Cuando Vincent pasó a recoger la llave de la casa del guarda a las siete y media, yo estaba en la cocina. Luego, a las nueve, telefoneó, tal como habíamos quedado. Gary Barr se encontraba pasando el aspirador en el piso de arriba, y, siguiendo el plan convenido, le transmití el mensaje.
—El señor Slater necesita que vaya a la ciudad y recoja unos documentos del despacho de Peter —le dije—. Existe la posibilidad de que vuelva con usted uno de los ejecutivos de la empresa, de modo que coja el Mercedes. El señor Slater le indicará dónde debe aparcar en el garaje.
Si Barr sospechó algo no lo demostró. Cogió uno de los teléfonos auxiliares y confirmó los detalles del aparcamiento con Vincent. Pocos minutos después, desde una ventana del piso de arriba, vi cómo Barr pasaba con el Mercedes por la puerta de entrada y salía a la carretera.
Supongo que Vincent había estado vigilándole, porque casi inmediatamente después su Cadillac entró por la verja y giró a la izquierda. Imaginé que aparcaría detrás de la casa del guarda, en un punto que no fuera visible desde la mansión. Ahora me tocaba a mí mantener ocupada a Jane para evitar que acudiera a su casa antes de su descanso habitual después del almuerzo.
Había una manera sencilla de conseguirlo. Le dije que me dolía la cabeza y le pedí si podía responder ella al teléfono y anotar los mensajes, excepto si llamaba el señor Greco.
—¿El señor Greco?
Detecté la alarma en su voz y recordé que me habían dicho que, cuando la señora Althorp contrató a Greco, éste se entrevistó con Gary Barr.
—Sí —contesté—. Tengo una cita con él a las once.
La pobre mujer parecía asustada y sorprendida. Yo estaba segura de que, si Vince tenía razón y Gary había robado la camisa de casa de Elaine, Jane no había participado en ello. Pero luego recordé que Jane había jurado que Gary estaba en la cama la noche en que Susan desapareció. ¿Había mentido? A esas alturas, yo casi estaba convencida de que sí.
Durante la siguiente hora y media estuve demasiado agitada para quedarme quieta, de modo que pasé el rato en el segundo piso. No había examinado ni la mitad de las habitaciones; desatar y quitar las sábanas de los muebles almacenados en aquella zona requería su tiempo. Yo buscaba concretamente muebles para la habitación del bebé, y al final encontré una antigua cuna de madera. Era demasiado pesada, así que me senté en el suelo y la mecí para ver si seguía siendo estable. Estaba tallada con una maestría exquisita. Miré si había alguna firma, y sí: era obra de un tal Eli Fallow, y la fecha era 1821.
Estaba segura de que la cuna fue un encargo de Adelaide Stuart, aquella mujer de la alta sociedad que se casó con un Carrington en 1820. Me dije que buscaría información sobre Eli Fallow; tal vez habría sido un artesano famoso. Descubrir aquellos tesoros era fascinante, y al menos me distraía de mi constante preocupación por Peter.
Sin embargo, ese tipo de exploración es una tarea polvorienta. A las diez y media bajé a la suite para lavarme la cara y las manos, y luego me puse un suéter y unos pantalones limpios. Apenas había acabado de arreglarme cuando, justo a las once, el timbre sonó y Nicholas Greco entró en la casa.
La primera vez que lo vi fue en casa de Maggie, y me molestó que supusiera que mi padre había fingido su propio suicidio. Incluso dejó entrever que podría existir un vínculo entre mi padre y la desaparición de Susan Althorp. Cuando Greco habló conmigo en el pasillo del juzgado, después de la vista para la fianza, estaba tan trastornada que apenas me fijé en él. Pero ahora lo miré a los ojos y percibí en ellos calidez y comprensión. Le estreché la mano y le conduje a la biblioteca de Peter.
—Qué maravilla de habitación… —comentó Greco cuando entramos.
—Ésa fue mi impresión la primera vez que la vi —dije. Intentando superar mi repentino ataque de nervios, fruto del gran paso que estaba dando al reunirme con aquel hombre, añadí—: Vine a esta casa a suplicar que me cedieran el comedor para celebrar un cóctel con el que recaudar fondos para la alfabetización. Peter estaba sentado en esa butaca —dije, señalándola—. Estaba nerviosa y pensé que no iba vestida apropiadamente. Era un día ventoso de octubre, y yo llevaba un conjunto ligero de verano. Mientras le exponía mi petición, abarqué la habitación con la mirada, y me encantó.
