa nerviosa recibió a la hermana Maeve.

—Ay, es usted tan buena —suspiró.

—La señora Meehan me está ayudando con la entrega de las cestas —dijo Maeve.

Alvirah pasó junto a la anciana y entró en el apartamento con la cesta de comida. Su mirada recorrió veloz el pequeño recibidor y la sala atestada de cosas. Nadie. Echó una mirada a la cocina y vio cacerolas y platos apilados sobre la mesa, pero nada que delatara la presencia de un bebé.

La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Por la rendija Alvirah alcanzó a ver la cama deshecha y los dos lados de la estrecha habitación. Allí tampoco había nadie.

—Wanda —preguntaba Maeve—, ¿fue usted quien llamó por teléfono diciendo que su nieta necesitaba ropa de bebé? A la hermana Bernadette le pareció reconocer su voz.

—Oh, no —respondió Wanda con voz temblorosa—. ¿Para qué iba a llamar yo? Hace casi cinco años que no veo a Vonny. Vive en Pittsburgh.

Alvirah supo que la expresión de intensa desilusión en los ojos de Maeve era un reflejo de la suya propia.

—Bueno, feliz Navidad —dijo Maeve—. El pavo está tibio, pero tenga cuidado y métalo en la nevera cuando termine de comer.

La sensación de urgencia de Alvirah resultaba abrumadora. La intuición de que el bebé corría peligro era más fuerte que nunca. Quería salir del apartamento, proseguir la búsqueda. Cruzó la sala deprisa con la cesta en dirección a la cocina. Una vez en ella, al darse la vuelta, la manga del jersey se le enganchó en la manija de la nevera y la puerta se abrió de par en par. Estaba a punto de cerrarla cuando su mirada se posó en un biberón medio vacío que había en el estante superior.

—¡Usted hizo esa llamada! —Gritó Alvirah a Wanda en el momento en que irrumpió en la sala—. Su nieta está aquí. ¿Dónde? ¿Qué ha hecho con Marianne?

La aterrorizada mirada que Wanda lanzó hacia el dormitorio bastó para que Alvirah obtuviera la respuesta que buscaba. Se precipitó hacia la puerta del cuarto con Maeve detrás.

Vonny salió en aquel momento. Tenía a la niña en alto, con los brazos extendidos. La criatura llevaba puesto un calcetín viejo a manera de mordaza y sus ojos estaban a punto de salirse de las órbitas.

—¿La quieres? —gritó Vonny—. ¡Aquí la tienes, cógela!

Alvirah alcanzó en esa milésima de segundo a tender los brazos y coger a la niña en el aire. Después la acunó contra su pecho, mientras Maeve le quitaba la mordaza. El bendito llanto de una criatura enfadada retumbó en el apartamento.

*****

La ambulancia con la sirena puesta aceleró por la Novena Avenida hacia el Hospital Empire. El médico estaba inclinado sobre Marianne, que, bien atada a la camilla, lo miraba.

—Es una criaturita muy fuerte —dijo alegre—. Sólo ha cogido un ligero resfriado; pero, por lo demás, está muy bien, teniendo en cuenta la aventura por la que acaba de pasar.

Alvirah iba sentada al lado de la camilla sin despegar los ojos de la niña. La hermana Maeve Marie, sentada junto a ella, se deshacía en sonrisas.

Alvirah no acababa de creerse que todo había terminado, que Marianne estaba sana y salva. Las manos le hormigueaban todavía por el impacto de coger al bebé, de sentir ese pequeño corazón palpitar contra ella.

Todo lo sucedido antes de ese momento era confuso. Recordaba algunos fragmentos: Vonny que corría hacia su abuela mientras gritaba que no había querido hacer daño a la niña, que nunca había querido hacer daño a ninguno de sus bebés; Maeve que se asomaba a la ventana y llamaba a los policías de abajo; los agentes que irrumpían en el apartamento; el gentío, las cámaras de televisión y los periodistas que se habían materializado en la calle en los pocos minutos que había tardado la ambulancia en llegar. Era una mezcolanza de imágenes, como un sueño feliz, loco, confuso y maravilloso.

La ambulancia entró en el hospital y, en cuanto se detuvo, los asistentes que la esperaban ya abrieron a todo correr las puertas. Unas manos se acercaron para coger al bebé, pero Maeve se puso de pie y dijo con firmeza:

—Sólo una persona de las que estamos aquí debería llevar a esta criatura para entregársela a su madre: Alvirah Mechan.

Un instante más tarde, mientras las cámaras disparaban los fogonazos y los curiosos aplaudían, Alvirah entró triunfante en el vestíbulo del Hospital Empire con Marianne en brazos, envuelta en el mono amarillo. Al cabo de unos minutos, dejaba su pequeña carga en los anhelantes brazos de una Joan O’Brien que brillaba de felicidad.

*****

—La verdad es que no tardaste mucho en reaccionar —observó Willy mientras caminaba con Alvirah bien cogida del brazo por la Quinta Avenida. Regresaban de la catedral de Saint Patrick. Acababan de salir de la misa matinal de Navidad, que este año parecía especialmente feliz.

—¿Verdad que no? —Respondió Alvirah meneando la cabeza—. Ay, Willy, ésta es la mejor Navidad de mi vida. Durante la misa he rezado por esa chica, por Vonny. Sé que está enferma, necesita ayuda y se la merece. Pero voy a confesarte algo, no me salían las palabras cuando busqué un buen pensamiento para ese estafador que llamó por teléfono con todos aquellos mensajes falsos. Pero como la policía lo ha atrapado, y pagará por lo que ha hecho, decidí mencionarlo en mis plegarias. —Miró alrededor—. ¿No está preciosa Nueva York con la nieve y todos los escaparates adornados? Mañana temprano iré a hacer unas compras más para Marianne…, después de escribir un informe sobre el caso del bebé del mono amarillo para el Globe. Pero hoy… —sonrió—, sólo quiero disfrutar del milagro.

—¿El milagro de que Marianne esté bien?

—De que esté bien y de la forma en que sucedió todo. Me di cuenta de que la niña estaba en el apartamento sólo porque se me enganchó la manga en la manija de la nevera que estaba floja. Eso es el milagro, Willy. Si la manija no hubiera estado floja, si la puerta no se hubiese abierto con tanta facilidad, si yo no hubiese visto ese biberón…

Willy se rió.

—Cariño, no te olvides de mencionárselo esta noche a Cordelia durante la cena. El mes pasado, cuando arreglé ese escape de agua en casa de Wanda Brown, noté que la manija estaba floja y prometí que volvería para arreglarla. La semana pasada, Cordelia empezó a decirme que cuándo pasaría a hacerlo, pero como me tuviste tan ocupado yendo de compras y llevando paquetes, no tuve tiempo. —Se calló—. Comprendo lo que quieres decir. Es un milagro.