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Peter Carrington y yo nos casamos en la Lady Chapel de la catedral de St. Patrick, donde treinta años antes mis padres intercambiaron sus votos.

Para Maggie, lo más irónico era que ella fue el catalizador que nos unió.

La recepción para la alfabetización en la mansión de los Carrington fue un éxito total. El matrimonio de mayordomos, Jane y Gary Barr, trabajó conmigo y con el proveedor del catering para tener la seguridad de que todo saldría perfecto.

Elaine Walker Carrington y el hermanastro de Peter, Richard, se hicieron notar derrochando su refinado encanto mientras saludaban a los invitados. Salvo por los ojos tan hermosos que tenían los dos, me sorprendió lo poco que madre e hijo se parecían físicamente. No sé por qué, esperaba que el hijo de Elaine Carrington se pareciese al apuesto Douglas Fairbanks júnior, pero nada más lejos de la realidad.

Vincent Slater estaba por todas partes, pero siempre en segundo plano. Debido a mi tendencia a analizarlo todo, me dediqué a hacer hipótesis sobre cómo habría entrado aquel individuo en la vida de Peter. ¿Sería el hijo de alguien que trabajó para el padre de Peter? Después de todo, yo soy la hija de alguien que trabajó para el padre de Peter. ¿O quizás era un amigo de la universidad al que habían invitado a unirse al negocio familiar? Nelson Rockefeller invitó a su compañero de habitación en Dartmouth, un estudiante becario del Medio Oeste, a trabajar para su familia. Aquel hombre se convirtió en multimillonario.

Llegó el momento de que dijera unas palabras y presenté a Peter. Nada revelaba la presión a la que estaba sometido cuando recibió a los invitados y habló de la importancia de nuestro programa de alfabetización.

—Dar dinero para ayudar está bien —dijo—, pero es igual de importante contar con gente, personas como ustedes, que dedique un poco de su tiempo, de forma regular, a enseñar a otros a aprender a leer. Como supongo que todos ustedes saben, yo viajo mucho, pero me gustaría colaborar en la campaña para la alfabetización en otro sentido. Ofrezco mi casa para que esta reunión se celebre anualmente.

Entonces, mientras los asistentes aplaudían, se volvió hacia mí y me dijo:

—¿Le parece bien, Kathryn?

¿Fue ése el momento en que me enamoré de él, o ya lo estaba?

—Sería maravilloso —contesté, mientras el corazón se me derretía.

Justo aquel día había aparecido otro artículo en la sección de economía del New York Times que llevaba por título «¿Es hora de que Peter Carrington se vaya?».

Peter, sin dejar de mirarme, levantó el pulgar y luego, sonriendo a los invitados y estrechando la mano de algunos de ellos, se fue por el pasillo hacia la biblioteca. Sin embargo, vi que no entraba en ella. Pensé que quizá se había escabullido por la escalera de atrás, o que incluso había salido de la casa.

Yo me había pasado el día entrando y saliendo de la mansión para supervisar el trabajo de los encargados del catering y de los adornos florales, y para asegurarme de que las personas que recolocaban los muebles no rompiesen ni rayaran nada. Aquel día me hice amiga de los Barr. Durante un rápido almuerzo en la cocina, frente a una taza de té y un bocadillo, me hablaron del Peter Carrington que conocían: el niño de doce años que enviaron a Choate tras la muerte de su madre; el estudiante de Princeton de veinte años al que no dejaban de acosar con preguntas sobre la muerte de Susan Althorp; el esposo de treinta y ocho años cuya esposa embarazada apareció muerta en la piscina de la casa.

Gracias en gran medida a la ayuda de esta pareja, todo salió perfecto. Me quedé hasta que comprobé que todos los invitados habían abandonado la casa, que todo estaba limpio y que los muebles ocupaban de nuevo sus lugares originarios. Aunque no perdí la esperanza, Peter no apareció por allí, y yo empecé ya a pensar la manera de volver a verlo pronto. No quería esperar hasta el momento de programar la recepción del año siguiente.

