Barrer con todo

(A Clean Sweep, 1994).

El teléfono sonó, pero Alvirah lo ignoró. Desde que Willy y ella habían llegado a casa, sólo habían tenido tiempo de deshacer el equipaje, mientras el contestador automático ya llevaba recogidos seis mensajes. Convinieron en que retomarían el mundo exterior al día siguiente.

«Es agradable estar en casa», pensó Alvirah feliz saliendo a la terraza de su apartamento del Central Park sur. Miró hacia abajo, al parque, en el cual, a finales de octubre, las hojas lucían un llameante arco iris naranja, rojo, amarillo y rosa.

Volvió a entrar y se instaló en el sofá. Willy le sirvió un cóctel, un Manhattan en honor a haber vuelto a la ciudad, y se llevó el suyo a su sillón. Levantó la copa hacia ella.

—Por nosotros, querida.

Alvirah le sonrió con cariño.

—Debo decir que tanto turismo me ha dejado agotada. Voy a descansar mis manos y pies al menos durante dos semanas.

—Estoy de acuerdo —asintió Willy, y añadió con timidez—: Cariño, sigo creyendo que ese recorrido en muía en Grecia fue un poco exagerado. Me sentía como un vaquero decrépito.

—Bueno, en realidad parecías el Llanero Solitario —le aseguró Alvirah. Se calló y miró con cariño a su marido—. Willy, lo hemos pasado muy bien, ¿verdad? De no haber sido por la lotería, yo aún estaría limpiando por las casas y tú reparando cañerías reventadas.

Y una vez más quedaron en asombrado silencio, maravillados por el formidable acontecimiento que había barrido con toda su vida anterior. Siempre habían jugado a los números de sus fechas de cumpleaños o aniversario de boda, un dólar semanal durante diez años, hasta que al fin llegó el momento increíble en que el número de su billete salió premiado y fueron los únicos ganadores de cuarenta millones.

—Willy, para nosotros la vida empezó a los sesenta…, bueno, casi a los sesenta —dijo Alvirah.

Hasta entonces habían estado tres veces en Europa, una en Sudamérica, y viajado en el Transiberiano de China a Rusia. Acababan de regresar de un crucero por las islas griegas.

Sonó el teléfono.

—No te dejes tentar —rogó Willy—. Necesitamos un respiro. Será Cordelia, con un trabajo para mí: arreglar las cañerías de un convento o algo por el estilo. Puede esperar un día.

Escucharon el contestador automático. Era Rhonda Alvirez, secretaria de la sección de Manhattan de Grupo de Apoyo para Ganadores de Lotería. Era uno de los miembros fundadores de aquel grupo. Había ganado seis millones de dólares en la lotería y un primo suyo la había convencido de que invirtiera su primer gran cheque en un invento suyo: un desatascador instantáneo. Resultó que lo único que el artilugio del primo eliminaba era el dinero de Rhonda.

Entonces fue cuando Rhonda fundó el grupo de apoyo, y, al enterarse de lo bien que Alvirah y Willy habían manejado su suerte inesperada, les suplicó que se convirtieran en miembros honorarios y en conferenciantes invitados habituales.

Como ya les había dejado un mensaje, esa segunda vez fue al grano:

—Alvirah, sé que estáis en casa. La limusina os ha dejado ahí hace una hora. Lo he comprobado con vuestro portero. Por favor, atiende esta llamada. Es importante.

—Y tú te quejas de Cordelia —murmuró Alvirah mientras, obediente, tendía la mano para coger el auricular.

Willy observó que su expresión se teñía de incredulidad y preocupación, y oyó que decía:

—Por supuesto, hablaremos con ella. Mañana a las diez, aquí. De acuerdo. —Colgó y explicó el asunto a Willy—. Vamos a encontrarnos con Nelly Monahan. Por lo que Rhonda me ha explicado, se trata de una mujer muy agradable; pero hay algo más importante aún: es una ganadora de la lotería y su ex marido la ha estafado. No podemos permitirlo.

*****

A las nueve de la mañana siguiente, Nelly Monahan se preparó para salir de su apartamento de tres habitaciones de Stuyvesant Town, el bloque de pisos del East Side al cual se había mudado hacía cuarenta años, cuando era una recién casada de veintidós. Aunque al cabo de ese tiempo el alquiler fuera diez veces más caro que los cincuenta y nueve dólares iniciales, seguía siendo una ganga, teniendo en cuenta que por casi seiscientos dólares uno tenía un techo.

Pero una vez jubilada, y viviendo de una pequeña pensión y de su cheque mensual de la seguridad social, Nelly comprendía con harto dolor que debía renunciar al apartamento e irse a vivir con su prima Margaret a New Brunswick, Nueva Jersey.

Para Nelly, una neoyorquina impenitente, la perspectiva de pasar sus últimos años lejos de la Gran Manzana[1] era terrible. Ya resultaba bastante espantoso que su marido Tim la hubiera abandonado, pero dejar el apartamento le rompía el corazón. Y además enterarse después que la nueva mujer de Tim había presentado ese billete de lotería premiado… ¡Era demasiado! En aquel momento, su vecino le había sugerido que llamara al grupo de apoyo, y ahora tenía una cita con Alvirah Meehan, que, como Rhonda le había asegurado, era la persona idónea para resolver problemas.

Nelly, una mujer menuda, redonda, inclasificable, tenía las facciones vagamente bonitas y duraderos vestigios castaños en su cabello gris, cuyas ondas naturales enmarcaban el rostro y suavizaban las arrugas que el tiempo y el trabajo duro habían marcado alrededor de ojos y boca.

Con su vacilante voz y aquella sonrisa tímida, daba la impresión de ser una persona fácil de dominar; pero nada más lejos de la verdad. La gente que intentaba aprovecharse de ella, enseguida se daba cuenta de que tenía una veta muy valiente y un implacable sentido de la justicia.

Hasta su jubilación, a los sesenta años, había trabajado como contable en una pequeña fábrica de persianas. Unos años antes, fue ella quien dio cuenta de que el sobrino del dueño estaba dejando la empresa sin un céntimo. Convenció a su jefe de que obligara al sobrino a vender su casa y devolviera el dinero que había robado o, en su defecto, se arriesgara a convertirse en huésped del Departamento Penitenciario de Nueva York.

Y una vez que un chico había intentado darle un tirón desde una bicicleta, le metió el paraguas entre los radios de una rueda y lo dejó despatarrado en la calzada, con un tobillo dislocado. Hasta que llegó la policía, mientras ella alternaba los gritos en demanda de ayuda con su sermón sobre honradez al aspirante a quinqui.

Pero todos esos episodios quedaban reducidos a la nada comparados con la estafa perpetrada por su marido y su sucesora, Roxie —la nueva señora de Tim Monahan—, de la parte que le correspondía a ella de los casi dos millones de dólares de la lotería.

Nelly sabía que Alvirah Meehan y su marido Willy vivían en uno de los lujosos edificios del Central Park sur; así pues, se vistió con esmero para su encuentro con ellos y eligió un traje marrón de tweed que había comprado en las rebajas de A& S. Hasta se permitió el derroche de ir a la peluquería.

El portero anunció su llegada a las diez de la mañana.

A las diez y media, Alvirah sirvió a su invitada una segunda taza de café. Durante media hora mantuvo a propósito una conversación sobre generalidades; hablaron de sus orígenes similares y de cuánto había cambiado la vida en la ciudad. Su experiencia como periodista de investigación en el New York Globe le había enseñado que el testimonio de la gente relajada tendía a ser mejor.

—Ahora vayamos al grano —dijo tocando el broche en forma de sol, que tenía en la solapa de la chaqueta, para encender una grabadora en miniatura—. Voy a ser honesta —explicó—; estoy grabando nuestra conversación porque a veces, cuando vuelvo a escuchar lo que se dice, capto cosas que antes se me habían escapado.

Los ojos de Nelly brillaron.

—Rhonda Alvirez me dijo que usaba la grabadora para resolver delitos. Pues bien, permítame decirle que tengo un delito para usted, y que el nombre del delincuente es Tim Monahan. Durante los cuarenta años que estuvimos casados —continuó—, nunca pudo conservar un empleo porque siempre encontraba algún motivo para demandar al patrón. Tim ha pasado más tiempo con pequeños pleitos que cualquier juez.

