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La fiscal Barbara Krause estudió la foto que los paparazzi habían sacado a Peter Carrington y a su nueva esposa, Kay, caminando por una playa de República Dominicana. «Feliz es la novia sobre la que hoy brilla el sol», pensó con sarcasmo mientras dejaba el periódico a un lado.

Barbara, de cincuenta y dos años, se había licenciado en derecho y empezó su carrera en el despacho de un juez de lo penal del condado de Bergen; un año después, pasó al otro lado del estrado y se incorporó al ministerio fiscal. Durante los veintisiete años siguientes fue escalando posiciones: llegó a primer ayudante del fiscal y, por último, tras la jubilación de su predecesor hacía tres años, a jefa de la fiscalía. Aquel mundo le fascinaba, una pasión que compartía con su esposo, juez de un tribunal de lo civil en el cercano condado de Essex.

Susan Althorp desapareció cuando Barbara llevaba sólo unos pocos años en el cargo de fiscal. Debido a la importancia de las dos familias, los Althorp y los Carrington, el caso se había investigado desde todos los ángulos posibles. El hecho de no ser capaces de resolverlo, o siquiera de condenar al sospechoso número uno, Peter Carrington, había sido un trago amargo para Barbara y sus predecesores.

De vez en cuando, a lo largo de los años, Krause sacaba el archivo de Susan Althorp y lo examinaba: intentaba abordarlo con una mirada nueva, señalaba con el rotulador algún testimonio, escribía un signo de interrogación detrás de algunas declaraciones. Lamentablemente, sus esfuerzos no la habían llevado a ninguna parte. Ahora, sentada ante su mesa, recordó la declaración de Peter Carrington.

Afirmó que aquella noche había dejado a Susan en la puerta de su casa.

«—No esperó a que le abriese la puerta del coche. Subió deprisa los escalones del porche, giró la manilla de la puerta, se despidió con la mano y entró en la casa.

»—¿Ésa fue la última vez que la vio?

»—SÍ.

»—¿Y qué hizo entonces?

»—Volví a casa. Aún quedaban algunas personas bailando en la terraza. Yo había pasado la tarde jugando al tenis y estaba cansado. Aparqué el coche en el garaje y entré en la casa por la puerta lateral, subí directamente a mi habitación y me acosté. Me quedé dormido de inmediato».

«Ojos que no ven, corazón que no siente», pensó Barbara. Curiosamente, Carrington contó esa misma historia para la noche que se ahogó su mujer.

Consultó su reloj. Era hora de irse. Había presenciado un juicio por homicidio, sólo como observadora, y las conclusiones finales estaban a punto de empezar. En ese caso no se ponía en duda la identidad del asesino; se trataba de saber si el jurado consideraba al acusado culpable de asesinato o de homicidio no premeditado. Una disputa doméstica había degenerado en violencia, y el padre de tres niños iba a pasarse entre veinticinco y treinta y cinco años en la cárcel por matar a su esposa.

«Que le aproveche. Por su culpa, esos niños se han quedado solos —pensó Barbara mientras se ponía en pie para regresar a la sala—. Tendría que haber aceptado la oferta de veinte años que le hicimos». Con su metro ochenta de estatura y su pertinaz problema de sobrepeso, Barbara sabía que en el tribunal la llamaban «la libero», una referencia al fútbol. Dio un último sorbo a la taza de café que tenía sobre la mesa.

Mientras lo hacía, volvió a posar la vista en la fotografía de Peter Carrington y de su nueva esposa.

—Ha disfrutado de veintidós años de libertad desde que desapareció Susan Althorp, señor Carrington —dijo en voz alta—. Le atraparé y juro que no podrá alegar homicidio involuntario. Le acusaré de asesinato, y conseguiré que lo condenen.