Había empezado a nevar. Nicholas Greco apenas fue consciente de los copos leves y húmedos que le caían sobre el rostro cuando levantó la vista hacia las ventanas del segundo piso de la galería de arte de la calle Cincuenta y siete Oeste, galería que llevaba el nombre de Richard Walker.
Greco había hecho sus deberes respecto a Walker. Cuarenta y seis años, divorciado dos veces, hijo de Elaine Walker Carrington, una reputación neutra en el mundo del arte respaldada sin duda por el afortunado hecho de que su madre se casara con un Carrington y con su dinero. Walker estuvo en la cena la noche que Susan Althorp desapareció. Según los informes de los archivos del fiscal, se marchó a su apartamento de Manhattan cuando acabó la fiesta.
Greco abrió la puerta del edificio y, después de que un guardia de seguridad comprobase su identidad, subió la escalera hasta la galería. Una recepcionista sonriente se dirigió a él nada más entrar:
—El señor Walker le está esperando. Sólo tardará unos minutos, en estos momentos está atendiendo una conferencia telefónica. ¿Le gustaría ver nuestra nueva exposición? Tenemos a una joven artista maravillosa que está recibiendo críticas magníficas.
«Si nunca había oído un comentario enlatado, ya lo he oído —pensó Greco—. Seguro que Walker está haciendo un crucigrama en su despacho». En la galería, un espacio que le resultaba opresivo debido a las paredes completamente blancas y desnudas y a la moqueta gris oscuro, no había nadie. Pasó de un cuadro a otro fingiendo que los analizaba; todos eran escenas urbanas desoladoras. Estaba delante del penúltimo cuadro de la veintena de la exposición cuando una voz preguntó junto a su hombro:
—Éste, en concreto, ¿no le recuerda a Edward Hopper?
«Ni remotamente», pensó Greco, y profiriendo un gruñido que bien podría interpretarse como un asentimiento se volvió hacia Richard Walker. «Aparenta menos de cuarenta y seis años», fue lo primero que pensó. Los ojos de Walker eran su rasgo más distintivo: eran de un azul zafiro y estaban bastante separados. Sus rasgos eran angulosos. Era de altura media, tenía el cuerpo compacto propio de un boxeador y brazos gruesos. Greco se dijo que en un gimnasio no se le vería fuera de lugar. Su traje azul oscuro era sin lugar a dudas caro, pero su constitución no le sacaba todo el partido posible.
Cuando quedó claro que Greco no tenía intención de hablar de arte, Walker le propuso que fuesen a su despacho. Mientras se encaminaban hacia allí no cesó de hacer comentarios sobre las muchas fortunas familiares que se basaban en la capacidad que tenían algunas personas para detectar el genio en un pintor desconocido.
—Por supuesto, eso es algo que pasa en todos los ámbitos —dijo mientras rodeaba su mesa e indicaba a Greco que tomara asiento en una silla justo delante—. Mi abuelo solía contarnos la historia de Max Hirsch, el legendario entrenador de caballos que rechazó la posibilidad de comprar el mejor caballo de carreras de toda la historia, Man O'War, por cien dólares. ¿Le gustan las carreras, señor Greco?
—Me temo que no dispongo de mucho tiempo para esos entretenimientos —respondió Greco con un tono de voz que parecía reflejar cierta tristeza.
Walker le sonrió amistosamente.
—Ni tampoco para charlas intrascendentes, diría yo. Muy bien. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Primero quiero darle las gracias por recibirme. Supongo que sabe que la madre de Susan Althorp me ha contratado para que investigue la desaparición de su hija.
—Sí, imagino que en Englewood todo el mundo lo sabe —replicó Walker.
—¿Pasa mucho tiempo en Englewood, señor Walker?
—Depende de lo que signifique «mucho tiempo». Vivo en Manhattan, en la calle Setenta y tres Este. Como sabrá, mi madre, Elaine Carrington, tiene su casa en la finca de los Carrington, y la visito con frecuencia. Ella también se acerca a menudo a Manhattan.
—¿Estaba usted en la finca la noche que desapareció Susan Althorp?
—Estaba en la fiesta junto con otras doscientas personas, más o menos. Mi madre se había casado con el padre de Peter Carrington tres años antes. El verdadero motivo de aquella fiesta era que Carrington padre había cumplido setenta años. Siempre le turbó tanto que mi madre fuera mucho más joven que él, concretamente veintiséis años, que no consideramos que aquélla fuera una fiesta de cumpleaños —arqueando una ceja, Walker añadió—: Si hace cálculos, verá que el viejo Carrington tenía debilidad por las mujeres jóvenes. Cuando nació Peter, tenía cuarenta y nueve años. La madre de Peter también era mucho más joven que él.
Greco asintió y echó una mirada alrededor. El despacho de Walker no era grande, pero estaba decorado con gusto: canapé azul y rojo, paredes color champán y alfombra azul oscuro. Sobre el sofá colgaba una pintura (unos hombres jugando a las cartas) que le pareció más interesante que los cuadros de temática tenebrosa que había visto en la galería. En una vitrina situada en una esquina había varias fotos de Walker en el campo de polo, además de una pelota de golf sobre una bandeja de plata labrada.
—¿Un hoyo con un solo golpe? —preguntó, señalando la pelota.