Nelly enumeró a continuación las demandas en que Tim se había visto envuelto: acusó al dueño de una tintorería de agujerearle un pantalón viejo; a la compañía de autobuses, cuyo vehículo le había provocado, según él, una contractura en el cuello al frenar bruscamente; a un vendedor de automóviles usados que se había negado a reparar su coche porque tenía la garantía caducada; y a Macy’s porque descubrió que el sillón que Nelly le había regalado hacía años tenía un muelle roto.

Nelly, con su voz suave, continuó diciéndoles que Tim se había considerado siempre un caballero, y corría galante a abrir la puerta a las chicas guapas, mientras ella pasaba detrás de él como la mujer invisible. Había sido de lo más desagradable que le cantara las alabanzas de Roxie Marsh, la dueña de la empresa de servicios de comida para la que él trabajaba de vez en cuando. Nelly la había visto una vez y se había dado cuenta de que era la clase de mujer que adulaba a sus empleados y después les pagaba sueldos miserables.

También les explicó que a pesar de que Tim bebía un poco más de la cuenta, era un estorbo y parecía especialmente bobo cuando trataba de actuar como Beau Brummell,[2] y, después de cuarenta años, ya estaba acostumbrada a él. Además, a ella le encantaba cocinar y siempre disfrutaba del feroz apetito de Tim. No había sido el matrimonio perfecto, pero lo había soportado.

Hasta que habían ganado, o mejor dicho, hasta que no habían ganado la lotería.

—Hábleme de ello —pidió Alvirah.

—Jugábamos a la lotería todas las semanas; una mañana me levanté con la sensación de que tendría suerte —explicó Nelly muy seria—. Era el último día para participar en el sorteo de un bote de dieciocho millones de dólares. Tim estaba sin trabajo. Le di un dólar y le dije que no se olvidara de jugar el boleto cuando comprara el periódico.

—¿Y lo hizo? —preguntó Alvirah rápidamente.

—¡Por supuesto! A su vuelta, se lo pregunté y me dijo que sí, que lo había comprado.

—¿Vio usted el boleto? —preguntó Willy enseguida.

Alvirah sonrió a su marido. Willy tenía el ceño fruncido. Nunca solía perder los estribos; pero, cuando lo hacía, tenía el aspecto y tono de su hermana Cordelia. Willy detestaba a los hombres que engañaban a su mujer.

—No le pedí que me lo mostrara —le explicó Nelly mientras se terminaba el café—. Siempre lo guardaba en su cartera. Además, no había necesidad: jugábamos los mismos números en todos los sorteos.

—Nosotros también —dijo Alvirah—, la fecha del cumpleaños de cada uno y aniversario de boda.

—Tim y yo a los números de las casas donde nos criamos: Avenida Tenbroeck, 1802 y 1913, del Bronx, y la calle 14 Este, 405, el número de nuestro edificio de todos estos años. La combinación resultante era dieciocho, dos, diecinueve, trece, cuatro y cinco. Tim no me dijo ni una palabra acerca de que había cambiado de números. Eso fue el domingo. Al miércoles siguiente, cuando nuestros números salieron, yo estaba mirando la televisión. No se pueden imaginar el impacto.

—Por supuesto que sí —dijo Alvirah—. El día que gané, yo había ido a limpiar la casa de la señora O’Keefe, que estaba hecha un asco porque la habían ido a visitar todos sus nietos el día anterior. Estaba agotada, y había metido los pies en remojo cuando vi nuestros números.

—Se le volcó la palangana —explicó Willy—, así que pasamos nuestros primeros diez minutos de multimillonarios secando el suelo de la sala.

—Entonces lo comprenden —suspiró Nelly.

Siguió contando que aquella noche Tim había ido a trabajar de camarero eventual para la empresa de comidas de Roxie. Nelly se quedó levantada para esperarlo y le preparó su postre favorito para celebrarlo: crème brûlée.

Pero cuando llegó a su casa, un Tim lloroso le tendió el boleto que tenía. No eran los números que siempre jugaban, sino otros completamente diferentes. «Decidí cambiar nuestra suerte», dijo él.

—Pensé que me daba un ataque al corazón —continuó Nelly—, pero como vi que se sentía tan mal, le dije que no importaba, que el destino lo había querido así.

—Y apuesto lo que sea a que se comió toda la crème brûlée —dijo Alvirah.

—Hasta la última cucharada. Aseguró que tener una mujer como yo era la mayor suerte para un hombre. A las pocas semanas me abandonó y se fue a vivir con Roxie. Me dijo que se había enamorado de ella. Eso ocurrió hace un año. El divorcio concluyó hace un mes, tres semanas más tarde se casaba con Roxie.

»Habían anunciado que había cuatro ganadores del bote de dieciocho millones, y no caí en la cuenta de que uno de ellos no se había presentado a cobrar. Entonces, la semana pasada, un día antes de que expirase el plazo, Roxie, la segunda esposa de Tim Monahan, se presentó en la ventanilla de pagos y dijo que acababa de darse cuenta de que tenía el cuarto boleto premiado, aquel con los números que Tim y yo jugábamos siempre.

—¿Tim había estado trabajando para Roxie la noche en que salieron los números y tenía el boleto en la cartera? —preguntó Alvirah para confirmar sus sospechas.

—Sí, ahí está el asunto. Roxie le gustaba desde el principio, y es probable que le mostrara el boleto.

—Y ella, que es una fresca, vio su gran oportunidad —dijo Willy—. ¡Repugnante!

—Si quieren saber de verdad qué significa esa palabra, tendrían que ver la foto de ellos dos en el Post, diciendo la suerte que habían tenido de que Roxie encontrara el boleto en el último momento. —La voz de Nelly casi se quebró en un sollozo. Se le puso la mirada vidriosa y la mandíbula tensa—. No hay justicia —dijo—. Hablé del tema con un abogado jubilado, Dennis O’Shea, que vive en el piso de abajo del mío. Investigó un poco y se enteró de que hay otros casos del mismo fraude de un cónyuge a otro. Los jueces siempre han fallado a favor del poseedor del boleto. Me dijo que era una desgracia, un horror y una vergüenza terrible, pero que no había posibilidad legal al respecto.

—¿Cómo se le ocurrió ir a una reunión del Grupo de Apoyo a los Ganadores de Lotería? —preguntó Alvirah.

—Me mandó Dennis. Había leído algo sobre toda la gente que había perdido en malas inversiones el dinero ganado en la lotería, y pensó que rodearme de personas bondadosas quizá me ayudaría.

Nelly, con una ira justificada en su voz y una expresión obstinada, resumió su saga de infortunios.

—Tim me abandonó en un abrir y cerrar de ojos, y ahora, mientras yo tengo que instalarme en casa de mi prima Margaret, porque no me llega el dinero para quedarme donde estoy, ellos dos van a vivir como reyes. Margaret me invitó a su casa sólo porque le gusta mi cocina. No para de hablar, y es probable que dentro de un año me haya dejado sorda del todo.

—Tiene que haber una manera de ayudarla —decretó Alvirah—. Lo pensaré y mañana la llamaré por teléfono.

*****

A las nueve de la mañana siguiente, Nelly se sentó a la mesa del pequeño comedor de su apartamento de Stuyvesant Town, a disfrutar de un bollo y una taza de café. Quizá no fuera Central Park sur, pensó, pero era un lugar precioso para vivir. Cuando Tim se marchó, ella hizo algunos cambios. El siempre había insistido en conservar aquel sillón grande y horrible junto a la ventana; pero como se lo había llevado al marcharse, Nelly cambió de lugar el resto de los muebles y los colocó de la manera que, en secreto, siempre había deseado. Hizo fundas nuevas para el sofá y el sillón de orejas, y compró una alfombra baratísima a unos vecinos que se mudaban.

Mientras miraba los rayos del sol otoñal que entraban por la ventana y lo alegre y acogedora que estaba la casa, cada vez se afirmaba más en su idea de que Tim había sido una carga toda su vida, y que estaba mejor sin él.

Pero tenía un problema: no podía hacer frente a sus necesidades con los lamentables ingresos de que disponía, y, por mucho que lo intentara, no encontraba trabajo. ¿Quién contrataría a una mujer de sesenta y dos años que no sabía nada de ordenadores? Respuesta: nadie.

