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—Contrólate, Richard —dijo Elaine Carrington a su hijo cuando vio que se servía el segundo vodka—. Tomaremos un cóctel en la mansión, y luego vino durante la cena.

—Vaya, nunca se me habría ocurrido —dijo Richard.

Elaine contempló angustiada a su hijo. Richard había estado tenso desde que entró, lo que seguramente significaba que había hecho alguna apuesta después de recibir uno de sus soplos habituales. «Pero a lo mejor no es eso —pensó, intentando tranquilizarse—. Sabe que yo ya no puedo pagar sus pérdidas».

—¿Qué crees que pasará si condenan a Peter? —preguntó Richard de repente—. ¿Kay se quedaría sola en la mansión?

—Va a tener un bebé —contestó Elaine, cortante—. No estará sola mucho tiempo.

—No me lo habías dicho.

—Kay no me lo dijo. Lo sé por la hija de Linda Hauser, que se encontró con Kay en la consulta del doctor Silver.

—Eso no significa que esté embarazada.

—Confía en mí, lo está. De hecho, se lo preguntaré esta noche, y apuesto a que lo confirmará.

—Así que tenemos un heredero para la fortuna de los Carrington —dijo Richard con una mueca despectiva—. ¿No es maravilloso?

—Tranquilo. Tengo intención de ser la perfecta abuela adoptiva. Kay entiende que escondí aquella camisa para salvar a Peter, y me lo agradece. No dársela fue un error tremendo, porque de ese modo habría estado en deuda conmigo para siempre. Ahora me considera una chantajista que no cumplió su parte del trato.

—Que es lo que eres —apostilló Richard.

Elaine golpeó la mesa con el vaso de vino que estaba bebiendo.

—¡No te atrevas a hablarme así! Si no fuera por ti, viviría de los intereses de diez millones de dólares, un millón al año. Entre tus apuestas y tus desastrosas inversiones, me has dejado seca, Richard, y lo sabes. Me has hecho padecer todas las torturas de los condenados, ¡y encima ahora me insultas! ¡Vete al infierno, Richard! ¡Vete al infierno!

El rostro de Elaine se contrajo cuando su hijo cruzó la habitación en dos zancadas.

—Vamos, no digas eso —pidió, cariñoso—. Somos tú y yo contra el mundo… incluyendo la maldita saga de los Carrington. ¿Verdad, mamá? —con voz zalamera, añadió—: Venga, mamaíta, hagamos las paces.

—Oh, Richard —suspiró Elaine—. Me recuerdas tanto a tu padre… Recurría a su encanto para hacer las paces. Siempre lo mismo.

—Tú estabas loca por mi padre. Lo recuerdo.

—Sí, es cierto —dijo Elaine en voz baja—. Pero incluso cuando estás loca por alguien, en determinado momento puedes cansarte de todo. Recuérdalo, Richard. Y olvídate de ese segundo vodka, tómatelo en la mansión. Es hora de irse: tenemos que estar allí a las siete.