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«Cuanto más descubro, menos sé», pensó Nicholas Greco mientras entraba con el coche en la finca de los Carrington. Habían avisado al guardia de su llegada, de modo que le saludó cuando Greco entró en el camino de acceso a la mansión.

El día anterior llamó para solicitar una reunión con Gary Barr, y dejó claro que no quería que Jane estuviera presente.

«No sé hasta qué punto su esposa conoce sus actividades —le dijo a Barr—, pero a menos que haya compartido con ella todas sus experiencias, le aconsejo que programe nuestra reunión cuando ella no esté por allí».

«Estaré haciendo recados hasta el mediodía —le respondió Barr—. Jane siempre está en la mansión a esa hora —y con un tono de voz hostil e inquieto, añadió—: No sé por qué se molesta en quedar conmigo. Ya he contado todo lo que sé sobre la muerte de esa chica, y cuando el jardinero desapareció yo ni siquiera trabajaba en esta finca».

«Espero que mi estrategia de darle tiempo para que se preocupe por el motivo de mi visita funcione», pensó Greco mientras aparcaba el coche y se acercaba hasta la casita.

Era un estrecho edificio de piedra, con ventanas de cristales emplomados. Cuando Gary Barr abrió la puerta y le invitó a entrar, claramente molesto, el interior de la casa le sorprendió y le impresionó. Habían sacado todo el partido posible del limitado espacio convirtiendo el primer piso en una amplia estancia donde la cocina, el comedor y el salón estaban unidos armoniosamente. La hermosa chimenea de piedra y el alto techo de vigas creaban una sensación de atemporalidad. «¿Cuántas generaciones habrán vivido en esta casa durante los cuatrocientos años transcurridos desde que la construyeron en Gales?», se preguntó Greco.

«Es una residencia cómoda para una pareja de sirvientes —pensó—, mucho más agradable que la que tienen la mayoría de los trabajadores». Se dio cuenta de que todo estaba limpísimo. A lo largo de sus años como investigador, había conocido a criadas cuyas casas estaban lejos de ser un modelo de limpieza.

Sin que Gary le invitase, eligió una silla de respaldo recto cerca del sofá, se sentó y, con un tono deliberadamente frío, dijo:

—Señor Barr, creo que no deberíamos hacernos perder el tiempo. Vayamos al grano: usted suministraba drogas a Susan Althorp.

—¡Eso es mentira!

—¿Seguro? Cuando llevaba a esas jóvenes en el coche, y Susan se sentaba delante, usted se esforzó por convertirse en su «colega». Pero en el asiento de atrás iban otras tres chicas. Una de ellas, Sarah Kennedy, era la mejor amiga de Susan. ¿Cree de verdad que Susan no le confiaba sus secretos?

Era el tipo de pregunta engañosa que a Greco le gustaba formular, de esas que a menudo suscitaban una respuesta sincera.

Gary Barr no respondió, pero miró alrededor, nervioso, como si alguien más pudiera escuchar la conversación. «Un fisgón crónico siempre tiene miedo de que alguien le espíe a él», pensó Greco con desprecio.

—Usted y su esposa trabajaron regularmente para los Althorp durante los años que no sirvieron a los Carrington. He visto cuál es la actitud del embajador Althorp hacia sus empleados. Eso debía de molestarle mucho, ¿no es cierto, señor Barr? Qué venganza más dulce debió de ser meter a la joven hija de la familia en las drogas, y luego negarse a proporcionárselas a menos que le pagase de inmediato… Aquella noche, después de regresar a casa, volvió a salir porque usted la esperaba. ¿No es eso lo que sucedió?

Gary Barr se enjugó el sudor que le perlaba la frente.

—No intente asustarme. Conozco la ley. Aunque hubiera vendido un poco de cocaína, eso pasó hace veintidós años. Según la ley, el delito prescribió hace mucho tiempo. Consúltelo.

—No tengo que consultar nada, señor Barr. Sé lo que dice la ley, y tiene usted razón. Lamentablemente, no se le puede juzgar por venderle drogas a aquella pobre chica, pero supongo que usted también sabrá que no existe una ley de exención en caso de asesinato.