Margaret la había llamado esa misma mañana.

—¿Por qué no dejas el apartamento el día uno y te ahorras un mes de alquiler? He pintado la habitación del fondo para ti.

«Y la cocina, ¿qué? —había pensado ella—. Apuesto a que es allí donde realmente esperas que pase el día».

Todo era tan desesperante. Nelly tomó un sorbo del excelente café recién hecho y suspiró.

En aquel momento, Alvirah llamó.

—Tenemos un plan —dijo—. Quiero que vaya a ver a Tim y a Roxie y los obligue a admitir que la han estafado.

—¿Y por qué van a admitirlo?

—Haga que uno de los dos pierda los nervios hasta que lo reconozcan. ¿Cree que podrá conseguirlo?

—A Roxie sí soy capaz de fastidiarla —dijo Nelly—. El mes pasado, cuando se casaron, encontré una foto de Tim en la playa en la que parecía una ballena encallada. Hice que la enmarcaran y se la mandé a ella con una nota: «Felicidades; al fin libre».

Alvirah se echó a reír.

—Nelly, usted me cae bien. Es una mujer de buen corazón. El plan es el siguiente: usted establecerá una cita con ellos, de una manera u otra, y llevará una copia exacta de mi broche en forma de sol. El jefe de redacción del periódico ha hecho varios para mí.

—Alvirah, su broche parece caro.

—Es caro porque tiene una grabadora dentro que usted pondrá en marcha. Luego los obligará a que admitan su estafa. Después llevaremos la cinta a su amigo abogado, Dennis O’Shea, para que presente una demanda en el juzgado de familia por estafa de bienes gananciales.

Una débil esperanza se agitó en el amplio pecho de Nelly.

—Alvirah, ¿de verdad piensa que hay alguna posibilidad?

—Es casi la única —reconoció Alvirah en voz baja.

Durante algunos minutos, tras dejar el auricular, Nelly se sumió en sus pensamientos. Recordó que unos años antes, cuando la madre de Tim se estaba muriendo, la anciana pidió a su hijo que le dijera la verdad: ¿Había sido Tim el autor del incendio del garaje cuando tenía ocho años? Tim lo había negado siempre; pero aquel día, al ver que la mujer expiraba, se rindió y confesó. «Ya sé cómo pillarlo», pensó Nelly mientras cogía el teléfono.

Atendió Tim. Cuando escuchó su voz pareció irritarse.

—Escucha, Nelly, estamos preparando el equipaje para mudarnos a Florida. ¿Qué ocurre?

Nelly cruzó los dedos.

—Tim, tengo malas noticias: me queda menos de un mes de vida.

«Y es verdad —pensó—, por lo menos en Stuyvesant Town».

Tim pareció un poco preocupado, al menos.

—Nelly, es espantoso. ¿Estás segura?

—Segurísima.

—Rezaré por ti.

—Por eso te he telefoneado. Durante estas últimas semanas, desde que Roxie presentó el boleto de lotería, he tenido algunas ideas bastante horribles sobre ti.

—Era suyo.

—Lo sé.

—Yo le había contado que tú y yo jugábamos siempre a los mismos números, se los dije, y ella probó suerte la misma semana que yo probé otra combinación.

—¿Jugaste a sus números?

—No lo recuerdo —respondió Tim de inmediato—. Mira, Nelly, lo siento, pero nos vamos mañana al mediodía, y los hombres de la mudanza vendrán por la mañana. Tenemos mucho que hacer.

—Tim, he de verte. Necesito preparar mi alma y os he odiado tanto, a ti y a Roxie… Quiero veros y hablaros cara a cara. De lo contrario no moriré en paz.

«Más cierto aún», pensó Nelly, que oyó una voz estridente del fondo que decía: «¿Quién demonios es, Tim?».

Tim bajó la voz y habló deprisa.

—Nos vamos mañana en el avión del mediodía. Pasa por aquí a las diez. Pero, Nelly, sólo podré dedicarte quince minutos.

—No necesito más, Tim —dijo Nelly con un tono de voz más suave que el suyo habitual.

Cortó la comunicación con Tim y marcó el número de Alvirah.

—Me dará quince minutos mañana a las diez. Lo mataría, Alvirah.

—Eso no serviría de nada —dijo Alvirah—. Pase por aquí esta tarde y le enseñaré cómo funciona el broche.

*****

A las nueve del día siguiente, sonó el timbre cuando Nelly estaba a punto de ponerse el abrigo. Era Dennis O’Shea, el agradable abogado retirado que vivía en el rellano debajo del suyo, en el apartamento 8 F. Se había mudado hacía unos seis meses y muchas veces salían juntos del edificio cuando se encontraban en el ascensor. Era un hombre bajo, alrededor de un metro sesenta y ocho, de aspecto pulcro y figura sólida, con unos ojos que brillaban bondadosos detrás de unas gafas sin montura, y un rostro agradable e inteligente.

Le había contado que su mujer había muerto hacía dos años, y que después de jubilarse de la Asociación de Ayuda Legal, a los sesenta y cinco años, decidió vender la casa de Syosset y volver a la ciudad. Repartía el tiempo entre el apartamento de Nueva York y su casa de Cape Cod.

Nelly percibía que, como ella, Dennis tenía un profundo sentido de la justicia, y no veía con agrado que se maltratara a los más débiles. Por eso se había animado a pedirle consejo cuando Roxie presentó el boleto.

Esa mañana, Dennis parecía preocupado.

—Nelly —dijo—, ¿está segura de que sabe cómo funciona la grabadora?

—Claro, sólo hay que tocar el diamante falso del centro.

—Muéstreme cómo lo hace.

Ella se lo enseñó.

—Diga algo.

—Vete al diablo, Tim.

—Ésa es la idea. Oigámoslo ahora.

Nelly sacó el casete del broche, lo puso en la máquina que Alvirah le había dado y apretó el botón de play. Nada.

—Supongo que le habrá hablado de mí a su amiga Alvirah Meehan —dijo Dennis—. Me ha llamado hace unos minutos para explicarme qué ocurría. Me ha dicho que le había parecido que usted tenía algunos problemas para conectar la grabadora.

Nelly sentía que le temblaban los dedos. No había podido dormir en toda la noche. Quizá tuviera su parte de las ganancias al alcance de su mano; pero si eso no funcionaba, todo estaría perdido. No había derramado ni una lágrima en aquel año, mas en ese momento, al ver el rostro preocupado de Dennis O’Shea, sintió que los ojos se le humedecían.

—Muéstreme qué hago mal.

Durante los siguientes diez minutos probaron la grabadora varias veces, la encendían, decían unas palabras y luego las escuchaban. El truco consistía en apretar bien a fondo el pequeño botón.

—Ya lo tengo —dijo Nelly al fin—. Gracias, Dennis.

—De nada. Nelly, si consigue que digan que la estafaron, y lo graba, los llevaré al juzgado de familia tan rápido que no se lo creerán.

—Pero se trasladan a Florida.

—Los cheques de la lotería se emiten en Nueva York. Yo me ocuparé de esa parte. —Esperó con ella el ascensor—. ¿Sabe qué autobús tiene que coger?

—No es lejos de la calle Christopher. Haré el camino a pie, por lo menos a la ida.

*****

Alvirah tuvo una mañana ajetreada. A las ocho empezó a limpiar el inmaculado apartamento. A las nueve menos cuarto ya había buscado el número de Dennis O’Shea y lo había telefoneado para decirle que estaba preocupada pensando que Nelly no conectara bien la grabadora. Luego volvió a sacar lustre a lo ya lustrado. Para Willy, era un signo inconfundible de que estaba profundamente insegura.

—¿Qué ocurre, cariño? —le preguntó al fin.

—Tengo un mal presentimiento —admitió.

—¿Temes que Nelly no sea capaz de manejar la grabadora?

—Me preocupa eso; también que no pueda sacarles una palabra, y, sobre todo, que se lo digan y ella no consiga grabarlo.

Nelly iba a encontrarse con su ex marido y Roxie a las diez. A las diez y media, Alvirah se sentó mirando el teléfono. A las diez y treinta y cinco sonó. Era Cordelia, que preguntaba por Willy.

—Una de nuestras viejecitas tiene una gotera en el techo de la cocina —dijo Cordelia—. Todo el apartamento empieza a oler a humedad. Dile a Willy que vaya.

