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Charles Althorp, embajador jubilado, estaba sentado en el que fuera el estudio de su esposa con una taza de café en la mano y una bandeja con el desayuno intacto a su lado. La muerte de Gladys ya había introducido cambios en la casa. Habían desaparecido la cama de hospital, la bombona de oxígeno, las bolsas de suero, y un montón aparentemente interminable de medicamentos la noche anterior. Brenda, el ama de llaves, llorando desconsolada, había aireado y pasado el aspirador por el dormitorio de Gladys.

Charles detectó la mirada apagada en los ojos de Brenda cuando le sirvió el desayuno esa mañana, y albergaba la esperanza de que ella hubiera pensado en buscarse otro trabajo.

Habían telefoneado sus hijos, tristes porque su madre había muerto, pero contentos porque había dejado de sufrir.

«Si en el cielo hay un museo, seguro que ahora mismo mamá y Susan están comentando los méritos de algún cuadro», le dijo su hijo pequeño, Blake.

Althorp sabía que a sus hijos no les caía bien. Después de la universidad, los dos habían aceptado empleos lejos de casa, lo cual les daba la excusa perfecta para aparecer por ella sólo un par de veces al año. Ahora volverían por segunda vez en pocos meses. La primera había sido para asistir al funeral de su hermana; ahora, al de su madre.

El cuerpo de Gladys estaba en el tanatorio. No habría velatorio, pero el funeral no sería hasta el viernes; de ese modo podría asistir su hijo mayor, a cuya hija habían tenido que operar de urgencia de apendicitis. Sus padres no querían dejarla sola.

Algunos vecinos habían telefoneado para darle el pésame; él había pedido a Brenda que respondiera ella a las llamadas. Pero a las ocho y cuarto Brenda entró en el estudio y, vacilante, le dijo que un tal señor Greco insistía en hablar con él.

Althorp estaba a punto de negarse cuando se preguntó si Gladys habría dejado algo a deber a aquel hombre. Era posible. Según la enfermera, aquel individuo la había visitado hacía muy poco. Cogió el auricular.

—Charles Althorp —dijo.

Sabía que su voz intimidaba a la gente, y estaba orgulloso de ello.

—Embajador Althorp —comenzó Nicholas Greco—, antes que nada permítame expresarle mi más sincero pesar por la pérdida de su esposa. La señora Althorp era una mujer amable y valiente, y puso en marcha un proceso que, según creo, pronto llevará a un asesino ante la justicia.

—¿De qué está hablando? Carrington está en la cárcel.

—Eso es precisamente de lo que le estoy hablando, embajador. Peter Carrington está en la cárcel, pero ¿debería estar en ella? O, dicho de otra manera, ¿no debería compartir esa celda con alguien más? Sé que éste es un momento terrible para importunarle, pero ¿podría hacerle una breve visita más tarde? A las once tengo una cita con la señora Kay Carrington. ¿Sería posible que pasara a verle a las doce y media?

—Venga al mediodía. Le concederé quince minutos —dijo Althorp, y luego colgó el auricular de un golpe, dejó en la mesa la taza de café y se puso en pie.

Se acercó a la mesa donde estaban las fotos de su esposa y de su hija.

—Lo siento mucho, Gladys —dijo en voz alta—. Lo siento mucho, Susan.