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—He decidido cerrar la galería a finales de semana —dijo Richard Walker a Pat Jennings—. Sé que te aviso con poco tiempo, pero el propietario del edificio ha encontrado a alguien que quiere el local ya mismo y que pagará un dinero extra por la inmediatez.

Jennings se lo quedó mirando boquiabierta.

—¿Encontrarás otro local igual de rápido? —preguntó.

—No, lo que quiero decir es que voy a cerrar la galería permanentemente. Estoy seguro de que sabes que me gustan demasiado las carreras de caballos. Voy a intentar cambiar completamente de aires. Un amigo mío tiene una galería pequeña pero muy interesante en Londres, y le gustaría mucho que fuera a trabajar con él.

—Suena estupendo, Richard —dijo Jennings, intentando parecer sincera.

«Me pregunto si su mamá le ha cortado el suministro —pensó—. No es para menos. Y a lo mejor él tiene razón. Haría bien en alejarse de todos esos que le tientan con arriesgadas apuestas».

—¿Qué piensa tu madre de todo esto? —preguntó—. Seguro que te echará de menos.

—Aunque el Concorde ya no vuele, Inglaterra está a un paso y ella tiene muchos amigos allí.

Pat Jennings se dio cuenta de que, además del sueldo, echaría de menos aquel horario flexible que encajaba perfectamente con el de sus hijos. Además, era estupendo quedar con Trish regularmente, por no hablar de eso de tener un asiento en primera fila para ver el culebrón de la familia Carrington.

Decidió sonsacar algo más antes de que fuera demasiado tarde.

—¿Qué tal está la esposa de Peter Carrington? —preguntó, intentando mostrar preocupación pero no un interés desmedido.

—Es un detalle que me lo preguntes. Hace varias semanas que no veo a Kay, pero mi madre me ha dicho que han estado en contacto, y antes de que me vaya a Inglaterra nos reuniremos para cenar.

Con una sonrisa bastante forzada, como si se diera cuenta de que le estaban sonsacando demasiada información, Richard Walker se dio la vuelta y se dirigió hacia su despacho. En ese momento sonó el teléfono. Cuando Pat Jennings respondió, una voz furiosa dijo:

—Soy Alexandra Lloyd. ¿Está Richard?

Pat sabía qué respuesta debía dar sin necesidad de preguntarlo, aunque esta vez se esmeró.

—El señor Walker está de camino a Londres, señorita Lloyd. ¿Quiere que le deje un mensaje?

—Oh, sí, por supuesto. Dígale al señor Walker que me ha decepcionado mucho, y él ya sabe a qué me refiero.

«Éste es precisamente el mensaje que no quiero darle —pensó Pat—. Durante todo este tiempo había creído que esta mujer con un nombre tan curioso era artista. Pero empiezo a pensar que es una corredora de apuestas».

Eran las tres de la tarde, hora de ir a recoger a los niños. La puerta del despacho de Richard estaba cerrada, pero pudo oír el murmullo de su voz, lo que significaba que estaba al teléfono. Pat anotó el mensaje de Alexandra Lloyd en un papel, llamó a la puerta de Richard, entró y lo dejó en la mesa delante de él.

Luego, con la celeridad de alguien que sabe que en cualquier momento estallará una traca a sus pies, cogió el abrigo y se fue.