—Más tarde, Cordelia, estamos esperando una llamada importante. —Alvirah sabía que, si no le explicaba el problema, no habría escapatoria.

—Tendrías que habérmelo dicho antes —soltó Cordelia—. Rezaré.

Al mediodía, Alvirah era una ruina total. Telefoneó a Dennis O’Shea de nuevo.

—¿Hay noticias de Nelly?

—No, señora Meehan, Nelly me dijo que Tim Monahan le dedicaría sólo quince minutos.

—Lo sé.

Por fin, a las doce y cuarto, sonó el teléfono. Atendió Alvirah.

—Diga.

—Alvirah.

Era Nelly. Alvirah trató de analizar el tono de la voz. ¿Tensa? No, conmocionada. Sí, eso era, conmocionada. Parecía como si estuviera en trance.

—¿Qué ha ocurrido? —Preguntó Alvirah—. ¿Lo admitieron?

—Sí.

—¿Lo ha grabado?

—No.

—Ay, qué terrible. Lo siento mucho.

—Eso no es lo peor.

—¿A qué se refiere, Nelly?

Hubo una larga pausa y Nelly suspiró.

—Alvirah, Tim está muerto. Lo he matado.

*****

Cinco horas más tarde, Alvirah y Willy depositaron la fianza después de que Dennis O’Shea, que se había autonombrado abogado de Nelly, alegara que ésta no era culpable de los cargos de asesinato en segundo grado, homicidio en primer grado y portación de arma oculta. Nelly salió de su especie de trance para decir con voz sorprendida:

—Pero lo maté.

La llevaron a casa. Sobre la encimera de la cocina había medio pastel cuidadosamente envuelto en plástico.

—A Tim le encantaba ese pastel —dijo Nelly con tristeza—. Hoy tenía muy mal aspecto, incluso antes de morir. Creo que Roxie no cocinaba mucho.

Alvirah se sentía mal. Todo aquello había sido idea suya. Y Nelly se enfrentaba a muchos años de cárcel; eso, a su edad, podía significar el resto de su vida. El día anterior había dicho que era capaz de matarlo. «Y me lo tomé a broma —pensó—. Le dije que de nada le serviría. No creí que hablara en serio. ¿De dónde habrá sacado la pistola?».

Puso la tetera a calentar.

—Nelly, creo que será mejor que hablemos —dijo—. Pero primero le prepararé un té bien cargado.

*****

Nelly le contó la historia con tono monótono y desapasionado.

—Decidí ir a pie por la calle Christopher para ordenar mis ideas. Me quité el broche y lo guardé en el bolso. Como era tan bonito, tuve miedo de que me atracaran. Después, en la esquina de la calle Diez con la avenida B, vi a dos niños. Tendrían unos diez u once años. ¿Puede creer que uno de ellos le mostraba un arma al otro? —Continuó Nelly—. Voy a decirle una cosa, me dio rabia. Esos niños no sólo estaban haciendo novillos, sino que manejaban el arma como si fuese una pistola de juguete. Me acerqué a ellos y les dije que me la dieran.

—¿Qué? —parpadeó Dennis O’Shea.

—El que no tenía la pistola dijo al otro: «Mátala», pero supongo que el niño pensó que yo era una policía de paisano o algo así —continuó Nelly—. En fin, parecía asustado y me la dio. Les dije que los niños de su edad debían estar en la escuela, jugar a canicas y esas cosas que hacen los niños.

Alvirah asintió.

—¿Así que usted llevaba la pistola consigo cuando fue a entrevistarse con Tim y Roxie?

—No tenía tiempo de ir a la comisaría a entregarla. Tim me había dado sólo quince minutos. Y la verdad, no necesite más de diez.

Alvirah vio que Willy estaba a punto de preguntar algo y le hizo una seña con la cabeza. Era evidente que Nelly iba a revivir toda la escena en su mente.

—Muy bien, Nelly —dijo en voz baja—. ¿Qué sucedió cuando se encontró con ellos?

—Llegué unos minutos tarde. En la calle Christopher estaban filmando una película y tuve que abrirme paso entre un montón de personas que miraban como tontos a los actores. Cuando llegué, los de la mudanza acababan de irse. Roxie me abrió la puerta. Creo que Tim no le había comentado que yo pasaría por allí. Cuando me vio, se quedó medio boquiabierta. La sala estaba vacía, sólo quedaba el viejo sillón de Tim, y él estaba sentado, por no variar. Ni siquiera se levantó a saludarme como un caballero. Entonces, la segunda mujer de Tim Monahan, maleducada como pocas, me dijo: «¡Esfúmate!».

»Por entonces yo estaba tan nerviosa que miré directamente a Tim y le solté todo lo que había estado ensayando: que sólo me quedaba un mes de vida, que quería que me perdonara por haberme enfadado tanto con él, que lo del boleto de lotería no me importaba, que me alegraba de que tuviera a alguien que cuidara de él, pero que, como su madre, antes de morir, quería saber la verdad.

—¡Le dijo eso! —exclamó Willy.

—Es usted muy lista —comentó Alvirah.

—Por alguna razón, Tim tenía una expresión extraña, como si tuviese ganas de reír, y me dijo que eso era algo que lo había perturbado desde el principio. Que sí, que él había pagado el boleto premiado, y había decidido compartirlo con Roxie. Que lo había guardado en la caja de seguridad de un banco de la calle Cuatro Oeste y que el mes pasado lo sacó para que Roxie lo cobrara. Que sentía mucho los problemas que me había causado y que yo era una mujer muy buena y generosa.

—¡Lo admitió así como así! —exclamó Alvirah.

—Tan rápido que casi me desmayo, y además sonreía mientras lo decía. Ahora estoy segura de que se burlaba de mí. Me di cuenta de que no tenía puesto el broche, así pues abrí mi bolso y empecé a rebuscar en él. Roxie gritó algo sobre la pistola, la saqué para explicárselo y se me disparó. Tim cayó como un saco de patatas. Después de eso, todo es confuso. Roxie trató de quitarme la pistola, y lo siguiente que recuerdo es la comisaría de policía. —Tendió la mano para que le sirvieran más té—. Supongo que no debo preocuparme por el apartamento, ni por la mudanza a casa de mi prima en New Brunswick. ¿Creen que me enviarán a la misma cárcel que a esa mujer que mató a su marido porque quería quedarse con el perro cuando se divorciaron?

Dejó la taza y se levantó con movimientos lentos. Alvirah, Willy y Dennis O’Shea vieron cómo su expresión se descomponía.

—¡Ay, Dios! —exclamó—. ¿Cómo he podido matar a Tim? —Entonces se desmayó.

*****

A la mañana siguiente, Alvirah visitó a Nelly en el hospital.

—Van a dejarla ingresada durante unos días —dijo a Willy—. Se encuentra bien. Pero los periódicos están haciendo el agosto. Echa un vistazo.

Le tendió el Post. En la primera página se veía a Roxie, que lloraba histérica mientras sacaban el cadáver de Tim del apartamento.

—Según este artículo, Roxie afirma que Nelly se presentó y empezó a disparar.

—Nosotros podemos atestiguar que tenía una cita con Tim —dijo Willy—, pero Nelly comentó que creía que Roxie no la esperaba. —Frunció el ceño al tiempo que consideraba la situación—. Dennis O’Shea ha llamado mientras estabas fuera. Cree que es buena idea que Nelly se declare culpable y negocien los cargos.

Alvirah se quitó un hilo de la manga de su elegante traje. Era una prenda que le gustaba llevar. De la talla catorce, podía cerrarse el botón de la cintura sin tironear demasiado. Pero en ese momento nada había que la hiciera sentir cómoda. Tal vez hubieran estafado a Nelly con el boleto de lotería, pero el billete a la cárcel se lo había dado ella misma al querer ayudarla, reflexionó.

—He pensado que si encuentro a los chicos que tenían el arma, al menos eso probaría que Nelly no la había llevado a propósito. Le pediré que me los describa. —La idea de ponerse en movimiento le produjo cierto alivio—. Será mejor que me vista con una ropa más vieja para dar una vuelta por ahí. No es un barrio muy bueno que digamos.