—Es comprensible —asintió Greco.
Me senté frente a la mesa de Peter, y Greco situó una silla al otro lado.
—Me dijo que podría ayudarme —empecé—. Me gustaría saber cómo.
—La mejor manera que tengo de ayudarla es intentar descubrir toda la verdad sobre lo que sucedió. Como usted sabe, su marido tiene muchas posibilidades de pasarse el resto de su vida en la cárcel. Es posible que se sintiera más respaldado si el mundo llegase a creer en su inocencia, y ahora cito textualmente «debido a que el acto cometido fue un automatismo no enajenado». Eso es lo que podría haber pasado si todo esto hubiera sucedido en Canadá pero, por supuesto, no es así.
—Yo no creo que mi esposo, sonámbulo o no, cometiera esos crímenes —aseguré—. Anoche recibí lo que considero una prueba convincente de que no lo hizo.
Yo ya había decidido que quería contratar a Nicholas Greco. Se lo dije, y luego me desahogué contándole la visita que hice a la capilla cuando tenía seis años.
—Nunca se me pasó por la cabeza que quizás aquella tarde oí a Susan Althorp —dije—. Me refiero a que ¿por qué necesitaría ella pedir o exigir dinero a nadie? Su familia era rica. Y he oído que ella disponía de un fondo fiduciario sustancioso.
—Sería interesante saber exactamente cuánto dinero tenía a su disposición —comentó Greco—. No son muchas las jóvenes de dieciocho años que tienen acceso a sus fondos fiduciarios, y según las amigas de Susan su padre estaba muy enfadado con ella; la noche de la cena en esta casa.
Me preguntó detalles sobre el episodio en que Peter se saltó la fianza y le encontraron arrodillado en el césped de los Althorp.
—Peter se levantó sonámbulo y no sabe por qué fue hasta allí, pero cree que le impulsó el mismo sueño que le hizo intentar huir del cuarto de la clínica. Esa segunda vez creyó que Gary Barr estaba en la habitación, mirándolo —expliqué.
Le dije a Greco que había comenzado a pensar que Peter podría haber sido uno de los chantajeados en la capilla.
—La noche pasada descubrí que no era cierto —dije y, procurando no dejarme llevar por la emoción, le repetí lo que me había dicho Maggie.
El rostro de Greco adoptó una expresión grave.
—Señora Carrington —dijo—, he estado preocupado por usted desde que me enteré de que había ido a visitar a la amiga de Susan Althorp, Sarah North. Imaginemos que su marido es inocente de esos crímenes. Si es así, el culpable sigue libre y creo, y temo, que esa persona está muy cerca de usted.
—¿Se le ocurre algo para que pueda desenmascararlo? —Pregunté, consciente de que estaba revelando mi impotencia—. Señor Greco, sé que en aquella época yo sólo tenía seis años, pero si le hubiera contado a mi padre que había visitado la capilla y lo que escuché en ella, es posible que él hubiera acudido a la policía cuando Susan desapareció. El hombre de la capilla tuvo que ser el mismo al que mi padre oyó silbar fuera de la casa poco después. ¿No cree que saber eso ya es bastante tortura para mí?
—«Cuando yo era niño, pensaba como un niño» —dijo Greco con voz suave—. Señora Carrington, no sea tan dura consigo misma. Esta información nos abre nuevos caminos, pero le ruego que no comparta con nadie lo que su abuela le contó anoche y, por favor, dígale a ella que no lo cuente. A alguien podría asustarle todo lo que están recordando.
Miró su reloj.
—Dentro de unos minutos tendré que irme. Le pedí al embajador Althorp que rae concediese un poco de tiempo, y le dije que podría pasarme por su casa a las doce y media. Lamentablemente, me dijo que estuviera allí a las doce. ¿Hay algo más que crea que podría serme útil en la investigación?
Hasta aquel momento pensé que no le contaría nada acerca de la camisa de Peter, pero de repente decidí ir a por todas.
—Si le contase algo que podría perjudicar gravemente la defensa de Peter, ¿consideraría necesario acudir a la fiscalía con esa información? —le pregunté.
—Lo que me contase sería una comunicación verbal, y no podría dar testimonio de ella —contestó.
