Barbara Krause y Tom Moran se habían quedado en el despacho después de que el resto del personal de la fiscalía hubiera dado las buenas noches y se hubiese ido para el fin de semana. Después de que Barbara recibiese la llamada, le pidió a Moran que sacase el archivo de Susan Althorp para que pudieran revisar las afirmaciones que el embajador Althorp hizo en el momento en que desapareció su hija.
El embajador había telefoneado a Barbara solicitando una cita, y había dicho que tendrían que quedar tarde porque acudiría acompañado de su abogado.
—Siempre consideramos posible que fuera él quien lo hizo —dijo Moran—, aunque sólo remotamente. Tal vez, ahora que su esposa ha muerto, necesite limpiar su nombre. Si no, ¿por qué iba a molestarse en venir con su abogado?
A las ocho en punto, Althorp y su abogado entraron en el despacho de la fiscal.
Lo primero que Krause pensó al ver a Althorp fue que parecía enfermo. La tez rubicunda que recordaba de la última vez que lo vio había adoptado una extrema palidez, y tenía las mejillas hundidas.
«Cualquiera diría que a este tío le acaban de dar un puñetazo en el estómago», pensó.
—Hemos enterrado a mi querida esposa —empezó el embajador Althorp—. Ya no puedo protegerla. Después del funeral les dije a mis hijos algo que he mantenido en secreto durante veintidós años. A su vez, uno de ellos me contó algo que Susan le había confesado la Navidad antes de su muerte, y esta nueva información lo cambia todo. Creo que la justicia ha cometido un tremendo error, y asumo la responsabilidad que me corresponde.
Barbara Krause y Tom Moran lo observaron atónitos, en absoluto silencio.
—El embajador Althorp desea declarar —dijo su abogado—. ¿Están listos?