63

Nicholas Greco se alegró de recibir una llamada inesperada del ayudante de la fiscal, Tom Moran.

—Fue una buena pista —le dijo Moran—. Barr tenía un registro juvenil sellado al público, pero accedimos a él. Fue arrestado por llevar marihuana a la escuela y fumársela en el gimnasio. También encontramos su anuario del instituto y localizamos a algunos de sus compañeros de clase, que siguen viviendo en Poughkeepsie. Barr era famoso por su mal genio. No era precisamente el amable adolescente que vive en la casa de al lado.

»Por supuesto, eso pasó hace mucho tiempo —prosiguió Moran—. Sin embargo, es interesante que sus compañeros lo recuerden como alguien resentido y con complejo de inferioridad. Desaprovechó el tiempo en el instituto, no quiso ir a la universidad, y luego, años más tarde, en una reunión de antiguos alumnos del instituto, se lamentó de que la vida no le había dado la oportunidad de triunfar.

—Me pareció alguien muy inseguro, insatisfecho, enfadado con el mundo —dijo Greco—. Lo que me cuenta encaja con la imagen que me había forjado de él.

—Cambiando de tema… —dijo Moran—. Hay algo más que quería que supiera. La señora Althorp ha fallecido hoy.

—Siento muchísimo oír eso, pero creo que para ella ha sido una bendición.

—Por lo que sé, no se celebrará velatorio y el funeral será privado. Supongo que eso es lo que ella quería y, como imaginará, la familia ha recibido suficiente atención por parte de los medios de comunicación para toda su vida.

—Sí, lo entiendo —dijo Nicholas Greco—. Gracias, Tom.

Greco consultó su reloj. Pasaban de las cinco de la tarde, pero aún no estaba preparado para volver a casa. Quería pensar tranquilamente, y a veces le resultaba más fácil hacerlo cuando todo el mundo había salido de la oficina y ya no sonaban los teléfonos. Afortunadamente, era la tarde en que Frances se reunía con los miembros del club de lectura, de modo que no le importaría que él llegase tarde a casa.

Sonrió para sí. Al final del día, Frances quería toda su atención, plena e incompartible. «La mayoría de las veces se la concedo —pensó con afecto—, pero en este momento necesito parar mientes en todo esto». La primera vez que usó esa expresión delante de Frances, ella le preguntó de qué estaba hablando.

«Ahora ha quedado anticuada, pero no hace tanto era una expresión muy frecuente —dijo él—. "Parar mientes en algo" quiere decir reflexionar con atención, querida».

«¡Venga, Nick, por el amor de Dios! —contestó ella—. ¿Por qué no hablas claro? Simplemente estás intentando aclararte».

«Eso es precisamente lo que intento hacer», pensó Greco.

Gary Barr figuraba a la cabeza de su lista de personas y cosas que debía investigar. Greco tenía la sensación de que Barr estaba resentido con aquellos que, a su parecer, habían gozado de una vida privilegiada. «¿Cuál era su relación con la familia Althorp?», se preguntó. Los años que él y su esposa no trabajaban para los Carrington, solían cocinar y prestar sus servicios a los Althorp. Gary también era el chófer ocasional de su hija. «¿Cómo y por qué se convirtió en el "colega" de Susan? Tengo que hablar otra vez con la amiga de Susan, con Sarah», pensó Greco.

La página arrancada de la revista People que encontraron en la chaqueta de Grace Carrington era lo siguiente en su lista. Era importante, muy importante…, de eso estaba seguro. Pero ¿por qué?

Luego venía el bolso que Susan Althorp había llevado a la fiesta. ¿Por qué recordaba Gary Barr con tanta claridad que a la mañana siguiente Peter Carrington le había pedido a Vincent Slater que se lo devolviera a Susan, y que Peter se sorprendió cuando Slater le dijo que el bolso no estaba en el coche? ¿Acaso Barr se había inventado esa historia por sus propios motivos? Slater había confirmado la conversación, pero sólo hasta cierto punto. Afirmó que Carrington le pidió que comprobase si el bolso estaba en el coche y, si estaba, que se lo devolviera a Susan.

Pero a Susan la esperaban para el brunch ese mismo día. Además, el bolso era pequeño, no podía contener más que un pañuelo, una polvera, un peine o un lápiz de labios. «Por tanto, ¿por qué tanta prisa por devolvérselo? ¿Contenía algo especial que Susan pudiera necesitar?», se preguntó Greco.

«Todas estas piezas están relacionadas —pensó Nicholas Greco mientras permanecía sentado, con las manos enlazadas, sin darse cuenta de que fuera anochecía—. Pero ¿cómo?».

Sonó el teléfono. Un tanto irritado por la interrupción, Greco descolgó el auricular y se identificó.

—Señor Greco, soy Kay Carrington. Me dio su tarjeta en la sala del tribunal hace unas semanas.

Greco se enderezó en la silla.

—Sí, es cierto, señora Carrington —dijo lentamente—. Me alegro de que me haya llamado.

—¿Podría venir mañana por la mañana a mi casa?

—Por supuesto. ¿A qué hora le va mejor?

—¿A las once? ¿Le va bien?

—Sí, perfecto.

—¿Sabe dónde vivo?

—Sí. Estaré allí a las once.

—Gracias.

Greco oyó el sonido del auricular al colgarlo, y luego colgó. Sumido aún en sus pensamientos, se levantó y se acercó al armario ropero. En el último momento recordó dejar una nota en la mesa de su secretaria: «Mañana por la mañana estaré en Nueva Jersey».