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Elaine no hizo comentarios sobre los cambios que había hecho en el salón, por lo que deduje que no eran de su agrado. Lo encajó bien, aunque imaginé cómo debía de sentirse. Seis meses antes ni siquiera conocía mi existencia. Vivió en esta casa durante los cinco años que estuvo casada con el padre de Peter, y después de la muerte de éste se quedó en ella, gobernando la mansión, hasta que Peter se casó con Grace Meredith. Ahora era mía.

«Ése fue el momento en que todo cambió. La señora Elaine Carrington se trasladó a la otra casa, y Peter nos invitó a regresar —me había contado Jane Barr—. La señora Grace Carrington eligió a las personas del servicio que más le agradaban y se las llevó a su apartamento. En realidad, allí era donde vivía, donde celebraba sus fiestas, de modo que a pesar de que había una nueva señora de la casa, la señora Elaine Carrington dirigía la mansión aunque ya no viviera en ella».

En los años posteriores a la muerte de Grace, Elaine se convirtió en la dueña de facto de la casa. Y entonces llegué yo y lo estropeé todo.

Yo sabía que, sin contarme a mí, Elaine era lo más cercano a un pariente que Peter tenía, y hubiera sido muy natural por su parte que, de haber ido Peter a la cárcel, hubiese recurrido a ella en busca de consuelo. Y Peter era generoso.

No estaba segura de si Vincent Slater se comportaba conmigo con frialdad o me tenía miedo. No sabía si creía que yo había traicionado a Peter al contratar a Nicholas Greco, o si tenía miedo de que Greco descubriese algo que le incriminara. Greco había apuntado la posibilidad de que Vincent estuviera compinchado con Barr. La verdad es que yo no había tenido tiempo de pensar mucho en esa posibilidad.

A favor de Richard Walker diré que fue la chispa de aquella noche. Contó anécdotas de cuando trabajaba en Sotheby's, con poco más de veinte años, y nos habló sobre el experto en arte para el que iba a trabajar en Londres.

—Es un tipo encantador —dijo—, y es el momento perfecto para mudarme. Me libraré de pagar el alquiler de la galería, y sacaré algo de dinero por traspasarla. Mi apartamento está en manos de una inmobiliaria, y ya me han hecho algunas ofertas.

Al principio evitamos hablar de Peter, pero durante la cena fue imposible no darse cuenta de que estábamos allí, cenando en su casa, mientras él estaba metido en una celda.

—Le he dado buenas noticias —dije—. Le he comunicado que vamos a ser padres.

—¡Lo sabía! —exclamó Elaine, triunfante—. No hace ni un par de horas que le dije a Richard que te lo preguntaría… Tenía mis sospechas.

Tanto Elaine como Richard me dieron un abrazo fuerte y aparentemente sincero.

No así mi otro invitado, Vincent Slater. Nuestras miradas se cruzaron, y vi en sus ojos una expresión que me asustó. No supe cómo interpretarla, pero durante un instante relampagueó en mi mente la imagen de la otra esposa embarazada de Peter flotando en la piscina.

A las nueve estábamos tomando el café en la biblioteca. A esas alturas ya se nos habían acabado los temas de conversación, y se palpaba un ambiente de forzada cortesía. Sentí tanta hostilidad en aquella habitación, que me prometí que nunca más llevaría a aquella gente a una estancia tan especial para Peter. Me di cuenta de que los tres despreciaban a Gary Barr. Sabía que Elaine sospechaba que Barr había robado la camisa de Peter. Greco me dijo que Barr admitió el robo, y sabíamos que luego Vincent la encontró y la tenía en su poder.

No podía estar segura de si alguno de ellos, incluido Barr, había visto la página de la revista People en la esquina de la mesa de Peter. La había colocado de tal modo que era difícil no verla. Aún no entendía qué importancia podía tener, pero si provocaba una reacción en alguno de los invitados, quizá me diera una pista.

A las nueve y media todos se levantaron para irse. El estrés de aquella velada había empezado a agotarme. Si alguno de aquellos hombres era el mismo a quien amenazó Susan Althorp en la capilla hacía tantos años, esa noche no lo averiguaría.