—¿Asesinato? ¡No lo dirá en serio! Yo no…

Greco le interrumpió.

—Si voy a la fiscal y le cuento lo que sé, abrirán otra investigación. Usted recibirá una citación judicial y no podrá aferrarse a la Quinta Enmienda. Aunque se niegue a declarar, no podrán procesarle, pero podrán acusarle de perjurio, y lo harán, si miente al gran jurado sobre su relación con Susan y sobre cualquier cosa que sepa sobre su desaparición, así que será mejor que llegue limpio.

—¡De acuerdo, estuve allí! —dijo Barr con voz ronca y vacilante—. Fue como usted dice. Susan quería droga, yo le dije que debería pagarme de antemano, y ella dijo que tendría el dinero. Le dije que estaría fuera de su casa a las dos menos cuarto, y que llegase puntual.

—Peter Carrington dejó a Susan en casa a las doce en punto. ¿Por qué quedaron tan tarde?

—Ella quería estar segura de que su padre estaría dormido.

—¿Por qué no le dio la cocaína en la fiesta?

—Susan no llevaba el dinero encima cuando se fue. Si no, se la habría pasado entonces.

Greco contempló a Barr con repulsión y disgusto. «Al no darle lo que necesitaba, firmaste su sentencia de muerte —pensó—. Alguien más iba a reunirse con ella, supuestamente con el dinero».

—Salí de aquí a la una y media y me fui a casa de los Althorp —dijo Barr—. Crucé por el césped de los vecinos que viven detrás de su casa, y esperé debajo del gran árbol que hay en el patio lateral. Allí no podía verme nadie. A las dos menos cuarto ella no apareció. Entonces, aproximadamente diez minutos después, oí que se acercaba un coche. Esperé para ver qué pasaba; imaginé que era alguien que le traía el dinero y llegaba tarde.

Barr se levantó, se acercó hasta el fregadero y se sirvió un vaso de agua. Se bebió la mitad de un trago y volvió a su silla.

—Reconocí el coche. Era el de Peter Carrington. Salió, rodeó el coche, abrió la puerta del pasajero y sacó algo del interior.

—¿Lo vio con tanta claridad como para saber qué estaba haciendo?

—Justo delante de la casa de los Althorp hay una farola en la acera. Por eso había quedado con Susan en un lado de la casa.

—Prosiga.

—Peter salió del coche y atravesó el césped. Entonces se arrodilló. Avancé con cuidado y vi que estaba inclinado sobre algún objeto. Había luz suficiente para distinguir que había algo, o quizás alguien, en el suelo, delante de él. Entonces Peter volvió a subirse al coche y se fue. Yo no sabía qué había pasado, pero salí de allí y me vine a casa.

—¿No comprobó si era alguien que necesitaba ayuda?

—Carrington se había ido. Él no ayudó a nadie.

—¿Y no vio a nadie más?

—No.

—¿Está seguro de que no se reunió con Susan, discutieron porque ella no tenía el dinero y, quizás, ella incluso le amenazó con contarle todo a su padre a menos que le diera la cocaína? Usted la estranguló, oyó acercarse el coche de Peter y se escondió. Cuando Peter se fue, usted se deshizo del cuerpo. ¿No fue eso lo que sucedió, señor Barr?

—No, no fue eso. Si quiere, me someteré a un detector de mentiras. A las dos y veinte yo estaba en mi casa. Incluso desperté a mi esposa y le dije que no me encontraba bien.

—Es decir, quería tener un testigo, por si acaso. Es usted una persona muy egocéntrica, señor Barr. Recuerdo que su esposa se ofreció a someterse al detector de mentiras para jurar que usted estuvo en casa toda la noche.

—Ella pensaba que fue así.

—Lo dejaremos aquí. Por cierto, ¿encontró el señor Slater la camisa manchada de sangre después de mandarlo a Nueva York para registrar su casa, señor Barr?

Ver la expresión atónita de Gary Barr fue una satisfacción.

—Así que fue él —dijo Barr, arrastrando las palabras—. Tendría que haberlo imaginado.