Una hora más tarde, con un par de vaqueros gastados, un jersey viejo del ratón Mickey y su broche en forma de sol, Alvirah empezó a vigilar en la esquina de la calle Diez y la avenida B. Los niños que Nelly le había descrito tenían unos diez u once años. Uno era bajito y flaco, con el cabello castaño rizado y ojos pardos, el otro era alto y robusto. Ambos iban con coleta, cadenas de oro y un pendiente.

Las probabilidades de encontrárselos eran pocas, y, al cabo de media hora, empezó a entrar sistemáticamente en todas las tiendas. En una compró el periódico; dos manzanas en otra, aspirina en una farmacia. En cada lugar entablaba una conversación. Por fin, en la zapatería, dio en el clavo.

—Claro que conozco a esos dos. El bajito es terrible. El otro no es mal chico. Por lo general están en aquella esquina. —Se la indicó por la ventana—. Esta mañana la «poli» pilló a algunos vagos y se los llevó a la escuela, supongo que no volverán hasta las tres.

Alvirah, encantada con la información, recompensó al zapatero con la compra de un surtido de betunes que no necesitaba. Mientras el hombre contaba la vuelta, le explicó que se le habían caído las gafas parar leer y las había pisado, pero que de lejos era capaz de ver a un mosquito estornudar. En aquel momento echó una mirada detrás de ella y exclamó:

—¡Ahí están los chicos que busca! —Señaló al otro lado de la calle—. Se habrán escapado de la escuela. Alvirah se volvió.

—Quédese con el cambio —dijo mientras salía a toda prisa de la tienda.

*****

Una hora más tarde, desanimada, contó a Willy y Dennis O’Shea todo lo ocurrido.

—Cuando hablé con ellos, acababan de ver la foto de Nelly en el Post y la reconocieron. Esos pequeños canallas iban camino de la comisaría para informar que Nelly se les había acercado y les había preguntado dónde podía comprar un arma, porque necesitaba una enseguida, ofreciéndoles cien dólares por ella. Dicen que no sabían cómo conseguir una, pero que después apareció otro chico que se la vendió.

—¡Eso es una maldita mentira! —exclamó Dennis categóricamente—. Ayer por la mañana, antes de que Nelly saliera del apartamento, abrió su cartera. No pude por menos que ver que no llevaba más de dos o tres dólares. ¿Por qué mienten de esa manera?

—Porque Nelly les quitó el arma —dijo Alvirah—, y es su oportunidad de vengarse.

En aquel momento se dio cuenta de que no sabía por qué razón Dennis estaba en su casa hablando con Willy cuando ella llegó.

Cuando se lo explicaron, lamentó haberlo preguntado. Tenía el resultado de la autopsia. Una bala había rozado la frente de Tim. Las otras dos estaban alojadas en el corazón, y, por el ángulo de entrada, era evidente que habían sido disparadas cuando la víctima se encontraba en el suelo. El fiscal del distrito lo había llamado por teléfono para decirle que los cargos habían aumentado a homicidio en primer grado con agravantes; eso suponía un mínimo de quince años de cárcel. La negociación de culpabilidad tenía que establecerse sobre esa base, que lo tomara o lo dejara.

—Y cuando hablé con él todavía no había tenido noticias de esos chicos —concluyó Dennis.

—¿Lo sabe Nelly? —preguntó Alvirah.

—La he visto esta mañana, después de que usted se marchara. Piensa abandonar el hospital mañana para poner sus cosas en orden. Dice que debe pagar por su crimen.

—Me molesta sacar el tema —dijo Willy—, pero ¿es posible que Nelly comprara el arma y estuviera lo bastante loca como para matar a Tim a sangre fría?

—¡Le apuntó al corazón cuando estaba en el suelo! —exclamó Alvirah—. ¡No me lo creo!

—Pienso que no lo hizo a propósito —coincidió O’Shea—, pero el hecho es que lo mató. Sus huellas están en la pistola. —Se puso de pie—. Será mejor que llame por teléfono y ponga en marcha la respuesta a la acusación. Intentaré que den un poco de tiempo a Nelly antes de que deba empezar a cumplir condena.

—Nelly le cae bien —observó Willy cuando Dennis O’Shea se hubo ido.

—Ojalá hubiese estado todos estos años con un hombre como él —repuso Alvirah.

De repente se sintió vieja y cansada. «Soy una tonta entrometida», pensó. Una vez más se oyó a sí misma aconsejando a Nelly que se entrevistara con Tim, y la respuesta de ella: «Lo mataría».

Willy le acarició la mano y ella lo miró agradecida. Era su mejor amigo, además del mejor marido del mundo. La pobre Nelly había aguantado a un sujeto que no duraba en ningún trabajo, se peleaba con todo el mundo, bebía demasiado y parecía una ballena varada en la playa.

¿Por qué demonios Roxie se había casado con él?

Por el boleto de lotería, desde luego.

Aquella noche Alvirah no podía dormir. Repasó una y otra vez todos los detalles que se resumían en uno solo: quince años de prisión para Nelly Monahan. Al fin, a las dos de la madrugada abandonó la cama, con cuidado para no molestar a Willy que se hallaba en la segunda etapa de sueño. Al cabo de unos minutos, con la única compañía de una humeante tetera, se sentó a la mesa del comedor y escuchó de nuevo la cinta que había grabado en el primer encuentro con Nelly; después, la confesión que ésta había hecho tras salir de la comisaría bajo fianza.

Algo se le escapaba, pero ¿qué? Se levantó, fue al escritorio, cogió un bloc de notas y un lápiz, regresó a la mesa y rebobinó la cinta. Entonces empezó a tomar notas mientras la escuchaba.

A las siete de la mañana, cuando Willy se levantó, la encontró cavilando sobre aquellos apuntes. Sabía lo que ella estaba haciendo: así pues, puso agua a calentar y se sentó delante de su mujer.

—¿No sabes qué se te escapa? Déjame que eche un vistazo.

—No veo nada —dijo él al cabo de media hora—. Pero al leer sobre el sillón de Tim, me he acordado del viejo Buster Kelly. Recuerdo que también tenía un sillón y había insistido en llevárselo a la residencia de ancianos.

—Willy, repite eso.

—Buster Kelly insistió en llevarse su sillón…

—¡Willy, eso es! Tim estaba sentado en su sillón cuando Nelly llegó al apartamento. —Alvirah se inclinó sobre la mesa y cogió su bloc de notas—. Mira, Nelly dice que los hombres de la mudanza acababan de irse cuando ella llegó. ¿Por qué no se llevaron el sillón? —Se puso en pie de un salto—. ¿No te das cuenta, Willy? Tim tenía una razón para decirle a Nelly que la había engañado. Apuesto cualquier cosa a que Roxie acababa de decirle que no se lo llevarían. Había estado con él hasta conseguir el billete y presentarlo, pero ya no lo necesitaba.

A medida que lo explicaba, más segura estaba de haber dado en el blanco y crecía su animación.

—Tim intentaba que Nelly no reclamara su parte del premio, y nunca se le ocurrió pensar que Roxie lo traicionaría. Estoy convencida de que cuando ésta dijo a los hombres que no se llevaran el sillón, Tim tuvo el primer indicio de que Roxie pensaba abandonarlo.

—Y admitiendo ante Nelly que él la había estafado, creyó que recuperaría el billete y se quedaría con la mitad del dinero. Tiene sentido —coincidió Willy.

—Nelly no mató a Tim. La primera bala sólo le rozó la frente. Roxie no cogió la mano de Nelly para desviar el arma, sino para apuntar a Tim.

Se miraron. Los ojos de Willy brillaban de admiración.

—La pelirroja más lista del mundo —dijo—. Pero hay un pequeño problema, cariño. ¿Cómo lo vas a probar?

*****

¿Cómo probarlo? Alvirah hizo una lista de por dónde empezar. Hablaría con los hombres de la mudanza que se habían encargado del traslado de los muebles de Roxie. Tim dijo a Nelly que había guardado el billete de lotería en una caja de seguridad de un banco cerca de la calle Christopher. Buscaría ese banco y se enteraría de cuándo había alquilado Tim la caja y a nombre de quién. Por último, hablaría con el portero del edificio donde Roxie y Tim tenían su nido de amor.

Su cerebro trabajaba a toda máquina, sin embargo tenía la agobiante sensación de que se pasaba de revoluciones. En realidad resultaría casi imposible probar que Roxie había guiado la mano de Nelly.

