74

Vincent Slater fue el primero en llegar. Como siempre, aparcó en el camino trasero de la mansión y sacó la llave con intención de entrar por las puertas francesas que daban a su despacho.

La llave no giraba: habían cambiado la cerradura.

«¡Maldita sea! —renegó—, ¡maldita sea esa mujer! Kay Lansing, la hija del paisajista, deja fuera de la casa de Peter Carrington a la única persona que lo ha protegido desde que era un crío. Y sigue protegiéndolo —pensó Slater amargamente—. ¡Si ella supiera!

»Si le hubiera dado la camisa, se la habría enseñado a ese detective, y ahí habría acabado todo. Finge estar loca por Peter, pero tal como van las cosas, él acabará pudriéndose en la cárcel mientras ella disfruta de la fortuna de los Carrington.

»Quizá. Pero también puede que no lo consiga», caviló.

Su rabia crecía a cada paso que daba. Slater rodeó la mansión, saludó brevemente con la cabeza al guardia y se acercó a la puerta delantera. Por primera vez en casi treinta años, pulsó el timbre y esperó a que le invitaran a entrar.