En la puerta delantera, Vincent y yo deseamos buena suerte a Richard en Londres. Él me dijo que, si le era posible, volvería para el juicio de Peter, para darle apoyo moral.

—Aprecio a Peter, Kay —dijo Richard—. Siempre me ha gustado. Y sé que te quiere.

Hacía tiempo Maggie me había dicho que se puede amar a una persona aunque no te gusten todas sus cualidades. «Monseñor Fulton Sheen era un gran orador que llevaba un programa de televisión hace cosa de cincuenta años —me contó—. Un día dijo algo que realmente me impresionó. Dijo: "Odio el comunismo, pero amo al comunista"».

Creo que eso era lo que Peter sentía por Richard. Le gustaba la persona, pero despreciaba su debilidad.

Cuando se marcharon todos y cerré la puerta, regresé a la cocina. Los Barr estaban a punto de irse.

—Las copas están lavadas y guardadas, señora Carrington —me dijo Jane con cierto nerviosismo.

—Señora Carrington, si necesita cualquier cosa durante la noche, ya sabe que sólo tardaríamos un minuto en venir —añadió Gary Barr.

Pasé por alto el ofrecimiento y comenté que me parecía que todos habían disfrutado mucho de la cena. Les di las buenas noches y salieron al exterior por la puerta de la cocina. Cerré esa puerta con doble vuelta.

Al final del día había tomado por costumbre sentarme un rato en la biblioteca de Peter. Me sentía cerca de él. Revivía la primera vez que entré en aquella estancia y lo vi sentado en su butaca. Sonreía al recordar cómo se le resbalaron las gafas de lectura cuando se levantó para saludarme.

Pero esa noche no me quedé allí mucho tiempo. Estaba agotada emocional y físicamente. Empezaba a temer que Nicholas Greco no lograse encontrar nada que contribuyera a la defensa de Peter. Era tan prudente cuando le preguntaba sobre lo que había descubierto… Quizás incluso estaba enterándose de cosas que perjudicaban a Peter.

Me levanté de la butaca y me acerqué a la mesa. Quería llevarme arriba la página de la revista People. No quería olvidármela. Greco había insistido mucho en que se la enseñara a Peter en la siguiente visita.

Había sujetado la página con una magnífica lupa antigua de Peter; la lupa quedaba sobre el fondo de la foto de Marian Howley.

Una parte de la zona ampliada incluía un cuadro en la pared, detrás de Howley. Levanté la lupa y examiné la pintura. Era una escena pastoral, idéntica a la que yo había quitado del comedor. Cogí la página y la lupa, y subí deprisa al segundo piso. Había cambiado algunos cuadros, y tuve que buscar entre una pila que había dejado en el suelo; cada cuadro estaba cubierto y protegido cuidadosamente.

El marco pesaba mucho; tiré de él con cuidado y al final conseguí sacarlo del montón. Lo apoyé contra la pared y me senté con las piernas cruzadas delante de él. Con la ayuda de la lupa, lo examiné a fondo.

No soy una experta en arte, de modo que el hecho de que aquel cuadro no me gustase especialmente no significaba que no fuera valioso. Estaba firmado en una esquina —ponía Morley— con la misma floritura que el que ahora colgaba en el comedor. El contenido de los dos cuadros era básicamente el mismo. Pero el otro llamaba la atención, y éste no. La fecha que figuraba en esta pintura era 1920.

¿Era posible que Morley lo hubiera pintado en 1920 y luego hubiera trabajado en otros cuadros parecidos, pero con más habilidad? Era posible, sí. Pero entonces vi lo que sólo podía apreciarse si te fijabas mucho: debajo de la firma de Morley había otro nombre.

—¿Qué se supone que estás haciendo, Kay?

Me di la vuelta. Vincent Slater estaba en la puerta, mirándome, con el rostro pálido y los labios comprimidos en una línea recta. Empezó a acercarse y yo me encogí en un intento de alejarme.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —volvió a preguntar.