A las nueve en punto telefoneó a Charley Evans del Globe y le explicó qué necesitaba. A las diez, él le devolvió la llamada. Le informó que la empresa Stalwart Van había efectuado la mudanza del apartamento de Tim y Roxie. Los tres hombres que habían realizado el trabajo estarían aquel día en la calle Cincuenta Este. El banco Greenwich Savings tenía una caja de seguridad a nombre de Timothy Monahan. La había alquilado el año anterior y cerrado tres semanas antes.

—Están dispuestos a hablar contigo —dijo Charley.

Alvirah tomó notas rápidamente.

—Charlie, eres un ángel —exclamó agradecida. Colgó el auricular y se volvió hacia Willy—. Vamos, cariño.

La primera parada tuvo lugar en la calle Cincuenta Este, donde los hombres de Stalwart Van estaban desmontando un apartamento. Willy y Alvirah se quedaron cerca de la camioneta, hasta que los tres aparecieron lidiando con el peso de un aparador de tres metros.

Alvirah esperó que lo metieran en el vehículo y luego se presentó:

—No los entretendré mucho tiempo, pero es importante que les haga unas preguntas.

Willy abrió su cartera y sacó tres billetes de veinte dólares.

Los hombres explicaron alegremente que Tim no estaba en el apartamento cuando ellos llegaron. En realidad, apareció por allí poco antes de las diez, y por lo visto su mujer no lo esperaba. «Te he dicho que fueras a cortarte el pelo. Pareces un espantajo», le había gritado Roxie.

El transportista más corpulento se echó a reír.

—Después, él le dijo algo de que tenía una cita a las diez que no le gustaría, y ella le contestó: «¿Una cita con la botella?».

—Cuando ya estábamos en la puerta, el hombre nos llamó y dijo que cargáramos el sillón, pero la mujer replicó que lo dejáramos —añadió el más menudo, que había llevado la parte pesada del aparador.

—Nada de todo esto probaría algo en un juicio —dijo Willy cuando abandonaron el banco Greenwich Savings, después de haber confirmado que Tim Monahan había alquilado una caja de seguridad hacía un año, a la mañana siguiente del sorteo, y había ido una sola vez, hacía tres semanas, el día en que el billete había sido presentado, acompañado por una mujer impresionante. El empleado reconoció la fotografía de Roxie. «Sí, era ella».

—Entró en la cámara acorazada y canceló la caja de seguridad media hora antes de que presentaran el boleto premiado en el despacho del empleado —dijo Alvirah llena de frustración.

—Sí, sé que lo hicieron —coincidió Willy—, pero…

—Pero legalmente no es posible demostrar que hubo fraude. Ay, Willy, quizá de nada sirva, al fin y al cabo, pero vayamos a echar un vistazo al apartamento donde vivían.

Giraron en la esquina y se toparon con un montón de espectadores apiñados contra las vallas, que observaban como Tom Cruise alcanzaba a Demi Moore que huía y se le ponía delante.

—Nelly dijo que el otro día estaban rodando una película —comentó Alvirah—. En fin, creo que tenemos cosas más importantes que cuestionar.

Se hallaban en la puerta de la calle Christopher 101, cuando oyeron una voz conocida.

—Tía Alvirah.

Ella y Willy se volvieron a mirar, mientras un joven delgado, con unas gafas en la punta de la nariz, se abría paso hasta ellos entre la gente con destreza.

—Pero si es el mismísimo Brian en persona.

Brian, guionista de éxito, era el hijo de la difunta hermana de Willy, Madaline, y el hijo que Willy y Alvirah nunca habían tenido.

—Pensaba que estabas en Londres —dijo Alvirah mientras lo abrazaba.

—Y yo que viajabais por Grecia. Acabo de regresar; querían que añadiera unos diálogos más. Soy el guionista de la película —dijo señalando las cámaras que estaban en la calle—. Ahora tengo que volver, nos vemos más tarde.

Calle abajo había una cámara elevada, fijada al techo de una camioneta. Alvirah tomó nota inconscientemente de ello mientras llamaba al portero del edificio.

Diez minutos más tarde, el hombre les mostraba el apartamento de tres habitaciones donde el difunto Tim Monahan había respirado por última vez.

—Tienen suerte —les informó el portero—. Roxie telefoneó ayer para decir que ya no quería el apartamento, así que nadie sabe todavía que está libre. Ustedes son la clase de inquilinos que al propietario le gustaría tener —añadió virtuosamente mientras pensaba en el cheque de mil dólares de Alvirah que tenía guardado en el bolsillo.

—O sea, que no lo había dejado a pesar de que se trasladaba a Florida.

—No, dijo que a lo mejor lo necesitaba, pero cambiaron el contrato y lo pusieron a nombre de Tim.

El sol iluminaba el gastado sillón del difunto Tim Monahan. El resto de la habitación estaba vacío. Todavía se veían los restos de las marcas de tiza hechas por la policía para indicar el lugar en que el cuerpo de Tim había caído.

Una sombra pasó sobre el sillón. Alvirah, sobresaltada, se volvió y se deleitó con el espectáculo de la cámara de la camioneta de Mirage Films que pasaba por fuera de la ventana.

—Eso es —dijo.

*****

A la mañana siguiente, Nelly Monahan se sentó en la silla de su habitación del hospital Lenox Hill, a la espera de que le dieran el alta. Tenía sobre la falda un bloc de notas y apuntaba en él todo lo que debía hacer antes de ir a la cárcel. Un entristecido Dennis O’Shea le había informado que el fiscal de distrito sólo admitiría que ella se declarara culpable de un delito menos grave si aceptaba quince años de cárcel, sin posibilidad de libertad condicional.

—Es justo —había respondido ella en voz baja—. Debo pagar por lo que hice.

Cuando el abogado le cogió la mano, Nelly hizo una mueca. Le dolía la muñeca; tal vez Roxie había tratado de arrancarle el arma con demasiada fuerza; además tenía un rasguño en el índice que se había hecho cuando intentaba conectar la grabadora oculta en el broche.

Dennis dijo que, en su opinión, ella debía ir ajuicio y que él la representaría. Pero ella le respondió que no era justo que la absolvieran. Había segado una vida.

«Dejar el apartamento —escribió—. Dar de baja el teléfono».

Levantó la vista y se encontró con una Alvirah elegantemente vestida, de pie en la puerta.

—¡Qué guapa está, Alvirah! —Exclamó con admiración—. ¿Sabe de qué color es el uniforme de la cárcel? Qué curioso, anoche estaba en la cama, despierta, pensando en esas cosas.

—No se preocupe por el uniforme de la cárcel —dijo Alvirah—. Aún podemos luchar. Ahora la llevaré a casa en un taxi. He hablado con Dennis y le he dicho que usted no irá, repito, no irá a la oficina del fiscal de distrito, ni firmará nada hasta que ponga mi plan en marcha, el cual empezará haciendo una entrevista a la desconsolada viuda del difunto Tim Monahan.

*****

Roxie Marsha Monahan no sabía qué ponerse para su reunión con Alvirah Mechan. Le entusiasmaba la idea de que el Globe publicara un artículo íntegro sobre ella. El artículo del Post le encantaba; aunque, lamentablemente, aquel lunes le había sido imposible ir a la peluquería, como tenía planeado. En la foto que le habían tomado mientras observaba cómo retiraban el cuerpo de Tim no estaba muy bien. Pero, por otro lado, como había llorado en plan histérico, era mejor que hubiera aparecido toda desgreñada. Redondeaba el efecto.

Miró alrededor. La suite del hotel Omni Park era muy bonita. Se había instalado en ella el día del asesinato. El fiscal del distrito le pidió que permaneciera en Nueva York por un período breve de tiempo, mientras se esclarecían todas las circunstancias del caso. Le dijo que, sin duda, Nelly se declararía culpable. Así pues, no habría juicio.

Roxie se dio cuenta de que iba a echar de menos Nueva York hasta cierto punto, pero le gustaba el golf y en Florida jugaría todos los días sin preocuparse del ajetreo de los platos para alguna fiesta aburrida. El negocio de servicios de comida era un infierno. Vaya, nunca más cocinaría ni siquiera unas judías para ella.