—En Saint Andrew's —dijo Walker, sin intentar ocultar el orgullo en su voz.
Greco se dio cuenta de que Walker, al recordar aquella hazaña, se había relajado, precisamente lo que él había pretendido con aquel comentario. Recostándose en la silla, dijo:
—Estoy intentando hacerme una imagen general de Susan Althorp. ¿Qué impresión tenía de ella?
—La conocía poco. Tenía dieciocho o diecinueve años. Yo tenía veinticuatro, un empleo a jornada completa en Sotheby's y vivía en la ciudad. Aparte de eso, para serle totalmente sincero, no me gustaba especialmente el marido de mi madre, Peter Carrington IV, y él me pagaba con la misma moneda.
—¿Por qué discutían?
—No es que discutiéramos. Me ofreció un puesto como aprendiz en una compañía de corretaje de su propiedad, en la que, según me dijo, con el tiempo podría ganar mucho dinero en lugar de vivir siempre en el filo de la navaja. Cuando rechacé su oferta, no ocultó su desdén.
—Entiendo. Pero ¿visitaba usted a su madre con frecuencia?
—Por supuesto. Aquel verano, hace veintidós años, hizo mucho calor, y se celebraron bastantes fiestas junto a la piscina. A mi madre le encantaba invitar a gente. Le gustaba recibir a sus amigos. Peter y Susan estudiaban en Princeton, y sus amigos de la universidad iban por allí a menudo. A mí, por lo general, me permitían llevar a uno o dos invitados. Era muy agradable.
—A Peter y Susan, ¿los consideraban pareja?
—Se veían mucho. Desde mi punto de vista, creo que se estaban enamorando o, al menos, él se estaba enamorando de ella.
—¿Quiere decir que no era correspondido? —preguntó Greco con voz neutra.
—No quiero decir nada. Ella era muy extravertida, y Peter era callado. Pero siempre que iba a casa los fines de semana me la encontraba allí, jugando al tenis o tomando el sol junto a la piscina.
—¿Pasó la noche en la mansión de los Carrington el día de la fiesta?
—No. Tenía una cita para jugar un partido de golf a primera hora del día siguiente, y me fui cuando acabó la cena. Ni siquiera me quedé al baile.
—La madre de Susan está convencida de que su hermanastro fue el responsable de la muerte de su hija. ¿Usted también lo cree?
Richard Walker miró fijamente a Greco; sus ojos reflejaban una pincelada de ira.
—No —dijo sucintamente.
—¿Qué me dice de Grace Carrington? La noche que se ahogó, usted estaba en la finca. En realidad, la cena fue en su honor, ¿no es cierto?
—Peter viajaba mucho. Grace era una mujer sociable a la que no le gustaba estar sola. Siempre invitaba a gente a cenar. Cuando se enteró de que se acercaba mi cumpleaños, decidió convertir la cena de aquella noche en mi fiesta de cumpleaños. Sólo éramos seis. Peter llegó casi al final. Regresaba de Australia y su vuelo se retrasó.
—Por lo que sé, esa noche Grace bebió bastante.
—Grace siempre bebía mucho. Recibió tratamiento en seis ocasiones, pero nunca dejaba la bebida del todo. Por eso cuando, después de varios abortos, logró sacar adelante el embarazo, todos estábamos preocupados por la salud del bebé.
—Aquella noche, ¿alguien la amonestó para que no bebiese?
—Grace sabía fingir muy bien. La gente creía que estaba bebiendo soda con tónica, pero en realidad era vodka. Cuando Peter llegó a casa, ella estaba muy bebida y, como es lógico, le enfureció encontrarla en aquel estado. Pero al ver que él le quitaba el vaso, lo vaciaba en la alfombra y le reprochaba su conducta, creo que ella sufrió una especie de conmoción. Peter subió corriendo al piso de arriba, y recuerdo que Grace dijo: «Supongo que se acabó la fiesta».
—«Se acabó la fiesta» podría indicar el final de más de una fiesta —dijo Greco.
—Supongo que sí. Grace parecía muy triste. Mi madre y yo fuimos los últimos en irnos. Aquella noche me quedé en casa de mi madre. Grace dijo que iba a echarse un rato al sofá. Imagino que no quería enfrentarse a Peter.
—¿Usted y su madre se marcharon juntos?
—Fuimos a casa de mi madre. A la mañana siguiente el ama de llaves nos llamó, histérica. Acababa de encontrar el cuerpo.
—¿Cree que Grace Carrington se cayó a la piscina por accidente o que se suicidó?
—Sólo puedo responderle de una manera: Grace quería tener el bebé, y sabía que Peter también. ¿Se habría quitado la vida deliberadamente? No, a menos que su incapacidad para renunciar a la bebida la abrumase y la posibilidad de que quizá ya hubiera perjudicado al feto la aterrorizara.
La actitud de Nicholas Greco pareció más amistosa cuando preguntó de forma despreocupada:
—¿Cree que Peter Carrington estaba lo bastante furioso para ayudar a su esposa a acabar con su vida, quizá después de que perdiera el conocimiento en el sofá?
Esta vez no le cupo duda de que la respuesta airada de Richard Walker era tan falsa como forzada:
—Eso es completamente absurdo, señor Greco.
«No es eso lo que piensa —se dijo Greco mientras se ponía en pie para irse—. Pero quiere que yo piense que sí lo cree».