—Durante todos estos años, Elaine Carrington ha tenido la camisa que Peter llevó a la fiesta, y tiene algunas manchas que parecen de sangre. Hace unos días me la vendió por un millón de dólares, pero después de que recibiera el dinero se negó a entregármela. Luego, alguien la robó de su casa, que está en esta misma finca. Vincent Slater cree que Gary Barr es el autor del robo, y ahora mismo está registrando su vivienda, la casa del guarda.
Si aquella información lo dejó atónito, no se le notó en absoluto. Greco se limitó a preguntarme cómo se hizo Elaine con la camisa, y si yo estaba segura de que tenía manchas de sangre.
—«Manchas» es decir demasiado —repuse—. Estaba sucia a esta altura —dije tocándome el suéter por encima del corazón—. Elaine me dijo que vio a Peter volver a casa sonámbulo a las dos de la mañana, y aunque afirma que no tiene ni idea de lo que pudo haber pasado, se dio cuenta de que la camisa tenía una mancha de sangre y no quiso que la doncella la viera por la mañana.
—De modo que usa la camisa para chantajearla, y luego se echa atrás. ¿Por qué ha jugado esa carta justo ahora?
—Porque su hijo Richard es ludópata y ella siempre acude en su rescate. Por lo visto esta vez necesitaba de inmediato, para mantenerlo a salvo, más dinero del que ella podía reunir.
—Entiendo. —Greco se levantó para irse—. Me ha dado muchas pistas en las que pensar, señora Carrington. Dígame una cosa. Si alguien se dejara un objeto en esta casa, un objeto personal del tipo que sea, y su marido creyera que esa persona podría necesitarlo, ¿qué cree que haría?
—Devolverlo —contesté—, y además de inmediato. Puedo darle un ejemplo. Una noche de diciembre Peter me dejó en mi apartamento y, cuando ya volvía a su casa, al pasar el puente, se dio cuenta de que me había dejado mi bufanda de lana en el coche. ¿Se puede creer que dio la vuelta y me la llevó a casa? Le dije que estaba loco, pero me contestó que hacía frío y que a la mañana siguiente tendría que caminar un trecho hasta mi coche y que la bufanda me vendría bien. —Vi adonde quería llegar Greco—. El bolso de Susan… —dije—, ¿cree que Peter se levantó sonámbulo esa noche para devolvérselo?
—No lo sé, señora Carrington. Es una de las muchas posibilidades que tendré en cuenta, pero eso explicaría la sorpresa y la inquietud de su esposo cuando a la mañana siguiente el bolso no estaba en el coche, ¿verdad?
No esperó a que le respondiera. Abrió su maletín, sacó un papel y me lo entregó. Era una fotocopia de una página de la revista People.
—¿Esto significa algo para usted? —preguntó.
—Ah, es un artículo sobre Marian Howley —dije—. Es una actriz maravillosa. Nunca me pierdo ninguna de sus obras.
—Aparentemente, Grace Carrington compartía ese mismo entusiasmo. Arrancó esta página de la revista; la llevaba en el bolsillo cuando encontraron su cuerpo en la piscina.
Cuando hice ademán de devolverle la fotocopia, Greco me indicó con un gesto que no era necesario.
—No, hice varias copias cuando conseguí un ejemplar de la revista. Por favor, conserve esta. Quizá pueda enseñársela al señor Carrington.
Sonó el teléfono. Fui a cogerlo, pero recordé que Jane había quedado encargada de contestar las llamadas. Unos instantes después, cuando el señor Greco y yo salíamos de la biblioteca, Jane vino corriendo por el pasillo.
—Es el señor Slater, señora Carrington —anunció—. Dice que es importante.
Greco aguardó mientras yo regresaba a la mesa y cogía el auricular.
—Kay, no la he encontrado —dijo Vince—. Debe de haberla escondido en otra parte.
Algo en su voz me reveló que mentía.
—No te creo —dije.
Oí el clic del teléfono al colgarse al otro lado de la línea.
—Vincent Slater afirma que no ha encontrado la camisa de Peter —le dije a Nicholas Greco—. No le creo. La tiene. Apostaría mi vida.
—¿Vincent Slater tiene una llave de esta casa? —preguntó Greco.
—Cambié todas las cerraduras y le di sólo una copia de la llave de la puerta por la que se accede desde la terraza a su despacho privado. Pero se puede entrar en la casa desde el despacho.
—Entonces sí que tiene llave, señora Carrington. Cambie inmediatamente esa cerradura. Creo que Vincent Slater puede ser un hombre muy peligroso.