Sonrió. Desde el día en que el bobo de Tim le dio el boleto, poco antes de ir al despacho de loterías, una ligera sensación de ansiedad la embargaba. En realidad no era tan bobo. La primera noche, cuando él le mostró el billete premiado, ella se ofreció a guardárselo. Ni hablar, le contestó Tim. Primero quería asegurarse de que ella y él fueran realmente compatibles.

Tuvo que aguantar todos los días aquel rostro de idiota, escuchar sus ronquidos por la noche, ver cómo se apoltronaba en su destartalado sillón con una lata de cerveza en la mano y fingir que estaba contenta cuando él la baboseaba por todas partes con aquellos torpes besos. Se había ganado hasta el último céntimo de los más o menos doscientos mil dólares anuales menos impuestos que cobraría durante los siguientes veinte años.

Levantó los dos trajes negros que se había comprado en Annie Sez el día anterior. Uno tenía botones dorados. El otro, solapas con lentejuelas. El de los botones dorados iría bien. Las lentejuelas parecían demasiado festivas. Se vistió, se puso las pulseras habituales y anillos de turquesa. Sabía que no aparentaba los cincuenta y tres años que tenía, que con el cabello rubio y su figura llamativa todavía resultaba muy atractiva. Y podía permitirse el lujo de seguir así.

Todo eso significaba que tendría ocasión de pescar algún individuo interesante de verdad.

«Gracias, Tim Monahan. Gracias, Nelly Monahan. Es increíble cómo arranqué una victoria de las fauces de una derrota», pensó exultante. Su único error había sido decir la verdad a Tim cuando él vio que los hombres de la mudanza se marchaban y dejaban el sillón en la sala. Tendría que haberlo engañado de alguna manera. Si hubiese sabido que Nelly Monahan tocaría el timbre unos segundos después de que le dijera que se tiraría al río y que no pensaba irse, sin duda se habría callado la boca. Mientras se retocaba el carmín de los labios, sonó el teléfono. Alvirah Meehan estaba en el vestíbulo.

*****

—Queremos enfocar el artículo explicando cómo el hecho de que haya ganado la lotería ha desembocado en semejante tragedia para usted —se compadeció Alvirah mientras se sentaba frente a Roxie al cabo de unos minutos.

Roxie se enjugó los ojos.

—Lamento haber encontrado ese billete en el cajón de mi maquillaje. Lo descubrí debajo de una caja de pañuelos justo cuando acababa de leer un artículo sobre la cantidad de gente que no se da cuenta de que tiene un billete premiado y nunca se entera de que podría haber sido millonaria. Me reí y dije a Tim: «¿No sería fenomenal que éste fuera un billete premiado?».

Alvirah se inclinó un poco para que la grabadora del broche no se perdiera ni una palabra.

—¿Y él qué respondió?

—Ay, el pobrecito dijo: «No gastes una llamada a menos que sea un número de teléfono gratuito». —Roxie se secó las lágrimas—. Ahora lamento haber llamado.

—Preferiría seguir en el negocio de comidas, ¿verdad?

—Ay, sí —sollozó Roxie—. Sí.

Alvirah nunca usaba un vocabulario subido de tono, pero casi se le escapó un taco. En cambio, apretó los labios.

—Tengo algunas preguntas más —se las arregló para continuar—, y después el fotógrafo quiere tomarle unas fotos.

Los sollozos de Roxie cesaron de repente.

—Iré a retocarme el maquillaje.

Mel Levine, la mejor fotógrafa del Globe, tenía órdenes precisas: «Hágale buenos primeros planos de las manos».

*****

Willy tenía una hermana mayor monja, la hermana Cordelia, a quien no gustaba que la dejaran al margen de nada. Como sabía que Alvirah tenía algo que ver con Nelly Monahan, la mujer que había matado a su ex marido en presencia de la segunda esposa, Cordelia decidió hacer una inesperada visita al apartamento de Central Park sur.

Cordelia, acompañada de la hermana Maeve Marie, una joven ex policía que se había hecho novicia, se instaló en el salón. Cuando Alvirah volvió a casa se la encontró sentada en el sillón de orejas tapizado de terciopelo rojo que contrastaba con el largo hábito y el corto velo de la monja. Alvirah pensó, como le sucedía siempre que veía a su cuñada, que si alguna vez había una papisa, ésta tendría el aspecto de Cordelia.

—Cordelia ha venido a hacernos una visita —dijo Willy con la ceja derecha levantada. Era la seña de que no había puesto a su hermana al corriente de los planes.

—Espero que no le moleste, Alvirah —se disculpó la hermana Maeve Marie—. La madre superiora pensó que quizá necesitara nuestra ayuda.

Maeve tenía el cuerpo esbelto y disciplinado de una atleta. El rostro, dominado por sus grandes ojos grises, era arrebatadoramente bello. Su expresión, como la de Willy, decía: «Ya conoces a Cordelia».

—Bueno, ¿qué ocurre? —preguntó Cordelia, que fue directa al grano.

Alvirah sabía que no les quedaba más remedio que contarle la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Se hundió en el sofá… Le habría gustado haber tenido tiempo de tomarse una taza de té con Willy antes de la visita de Cordelia.

—Tenemos que hacer algo para probar la inocencia de Nelly. Yo tuve la culpa de que visitara a Tim, y no puedo permitir que pase el resto de su vida en la cárcel.

Cordelia asintió.

—¿Y qué piensas hacer?

—Algo que tal vez no te guste. Brian escribió un guión para Mirage Films.

—Lo sé, y confío que los realizadores no pongan demasiadas indecencias en la película. Pero ¿qué tiene que ver con la pobrecita de Nelly?

—El día del asesinato, Mirage estaba rodando una película justo en la puerta del edificio donde Roxie y Tim Monahan vivían. Intentaremos convencer a Roxie de que la cámara la filmó mientras desviaba la mano de Nelly para que apuntara la pistola hacia Tim.

—¿Vas a mentir? —estalló Cordelia.

—Así es. Brian consiguió que el productor accediera a cooperar. Mel, la fotógrafa del Globe, ha hecho muchas fotografías a Roxie. Además, tenemos varias más de ella, de cuando sacaban el cuerpo de Tim. Debemos encontrar una modelo que de lejos se parezca a ella. Le pondremos el mismo traje rayado que Roxie llevaba y haremos una toma en primer plano de ella mientras coge la mano de Nelly. Todavía tengo que hablar con Nelly, pero me las arreglaré para que participe.

Willy le hizo una seña de aprobación y continuó con la explicación.

—Cordelia, ya hemos dejado un depósito por el apartamento. El único mueble que había era el sillón de Tim, y allí sigue. Aún se ven las marcas de tiza donde cayó el cuerpo. Yo haré el papel de Tim. O sea, me tiraré al suelo junto al sillón. Nelly dijo que llevaba un traje gris y mocasines.

Los ojos de la hermana Maeve Marie brillaron de excitación.

—Cuando yo era policía llamábamos «montaje» a esto. Me encanta.

Willy miró a Cordelia. Sabía que Alvirah estaba decidida a llevar a cabo la estratagema. Aun así, era mejor que Cordelia no lanzara uno de sus sermones. Alvirah se hallaba bastante preocupada ya por haber ideado la estratagema que había metido a Nelly en tantos problemas. Cuando Cordelia no aprobaba un plan de acción, tenía la extraña manera de convencer a cualquiera de que fracasaría.

—Dios escribe derecho sobre líneas torcidas —dijo tras fruncir el ceño por un momento—. ¿Cuándo rodamos?

Alvirah sintió una oleada de alivio.

—Cuanto antes. Necesitamos una actriz que pueda personificar a Roxie. —Mientras hablaba, miraba a la hermana Maeve Marie. Ella, como Roxie, era alta y con un buen tipo. Además, también como ella, tenía las manos bien formadas, de dedos largos—. Me gustaría mucho que vinierais las dos —dijo con tono de sinceridad.

*****

Dos días más tarde estaban listos para dejar la trampa bien montada. En el apartamento de la calle Christopher, en que Tim Monahan había ido al encuentro de su Hacedor, Brian dirigía la escena.

—Tío Willy, túmbate aquí. Tuvimos que borrar las marcas de tiza, pero dibujamos el contorno con lápiz.

Willy, obediente, se tendió junto al sillón.

