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Durante los días siguientes hablé con Maggie un par de veces y supe que estaba intentando recordar el nombre del hombre al que mi padre oyó silbar la melodía que tanta nostalgia le produjo. Entonces se me ocurrió una idea.

—Maggie, me dijiste que papá estaba muy triste cuando te contó eso. Encontraron su coche muy poco después, y pensaste que se había suicidado. ¿Crees que es posible que hablaras de ese incidente a tus amigos?

—Sin duda hablamos sobre lo mucho que él echaba de menos a tu madre. Seguramente sí se lo conté. Era un ejemplo de lo mucho que la añoraba.

—Entonces, cabe la posibilidad de que mencionases el nombre de ese hombre, porque me dijiste que papá te lo dijo.

—Es posible, Kay, pero eso pasó hace más de veintidós años. Si yo no me acuerdo, ¿cómo iban a recordarlo otros?

—Tal vez no. Pero es algo que no te costaría nada hacer y que nos podría ser muy útil. Quiero que hables de papá con tus amigos. Diles que, en cierto sentido, me ha resultado muy positivo saber que no decidió abandonarme. Luego puedes recordarles esa historia, y decirles que te fastidia no acordarte del nombre del hombre que silbaba esa canción el día de la fiesta. Pero habla sólo con tus amigos, por favor.

—Kay, es muy improbable que alguno de ellos recuerde un nombre después de todo ese tiempo, pero haré lo que sea para ayudarte. Es día de visita en la cárcel, ¿no?

—Sí.

—¿Le darás la enhorabuena a tu marido, quiero decir, a Peter, por lo del bebé?

—Gracias, Maggie. Lo agradecerá.

Dos horas después estaba en la sala de visitas de la cárcel del condado de Bergen mirando a Peter a través del plexiglás. ¡Tenía tantas ganas de tocarle, de unir sus dedos con los míos! Quería llevarle de vuelta a casa y cerrar la puerta al resto del mundo. Quería recuperar nuestra vida.

Pero, por supuesto, decir algo así en esos momentos sólo empeoraría las cosas para él. Había tantas cosas que no podía decir… No podía hablarle de la camisa que pensaba que Gary Barr le había robado a Elaine, y que luego había robado de nuevo Vincent Slater. Vince seguía negando que la hubiera encontrado cuando registró la casa de los Barr y su coche, pero no le creía.

Tampoco podía hablarle del dinero que le di a Elaine, y por supuesto no podía contarle que había contratado a Nicholas Greco.

Así pues, le expliqué que había encontrado aquella cuna antigua, y que iba a buscar información sobre Eli Fallow, el ebanista, para ver qué aprendía de él.

—El segundo piso es como la cueva del tesoro, Peter.

Conversación superficial. Insatisfactoria. El tipo de conversación que tienes cuando visitas a alguien en el hospital y sabes que hablar de cosas importantes le alteraría. El rostro de Peter se iluminaba cuando me refería al bebé, pero le seguía una expresión de preocupación por mí. Se dio cuenta de que estaba más delgada, y yo le expliqué que el ginecólogo había dicho que perder peso en el primer trimestre era normal.

Me preguntó si veía con frecuencia a Elaine y a Richard. Eludí contestar diciéndole lo mucho que me había sorprendido que Elaine me contase que Richard renunciaba a las carreras de caballos y se mudaba a Londres.

—Supongo que ha decidido hacer frente a sus problemas con el juego y al hecho de que su galería no hace más que perder dinero —dije.

—Creo que ha tomado el camino correcto —contestó Peter—. Cuando mi padre salía con Elaine, Richard ya estaba metido en las carreras, y eso para mi padre era un pecado imperdonable. Creo que uno de los motivos por los que exigía ver todas las facturas que llegaban a casa durante aquella gran renovación de la decoración fue para asegurarse de que Elaine no estaba respaldando el vicio de apostar de su hijo, al menos con el dinero de mi padre. Creo que estaría bien que invitases a cenar a Elaine, Richard y Vince antes de que Richard se vaya.

No podía decirle que aquello era lo último que deseaba hacer. Así que pasé por alto su sugerencia y le pregunté:

—¿Qué tipo de paga te daban de pequeño? ¿Tu padre era generoso contigo?

Cuando sonreía, Peter tenía algo de niño.

—No estaba mal. Afortunadamente para nuestra relación, no fui el típico niño rico malcriado. Me gustaba ir al despacho durante el verano y las vacaciones de la universidad. El mundo de las finanzas me fascina. Se me da bien. Eso a mi padre le gustaba. Y, sinceramente, siempre intentaba ayudar a quien lo necesitara de verdad; por eso el cheque que le extendió a María Valdez fue exactamente el tipo de gesto que podía hacer, y que hizo, con muchas personas.

Entonces la expresión de Peter se ensombreció.

—Pero intenta convencer a alguien de eso… —añadió suavemente.

Sabía que sólo me quedaban unos minutos de visita. Tenía el teléfono en la mano.

—Juguemos a las adivinanzas —dije, y tarareé la melodía que había oído en la capilla—. ¿Te suena esta canción?

—Me parece que no. De hecho, no, de nada.

—Tenía un amigo que silbaba muy bien. Nunca he oído a nadie hacerlo tan bien. ¿Conoces a alguien que silbe bien? No sé…, Vince, por ejemplo.

Peter soltó una carcajada. Me di cuenta de que era la primera vez que le oía reír desde que habíamos vuelto de nuestra luna de miel.

—Kay, me resulta igual de fácil imaginar a Vince silbando como haciendo un número de circo. ¿Vincent Slater, tan estirado él, silbando para que alguien le escuche? ¡Anda ya!

El policía venía hacia mí. El tiempo de visita había acabado. Peter y yo presionamos los labios sobre la mampara que nos separaba y, como siempre, intenté no llorar.

—No sabes cuánto te quiero —le dije.

—Tanto como yo a ti —susurró.

Era nuestra forma de despedirnos después de una visita.

Pero entonces añadió:

—Kay, organiza una cena para Richard antes de que se vaya a Londres. Siempre ha tenido sus problemas, pero es mi hermanastro, y Elaine siempre se ha portado bien conmigo.