Pero entonces, por un descuido y, por supuesto, sin pretenderlo, Maggie nos reunió de nuevo. Yo la había llevado en coche a la fiesta, y ella esperaba que la acompañase de vuelta a su casa. Mientras Gary Barr abría la puerta delantera para que saliésemos, Maggie se enganchó la puntera del zapato en el umbral, ligeramente elevado, y cayó al suelo con ímpetu; casi rebotó en el suelo de mármol del vestíbulo.

Grité. Maggie es mi madre, mi padre, mi abuela, mi amiga y mi mentora, todo en uno. Es todo lo que tengo. Y tiene ochenta y tres años. A medida que van pasando los años, me preocupo más por ella; he asumido el hecho inevitable de que no es inmortal, aunque sé que luchará con todas sus fuerzas antes de perderse serena en la última noche.

Desde el suelo, Maggie me espetó:

—¡Por el amor de Dios, Kay, calla ya! No me he hecho daño, aunque mi dignidad está un poco maltrecha, claro.

Se incorporó sobre un codo, intentó ponerse en pie y perdió el conocimiento.

En mi mente, lo que pasó durante la hora siguiente es muy confuso. Los Barr telefonearon a una ambulancia, y supongo que comunicaron a Peter Carrington lo que había pasado, porque de repente lo vi a mi lado, arrodillado junto a Maggie, buscándole con los dedos el pulso en la garganta, mientras me decía con voz tranquilizadora:

—Parece que tiene un corazón fuerte. Creo que se ha golpeado en la frente. Se le está hinchando.

Siguió a la ambulancia hasta el hospital, y esperó conmigo en la sala de urgencias hasta que el médico aseguró que Maggie sólo padecía una leve conmoción, aunque esa noche preferían que permaneciese ingresada. Cuando la llevaron a una habitación, Peter me acompañó con el coche hasta casa de Maggie.

Creo que temblaba tanto a consecuencia del disgusto y del alivio, que tuvo que quitarme las llaves de la mano para abrir la puerta. Luego entró conmigo, encendió la luz y me dijo:

—Me parece que te sentaría bien una copa. ¿Tu abuela tiene algún licor en casa?

Creo que aquella pregunta hizo que soltase una risa un tanto histérica.

—Maggie asegura que si todo el mundo siguiera su régimen de tomarse un ponche caliente todas las noches, a los fabricantes de somníferos se les acabaría el negocio.

Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba intentando contener las lágrimas. Peter me dio su pañuelo.

—Entiendo cómo te sientes —dijo.

Nos bebimos un whisky. Al día siguiente, le envió flores a Maggie y me llamó para proponerme que comiéramos juntos. Después de eso nos vimos todos los días. Yo estaba enamorada y él también. Maggie, sin embargo, estaba angustiada. Seguía convencida de que Peter era un asesino. La madrastra de Peter insinuó que debíamos esperar, que era demasiado pronto para estar seguros de nuestros sentimientos. Sin embargo, Gary y Jane Barr estaban encantados con la noticia. Vincent Slater sacó el tema del contrato prenupcial y se mostró aliviado cuando le dije que no tenía inconveniente en firmarlo. Peter se enfureció y Vincent se escabulló discretamente. Le dije a Peter que había leído que si el matrimonio duraba poco tiempo, la compensación económica era muy limitada. Le aseguré que no tenía problemas con ese tema. También le dije que ese asunto no me preocupaba porque sabía que siempre estaríamos juntos y que tendríamos hijos.

Por supuesto, más tarde Peter y Slater hicieron las paces, y el abogado de Peter redactó un acuerdo generoso. Peter insistió en que me buscara un abogado propio, para que pudiera estar segura de que todo era correcto. Lo hice y, unos días más tarde, firmé el documento.

Al día siguiente en Nueva York y, sin alharacas, organizamos nuestra boda. El 8 de enero nos casamos en la Lady Chapel de la catedral de St. Patrick, donde nos comprometimos solemnemente a amarnos, honrarnos y cuidarnos hasta que la muerte nos separase.