Brian y el camarógrafo se alejaron; el primero miró por el visor y a continuación consultó la fotografía que el jefe de redacción del Globe había conseguido tras sobornar a un ayudante del forense.

—No estás bastante gordo —señaló Brian.

—Qué suerte —murmuró Willy.

El problema se solventó cuando Brian se quitó el jersey y se lo puso a Willy debajo de la camisa.

Nelly estaba de pie en un rincón. Llevaba el mismo traje azul y la blusa estampada del día de su visita a Tim y Roxie. En el bolso tenía una pistola igual a la arrebatada a los chicos.

«Sólo han pasado cuatro días. Parece imposible», pensó. Echó una mirada a Dennis O’Shea, que le lanzó una sonrisa esperanzadora. Después, miró a la hermana Maeve, cuyo parecido con Roxie era asombroso. Llevaba una peluca rubia y una copia exacta del traje a rayas que Roxie vestía el día en que se convirtió en la viuda Monahan. Un enorme anillo de turquesas le llegaba al nudillo del índice. Las rojas uñas de acrílico acentuaban la largura de sus dedos, y le habían maquillado arrugas y manchas de edad en el dorso de la mano. «Igual que Roxie», pensó Nelly con un toque de satisfacción mientras observaba la tersura de las suyas.

La hermana Cordelia miraba los preparativos con los brazos cruzados sobre el pecho. A Nelly le recordaba a las monjas que había tenido en la escuela parroquial.

Brian le preguntó si estaba lista y ella asintió.

—Entonces vaya a la puerta, Nelly. Trate de hacer con toda exactitud lo que el otro día.

—Entonces usted todavía no puede estar muerto —dijo mirando a Willy.

Mientras éste se ponía de pie, ella se dirigió a la puerta.

—Roxie me hizo pasar —explicó—. Tim se encontraba sentado en su sillón. Me di cuenta de que estaba muy enfadado, pero pensé que era conmigo, porque le había dicho que me hallaba en fase terminal de una enfermedad. En fin, pasé junto a Roxie, me acerqué a él y le solté que deseaba saber la verdad antes de morir…

—Hágalo —ordenó Brian—. Maeve, vaya a la puerta.

Nelly había ensayado tanto el discurso que le había largado a Tim, que no le costó inclinarse sobre el sillón y volver a repetirlo. No le resultó difícil superponer el rostro de Tim al de Willy. Pero éste parecía preocupado.

—Tiene que empezar a sonreír —le indicó Nelly—. Fue muy cruel de tu parte, y no debiste hacerlo mientras te decía que me estaba muriendo.

«Ay, Dios mío —pensó Alvirah—, a lo mejor estoy equivocándome de nuevo».

Pero yo te perdoné enseguida porque admitiste que habías cambiado el billete. —Nelly abrió su bolso—. Y casi me desmayé cuando me di cuenta de que no tenía el broche. Abrí el bolso. Empecé a revolverlo así y Roxie vio el arma. —Se interrumpió de pronto—. Esperen un minuto. Roxie gritó a Tim que se callara, pero cuando me abrió la puerta acababa de decirle algo importante.

—No importa —repuso Brian—. No grabaremos el sonido.

Nelly se sentía como si volviese a ver una cinta de vídeo. Empezaba a recordar todo. Cogió el broche del fondo del bolso, y, como un eco, oyó a Roxie que gritaba por la pistola.

—Solté el broche, cogí el arma, la saqué y traté de enseñársela. Tim se levantó de un salto. La pistola se disparó. Tim gritó… ¿Qué gritó…? «¡Nelly, no pierdas los estribos. Dividiremos el billete!». Después se tiró al suelo.

«Se tiró al suelo —pensó Alvirah—, no se cayó. ¡Se tiró!».

Todo estuvo claro para Nelly en ese instante. Había pensado que le había disparado y empezó a desvanecerse, pero en aquel momento sintió una mano que se cerraba sobre la suya y que le retorcía la muñeca. «Por eso me duele. Así fue. Ahora estoy segura».

Pero Tim había dicho algo más, pensó. ¿Qué era? «Roxie…». Algo había dicho a Roxie.

Sintió que la mano de la hermana Maeve le retorcía la muñeca y apuntaba hacia abajo, hacia Willy, que representaba su papel en el suelo. «Aquí fue cuando me desmayé».

Las rodillas se le doblaron y se desplomó.

—Eso ha estado muy bien, Nelly —dijo Brian—. No hubiera creído que lo hiciéramos en una sola toma, pero me parece que lo hemos conseguido. Lo veremos para aseguramos, y después rogaremos a Dios para que Roxie no descubra el truco.

Nelly se incorporó. Cogió su bolso y empezó a buscar el broche, que no había devuelto a Alvirah todavía.

—Me pregunto… —dijo.

Alvirah experimentó ese maravilloso momento en que sabía por instinto que algo importante iba a suceder.

—¿Qué ocurre, Nelly? —preguntó.

—Ahora mismo me ha parecido oír la voz de Dennis enseñándome a poner en marcha la grabadora. Me dijo que debía apretar el broche con fuerza con el dedo. —Levantó el dedo índice de su mano derecha—. Este dedo me ha fastidiado desde el otro día. ¿Y si conecté la grabadora justo antes de enseñarle el arma a Roxie? No lo he comprobado. ¿Cree que habrá grabado la voz de Tim suplicando por su vida?

—¡Qué los santos nos ayuden! —exclamó Cordelia.

*****

El botón del broche que Alvirah había dado a Nelly seguía todavía en posición de encendido. La pila, por supuesto, estaba gastada. Alvirah sacó el minicasete con pericia y lo puso en su maquinita de bolsillo. Lo rebobinó y apretó el botón de play.

Los labios de Cordelia se movían en una oración silenciosa mientras Alvirah conectaba el aparato. De inmediato se oyó un disparo, y luego la voz de Tim diciendo a Nelly que no perdiera los estribos. Nelly que decía: «¡Ay, Dios mío, Dios mío! Lo siento». Después una voz brusca, la de Roxie: «¡Tim, cabrón!».

Y por último Tim que suplicaba: «¡No, Roxie, no! ¡Roxie, no me mates!».

Alvirah sintió que el brazo de Willy la rodeaba.

—Lo has logrado otra vez, cariño.

*****

Dos noches después, Nelly insistió en preparar la cena para la celebración que hicieron los seis: Alvirah y Willy, las hermanas Cordelia y Maeve, Dennis y ella.

Maeve, como antigua policía, había insistido en que debían presentar todas las pruebas al fiscal de distrito, el cual había mandado que uno de sus mejores agentes se pusiera en contacto con Roxie haciéndose pasar por el camarógrafo.

Cuando Roxie vio la cinta de vídeo y oyó la voz de Tim que le suplicaba por su vida, ofreció de inmediato al agente lo que quisiera si se la vendía. Después, con un hábil interrogatorio, la obligaron a confesar. Como consecuencia de todo ello, Roxie estaba procesada y Nelly había sido reivindicada y declarada legítima propietaria del billete de lotería.

Dennis había llevado champán. Nelly, con ojos húmedos, agradeció el brindis e hizo otro:

—Por ustedes y por Brian. Lamento que hoy deba estar en Hollywood, con todos esos terremotos.

Al cabo de unos minutos, mientras observaba cómo Dennis cortaba la suculenta pierna de cordero que ella había preparado según su propia receta, añadió:

—Me resulta todo tan increíble.

El resto de la cena consistió en ensalada de cebolla y tomate, puré de patatas, judías verdes salteadas, pastas de hojaldre, gelatina de menta, pastel de manzana tibio y café.

Nelly estaba radiante de alegría mientras agradecía los cumplidos.

A las nueve, Cordelia y Maeve se levantaron para marcharse.

—Willy, quiero verte mañana a primera hora —ordenó Cordelia—. Trae tu caja de herramientas; tengo un montón de trabajitos para ti.

—Nosotros también nos vamos. Os llevamos —dijo Willy.

—No me muevo de aquí sin antes ayudar a Nelly a recoger todo esto —anunció Alvirah con determinación, antes de sentir que Willy le daba un leve puntapié por debajo de la mesa.

Se volvió para seguir su mirada. Nelly y Dennis se sonreían mirándose a los ojos.

—Creo que es hora de irnos, cariño —dijo Willy con firmeza, mientras apoyaba las manos en el respaldo de la silla de su mujer.