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—Era Slater —dijo Gary Barr a su esposa cuando entró en la cocina—. Puedes contar con su puntualidad. El reloj da las siete, y ahí está él, tocando el timbre.

—¿Por qué le odias tanto? Siempre se ha portado bien contigo —dijo Jane mientras metía tartaletas de queso en el horno. Cerró la puerta y se volvió hacia su marido—. Tienes que cambiar de actitud, Gary, aunque tal vez sea demasiado tarde. Me he dado cuenta de que la señora Carrington no se siente cómoda cuando estás cerca. Por eso la mayor parte de las noches prefiere que no nos quedemos para servir la cena.

—Fue ella la que me puso en contacto telefónico con Slater para que hiciera ese recado estúpido en Nueva York. Fue ella quien quiso que registraran la casa. Incluso te pidió que respondieras al teléfono para asegurarse de que no te acercabas a casa por ningún motivo.

Gary Barr se dio cuenta demasiado tarde de que había hablado más de la cuenta. Jane no sabía nada de la camisa de Peter Carrington, ni se había dado cuenta de que les habían registrado la casa.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Jane—. ¿Quién buscaba qué? ¿Y por qué?

El timbre de la puerta volvió a sonar. «Salvado por la campana», pensó Gary Barr cuando se apresuró a ir a abrir la puerta. Esta vez eran Elaine Carrington y su hijo Richard.

—Buenas tardes, señora Carrington, señor Walker.

Elaine pasó a su lado como si no estuviera.

Walker se detuvo.

—Le aconsejo que, por su propio bien, devuelva lo que se llevó de casa de mi madre. Sé más cosas de usted de las que imagina, y no me preocupa usar esa información.